Read Exilio: Diario de una invasión zombie Online
Authors: J. L. Bourne
Habíamos llenado el depósito, teníamos cuatro teléfonos por satélite nuevos, radios portátiles VHF, y también habíamos hecho un sorprendente descubrimiento: una familia había partido pocas semanas antes hacia un aeródromo de Luisiana. Había llegado el momento de marcharse. En cuanto hubimos cargado la avioneta, iniciamos el viaje de regreso. Esta vez volé por encima de los 2000 metros hasta que casi nos hallamos sobre el Hotel 23. No quería correr el riesgo de que alguien nos disparara. Cuando nos acercábamos al complejo, llamé por radio a Jan y a Tara, y les dije: «
Navy One
ha alcanzado su objetivo y está a punto de aterrizar.» Me había apetecido emplear la fórmula con que solían anunciarse las aeronaves de la Armada que transportaban al presidente de Estados Unidos, pero nadie lo pilló. Apuesto a que Davis sí lo habría pillado. Aterrizamos y ocultamos de nuevo la avioneta. Entré en el complejo sin dejar de pensar en la familia Davis y me pregunté si habrían logrado llegar al aeródromo en cuestión.
4 de Junio
22:21 h.
Durante estos últimos tres días he discutido con todo el grupo si tengo que tratar de encontrar a la familia Davis en el lago Charles. He estudiado los mapas y no está muy lejos. Pero, por supuesto, si finalmente voy en su busca, calcularé la distancia exacta y el combustible necesario para el viaje. Los otros parecen creer que los riesgos superan con mucho a los beneficios que obtendríamos por encontrarlos. John se mantiene neutral en la discusión, pero Jan, Tara y Will se obcecan en que una expedición como ésa podría transformarse fácilmente en misión suicida.
Logramos cargar los teléfonos por satélite, pero, por desgracia, como ya habíamos previsto, no hay nadie a quien podamos llamar. Sin embargo, no tenemos problemas para conseguir línea con otros teléfonos. No hemos tardado mucho en comprender cómo funcionan. Lo único que no sé es quién nos va a mandar la factura del consumo. Sé que esos teléfonos pertenecen a las líneas aéreas, y también que no queda nadie que pueda mandarnos una factura por el empleo del satélite; me preocupa que pueda existir un sistema automatizado de desconexión que se active en cuanto hayamos consumido cierto número de minutos.
Me pregunto qué es lo que estarán haciendo ahora mismo en el lago Charles. Me pregunto si se les ocurrió que alguien pudiera encontrar la nota. Siento la necesidad de ponerme en contacto con ellos, aunque tengamos que lanzar uno de los teléfonos por satélite desde la avioneta con un paracaídas improvisado. Ya habría sido algo. Habríamos podido comunicarnos con ellos, conseguir más información, ideas nuevas.
8 de Junio
2:26 h.
Partiré esta mañana. John y los demás se quedarán aquí por si tengo que traer a alguien de vuelta. No quiero obligar a la avioneta a cargar con demasiado peso. Espero que se hayan quedado cerca del aeródromo del lago Charles. Ahora, al contemplar esta hoja de papel amarillo que tiene casi un mes, me pregunto si seguirán con vida o si se habrán encontrado sitiados, como ese día lo estuvimos John y yo en la torre. Ha faltado poco para que William me rogase que le dejara venir conmigo, pero, como he dicho antes, es posible que regrese con supervivientes. Como no tengo ni idea, no puedo correr el riesgo de cargar demasiado el avión. Me voy a llevar dos teléfonos por satélite con la carga completa y el armamento habitual: una pistola con cincuenta cartuchos de nueve milímetros y un fusil con algunos cientos de balas. También llevaré comida y agua para dos días en el compartimiento de aviónica. Se me había ocurrido que podía escribir unas frases ingeniosas y creativas en este diario, por si son las últimas que escribo. Como no soy ingenioso ni creativo, tomaré prestadas unas grandes palabras de un hombre que está muerto (de verdad) desde hace mucho tiempo:
«Hasta el fin forcejearé contigo; desde el corazón del infierno te acuchillaré; por odio te escupiré mi último aliento», Melville / Ahab.
Me voy al
Pequod.
22:01 h.
Doscientos setenta kilómetros, ésa es la distancia hasta el lago Charles. No ha sido un vuelo directo porque he sobrevolado una vez más el aeropuerto Hobby para comprobar que el camión cisterna aún estuviese disponible, por si lo necesito durante el viaje de vuelta. Si supero los novecientos kilómetros, la avioneta se precipitará al vacío.
Al pasar sobre Hobby a seiscientos metros de altitud, he visto el camión cisterna tal como lo habíamos dejado. También he visto que una de las ventanas de la terminal se había hecho añicos y que un buen número de muertos vivientes entraba y salía por esa nueva abertura, por la que se accedía a un tejado, a unos seis metros de altura sobre la calle de rodaje.
No he visto a ninguno de ellos cerca del camión cisterna. De todas maneras, sé muy bien que las caídas no les dan miedo, y que se arrojarán desde el tejado si piensan que con ello van a comer. Satisfecho con lo que había visto, me dirigí hada él nordeste, hacia el lago Charles. En el momento de terminar el ascenso, a dos mil metros de altitud, el sol brillaba en lo alto y su luz me daba en los ojos. Al cabo de treinta minutos he visto en la lejanía lo que quedaba de la ciudad de Beaumont. Me he decidido a volar bajo y buscar posibles supervivientes. Según los mapas, era una ciudad de tamaño medio.
El fuego y el humo se arremolinaban en torno a los edificios más altos, así como en su interior. Parecían gigantescas cerillas de alturas variadas, cada una con su propio tipo de fuego y humo. Habría podido ahorrarme el viaje si el sistema de fotografía por satélite del complejo funcionara bien. Hace dos semanas perdimos el
Louisiana Pass
(cobertura por satélite). Me hubiera gustado mucho poder teclear las coordenadas del lago Charles y encontrar la respuesta a mis preguntas sin tener que salir.
Esa zona no tenía electricidad. Todos los faros rojos anticolisión instalados en las grandes antenas de radio estaban apagados, y ello ha contribuido a que mi vuelo fuera más entretenido. He volado a poca altura, a poca velocidad, y he observado las calles y edificios de Beaumont que no estaban incendiados. He forzado la vista tanto como he podido, pero no he hallado supervivientes. Los únicos que ves de paseo en este bonito día de verano son ellos... los que no son de los nuestros.
Después de hacer tres pasadas sobre lo que me parecía que era el centro urbano, me he convencido de que no había supervivientes. Por lo menos, no había ninguno que tuviera ningún medio para hacer notar su presencia. El aeródromo del lago Charles se hallaba a unos ochenta kilómetros al este de Beaumont. Si mantenía la velocidad, llegaría en veintiocho minutos. Esa espera se me ha hecho larga. La posibilidad de encontrarme con otros supervivientes me provocaba cierta aprensión. No tenía ni idea de lo que podía esperar. La nota que llevo en el bolsillo dice claramente: «Familia Davis», pero no sabía si ese tal Davis sería amigo o enemigo. ¡Qué diablos! La nota databa del catorce del mes pasado y no tenía garantías de que siguieran en pie, o, por lo menos, vivos y en pie.
No he tardado en divisar el perfil de bota del lago, que se veía cada vez más grande frente al morro de la avioneta. A juzgar por el mapa, se hallaba al sur, y algo más al oeste que mi punto de destino. Tenía que encontrarlos. A los demás les iría muy bien poder contar con otro piloto si sucediera algo. Al menos, tener a Davis con nosotros sería como una especie de póliza de seguros. El sol aún brillaba en lo alto. Faltaba poco para las dos cuando he llegado a la zona del aeródromo. He tenido que pasarme un rato mirando por la ventana para encontrarlo entre el caos y el humo de las áreas urbanas. He apuntado hacia abajo con el morro, he disminuido la velocidad hasta los setenta nudos y he iniciado el descenso. He visto numerosas figuras cerca de la pista.
Desde la avioneta, parecía que hubiera numerosos supervivientes. A pesar de la distancia, he distinguido su ropa de colores brillantes, muy distinta de la sucia y raída que suelen llevar los muertos vivientes. Incluso parecía que trabajaran, porque me ha parecido ver a alguien que acarreaba conos de señales... esos conos que llevan un faro incorporado y se emplean para guiar a los aviones hasta su estacionamiento.
No sé qué me ha llevado a ver lo que deseaba, pero pronto me he dado cuenta de que mis ojos me habían engañado. Los muertos vivientes habían tomado el aeródromo. Un buen trecho de vallas se había venido abajo en su perímetro oriental y los muertos vivientes habían entrado en tropel. He enderezado el morro y he tratado de acercarme a la torre, por si la familia Davis estaba sitiada en su interior. Nada. Nada, excepto ellos. Estaban por todas partes, incluso dentro de la torre. Al acercarme al inicio de la pista, he divisado una avioneta. Las puertas estaban abiertas y a su alrededor había un gran número de cadáveres por el suelo. Eran tantos que no he podido contarlos. Había varios en torno a las hélices, como si éstas los hubiesen despedazado. También he visto numerosos miembros amputados, sobre todo brazos, en torno a la proa de la avioneta. Mis sospechas se han visto confirmadas cuando estaba a punto de regresar. En el mismo momento en el que había decidido que era el momento de marcharse y volver al complejo, les he visto. He visto a dos personas que me hacían señas frenéticamente desde una pasarela que circundaba la torre de agua más grande del aeródromo. Un chaval y una mujer agitaban los brazos para pedirme que les salvara la vida. He hecho otra pasada y he mecido las alas para darles a entender que los había visto. Tenían un saco de dormir y varias cajas sobre la torre. No parecía muy creíble que hubieran sobrevivido después de pasarse quién sabe cuánto tiempo a la intemperie, atrapados ahí arriba. Volaba demasiado rápido para verlos bien, pero lo bastante lento como para saber que estaban vivos. La torre de agua se encontraba fuera del aeródromo, al otro lado de una valla metálica rota. Las masas de muertos vivientes que arañaban sus pilares me habrían puesto antes sobre la pista de no ser porque estaba rodeado de árboles y arbustos. Al pasar por encima he visto a los muertos vivientes que se esforzaban sin tregua por trepar por la torre. No podía aterrizar en el aeródromo. Al haberse roto la valla, las docenas de muertos vivientes que se habían reunido en torno a los supervivientes entrarían en la pista y me derrotarían simplemente por su superioridad en número. El motor de la avioneta los habría atraído. Una dificultad aún más grande sería despegar sin chocar contra ninguno de ellos. Los efectos habrían sido catastróficos. He pensado una manera de decirles que pensaba volver a por ellos, pero la posibilidad de tener que enfrentarme a los muertos vivientes me había disparado la adrenalina y no se me ocurría nada. He remontado el vuelo y me he alejado del aeródromo en busca de un sitio apropiado para aterrizar. He volado hacia el este, a tan poca altura como me ha sido posible, en busca de un punto de aterrizaje que no estuviera a más de quince kilómetros. De acuerdo con los mapas y con lo que veía desde la cabina, había llegado a la altura de la Autopista interestatal 10. El carril en dirección este se veía lleno de coches. Sin embargo, el que iba en la dirección contraria estaba relativamente vacío. He tenido en cuenta en todo momento la velocidad a la que volaba y la distancia recorrida para calcular el tiempo que me llevaría volver a pie hasta la torre de agua. Sin dejar de hacer cálculos mentales, be descubierto una nueva odisea postapocalíptica en tierra. Un buen trecho de la I-10 había desaparecido junto con un paso a desnivel adyacente. Había un vehículo militar de color verde aparcado cerca de un cráter abierto por una explosión, así como numerosos carteles de «Peligro» alrededor. Me imagino que o bien habían volado deliberadamente la autopista después de que empezara la epidemia, o bien el puente se había hundido y la erosión crónica había destruido el trecho de autopista. He iniciado un aterrizaje de emergencia en la Interestatal. Recordaba haber viajado por aquella misma autopista dos años antes, cuando me habían pasado a instrucción militar, y ahora me disponía a aterrizar en ella con una avioneta. No he encontrado ningún obstáculo. Aunque había divisado escombros a lo lejos, el avión se detendría antes de chocar con ellos. He descendido, pero no sin complicaciones. He empezado a activar los frenos para aminorar la velocidad sobre la autopista. Uno, dos, tres, cuatro de ellos han salido de entre las hierbas altas de la mediana ajardinada que separaba los dos carriles. No tantos como me había temido. Al tirar de los frenos con más fuerza, he sentido una sacudida en los pedales, y la avioneta ha girado bruscamente a la derecha. Había perdido uno de los frenos. No me ha quedado otra posibilidad que emplear el alerón opuesto para enderezar la avioneta e impedir que volcara hasta que la resistencia del aire la detuviese.
Entonces, los escombros a los que antes no había dado ninguna importancia la han adquirido de pronto. He activado el freno que aún funcionaba, mientras movía una y otra vez el alerón opuesto para mantener el equilibrio de la avioneta, y cada vez que lo hacía he besado la hierba que crecía a la derecha de la autopista. He conseguido detenerme a muy poca distancia de los escombros. Si llego a chocar, probablemente habría muerto. El revoltijo de escombros que me había cortado el paso no era sino el cráter producido por otra explosión. A su lado había un camión militar de color verde y un paso a desnivel que se había venido abajo. No me ha parecido creíble que dos pasos a desnivel se derrumbaran al mismo tiempo por pura coincidencia. Probablemente eran obra de equipos de demolición profesional. A duras penas me quedaba un trecho de autopista suficiente para darle la vuelta a la avioneta y despegar de nuevo. Si es que regresaba a ella. He apagado el motor, sin perder de vista en ningún momento a los pocos que venían hacia mí mientras llenaba la mochila para la expedición.
Me he asomado al asiento trasero de la avioneta y he cogido el rifle y los cargadores. He metido los cargadores extra en la mochila y he puesto los demás objetos de primera necesidad en los bolsillos más accesibles. Las armas de cinto ya estaban listas en su lugar. También he guardado en la mochila cuatro botellas de agua y dos raciones de comida preparada. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaban sobre la torre, ni de cuánto hacía que no podían beber agua.
He cerrado la puerta de la avioneta y me he vuelto, sobresaltado por el rostro putrefacto y amenazante de una de las criaturas. La he golpeado en la sien con la culata del rifle y le he pateado con fuerza la rodilla para que se cayera al suelo. No merecía la pena gastar una bala sólo en ella ni anunciar mi presencia con el estruendo de un disparo. Mientras me alejaba de la avioneta, no ha vuelto a moverse. He abandonado la Interestatal y me he adentrado en los bosques. Seguiría una ruta paralela a la de la carretera, a salvo de su mirada siempre atenta. Mientras caminaba, los he visto de manera intermitente entre los árboles. Parecían confusos. Sabían que cerca de allí había algo que les interesaba, pero no sabían muy bien cómo sacar provecho de ello. Hacía calor y humedad, pero no me he detenido; mi alma no tenía elección. Finalmente he llegado al sitio donde habían tenido lugar las primeras demoliciones. Al pasar por primera vez, no había visto al soldado muerto, porque se hallaba al otro lado del camión. No me ha sido nada difícil imaginar lo que le había ocurrido. La espalda de la chaqueta se le había quedado atrapada en la puerta del lado del conductor y no le permitía moverse. Llevaba la cremallera cerrada sobre el pecho y un casco de kevlar sujeto al mentón por una correa. Había perdido unos buenos pedazos de carne y músculo en los hombros y el cuello. Era evidente que al tratar de salir del camión, la chaqueta se le había quedado atrapada en la puerta, y así se había producido la catástrofe. Creo que el ganador del premio Darwin de este mes ya está decidido.