Fablehaven (6 page)

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Authors: Brandon Mull

BOOK: Fablehaven
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Kendra siguió a Seth al exterior y a través de la pradera de hierba. Como no podía ser de otro modo, en la esquina del jardín, justo enfrente del granero, había una casita azul claro en un árbol de tronco grueso. La casita estaba colocada en la parte trasera del árbol, por lo que costaba divisarla desde prácticamente todo el jardín. Se le estaba desconchando un poco la pintura, pero tenía sus planchas de madera en el tejadito y sus visillos en la ventana. En el árbol había varios tablones clavados para formar una escalera.

Seth subió primero. Los travesaños llevaban hasta una trampilla, que abrió empujándola. Kendra ascendió tras él.

Una vez dentro, daba la impresión de que la casita del árbol era más grande de lo que parecía desde abajo. Había una mesita con cuatro sillas. Las piezas de un puzle aparecían esparcidas sobre la mesa. Sólo dos estaban ensambladas.

—¿Has visto? No está mal —dijo Seth—. He empezado a hacer este puzle.

—Es magnífico. Debes de tener un don. —No le dediqué mucho rato. —¿Y has encontrado las esquinas? —No.

—Es lo primero que hay que hacer. —Kendra se sentó y se puso a buscar las piezas de las esquinas. Seth se sentó en otra silla y la ayudó—. A ti nunca te han gustado los puzles —observó Kendra.

—Es más chulo hacerlos en una casa de árbol. —Si tú lo dices...

Seth encontró una esquina y la apartó.

—¿Crees que el abuelo dejaría que me instalase aquí?

—Mira que eres bicho raro...

—Sólo necesitaría un saco de dormir —dijo Seth.

—Te morirías de miedo en cuanto se hiciera de noche.

—Para nada.

—La bruja podría venir por ti.

En lugar de replicar, Seth empezó a buscar con más detenimiento las otras esquinas del puzle. Kendra se dio cuenta de que el comentario le había impresionado. Decidió no tomarle más el pelo con ese asunto. El hecho de que Seth pareciera asustado de la vieja que había conocido en el bosque daba mucha verosimilitud a su historia. Seth nunca se había asustado fácilmente. Era el mismo chaval que se había tirado desde el tejado bajo la errónea presunción de que una bolsa de basura le serviría de paracaídas. El chaval que, por una apuesta, se había metido en la boca la cabeza de una serpiente viva.

Encontraron las esquinas y formaron casi todo el perímetro del puzle; entonces, oyeron que Lena los llamaba para cenar.

Capítulo 4. El estanque escondido

La lluvia repiqueteaba incesantemente contra el tejado. Kendra nunca había oído un chaparrón tan ruidoso. Pero, claro, nunca había estado en un desván durante una tormenta. Había algo relajante en aquel firme tamborileo, tan constante que casi se volvía inaudible sin ni siquiera decrecer en volumen.

Contemplaba el diluvio de pie ante la ventana, al lado del telescopio. Llovía fuerte, en vertical. No había viento, tan sólo capa tras capa de hileras de gotitas, que a lo lejos se transformaban en una difuminada bruma gris. El canalón que veía justo debajo estaba a punto de desbordarse.

Seth se encontraba en un rincón, pintando sentado en un taburete. Lena le había preparado varios lienzos para pintar siguiendo la numeración; los había esbozado con veloz pericia, adaptando cada imagen a las especificaciones que le daba Seth. El proyecto en el que trabajaba en esos momentos era un dragón en plena lucha contra un caballero montado a lomos de un corcel, en mitad de un páramo envuelto en neblinas. Lena había dibujado las imágenes con un grado considerable de detalle, y había incluido sutilezas de luz y sombra, de tal modo que el producto terminado parecía de lo más conseguido. Había enseñado a Seth a mezclar los colores y le había preparado muestras para que supiera qué tonalidad correspondía a cada número. Para el cuadro que estaba pintando en esos momentos, Lena había incorporado más de noventa tonos diferentes.

Kendra casi nunca había visto a Seth demostrar tanta diligencia como la que estaba poniendo en aquellos cuadros. Al cabo de unas pocas lecciones someras sobre cómo aplicar la pintura y cuestiones como para qué servía cada pincel y cada instrumento, Seth había terminado ya un gran lienzo de unos piratas que saqueaban una población y otro más pequeño de un encantador de serpientes que huía de una cobra con malas intenciones. Dos cuadros impresionantes en tres días. ¡Estaba enganchado! Y el último proyecto lo tenía casi terminado.

Kendra cruzó la habitación en dirección a la estantería y recorrió con una mano el lomo de los volúmenes. Había buscado por toda la habitación, a conciencia, pero aún no había encontrado la última cerradura, y menos aún un pasadizo secreto que comunicara con el otro lado del desván. Seth podía ser un plasta, pero ahora que estaba absorto en sus pinturas, Kendra empezaba a echarle de menos.

A lo mejor Lena podía dibujarle un cuadro a ella también. Kendra había declinado su ofrecimiento inicial, pues le había parecido infantil, algo así como colorear un dibujo. Pero el resultado final parecía mucho menos infantil de lo que Kendra había previsto.

Abrió la puerta y bajó las escaleras. La casa estaba a oscuras y en silencio, y la lluvia se oía cada vez más lejana conforme se distanciaba del desván. Cruzó el pasillo y bajó las escaleras hasta la planta baja.

La casa parecía demasiado en silencio. Todas las luces estaban apagadas, pese a la penumbra reinante.

—¿Lena?

No hubo respuesta.

Kendra cruzó el salón, el comedor y entró en la cocina. Ni rastro del ama de llaves. ¿Se había marchado?

Kendra abrió la puerta del sótano y se asomó a mirar en la oscuridad del fondo de los escalones. La escalera era de piedra, como si condujese a una mazmorra.

—¿Lena? —la llamó con voz vacilante.

La mujer no podía estar allá abajo, sin ninguna luz.

Kendra volvió a cruzar el pasillo y abrió la puerta del estudio. Como aún no había entrado nunca en esa habitación en concreto, lo primero que le llamó la atención fue la enorme mesa de despacho, abarrotada de libros y papeles. Arriba, en la pared, colgaba una cabeza descomunal de un jabalí peludo con dos grandes colmillos puntiagudos. En un estante había apoyada una colección de grotescas máscaras de madera. Otra estaba repleta de trofeos de golf. Varias placas decoraban las paredes forradas de madera, junto con una colección enmarcada de medallas y cintas militares. Había una fotografía en blanco y negro de un abuelo Sorenson mucho más joven; en ella, el hombre mostraba con orgullo un pez espada enorme. Sobre la mesa, dentro de una bola de cristal con la base plana, había una espeluznante réplica de un cráneo humano no más grande que su pulgar. Kendra cerró sigilosamente la puerta del estudio.

Buscó en el garaje, en la sala y en el cuarto de estar. Tal vez Lena había salido corriendo a la bodega.

Kendra salió al porche trasero, protegido de la lluvia gracias al alero del tejado. Le encantaba el aroma fresco y húmedo de la lluvia. Seguía cayendo con fuerza, encharcando todo el jardín. ¿Dónde se escondían las mariposas de semejante chubasco?

Entonces vio a Lena. El ama de llaves estaba arrodillada al lado de un arbusto cubierto de grandes rosas azules y blancas, calada hasta los huesos, aparentemente arrancando malas hierbas. Tenía el cabello blanco pegado a la cabeza y el vestido de trabajo empapado.

—¿Lena?

El ama de llaves levantó la mirada, sonrió y la saludó con la mano.

Kendra cogió un paraguas del armario del vestíbulo y se reunió con Lena en el jardín.

—Estás como una sopa —dijo Kendra.

Lena arrancó de raíz una mala hierba.

—Es una lluvia cálida. Me encanta estar fuera con este tiempo.

Metió la hierba en una bolsa de basura llena a más no poder. —Te vas a resfriar.

—No suelo ponerme enferma. —Hizo una pausa para levantar la vista hacia las nubes—. Y no parece que vaya a durar mucho tiempo más.

Kendra echó el paraguas hacia atrás y miró a las alturas. Cielos plomizos en todas direcciones.

—¿Tú crees?

—Espera y verás. La lluvia no tardará en cesar, no durará más de una hora.

—Tienes las rodillas cubiertas de barro.

—Crees que he perdido la chaveta. —La diminuta mujer se puso en pie y abrió los brazos en cruz, al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás—. ¿Tú nunca miras la lluvia caer sobre ti, Kendra? Es como si el cielo estuviese desmoronándose.

Kendra volvió a echar el paraguas hacia atrás. Millones de gotas de lluvia cayeron hacia ella a toda velocidad; algunas le salpicaron en la cara y la obligaron a guiñar los ojos.

—O como si te elevaras hacia las nubes —dijo ella.

—Supongo que debería llevarte a la casa antes de que me sea imposible seguir con mis estrambóticos hábitos.

—No, no quería molestarte. —De nuevo al amparo del paraguas, Kendra se enjugó las gotitas de la frente—. Supongo que no querrás el paraguas.

—Perdería la gracia. Entraré enseguida.

Kendra volvió a la casa. Desde una ventana miró furtivamente a Lena. Era tan peculiar que no podía resistir la tentación de espiarla. A ratos, Lena trabajaba. Y a ratos, olía una flor o acariciaba sus pétalos. Y la lluvia seguía cayendo.

***

Kendra estaba sentada en su cama, leyendo poemas de Shel Silverstein, cuando de repente la habitación se llenó de luz. Había salido el sol.

Lena había acertado respecto de la lluvia. Había cesado unos cuarenta minutos después de su predicción. El ama de llaves había entrado en la casa, se había quitado la ropa mojada y había preparado unos bocadillos.

El cuadro del caballero atacando al dragón, al otro lado del cuarto, estaba terminado. Seth había salido al jardín hacía una hora y Kendra no tenía muchas ganas de nada.

Justo cuando fijaba su atención en el último poema, Seth irrumpió en la habitación, respirando con fuerza. Llevaba sólo los calcetines en los pies, y tenía la ropa toda manchada de barro.

—Tienes que venir a ver lo que he encontrado en el bosque.

—¿Otra bruja?

—No. Mucho más chulo.

—¿Un campamento de vagabundos?

—No te lo pienso decir; tienes que venir a verlo.

—¿Implica la presencia de ermitaños o lunáticos?

—No hay nadie —respondió él.

—¿A qué distancia del jardín?

—No está lejos.

—Podríamos meternos en un buen lío. Además, está todo embarrado.

—El abuelo tiene escondido un precioso parque dentro del bosque —soltó Seth a bocajarro. —¿Cómo? —preguntó Kendra.

—Tienes que venir a verlo. Ponte unas galochas o lo que sea. Kendra cerró el libro.

***

La luz del sol iba y venía, dependiendo del movimiento de las nubes. Una suave brisa despeinaba el follaje. El bosque olía a mantillo. Kendra tropezó con un leño mojado y putrefacto y lanzó un grito al ver una reluciente rana blanca.

Seth se dio la vuelta.

—Alucinante.

—Dirás mejor «asqueroso».

—Nunca había visto una rana blanca —comentó Seth. Trató de cogerla, pero la rana dio un salto enorme al ver que se le acercaba.

—¡Madre mía! ¡Ese bicho ha volado!

Rebuscó entre la maleza donde había aterrizado la rana, pero no encontró nada.

—Date prisa —le apremió Kendra al tiempo que miraba hacia atrás el sendero por el que habían venido.

La casa ya no estaba a la vista y no podía quitarse de encima la sensación de náusea y nervios que notaba en el estómago.

A diferencia de su hermano, Kendra no acostumbraba a vulnerar las normas. Formaba parte de todas las clases avanzadas del colegio, sacaba notas casi perfectas, tenía siempre la habitación recogida y siempre practicaba al piano antes de sus clases particulares. Por el contrario, Seth no sacaba nunca más que una birria de notas, se saltaba los deberes día sí y día también y se ganaba castigos frecuentes que consistían en no salir al patio. Por supuesto, él era el que tenía todos los amigos, así que tal vez había cierto método en su chaladura.

—¿A qué viene tanta prisa?

Volvió a ponerse a la cabeza y fue abriendo un caminito entre la maleza.

—Cuanto más tiempo estemos fuera, más probabilidades habrá de que alguien se dé cuenta de que no estamos en casa. —No queda mucho. ¿Ves ese seto?

No era un seto exactamente. Más bien una especie de alta barrera de arbustos asilvestrados. —¿A eso lo llamas tú un seto? —El parque está al otro lado.

El muro de arbustos se extendía en ambas direcciones hasta donde le alcanzaba la vista a Kendra. —¿Cómo lo sorteamos? —Hay que cruzarlo. Ya verás.

Llegaron hasta los arbustos. Seth dobló a la izquierda y fue mirando detenidamente la frondosa barricada conforme avanzaba, agachándose de vez en cuando para comprobar su estado desde más cerca. La maraña de arbustos medía entre tres y casi cuatro metros de alto, y parecía de lo más tupida.

—Vale, me parece que aquí es por donde crucé antes.

En la base de donde se superponían dos arbustos había un hueco profundo. Seth se puso a cuatro patas y se abrió paso por él.

—Se te pegarán doscientas mil garrapatas —exclamó Kendra. —Se han escondido todas de la lluvia —respondió él con total confianza.

Kendra se agachó y le siguió.

—Me parece que no es el mismo sitio por donde crucé la otra vez —reconoció Seth—. Está un poco más apretado. Pero debería valer igual.

Ahora iba reptando sobre el vientre.

—Más vale que sí.

Kendra apoyó los codos en el suelo y se retorció de angustia con los ojos apretados. El suelo empapado estaba frío y, al zarandear el arbusto, le cayeron encima un montón de gotitas. Seth alcanzó el otro lado y se incorporó. Ella salió también reptando; al ponerse en pie, los ojos se le abrieron como platos.

Ante ella, a unos doscientos metros de distancia, había un estanque de aguas cristalinas con un verde islote en el centro. Una serie de elaborados cenadores circundaban el estanque, conectados entre sí mediante una pasarela de tablones blanqueados. A lo largo de las celosías del bellísimo paseo se enroscaban enredaderas floridas. Por el agua se deslizaban elegantes cisnes. Mariposas y colibríes tremolaban y cruzaban a toda velocidad entre las flores. Al otro lado del estanque unos pavos reales se paseaban y se acicalaban con el pico.

—¿Qué narices...? —dijo Kendra, conteniendo el aliento.

—Vamos.

Seth echó a andar por aquella exuberante pradera de césped perfectamente cortada, en dirección al cenador más cercano. Kendra echó un vistazo hacia atrás y entendió por qué Seth había llamado «seto» a aquella enmarañada barrera de arbustos. De este lado estaban perfectamente recortados. El seto estaba en sintonía con el resto del lugar, con su entrada en forma de arco a un lado.

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