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Authors: Ana García-Siñeriz

Esas mujeres rubias (4 page)

BOOK: Esas mujeres rubias
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Papá se había levantado en el intermedio. Le oímos hablar por el teléfono de la cocina desde el cuarto de estar. Terminó tomando nota de una dirección que repitió en voz alta antes de volver.

—Voy a tener que pasar por casa de Venancio. Me ha llamado Marta, y parece que no se puede mover.

—Vaya, y no puede llamar a otro —protestó, disgustada, mamá.

—Paso en un momento; si no me cuesta nada —terció papá, sentándose a mi lado.

Eso era lo que más molestaba a mi madre. Todos aprovechándose del buenazo de Esteban... ¡como era incapaz de decir que no!... Por supuesto, sin contraprestación alguna. Que así no íbamos a ninguna parte... Poco a poco la conversación fue derivando hacia mí, hasta que se convirtió en un problema que yo me quedara sola. ¿Problema? Tenía casi dieciséis años y prefería que me depilaran con cera ardiendo en la trastienda de la peluquería a que me soportaran con aburrimiento las hijas de María Elena o, peor, acompañar a mi padre a pinchar al pobre Venancio e igual, incluso, verle un trozo de ese enorme culo que debía de tener blanco, blanquísimo, en lugar de quedarme en casa con
Promesa rota
, que estaba en lo mejor y no me lo había podido acabar antes de tener que apagar la luz de mi cuarto la noche anterior.

El problema radicaba en que, tres días antes, uno de los vecinos había salido gritando «¡Fuego!» del tercero C y se había montado una buena con los del primero —que eran unos ordinarios, según mi madre, porque el marido llevaba un anillo con una piedra roja y patillas en forma de chuleta de cordero— y los del cuarto en pijama, y las dos hermanas solteras del segundo B con unos batines horrorosos de
boatiné
brillante, y todos medio asfixiados por el humo; y luego resultó que había sido el mismo del tercero, el que había dado la voz de alarma. Había prendido fuego a unos cartones de bingo —las del segundo, que se gastaban la pensión de la madre y más en el del Canoe, corroboraron que traía suerte quemarlos, pero «En un cenicero, no en el brasero, hombre de Dios»—, y se le había extendido a las faldas de la camilla y luego a las cortinas de tergal, que ardían que ni las fallas...

Con aquella historia del vecino pirómano, que además se reveló como jugador, mis padres no se quedaban del todo tranquilos; iba a tener que elegir, humillación en La Florida o sacrificio con Venancio. Que me amputaran el dedo índice o el anular. Entonces, milagrosamente, y sin que sirviera de precedente, habló Jaime.

—Que se venga conmigo.

Mamá preguntó, sorprendida.

—¿Adónde?, ¿a la fiesta?

Aquello fue tan inesperado que incluso papá se giró hacia él. Yo le miré cautelosa. ¿Qué escondía detrás de ese gesto generoso? Y mamá no había dicho todavía que sí; seguía mirando la pantalla aunque no salieran más que los anuncios. Reflexionó durante unos minutos antes de dar la venia, porque, aunque Jaime fuera su preferido, también le había parido ella y era consciente de que podía encontrarme de repente sin red.

—No sé... —dudó, mirando de reojo a uno y a otro—, no será porque quieras llegar más tarde... el coche me lo tengo que llevar yo... —avisó, buscando dónde estaba la trampa.

Mi hermano le aseguró que tenía que volver pronto para estudiar un examen para el lunes y que, además, estaría la hermana de Marcos, que iba a mi colegio —al lado de la peluquería, perdón, del Salón Estilo—, aunque no a mi clase, y el propio Marcos, que se ocuparía, seguro —recalcó lo de
seguro
— de mí. Aquello pareció aplacarla y, sin que saliera un sí de sus labios, aceptó. Antes de que Jaime fuera otra vez Jaime o mamá encontrara alguna pega —siempre lo hacía—, salí corriendo hacia mi cuarto.

Iba a ser mi primera fiesta. Iba a conocer a Fernando, aunque aún no lo supiera. Iba a encontrar al que sería mi hombre, al padre de mi única hija. Y todavía no estaba del todo segura de si quería ir o no.

Fernando

Yo ocupaba el dormitorio más pequeño de la casa. No es que me importara o me pareciera un dato relevante, pero era la realidad. Había sido concebido como un pequeño espacio anexo a la cocina, una especie de despensa grande o un cuarto minúsculo, un sobrante. Y me había tocado a mí.

Me encantaba porque era el mío y para mí sola. Tenía una cama con una colcha de volantes de diferentes tonos de rosa que había cosido mi abuela, repleta de peluches, una estantería con los libros ordenados por colecciones, Torres de Mallory, Santa Clara, Los Cinco, Antoñita —estos ya se habían quedado un poco antiguos, pero me hacían gracia los nombres, ¡Remigia y Nicerata!—, Guillermo Brown..., una mesa de estudio arrinconada entre el armario y la cama, y pare usted de contar. Mamá me animaba con que íbamos a poner un tocador como el que había visto en el cuarto de la hija mayor de María Elena, con una tela fruncida en los bajos y una especie de sobrefalda de organdí. Y que, cuando fuera un poco mayor, podría clavar un espejo de cuerpo entero que iba a hacer que el cuarto pareciera mucho más grande. Nunca lo necesité.

Entré y fui directa al armario. Allí no había más que ropa de niña pequeña. Vestidos y faldas elegidos por mi madre: una reproducción en pequeño de su guardarropa, en el que dominaban los estampados suaves y las flores menudas. De «estilo romántico». ¿Cómo iba a ir a ningún sitio decente vestida así? Todo me pareció tan soso y pasado de moda que se me quitaron las ganas. Estaría ridícula; Jaime, cargando con su hermana porque no sabían qué hacer con ella.

Desanimada, me tiré encima de la cama y metí la cabeza debajo de la almohada. Ni siquiera me apetecía leer.

Al rato apareció mamá, con una expresión curiosa, como una niña que viene a proponerte algo prohibido e incluso ilegal.

—Tengo un momentito antes de irme donde María Elena, ¿quieres que te ayude a arreglarte?

Me levanté de un salto y salimos hacia su habitación, lugar privado, casi prohibido, donde reinaban un orden y una calma perfectos. La colcha, tan limpia y estirada, de un celeste brillante a juego con la tela de las cortinas y de la única butaca encajada bajo la ventana porque no había sitio para más. Mamá estaba muy orgullosa de esa colcha y la lavaba a mano, con mucho cuidado, y terminaba almidonándola con agua de arroz.

Encima de la cama, el crucifijo. Colgando de un clavo en el centro exacto de la pared. Enfrente, una especie de cómoda de madera oscura que mamá llamaba «la coqueta», rematada con un espejo que se desplegaba en tres. Yo jugaba a mover los paneles para verme de perfil. Y aquel día, esperando a que mi madre hiciera «algo» conmigo, no me reconocí. ¿De quién eran esos mofletes tan gordos que se juntaban a la boca como en la cara de un pez globo? ¿Y esa frente estrecha, y el pelo, como una masa salvaje y oscura, y aquella nariz? Esa persona deforme no podía ser yo.

—Siéntate aquí, a ver qué podemos hacer con esos pelos. —Mamá me sentó en la banqueta y sacó una bolsita con sus cosas de peinar. Me desenredó con fuerza haciendo tintinear sus pulseras a la vez que deslizaba, con una pericia que yo desconocía, el mechón delante de la boquilla ardiente del secador.

—Eres muy joven para pintarte, pero, por lo menos, puedes ir con una cabeza decente —dijo, separándose del espejo para ver el efecto.

Aguanté los tirones, contenta de acaparar su atención.

—Tienes un pelo imposible. ¡De dónde lo habrás sacado! —exclamó, concentrándose en un rizo rebelde que no acababa de domar.

Cuando terminó su obra, mi pelo, aunque diferente, no me parecía mejor. Estaba rara, quizás porque lo había estirado en contra de su voluntad. Giré la cabeza frente al espejo pero no hubo ningún movimiento. Pegadas a la cara me caían dos masas tan tiesas como las púas del escobón de un barrendero. Aun así, sonreí a mi madre, que me miró, enternecida, a través del espejo.

Estaba muy guapa. Ella, no yo.

—No está tan mal... —dijo, tratando de animarme.

Se retocó los labios con una barra que sacó de su estuche, rematado con una piedra, como una joya, y se atusó la melena, pulida y brillante como el casco de una amazona. Entonces, se detuvo en mis ojos, que la observaban con admiración. Me devolvió la mirada con ternura, como si se avergonzara de un mal pensamiento. Levantó su mano, tan hermosa y tan blanca, inmune a los lavados de cabeza con los que tenía que aliviar a las chicas los días de mucho ajetreo. La llevó hasta mi cara para acariciarla. Llevaba las uñas limadas en un óvalo perfecto y lacadas de rojo escarlata, su tono favorito, «Glamour red». Me consoló de algo que entonces no supe qué era, como el día en que traté de ablandarla para quedarme con un cachorro mestizo al que iban a llevar a la perrera. Le había dado mucha pena, pero no cedió.

Con un gesto tierno, me rozó la mejilla y un mechón de aquel pelo doblegado y sin brillo. Y me sonrió, como al cachorro que no quiso en casa.

—No nos parecemos en nada, tú y yo...

La casa de Marcos estaba en el último piso de un edificio en el paseo de la Castellana. Por entonces no imaginaba siquiera que se pudiera vivir ahí. Pensaba que esos apartamentos de ventanas de varios metros y portales catedralicios sólo podrían alojar oficinas o embajadas u hoteles, no a simples mortales; pero, no, Marcos, sus padres y sus hermanos ocupaban una planta entera: la número dieciséis.

El portero nos acompañó desde su garita —aquélla era una casa buena, habría señalado mi madre, sin calendarios de tías en pelotas, ni mantelitos de crochet— hasta el último piso. Puso en marcha el ascensor con una llave especial y aparecimos, como por arte de magia,
dentro
de la casa.

Nada más salir, escuchamos la voz de Marcos; parecía que siempre estuviera cansado o resfriado al hablar.

—Los jefes están en una montería... pero no descontroléis demasiado... —advertía a un chico repeinado que se apoyaba en el quicio de la puerta, una pesada hoja doble de madera oscura como la de la entrada de un edificio oficial.

Marcos dejó a su amigo al vernos, «¡Qué hay, tío!», y nos abrió paso tras una doncella vestida de uniforme a la que apartó de mi trayectoria con un «¡Quítate de en medio, Gelu!» muy poco correcto y nada señorial. Ya le había golpeado con unas cuantas palmadas en la espalda a mi hermano después de chocar las manos con un «¡Cómo estás, cabrón!». A mí me tocaron un par de besos que procuré eludir echando la cabeza hacia atrás en el aire: Marcos tenía la cara salpicada de marcas rojas y puntos blancos de diferente grosor. Jaime lo decía sin rodeos: tenía granos a mogollón. No era muy feo —según mi madre, acabaría siendo resultón, como su padre, y acertó— pero a mí me daba repelús; llevaba los Levi’s blancos caídos para disimular la gordura. Por eso se le veía el inicio de una raja algo peluda cuando se agachaba, algo que ni siquiera Jaime y su lengua implacable se habían atrevido nunca a mencionar.

Pero sus fiestas siempre estaban a tope. Pisazo, sándwiches de Rodilla que su madre encargaba por teléfono por bandejas —de queso con tomate, de ensaladilla, de queso con nueces...—, ginebra Gordon’s, whisky del bueno, ron Negrita y coca-colas, los últimos discos de la ELO y de Pink Floyd, y, lo mejor, padres permanentemente en tránsito: de los montes de Toledo a Guadalmina, de Palma a Biarritz. Los imaginaba bien: ella, sujetando cerca de su pecho un Vanity Case con las joyas; él, la mano al bolsillo repartiendo propinas para que les desembarazaran de las maletas, siempre en
business class
.

Dentro, el salón estaba casi a oscuras. Lo iluminaban apenas unas lámparas bajas de pantalla muy ancha. Sudaderas y náuticos entre alfombras persas, cuadros de Gordillo y de Canogar, y marcos, pero de plata, con fotos, muchas fotos, distribuidas encima de cada escritorio de marquetería, de cada cómoda de palisandro, de cada mesita de apoyo vestida con faldas de chintz. La familia de Marcos y su estilazo nos avisaban de cuál era el modo de comportarse en su casa nada más entrar. En una de las fotos, los padres en una cena al aire libre, él de esmoquin a lo
playboy
de chiringuito de Marbella, ella con traje blanco palabra de honor. En otra, el padre, en una recepción tendiendo la mano al Rey, una imagen tomada desde un ángulo extraño en la que el monarca aparecía en primer plano del tamaño de un jugador de baloncesto, y el padre del de un enanito de Liliput. Su madre, sentada en una peña con un paisaje de montes en azul al fondo, con una escopeta apuntando hacia abajo, tocada con un sombrerito verde con pluma y, en el suelo, un termo de café. Marcos y sus hermanas en un velero, cables de acero en la cubierta y hierros, también en los dientes, apenas se distinguía quién era quién.

Se escuchaba a todo volumen a Duran Duran y, en el centro, Arancha, la hermana pequeña de Marcos, junto a una de las amigas con la que la había visto en el patio del colegio, bailaban exagerando movimientos y dando risotadas. Se movían solas, con contoneos que querían ser
sexys
, en medio del parquet. Querían dejar bien claro que lo estaban pasando bien... Algunos chicos las miraban apoyados en las ventanas, sin atreverse a acercarse ni tampoco a bailar.

Al fondo, en lo más oscuro, pegado a una consola con cantoneras doradas y un espejo monumental, se apoyaba un chico que parecía despistado, aferrado a un vaso de tubo como si fuera un salvavidas, un pedazo de madera en aquel océano de jerséis de colores pastel claramente hostil. Guapo y alto, guapo, sí, más guapo que los otros; pero algo en su corte de pelo —¿demasiado pelado en la nuca y en las patillas?—, en la manga corta de su camisa o en el gris de su pantalón visiblemente «de vestir» desentonaba en aquel muestrario de vaqueros con raya, zapatos Castellanos y camisas que se remangaban a la altura del reloj.

Le miré tímidamente, desde detrás de mi hermano, sin ninguna intención. Jaime le saludó de lejos.

—Ése juega con nosotros al fútbol —señaló, dedicándole un rápido gesto de cabeza, por toda aclaración.

Eran sólo las siete pero ya se había hecho de noche y por las ventanas se colaba el rumor continuo de la Castellana. Jaime se había destapado nada más entrar en la casa, Arancha se le había colgado del cuello hasta hacerle caer entre risas. Abrazados, señalaron hacia su hermano, «hazle un poco de caso a Marcos, que parece que le gustas...». Al ver mi cara de pánico, Jaime accedió a acompañarme hasta la improvisada barra para tomarnos algo, «Como mucho, una Coca-Cola; si te llevo a casa pedo, mamá me mata y para ti se acabó el salir». Le pedí un Trinaranjus; se agachó de mala gana a cogerme uno del barreño con hielo en el que flotaban las bebidas, y se giró con Arancha enlazada en la cintura hacia dos de los mayores que bebían apoyados contra la pared. En seguida me dejaron fuera de la conversación, y mi hermano, como el que se quita unos zapatos que le hacen una rozadura, se desembarazó de mí. Me quedé con mi vaso en la mano, en medio de aquella sala, sola. Bebí un trago, y otro, y otro, hasta que se me llenó la tripa de líquido y en el vaso ya no me quedaba más. Empecé a ponerme muy nerviosa, como si todos me miraran. De repente, mi ropa me pareció horrible, yo, también horrible, y sólo quise desaparecer. Armándome de valor le pregunté a una chica que llevaba unos vaqueros muy ajustados que dónde estaba el baño.

—Ahí —me dijo, señalando hacia el pasillo.

Delante de una puerta lacada de blanco, en un distribuidor con las paredes cubiertas de grabados de cacerías, se había formado una pequeña cola para entrar. Me apoyé contra la pared entelada en color salmón. Al menos, hacía algo. O parecía que lo iba a hacer.

Las siguientes a las que les tocó el turno entraron juntas. Eran dos de las más guapas de la clase de tercero y las había visto muchas veces fumando en la puerta del colegio. Iban vestidas como gemelas, con pantalones apretadísimos, muy estrechos por abajo, y mocasines Gucci de tacones altos con galón tricolor. Entraron empujándose y cuchicheando. Se oyeron unas risitas seguidas de un fuerte chorro contra la porcelana del retrete. Tiraron de la cadena pero todavía se demoraron un buen rato. Debían de estar retocándose porque cuando salieron con la raya del ojo muy negra el baño apestaba a laca con otro olor pesado de fondo que me hizo apartarme hacia la pared.

Todavía tuve que esperar un buen rato a que me tocara pero no tenía prisa; ahí nadie se preguntaría qué estaba haciendo allí. Cuando me llegó el turno corrí el cerrojo y me senté sobre la tapa de la taza, sin bajarme el pantalón. Estaba bastante limpio. Al ser una casa, la gente tenía algo de cuidado y no había trozos de papel ni manchas húmedas en el suelo. No quedaba nadie más esperando y me quedé sentada, mirando a la puerta, refugiada del ruido que llegaba algo mitigado desde el salón. Al rato llegó alguien que forcejeó un poco con el picaporte y que se fue en cuanto dije «ocupado». Abrí un grifo para ambientar. No me aburría; al contrario, me encontraba segura, fresquita. Abrí todos los frascos de colonia que la madre de Marcos había colocado artísticamente, en exposición, en una vitrina de espejo y cristal. Me perfumé la muñeca —como había visto hacer en las películas— con una botella de casi medio litro rellena de un líquido ambarino y de un olor espeso, y al cerrarlo, se me escurrió el tapón. Se rompió en dos pedazos contra las baldosas del suelo, delante de mí. Lo recogí con el corazón saltándome dentro del pecho como el de un gorrión asustado. Cerré el frasco como pude, recomponiendo las dos mitades, y agucé el oído. Nada. Nadie intentó entrar en un buen rato. Me calmé. Debían de estar bailando como locos, porque se oían gritos y más canciones de Duran Duran. Me daba rabia perdérmelo, pero, bueno, allí se estaba mejor.

No sé, perdí la noción del tiempo, me entretuve en recorrer las franjas de azulejos de la pared. Al rato, oí voces fuera, y entre ellas reconocí la de Jaime.

—¡María! —gritó, golpeando con los nudillos—. ¿Estás ahí?, ¡ábreme, pesada! —siseó acercándose mucho a la puerta.

Quité el pestillo y salí estirándome la camisa, después de tirar de la cadena para disimular.

—¿Dónde te habías metido? ¡Llevo un montón de tiempo buscándote! —preguntó, algo agitado.

—Estaba en el baño... —empecé a disculparme.

¿Por qué se preocupaba tanto de repente, si no me había hecho ni caso?

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