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Authors: Brandon Mull

Fablehaven (4 page)

BOOK: Fablehaven
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Cuando llegó al cuarto de juegos del desván, se encontró a Seth vestido con vaqueros y una camisa de camuflaje de manga larga. Recogió del suelo la caja de cereales que le servía de kit de supervivencia en casos de emergencia y se fue hacia la puerta.

—¿Adonde vas? —preguntó Kendra.

—No es asunto tuyo, a no ser que quieras venir.

—¿Cómo voy a saber si quiero ir si no me dices adonde vas?

Seth la evaluó con la mirada.

—¿Me prometes que guardarás el secreto?

—A ver si lo adivino: vas al bosque.

—¿Quieres venir?

—Vas a pillar la enfermedad de Lyme —le advirtió Kendra.

—Y a mí qué. En todas partes hay garrapatas. Igual que hiedra venenosa. Si la gente dejara que eso la detuviera, nadie iría nunca a ninguna parte.

—Pero el abuelo Sorenson no quiere que nos metamos en el bosque —protestó ella.

—El abuelo no va a estar por aquí en todo el día. No va a enterarse nadie, a no ser que te chives.

—No lo hagas. El abuelo ha sido amable con nosotros. Deberíamos obedecerle.

—Tienes el mismo valor que un cubo de arena.

—¿Qué tiene de valiente desobedecer al abuelo?

—Vamos, que no vienes, ¿no?

Kendra vaciló.

—No.

—¿Te chivarás de mí?

—Si me preguntan dónde estás, sí.

—No tardaré mucho.

Seth salió por la puerta. Kendra oyó sus pisadas al bajar los escalones.

Cruzó la habitación en dirección a la mesilla de noche. El espejo de mano estaba allí encima, al lado de la arandela con las tres llavecitas. La noche anterior se había pasado un buen rato tratando de descubrir qué abría cada llave. La más grande abría un joyero que había sobre la cómoda, repleto de alhajas de fantasía: gargantillas de diamantes, pendientes de perlas, colgantes de esmeraldas, anillos de zafiro y pulseras de rubíes, todo de mentira. Aún no había descubierto lo que abrían las otras dos.

Cogió las llaves de la mesilla. Eran todas diminutas. La más pequeña no medía más que una chincheta. ¿Dónde encontraría una cerradura tan minúscula?

La noche anterior había dedicado casi todo el rato a probar con cómodas y baúles de juguetes. Algunas de las cómodas tenían cerradura, pero estaban ya abiertas y las llaves no encajaban. Lo mismo le pasó con los baúles de juguetes.

La casa de muñecas victoriana atrajo su atención. ¿Qué mejor lugar para encontrar pequeñas cerraduras que en el interior de una casita de muñecas? Soltó los cierres y, al abrir la casita, descubrió dos pisos y varias habitaciones llenas de muebles en miniatura. Cinco personitas de mentira habitaban la casa: un padre, una madre, un niño, una niña y un bebé.

El grado de detalle era extraordinario. Las camitas tenían su colcha, su manta, sus sábanas y sus almohadas. Los sofás estaban hechos con almohadones de quita y pon. Los grifos de la bañera giraban de verdad. Los armaritos tenían ropita colgada dentro.

El gran armario de la habitación de matrimonio de la casita de muñecas levantó las sospechas de Kendra. En el centro tenía una cerradura desproporcionadamente grande. Kendra insertó la llave más diminuta y la giró. Las puertas del armario se abrieron de par en par.

Dentro había algo envuelto en papel dorado. Al abrirlo, vio que se trataba de un bombón en forma de capullo de rosa. Detrás del bombón encontró una llavecilla dorada. La unió a las otras tres en la arandela. La llave dorada era más grande que la llave que abría el armario, pero más pequeña que la llave que abría el joyero.

Kendra mordió un trocito del capullo de rosa de chocolate. Estaba blando y se fundió en su boca. Era el bombón más rico y cremoso que había probado en su vida.

Se lo terminó en tres mordiscos más, paladeando cada bocado.

Volvió a indagar en el interior de la casita, investigando cada uno de los muebles de juguete, rebuscando en cada armarito, mirando detrás de cada cuadro en miniatura que decoraba las paredes. Al no hallar más cerraduras, decidió echar los cierres de la casa.

Repasó la habitación con la mirada, tratando de decidir cuál sería el siguiente sitio en que miraría. Sólo le quedaba una llave, o tal vez dos, si la llave dorada abría también algo. Había examinado casi todos los objetos de los baúles de juguetes, pero siempre podía cerciorarse por segunda vez. Había mirado en los cajones de las mesillas de noche, en las cómodas y en los armarios roperos a conciencia, así como en todos los adornos de las estanterías. Podía haber cerraduras en los sitios más insospechados, como, por ejemplo, debajo de la ropita de una muñeca o detrás del pilar de una cama.

Kendra acabó junto al telescopio. Aunque le parecía improbable, comprobó si tenía alguna cerradura. Nada.

Tal vez podría usar el telescopio para localizar a Seth. Abrió la ventana y vio que Dale cruzaba la pradera de hierba de las lindes del bosque. Llevaba algo en las manos, pero como le daba la espalda no le dejaba ver qué era. Se encorvó y depositó la carga detrás de un seto bajo, lo cual siguió impidiéndole ver el objeto. Dale se alejó de allí a paso ligero, mientras echaba vistazos a su alrededor como para asegurarse de que nadie le seguía, y enseguida se perdió de vista.

Presa de la curiosidad, Kendra bajó a toda velocidad, a la planta baja y salió por la puerta trasera. No se veía a Dale por ninguna parte. Cruzó corriendo la pradera de hierba en dirección al seto que quedaba justo debajo de la ventana del desván. Al otro lado del seto había otros dos metros más o menos de hierba, que terminaba de golpe en las inmediaciones del bosque. En la hierba, detrás del seto bajo, había un gran molde de tarta lleno de leche.

Un colibrí iridiscente se mantenía suspendido en el aire por encima del molde de tarta, sus alas convertidas en una mancha borrosa. Alrededor del colibrí revoloteaban unas cuantas mariposas. De vez en cuando, una descendía y tocaba la leche, levantando gotitas. El colibrí se marchó y se acercó una libélula. Formaban un conjunto menos numeroso que el que había atraído el espejo, pero había mucha más actividad de lo que Kendra habría esperado encontrar en torno a un pequeño estanque de leche.

Se quedó observando, mientras toda una variedad de animalillos alados iba y venía a alimentarse del molde de tarta. ¿Bebían leche las mariposas? ¿Y las libélulas? Al parecer, sí. No pasó mucho tiempo antes de que el nivel de leche del molde de tarta hubiese descendido notablemente.

Kendra alzó la vista hacia el desván. Tenía sólo dos ventanas, las dos en la misma cara de la casa. Visualizó la habitación tras esas ventanas salientes con sus respectivos tejadillos, y de pronto cayó en la cuenta de que el cuarto de juegos ocupaba sólo la mitad del espacio que debía llenar el desván.

Abandonó la fuente de leche y rodeó la casa para ir a la otra cara del edificio. En el otro lado había otro par de ventanas. Tenía razón. El desván constaba de otra mitad. Pero no sabía de ninguna otra escalera que diese acceso a esa planta superior. Eso quería decir que... ¡el cuarto de juegos podría contener una especie de pasadizo secreto! ¡Tal vez la última llave abriese su puerta!

Justo cuando decidió regresar al desván y buscar alguna puerta oculta, Kendra se dio cuenta de que Dale venía desde la zona del granero con otro molde de tarta en las manos. Echó a correr hacia él. Al verla acercarse, él pareció incomodarse momentáneamente, pero a continuación le dedicó una gran sonrisa.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Kendra.

—Estoy llevando algo de leche a la casa, nada más —respondió él, cambiando ligeramente la dirección de sus pasos.

Antes se encaminaba hacia el bosque.

—¿De verdad? ¿Y por qué has dejado esa otra leche detrás del seto?

—¿Otra leche?

No podía haber puesto más cara de culpabilidad. —Sí. Se la están bebiendo las mariposas.

Dale había dejado de andar. Miraba a Kendra con expresión de astucia.

—¿Sabes guardar un secreto? —Claro.

Dale miraba a su alrededor como si alguien pudiera verlos.

—Tenemos unas cuantas vacas lecheras. Dan leche en abundancia, así que aparto un poco de la que sobra para los insectos. El jardín está más lleno de vida de esta manera.

—¿Por qué es un secreto?

—No estoy seguro de que tu abuelo diera su consentimiento. Nunca le he pedido permiso para hacerlo. Podría considerar que es un derroche.

—A mí me parece una buena idea. Me he fijado en todas las clases diferentes de mariposas que hay en vuestro jardín. Jamás había visto tantas. Además de todos los colibríes...

El asintió.

—Me gusta. Contribuye a la atmósfera del lugar.

—Entonces, no ibas a llevar esa leche a la casa.

—No, no. Esta leche no está pasteurizada. Está llenita de bacterias. Podrías pillar toda clase de enfermedades. No es apta para el consumo humano. Por el contrario, a los insectos parece gustarles más así. No traicionarás mi secreto, ¿verdad?

—No diré nada.

—Buena chica —replicó él, con un guiño de complicidad. —¿Dónde vas a poner esa leche?

—Allí. —Señaló con el mentón en dirección al bosque—. Todos los días pongo unos cuantos recipientes por el extremo del jardín.

—¿No se estropea?

—No da tiempo. Hay días en que los insectos se toman toda la leche antes de recoger las fuentes. Bichos sedientos. —Te veré luego, Dale. —¿Has visto por aquí a tu hermano? —Creo que está en la casa. —¿Ah, sí?

Ella se encogió de hombros.

—Tal vez.

Kendra se dio la vuelta y fue en dirección a la casa. Cuando subía las escaleras del porche trasero, volvió la vista atrás. Dale estaba colocando la leche detrás de un pequeño arbusto de forma redondeada

Capítulo 3. La choza de hiedra

Seth se abrió paso por entre la densa maleza, hasta dar con un sinuoso sendero casi invisible, del tipo que se acaba formando cuando los animales pasan repetidamente por ella. Cerca de allí había un árbol chato y retorcido, de hojas espinosas y corteza negra. Seth revisó las mangas de su camisa en busca de garrapatas, examinando bien el estampado de camuflaje. De momento no había visto ninguna. Por supuesto, seguramente las garrapatas que no lograse ver serían las que le picarían. Esperaba que el repelente de insectos que se había rociado por el cuerpo sirviese de algo.

Tras encorvarse hacia el suelo, se puso a recoger piedras y fue construyendo con ellas una pequeña pirámide con la que señalar el punto en el que se había topado con el sendero. Probablemente no tendría dificultades para encontrar el camino de vuelta, pero más valía prevenir que lamentar. Si tardaba demasiado en volver, el abuelo podría deducir que había desobedecido sus órdenes.

Rebuscó dentro de su caja de cereales y extrajo una brújula. La senda dejada por los animales iba de norte a este. Seth había partido en dirección este, pero la maleza había ido espesándose conforme avanzaba. Un rastro borroso representaba una buena excusa para desviarse ligeramente de su ruta. Le sería mucho más fácil ir por ahí que tratar de abrirse paso a duras penas entre los arbustos con una navaja. Le hubiera gustado tener un machete.

Siguió por aquel sendero. Los altos árboles se encontraban bastante juntos unos de otros, por lo que difuminaban la luz del sol y la transformaban en un fulgor verduzco entreverado de sombras. Seth se figuró que el bosque quedaría negro como boca de lobo en cuanto anocheciera.

Algo sonó entre los arbustos. Seth se detuvo y sacó de la caja de cereales un par de prismáticos pequeños. Examinó la zona con ellos, pero no encontró nada de interés.

Reanudó la marcha por el sendero hasta que a menos de seiscientos metros un animal salió al camino de entre la maleza. Era una criatura redonda e hirsuta, que no le llegaría ni a las rodillas. Un puercoespín. El animal echó a andar por el sendero en dirección a Seth con total confianza. Seth se quedó petrificado. El puercoespín se encontraba tan cerca que podía ver perfectamente sus púas, finas y afiladas.

Mientras el animal avanzaba pesadamente hacia él, Seth retrocedió. ¿No se suponía que los animales huían del hombre? A lo mejor tenía la rabia. O tal vez ni siquiera le había visto. Al fin y al cabo, llevaba una camisa de camuflaje.

Seth abrió los brazos en cruz, dio un pisotón y gruñó. El puercoespín levantó la vista, arrugó el hocico y, acto seguido, salió del sendero. Seth aguzó el oído, mientras el animal se alejaba del camino abriéndose paso entre la vegetación.

Seth respiró hondo. Por un instante había sentido verdadero miedo. Casi podía notar las púas clavándosele en la pierna a través de los vaqueros. No sería nada fácil ocultar su excursión por el bosque si volvía a casa hecho un acerico.

Le daba rabia reconocerlo, pero deseó que Kendra hubiese ido con él. Seguramente el puercoespín la habría hecho gritar, y su temor habría incrementado su valentía. En vez de sentirse asustado él mismo, habría podido reírse de ella. Era la primera vez que veía un puercoespín en su vida. Estaba sorprendido de pensar en lo vulnerable que se había sentido ante la visión de todas esas púas puntiagudas. ¿Y si pisaba uno sin querer en medio de la maleza?

Miró a su alrededor. Había recorrido un largo trecho. Por descontado, encontrar el camino de vuelta sería pan comido. No tenía más que retroceder sobre sus pasos por el mismo sendero y luego dirigirse hacia el oeste. Pero si daba la vuelta ahora, tal vez nunca más volvería a pasar por allí.

Seth prosiguió por la senda. En algunos de los árboles crecían musgo y líquenes. Unos cuantos tenían hiedra enroscada alrededor de la base. El sendero se bifurcaba. Seth consultó la brújula y vio que uno de los caminos iba hacia el noroeste y el otro hacia el este. Ciñéndose al criterio anterior, dobló hacia el este.

Allí el espacio entre los árboles empezó a aumentar, y los arbustos eran más bajos. Pronto pudo ver mucho más en todas direcciones y el bosque se tornó algo menos oscuro. A un lado del sendero, al límite de su capacidad de visión, se fijó en que había algo anormal. Parecía un cubo enorme de hiedra, oculto entre los árboles. El objetivo mismo de explorar el bosque consistía en encontrar cosas curiosas, por lo que abandonó sin dudarlo el sendero y se dirigió hacia aquel cubo de hiedra.

La espesa maleza le llegaba por los gemelos y a cada paso que daba le arañaba los tobillos. A medida que se aproximaba dificultosamente, se dio cuenta de que se trataba de una edificación completamente cubierta de dicha planta. Parecía ser un gran cobertizo.

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