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Authors: Brandon Mull

Fablehaven (7 page)

BOOK: Fablehaven
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—¿Por qué no hemos pasado por esa entrada? —preguntó Kendra, corriendo detrás de su hermano.

—Un atajo. —Seth se detuvo en los escalones blancos que subían al cenador para coger una fruta de un espaldar—. Prueba una de éstas.

—Deberías lavarlas antes —dijo Kendra.

—Si acaba de llover... —Dio, un mordisco—. Está buenísima.

Kendra probó una. Era la nectarina más dulce que había probado en su vida.

—Deliciosa.

Subieron los dos juntos los escalones de aquel extravagante pabellón. La barandilla de madera era completamente lisa. Pese a estar expuesta a los elementos, toda la carpintería parecía encontrarse en un estado inmejorable: no presentaba ni desconchones ni grietas ni astillas.

El cenador estaba provisto de canapés tipo confidente y de sillas, todo ello de mimbre blanco. Aquí y allá, las omnipresentes enredaderas habían sido moldeadas en forma de coronas vivientes y otros imaginativos diseños. Un loro de brillante plumaje los observaba desde una alta percha.

—¡Mira ese loro! —exclamó Kendra.

—La otra vez vi unos monos —dijo Seth—. Unos monitos de brazos largos. Pasaban balanceándose por todas partes. Y había una cabra. Salió corriendo en cuanto me vio.

Seth echó a andar por uno de los paseos elevados. Kendra le siguió a paso más lento, absorbiendo todo lo que veían sus ojos. Parecía el decorado de una ceremonia nupcial de cuento de hadas. Contó doce cenadores, cada uno diferente de los demás. Uno tenía un pequeño embarcadero blanco que se metía en el estanque. El pequeño pantalán daba a una cabañita flotante que no podía ser sino un cobertizo para barcas.

Kendra caminó en pos de Seth, cuyo ruido al andar estaba haciendo que los cisnes salieran nadando hacia el otro extremo del estanque, dejando al alejarse estelas en forma de uve. El sol se abrió paso entre las nubes y resplandeció sobre el agua.

¿Por qué el abuelo Sorenson mantendría en secreto un lugar como éste? ¡Era una maravilla! ¿Por qué tomarse la molestia de cuidarlo si no era para disfrutarlo? Allí cabían cientos de personas, y aún sobraría sitio.

Kendra se dirigió al cenador del embarcadero y descubrió que el cobertizo estaba cerrado con llave. No era grande; calculó que albergaría unas cuantas canoas o botes de remos. A lo mejor el abuelo Sorenson les daba permiso para salir en bote por el estanque. ¡No, no debía decirle siquiera que sabía de la existencia de aquel paraje! ¿Sería por eso por lo que les había hablado de las garrapatas y por lo que les había impuesto normas para impedir que se adentraran en el bosque? ¿Para mantener oculto este pequeño edén? ¿Podía ser tan egoísta y reservado?

Kendra terminó de dar una vuelta entera al estanque; en todo el camino no pisó sino inmaculados tablones blancos. Al otro lado del pequeño lago, Seth gritó y una pequeña bandada de cacatúas levantó el vuelo. El sol volvió a esconderse detrás de las nubes. Tenían que volver ya. La chica se dijo a sí misma que podría regresar allí más tarde.

***

Kendra se inquietó cuando cortó el filete que le había tocado. Estaba rosa por dentro, casi rojo en el centro. El abuelo Sorenson y Dale masticaban ya los suyos.

—¿Está hecho mi filete? —se arriesgó a preguntar.

—Pues claro que está hecho —respondió Dale con la boca llena.

—Se ve bastante rojo en el centro.

—Es la única forma de comer un filete —replicó el abuelo, al tiempo que se limpiaba la boca con una servilleta de lino—. Poco hecho. Así conserva su jugo, y está más tierno. Si lo cocinas del todo, lo mismo te daría comerte una suela de zapato.

Kendra miró a Lena.

—Come, querida —la instó la mujer—. No te pondrás mala; está hecho de sobra.

—A mí me gusta —intervino Seth mientras masticaba un trozo—. ¿Tenemos ketchup?

—¿Por qué ibas a estropear con ketchup un filete perfectamente bueno? —se lamentó Dale.

—Tú te pusiste antes en el huevo —le recordó Lena, mientras dejaba un bote de ketchup delante de Seth.

—Eso era diferente. Ketchup y cebolla con los huevos es una necesidad.

—Es vomitivo —replicó Seth, mientras volcaba el bote sobre su filete.

Kendra probó las patatas al ajillo. Estaban muy sabrosas.

Reuniendo todo su valor, probó también el filete. Al estar empapado en aquella deliciosa salsa, le resultó mucho más fácil de masticar que otros filetes que había probado.

—El filete está delicioso —lo alabó.

—Gracias, querida —dijo Lena.

Comieron en silencio durante unos minutos. El abuelo se limpió de nuevo la boca con la servilleta y se aclaró la voz.

—¿Por qué creéis vosotros que a la gente le gusta tanto violar las normas?

Kendra sintió una punzada de culpabilidad. La pregunta no había sido dirigida a nadie en particular y quedó flotando en el aire, a la espera de una respuesta. Como nadie contestó, el abuelo prosiguió:

—¿Será simplemente por el placer de desobedecer? ¿Por la emoción de la rebeldía?

Kendra miró a Seth. Él observaba su plato y se entretenía en pinchar las patatas.

—Kendra, ¿eran injustas las normas? ¿Estaba siendo poco razonable?

—No.

—Seth, ¿os dejé sin nada que hacer? ¿No hay una piscina? ¿Una casa en el árbol? ¿Juguetes y actividades? —Teníamos cosas para hacer.

—Entonces, ¿por qué os habéis metido los dos en el bosque? Os advertí de que habría consecuencias.

—¿Por qué tienes ancianas extrañas escondidas en el bosque? —le soltó Seth de repente.

—¿Ancianas extrañas? —preguntó el abuelo.

—Sí, ¿qué me dices de eso?

El abuelo asintió muy pensativo.

—Tiene una vieja soga podrida. No soplarías sobre la cuerda, ¿verdad?

—No me acerqué a ella. Daba miedo.

—Acudió a mí y me preguntó si podía construirse una choza en mi finca. Me prometió que no incordiaría. No vi nada malo en ello. No deberíais molestarla.

—Seth ha encontrado tu retiro particular —añadió Kendra—. Quiso que lo viera. Me pudo la curiosidad.

—¿Qué retiro particular?

—¿El gran estanque? ¿El precioso paseo de tablones? ¿Los loros, los cisnes y los pavos reales?

El abuelo miró a Dale sin decir nada. Dale se encogió de hombros.

—Tenía la esperanza de que nos llevases a dar un paseo en barca —dijo Kendra.

—¿Cuándo me has oído tú hablar de barcas? Kendra puso los ojos en blanco. —Abuelo, vi el cobertizo de los botes. El levantó las manos y meneó la cabeza. Kendra dejó el tenedor en la mesa.

—¿Por qué dejarías que se echara a perder un lugar tan bonito?

—Eso es asunto mío —replicó el abuelo—. El tuyo era obedecer mis normas, por tu propia seguridad.

—No nos dan miedo las garrapatas —apuntó Seth.

El abuelo entrelazó los dedos y bajó la mirada.

—Cuando os expliqué por qué teníais que manteneros alejados del bosque, no os dije toda la verdad. —Levantó la mirada—. En mi finca doy refugio a una serie de animales peligrosos, muchos de ellos en peligro de extinción. Se trata, entre otros, de serpientes venenosas, sapos, arañas y escorpiones, además de criaturas de mayor tamaño. Lobos, primates, panteras. Utilizo sustancias químicas y otros medios de control para mantenerlos lejos del jardín, pero el bosque es un lugar extremadamente peligroso. En especial, la isla del centro del lago. Está plagada de serpientes taipán del interior, llamadas también «serpientes feroces», las más mortíferas conocidas por el hombre.

—¿Por qué no nos avisaste? —preguntó Kendra.

—Mi reserva es secreta. Dispongo de todos los permisos necesarios, pero si mis vecinos se quejasen, podrían quitármelos. No debéis decírselo absolutamente a nadie, ni a vuestros padres siquiera.

—Vimos una rana blanca —dijo Seth, conteniendo la respiración—. ¿Era venenosa? El abuelo asintió.

—Más bien letal. En Centroamérica, los indígenas las utilizan para fabricar dardos envenenados. —Seth intentó atraparla.

—De haberlo logrado, estaría muerto —observó el abuelo en tono grave.

Seth tragó saliva.

—No volveré a entrar en el bosque.

—Confío en que así sea —dijo el abuelo—. De todos modos, una norma carece de valor a menos que se aplique el correspondiente castigo. Tendréis que quedaros en vuestro cuarto el resto del tiempo que estéis aquí.

—¿Qué? —dijo Seth—. ¡Pero tú nos mentiste! ¡Tener miedo de unas garrapatas es un motivo bastante débil para permanecer alejados del bosque! Yo sólo pensé que nos estabas tratando como bebés.

—Deberíais haberme hecho saber vuestro disgusto —replicó el abuelo—. ¿No fui claro respecto de las normas o de las consecuencias?

—No fuiste claro respecto de las razones —contestó Seth. —Es un derecho mío. Yo soy vuestro abuelo. Y ésta es mi propiedad.

—Y yo soy tu nieto. Deberías haberme dicho la verdad. No estás dando, precisamente, buen ejemplo.

Kendra trató de contener la risa. Seth se había puesto en plan abogado. Con sus padres siempre hacía lo posible por salir indemne de los problemas. A veces se sacaba de la manga unos alegatos bastante buenos.

—¿Qué opinas tú, Kendra? —preguntó el abuelo.

Ella no se esperaba que le pidiese su opinión. Trató de ordenar sus ideas.

—Bueno, yo coincido en que no nos dijiste toda la verdad. Si hubiera sabido que había animales peligrosos, de ningún modo habría entrado en el bosque.

—Ni yo —apuntó Seth.

—Establecí dos normas sencillas, vosotros las entendisteis y las transgredisteis. Sólo porque decidí no comunicaros todos los motivos por los que establecí las normas, ¿creéis que debéis libraros del castigo?

—Exacto —respondió Seth—. Al menos esta vez.

—No me parece del todo justo —replicó el abuelo—. A menos que se aplique el castigo establecido, las normas pierden todo su valor.

—Pero no volveremos a hacerlo —insistió Seth—. Te lo prometemos. ¡No nos encierres dos semanas en la casa!

—A mí no me eches la culpa —dijo el abuelo—. Vosotros mismos os habéis encerrado por despreciar las normas. Kendra, ¿qué crees tú que sería lo justo?

—Pienso que a lo mejor podrías aplicarnos un castigo reducido, a modo de advertencia. Y si volvemos a pifiarla, el castigo completo.

—Un castigo reducido —musitó el abuelo—. De manera que paguéis un precio por desobedecer pero obtengáis una oportunidad más. Eso podría valerme. ¿Seth?

—Mejor que el castigo completo.

—Asunto zanjado. Os reduciré la condena a un solo día. Mañana pasaréis todo el día confinados en el desván. Podéis bajar a comer y utilizar el cuarto de baño, pero nada más. Quebrantad alguna de mis normas otra vez, y no saldréis del desván hasta que vuestros padres vengan a buscaros. Por vuestra propia seguridad. ¿Entendido? —Sí, señor —dijo Kendra.

Seth mostró su conformidad asintiendo en silencio.

Capítulo 5. Diario de secretos

Te habías dado cuenta de que en la tripa del unicornio hay una cerradura? —preguntó Seth.

Estaba tumbado en el suelo con las manos entrelazadas en la nuca, al lado del precioso caballo balancín.

Kendra alzó la vista del dibujo que estaba haciendo. Para sobrellevar mejor el encarcelamiento, le había pedido a Lena que le preparase un lienzo con la técnica de colorear por números. Kendra quería pintar los pabellones que rodeaban el estanque, y Lena le había dibujado en un periquete el paisaje con asombrosa precisión, como si conociera el lugar de memoria. Seth declinó el ofrecimiento del ama de llaves de prepararle otro lienzo.

—¿Una cerradura?

—¿No estabas buscando cerraduras?

Kendra se levantó del taburete y se acuclilló al lado de su hermano. Como le había anunciado, en la parte inferior del unicornio había una diminuta cerradura. Ella extrajo las llaves del cajón de la mesilla de noche. La tercera llave que le había entregado el abuelo Sorenson la abrió. Se trataba de una pequeña trampilla. Al abrirla, cayeron varios bombones en forma de rosa, envueltos en papel dorado, idénticos a los que había encontrado en el armarito de miniatura.

—¿Qué son? —preguntó Seth.

—Jaboncitos —respondió Kendra.

Kendra metió la mano por la trampilla y palpó el interior del hueco del caballito balancín. Encontró unos cuantos bombones más con forma de capullo de rosa y una llavecilla dorada similar a la que había descubierto en el armario. ¡La segunda llave del diario!

—Parecen caramelos —dijo Seth, que le arrebató uno de los diez bombones.

—Tómate uno. Están perfumados. Olerás genial. Él lo desenvolvió.

—Curioso color para un jabón. Huele mucho a chocolate. —Se lo metió entero en la boca. Las cejas se le enarcaron al instante—. ¡Ostras, qué bueno está!

—Dado que tú has encontrado la cerradura, ¿qué te parece si nos los repartimos a partes iguales?

Estaba un poco preocupada de que, de lo contrario, se los comiera todos.

—Me parece justo —dijo él, y cogió cuatro más.

Kendra metió sus cinco bombones en el cajón de la mesilla de noche y sacó el libro cerrado con llave. Tal como esperaba, la segunda llave dorada abrió otro de los cierres. ¿Dónde podía estar la tercera?

De pronto, se dio una palmada en la frente. Las dos primeras habían estado escondidas dentro de objetos que las otras llaves habían abierto. ¡La que faltaba tenía que estar dentro del joyero!

Abrió el joyero y se puso a rebuscar en los compartimentos llenos de destellantes colgantes, broches y sortijas. Como no podía ser de otro modo, disimulada en una pulsera de dijes, Kendra encontró una llavecilla dorada similar a las otras dos.

Ilusionada, cruzó la habitación e insertó la llave en el último de los cierres del Diario de secretos. La llave liberó el último cierre y Kendra abrió el libro. La primera página estaba en blanco. La segunda también. Hojeó rápidamente todo el libro con el pulgar. ¿Estaría el abuelo Sorenson animándola a que escribiese un diario?

Pero todo el jueguecito de las llaves había sido de lo más artero. A lo mejor también había en eso gato encerrado. Algún mensaje oculto. Escrito en tinta invisible, o algo así. ¿Cómo funcionaba la tinta invisible? ¿Había que rociarla con jugo de limón y acercar el papel a una luz? Algo por el estilo. Y había otro truco: frotabas suavemente con un lápiz y aparecía el mensaje. O quizá se trataba de otro método, aún más rebuscado.

Kendra revisó el diario más cuidadosamente, en busca de alguna pista. Fue poniendo varias de las páginas contra la ventana, para ver si la luz delataba alguna filigrana oculta u otra prueba misteriosa.

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