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Authors: Ana García-Siñeriz

Esas mujeres rubias (3 page)

BOOK: Esas mujeres rubias
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—¿Te interesa la jardinería? —preguntó aquella buena mujer, dejándose confundir por un falso amigo.

Mi reacción se limitó a levantar la mirada hacia ella un instante y seguir examinando el libro.

Era un ejemplar antiguo; comprobé sorprendida que se trataba de una primera edición. Una hermosa estampa pegada a la cubierta de tela verde mostraba a una niña victoriana con un complicado peinado de tirabuzones rubios rodeándole la cara. Un seto recortado enmarcaba una tosca puerta de madera. La niña sostenía la llave en el aire antes de entrar.

Recordaba haber visto una película sobre aquella historia, no muy interesante —de hecho, ni recordaba el final—, con
ella
. Sí, una tarde de invierno, las dos solas, frente al televisor. Pero el libro nunca lo había leído, y menos traducido.

Ella echó un vistazo a la portada y sonrió con el aire de haber comprendido.

—El jardín de esta casa es una maravilla... es un parque, no un jardincito de esos que parecen una jardinera —precisó—, tiene árboles, ¡pfff!, inmensos, traídos de todo el mundo: de América, de Asia, hasta de África, sí, sí —enumeró con su tono aflautado y cantarín—, y hasta hay un estanque, y una piscina, ¿quieres verla? —preguntó.

—No —contesté distraída, pasando las primeras páginas.

En la guarda había un nombre escrito con picuda letra inglesa que no pude descifrar. Debía de ser de su primera propietaria, otra niña lectora que debía de haber muerto hacía ya muchos lustros.

—No me gustan las piscinas —precisé sin levantar la vista. Era la máxima grosería que me permití entonces, en términos de disuasión.

—¡Qué bien haces! —asintió—, porque está vacía... —señaló.

Le di la vuelta a
El jardín secreto
. Una pequeña semblanza de la autora no revelaba más que algunas de sus obras anteriores, el éxito que había alcanzado con ellas y que su hijo había muerto «a los trece años», sumiéndola en la tristeza más absoluta y la depresión. Ya lo recordaba, era también la autora de
El pequeño Lord
. Y ese
Jardín secreto
, destacaban, fue el libro que escribió para curarse las heridas, para superar la pérdida del hijo, Lionel.

—... iban a cambiarla de sitio, ¡qué locura!, cegar ésta y hacer otra más allá... qué disparate... aunque, si se piensa bien, tiene su lógica... —Escuchaba a mi acompañante de fondo, como a una radio con interferencias—. Esta casa tiene muuucha historia... aquí, en la Arrabassada, durante la guerra, era donde los milicianos fusilaban a los señores de misa y querida... Y luego, dicen, dicen... —recalcó con un punto de morbo, intentando captar mi atención a toda costa— que les daban los cuerpos a los cerdos para no tener ni que cavar una fosa común...

Algo cayó al suelo de entre las páginas del libro.

—Se ha caído esto —dijo, tendiéndome una cartulina.

Le di la vuelta y lo miré.

Era una foto de hacía unos ¿veinte años?, o más. Debía de haber sido tomada con una de las Kodak de mi infancia; yo había tenido una y la calidad —borrosa— era la misma. Tres chiquillos posaban sin artificios delante de la cámara: un muchacho y dos niñas a las puertas de la adolescencia. A esa edad a la que no se ha perdido todavía el brillo de la niñez. Una de ellas era casi albina de tan rubia, una pelusa blanca le nimbaba la cara como un halo de luz. Y la otra, llenita y más morena, aguantaba la foto desviando su mirada, no tan cómoda de estar con ellos. En el centro, el chico, delgado, de ojos ardientes y oscuros y aspecto inquieto, un par de años mayor.

Uno de los rostros —el de la rubia sonriente— tuvo la facultad de trasladarme por unos instantes lejos de aquella biblioteca. No supe si fue a causa de sus ojos, tan azules y algo separados, o de la mandíbula, determinada y masculina, o por culpa de su piel, de una transparencia de cera en la que flotaban constelaciones de pecas sonrosadas... era como si ya la conociera, de otro sitio, de otro tiempo. De otra vida, quizás. Me llevó a imaginar zapatos de suela de cuero recién estrenada sobre pavimentos brillantes y salones. En alfombras de pelo muy largo, y servicios de té de plata muy pesada y asas de ébano, imposibles de levantar.

Giré la foto para ver si guardaba algo escrito. Una sola línea, garabateada con letra redondeada y abierta de colegiala, la marca de los colegios de monjas. «Eli, A. S. y Pepita. El club.»

Guardé la foto en el libro y salí. Mi acompañante, que entre tanto había enganchado otra llamada, cerró apresuradamente el teléfono, «¿Qué?, ¿nos animamos a subir?», me preguntó sonriente, señalando simbólicamente hacia el techo.

—No hace falta. Me la quedo —le anuncié, con el libro todavía en la mano.

—¡Estupendo!, ¡fantástico...! —exclamó, aún sin comprender qué podía haber pasado para que cambiara su suerte—, entonces, ¿no quieres ver ninguna otra casa?

—No. Ésta está bien.

—¡Vaya! —aprobó, incrédula—, no me había parecido que te gustara especialmente. ¿De verdad no quieres echar un vistazo rápido a la parte superior? —preguntó, mientras yo negaba con la cabeza.

—Bueno, pues ya tendrás tiempo... si te la vas a quedar... —concluyó, ya en ruta hacia el recibidor, cerrando puertas y apagando luces, mientras yo dejaba el libro donde lo había encontrado.

Cuando cerró la puerta de un golpe —«Puñetera llave», murmuró, sacándola con dificultad de la cerradura—, el viento aullaba aún más fuerte que a la llegada. La casa entera parecía que fuera a salir volando. Oria se sujetó la falda con las dos manos después de soltar dos grititos mientras entrábamos ligeras en su coche, sentándose con un suspiro de alivio, a salvo del huracán que se cernía a nuestro alrededor.

Esta vez bajamos en silencio; ella, concentrada en las curvas de la carretera de la Arrabassada con el entrecejo fruncido y una expresión satisfecha. Encendió la radio sin preguntarme si me apetecía escucharla. Con el trato había perdido las risas flojas y toda su locuacidad. Sin cruzar palabra, dejamos atrás la montaña, haciendo el recorrido a la inversa hasta que me depositó, sin bajarse del auto, en la parada en la que me había recogido, la del Tramvia Blau.

Aquella misma tarde firmamos en la oficina, que no era más que un piso grande y destartalado del Ensanche, con muchas habitaciones pequeñas y dos hijos adolescentes y silenciosos que se cruzaron conmigo por el pasillo sin hacer amago de saludar. Firmamos, por seis meses con opción a otros seis, si las dos partes estaban de acuerdo, lo que ella misma y una chica con aire de pasar demasiado tiempo dentro de la oficina llamaron «el contrato», un papelucho sin validez real.

Ni la propiedad necesitaba una inquilina, ni yo una casa como ésa. Pero, por fin, tendría una biblioteca. Y un lugar en el que encerrarme a salvo de miradas compasivas y cuchicheos. Y de las decepciones de Fernando. Y de la piedad asfixiante de mis padres. Allí, estaría a solas. Sola, sin acompañar.

Me despidió en la puerta, casi empujándome. Me tendió el llavero de «Inés», disculpándose porque sólo tuviera uno; prometió que trataría de proporcionarme más copias, por si acaso.

—... María del Carmen... María del Carmen Fernández Fernández... —repitió en voz alta mi nombre completo, tan poco lucido, con el que había firmado mi contrato— el caso es que yo soy muy buena fisonomista... —insistió antes de cerrar la puerta—, no se me olvida nunca una cara —profirió, a modo de amenaza— ¡ya me acordaré!

El Salón Estilo

El día que conocí a Fernando empezó como cualquier otro. En el telediario se sucedían las noticias truculentas; pero, hasta que no me lo encontré en casa de Marcos, para mí no tuvo nada de especial.

Era el Madrid de mediados de los ochenta, y a mis dieciséis años permanecía muy ajena a la Movida, esa palabra imposible que los que la vivieron de primera mano no pronuncian jamás.

—¡Apaga el televisor! —ordenó mi madre desde la cocina de nuestra casa.

Lo hizo a su manera; tajante, sin elevar el tono.

Una locutora narraba la historia de la niña Omayra atrapada en el fango, lo que se llamó desde entonces «la tragedia del Nevado del Ruiz». Sus grandes ojos cercados de negro nos interrogaban desde la pantalla. Un plano fijo se detenía sobre ella, hinchada, exánime. Sólo su rostro y sus manos cubiertas de una costra blanca sobresalían por encima del agua. Nadie podía ayudarla, contaban en el informativo, nadie. Sólo cabía esperar, y luego, morir.

Escuché la noticia de pie, en el cuarto de estar, mientras contenía la respiración para no romper a llorar.

—No sé cómo podéis ver esto a estas horas —se quejó mamá, irrumpiendo desde la cocina—. ¡Ya no se puede ni poner la tele a la hora de comer!

Atravesó la pieza con una fuente humeante, vestida como para una cena: las uñas lacadas de rojo, imponente, desde su más de metro setenta, aumentado por los zapatos de tacón.

Mi padre y yo dejamos el cuarto de estar en silencio y pasamos al comedor, una habitación diminuta en la que cabía justita la mesa de madera ligerísima, una birria de contrachapado, según mi madre, y sus cuatro sillas tapizadas de verde botella rasposo. Nos sentamos en silencio y me acerqué a mi plato. Soplé para no quemarme con la bechamel humeante de los canelones. El ruido de los cubiertos entrechocando con la vajilla nos evitaba tener que hablar. Mamá atacó la pasta sólo con el tenedor, «¡Deja el cuchillo en la mesa!», me ordenó, en medio de un vacío que se ocupó de llenar poco a poco papá.

Él era un experto en chácharas insustanciales; el oficio, admitía modesto. Años de dar golpecitos en la vena con el dorso de la uña, de clavar agujas por sorpresa, aprieta el puño y cierra los ojos. Los pacientes salían de la consulta extrañados de no haber sentido nada; los niños, con una piruleta en la boca y la otra mano sujetando el algodón.

Relajado ya el ambiente, distraído de las miradas vigilantes de mi madre, fue ella la que rompió a hablar.

—María Elena me ha llamado llorando... el sinvergüenza ese de su marido, ¡otra vez! —dijo, después de tragar un sorbo de agua que dejó el vaso algo turbio—. Con todo lo que le ha aguantado... y no escarmienta.

Mamá le pasó el cestito del pan a mi hermano Jaime, que ya estaba sentado a la mesa cuando nosotros llegamos y que comía como si el mundo se fuera a acabar esa misma tarde. Tenía tres años más que yo y era su ojito derecho, aparte de su retrato con veinte años menos, y en varón. Ya por entonces participaba en la vida familiar de lejos, como si pasara por allí. Tan rubio como ella y con casi un metro noventa a los diecinueve años ocupaba más espacio físico que ninguno de nosotros, pero se hacía invisible a base de engullir con la cabeza gacha y contestar con monosílabos, sólo cuando le requería mamá.

—Marchándose le haría un favor, pero, claro, ella no lo ve así —añadió mamá, sirviéndole un poco de vino a mi padre, que luchaba con un trozo de carne díscolo en un premolar.

—... Te acuerdas de que se mudaron a La Florida... —recordó mamá, paciente—, me voy a llevar el coche... —avisó, más que pidió.

Se sentía orgullosa, como la ganadora de un premio, de que a la primera que llamaba María Elena cuando tenía un problema fuera a ella. La clienta estrella del Salón Estilo, la peluquería en la que trabajaba, perdón, donde era la encargada. Mamá era muy puntillosa en cuanto a usar la palabra justa cuando nos referíamos a su estatus profesional.

Ella no había estado en la famosa casa de La Florida más que una sola vez; una, en que fue, acompañando en el coche a Rosa-Mary, la oficiala, a peinarla un domingo en que María Elena y el tarambana de su marido tenían un compromiso importantísimo, la comunión del hijo de un ministro o algo así. Qué mala pata que cayera justo en el día en que estaba cerrado el salón. María Elena lo había sentido muchísimo, molestarlas en un día festivo, pero ella no podía ir con esos pelos de loca y menos con todas esas señoras tan encopetadas que sabía Dios cómo se las apañaban para, con las peluquerías cerradas, conseguir esos cardados apuntalados a base de crepar con peine pequeño, y capas y capas de laca Elnett.

Ni cortas ni perezosas habían salido, oficiala y encargada, Rosa-Mary y Carmela, Pili y Mili, Pompoff y Teddy, en pareja hacia aquellas afueras de lujo, como quien va a inspeccionar al cuarto de baño de un restaurante de postín. Al final, todo lo que tuvieron que preguntar para llegar hasta la casa valió la pena, porque les proporcionó tema para muchas tardes eternas de mechas y lavar y marcar.

Después de la comida, cuando terminamos entre mi madre y yo de recoger la cocina, me senté en el sofá con mi padre a ver «Primera sesión». Era lo mismo que hacía todos los sábados y, en cuanto aparecía el cartel de «
The End
», me encerraba en mi cuarto a releer, o a vaguear, según mi madre, con alguno de los libros de la librería del salón. Tres baldas, y ya me los había terminado todos. Los premios Planeta o los Pulitzer, o una colección en la que había encontrado emociones desatadas en plantaciones sureñas y hombres apasionados de perfil de hacha y ojos de halcón. Eran los favoritos de mi madre aunque, con un resto de pudor educativo, los consideraba poco apropiados para mí. Nunca escuché hablar de Frank Yerby fuera de las cuatro paredes de aquella peluquería de escaparates en bronce y trastienda abarrotada de botes de plástico y tubos de tinte en envases de cartón.

Todos los sábados comíamos en el comedor, no en la cocina. Sacábamos el mantel blanco y los cubiertos buenos, aunque no hubiera, como aquel día, más que canelones de atún con tomate. Mamá procuraba servir una carne o un pescado para compensar a papá de la comida de la semana y del corre que te corre entre el ambulatorio y la consulta de las tres. Ella aterrizaba casi directa del metro a los fogones. Tenía que quedarse la última para hacer la caja de aquel Salón Estilo, peluquería con ínfulas a tres calles de mi colegio. Mis padres habían decidido que era lo más práctico; además, así estaba en clase con niñas más finas que las que iban al que quedaba aún más cerca de nuestra casa. Esto era importante para el futuro, según mamá.

Aquel barrio de la peluquería —que no era, estrictamente, el nuestro— se había desarrollado en los años en que los constructores se hicieron ricos con Franco, los sesenta, cuando se levantó lo más feo de Madrid. Cuando yo era pequeña todavía existían los serenos, encargados de abrir y cerrar las puertas y controlar quién llegaba a las tantas y cómo, que cargaban con la fama de haber sido premiados con aquel dudoso honor por sus servicios al régimen y se les consideraba poco menos que chivatos con gorra y pocas aptitudes para nada más. Los porteros, siguiente subespecie en aquel orden siniestro, vestían del mismo gris topo que los policías nacionales y te perseguían si te colabas en el ascensor Thyssen-Boetticher sin algún mayor de catorce años, y regañaban al pobre chico del colmado si se le ocurría ocuparlo con la carretilla de los pedidos en lugar de comerse a pie, como era su obligación, cuatro o cinco pisos por la escalera de servicio. Porque en esa época de desarrollo posdictador y falta de cultura, los suelos de los bares estaban cubiertos de cabezas de gambas y servilletas finitas arrugadas y los montacargas siempre estaban rotos. Era así, y a nadie le parecía mal.

Ése era el paisaje de mi adolescencia: portales de mármol oscuro y veteado, como pelaje de hienas, y pisos sombríos con puerta para la servidumbre y otra principal con mirilla y un Sagrado Corazón de Jesús. Más de veinte años después, esos grandes edificios todavía emborronan la ciudad como tachones en la hoja de un examen. Fernando los odiaba con todas sus fuerzas. Y yo, por solidaridad, también.

De nuestro lado, en donde estaba nuestra casa, un trasbordo y tres paradas más allá en el metro, las calles se volvían bulliciosas, pobladas de gente ocupada y tiendas con letreros de oferta permanente trazados a rotulador. Era lo que mamá llamaba la zona más popular, por no darle su verdadero nombre. Allí me sentía a gusto, al contrario que cuando cruzaba la frontera, más allá de la plaza de la «pelu», en las tiendas con dependientas elegantes que hablaban muy bajito y sin mirarte y a las que, cuando mi madre me enviaba a pedir cambio, no me atrevía ni a preguntar.

—Éstas se bajan del metro aún más lejos que nosotras —rezongaba mamá cuando volvía yo con el billete, verde y entero, toda vergonzosa—; si fueran tan señoritas no estarían de dependientas... ¿qué te crees?

En su concepción de la vida y de las castas una dependienta sólo estaba por encima de las que lavaban cabezas. Y jamás la escuché referirse a la peluquería como «la peluquería», como la llamaba todo el mundo, incluida la propietaria, una mujer oronda como un botijo de Talavera que debía de tener mucho dinero, o eso decían las chicas, la señora Muñoz; mamá, no. Se refería a ella como «el Salón» o, si había gente desconocida, la rebautizaba pomposamente como «el centro de belleza».

El Salón, o la peluquería, o el Centro de Estética Estilo, o como queramos llamarlo, ocupaba el bajo de un edificio que había pertenecido entero a la familia de aquella María Elena venerada del marido flojo y aficionado a todas las faldas. Ella, que vivía en el tercero exterior, bajaba a peinarse martes y sábados, puntual como un reloj. Era la favorita de ese santuario femenino con aroma a cera depilatoria. Reinaba sin corona, a base de bolsos conjuntados con los zapatos y modelos calcados del
Burda
por su costurera, que además cosía vestidos de nido de abeja y pantalones cortos a sus hijos, igualitos los tres.

Allí, las señoras sentaban cátedra envueltas en peinadores rosa mientras criticaban el «casco» que llevaba Fabiola, «Qué cosa más antigua», opinaba Rosa-Mary, o se extasiaban ante la melena espesa de Marina Danko, la mujer de Palomo Linares, que era un torero muy famoso, y ella... qué ojos tan bonitos, qué estilazo, mira qué alpargatas de cuña tan ideales, ¿dónde se las habrá comprado? Las reinas de aquella época ocupaban ya las portadas de las revistas del corazón.

Entre rulo y rulo, las señoras mareaban a las peluqueras con sus historias de maridos y chicas de servicio, borricas como ellas solas, todas locales y de pueblos donde no había agua corriente ni ollas exprés ni siquiera retretes, hasta el punto de que una, inocente, a punto de reventar, le preguntó a una de las señoras que dónde estaba la era porque a ella esa cosa como que le daba mucho miedo, «Señora, yo ahí no me siento, que por ahí puede salir una mano, o un ojo, o un trasgo...». Las madamas, como las llamaba RosaMary cuando se despistaba de la mirada rapaz de mi madre, se reían entre ellas de esas pobrecillas ignorantes mientras zarandeaban impacientes a sus hijos pequeños para que se estuvieran quietos, hastiados de tanta cháchara y excitados por los zumbidos de los secadores. «¡Demonio de crío!, ¿a quién habrá salido este Barrabás?»

Mamá oficiaba en este universo de hipocresías y cursiladas entre señoras y peluqueras, en tierra de nadie, toda sonrisas y revoloteos, con su melena cortita y rubia, por supuesto natural.

Por entonces yo ya me daba cuenta de que había dos madres. Una, que entre secadores derrochaba cumplidos. Otra, que en la trastienda se quejaba del daño que le hacían los tacones por tener que estar todo el día de pie. «¿Por qué no te pones zuecos?», le preguntaba; como las otras, todas las chicas, hasta Rosa-Mary los llevaban... blancos y con agujeritos, como un colador.

Nunca quiso dar explicaciones de sus razones, pero insistía, terca como una mula, como ella misma, Carmela Fernández Expósito, en que no y que no.

Aquel sábado por la tarde, Jaime había recogido la mesa sin que nadie se lo pidiera. Lo normal hubiera sido que me hubiese tocado hacerlo a mí. No quiso ocultárnoslo, después tenía una fiesta en casa de un amigo. Aclaró, desde el principio —él siempre se cubría las espaldas—, que los padres estarían fuera el fin de semana. Mamá preguntó entonces que quién habría allí de responsable, más por enterarse de dónde iba a ser el festejo que porque le preocuparan los peligros de la juventud. Mi hermano se le parecía demasiado para meterse en líos de drogas que perjudicaran sus estudios —Derecho; mamá soñaba ya con que fuera diplomático— o juntarse con gente que bordeara un amenazante mundo marginal. Respiró encantada cuando supo que era en casa de Marcos. Era un compañero de la facultad. Jaime era el primero de su clase y su amigo... le pedía los apuntes. Y también que le explicara los temas más difíciles de Canónico o de Penal. A cambio, le invitaba a sus fiestas, a jugar al tenis en su club —siempre a última hora— y, una vez que falló uno de los socios del coto, se lo llevó con su padre a cazar. Tras varios años de carrera, habían acabado por tener algo parecido a una amistad.

A mamá le gustaba Marcos, aunque tuviera las mejillas tan blandas como un quesito y la piel de la barba irritada y enrojecida por el acné. Pero, más que Marcos, le gustaban sus padres: Augusto, un varón compacto de pelo engominado con un puro permanentemente adosado a la boca, y Marisa, una señora delgada como un pajarito, según ella, una señora de las de verdad. Nos los habíamos encontrado una vez delante del Corte Inglés de Serrano y mamá se pasó toda la tarde sacando sin venir a cuento lo estilosa que era y cómo se notaba que él tenía muchísima educación por cómo la había saludado, llevándose la mano a los labios y separándola igual de veloz en un gesto rápido, como si quemara, casi a traición.

La tarde se despejaba. Mamá se iría, ilusionada como una quinceañera, a consolar a la doliente María Elena, hasta La Florida, y mi hermano, bueno, con mi hermano ya sabía desde siempre que no había que contar.

—Me quedo en casa con papá —me adelanté, imaginándome, a mis anchas, merendando delante de la tele, o con uno de los libros prohibidos sin nadie que me dijera deja eso inmediatamente o quita de ahí los pies.

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