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Authors: Ana García-Siñeriz

Esas mujeres rubias (2 page)

BOOK: Esas mujeres rubias
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Se quedó parada esperando mi reacción. Y, tras dos segundos de espera, reanudó la charla.

—Una de las casas que se ve desde arriba la compró hace dos años un futbolista del Barça, no sé si te has fijado al subir... —reveló en tono confidencial—. Una —señaló con misterio— que tenía la carpintería pintada de verde, de estilo tirolés, Santa Margarita... —terminó de precisar.

Puse mi cara de «no sabe, no contesta» pero ella siguió, pasando por alto mi ignorancia de lo deportivo y lo social.

—Bueno, es igual —cortó impaciente—, el caso es que el futbolista tiró un tabique para hacerse unos vestuarios y se encontró con un regalito: un montón de huesos ocultos en la pared.

Me explicó que lo que en un principio creyeron que eran los huesos de algún animal, sellados en arquetas cuidadosamente empotradas en el muro, finalmente se descubrió que correspondían a «huesos de niños, no más de catorce, no menos de seis»... «años», precisó con cierto efecto teatral. El número de víctimas infantiles resultó ser mareante. Más de una decena que «en la década de los veinte, habían desaparecido de las barriadas próximas al mar». Niños pobres que, en algunos casos, ni siquiera fueron reclamados». El asesino, un médico en prácticas, un
chevalier servant
que cuidaba de una joven de la que estaba enamorado; la chica era una flor tuberculosa a la que él suministraba el elixir que creía podía curarla: sangre fresca de niños y niñas, hierro fresco, que la joven bebía como una condesa sangrienta de pelo a lo
garçon
y
seny
catalán.

Cuando terminó su historia, me miró fijamente. Tenía horror al silencio. Habló de nuevo.

—Un cementerio pegado a una torre de lujo. Horrible, ¿no? —concluyó mientras encendía, a la una de la tarde, los focos de su teatro, las luces del recibidor.

—Horrible —asentí.

—La lástima es que no lo hubiera sabido antes, porque el futbolista ese, un delantero buenísimo que ganaba una millonada, un brasileño creo que era... —buscó su nombre, agarrada a la barandilla de la escalera y con los ojos en blanco—, no me acuerdo cuál, se la habría llevado por cuatro perras... y sin embargo... —Chasqueó la lengua con desagrado—. ...cuando se quiso deshacer de ella...: material radiactivo, ¡altamente contaminante! —concluyó.

Metió tripa contemplándose de reojo en el vidrio esmerilado de la puerta y sacó del bolso despanzurrado uno de los móviles. Con él en la mano giró, con paso decidido, hacia la gran escalera, «¿Vienes?».

Yo me tomé la libertad de avanzar en sentido contrario hasta asomarme a otra escalera, de bajada, más modesta; una rampa oscura hacia el corazón de la casa.

—¡Por ahí no bajes! —exclamó.

—¿Por qué no? —le pregunté, extrañada.

—No tengo esa llave.

Se apresuró a aclarar que era la escalera del trastero y que allí no había nada más que «trastos y telarañas». Si para mí era importante, podíamos acceder desde fuera. «Bicicletas, juguetes, cachivaches...», enumeró cuando le pregunté por el contenido. «Nada de huesos de niños enterrados», bromeó con un graznido, esperándome para subir.

—Tú no tienes hijos, ¿verdad? —dudó, con el pie en el aire.

Obtuvo un gesto envarado por mi parte y dedujo que su conocimiento del cliente no la había engañado. Cerró la boca y dejó pasar la oportunidad de glosar las ventajas de una casa como aquélla, «con tanto espacio, jardines, sótanos misteriosos y desvanes en los que perderse y jugar»: no, no lo dijo, pero lo escuché. Apreté los puños y la dejé estar. Ella ya andaba en otra cosa, demasiado ocupada en loar los acabados —«extraordinarios: caoba, cerezo, laca de China...»— y, verborreica y a lo suyo, no advirtió el temblor de mi boca ni la sombra que me envolvió como un manto de paño grueso y oscuro.

No, no tenía «hijos».

—¿Estás segura de que no nos hemos visto antes? —insistió.

Le devolví una mirada plana y deliberadamente inexpresiva, como si tratara de buscar en el pasado, pero reconozco que no hice ningún esfuerzo. Es más, si hubo algún chispazo, que creo que no lo hubo, de inmediato lo aparté. En cambio, anoté, como una anomalía, aquel reflejo extraño del color de su pelo que ya había advertido. Un rubio quemado. Barato. Hecho en casa, concluí. Ella tomó mi atención por un repentino interés por la propiedad y, rauda, retomó su faceta de as inmobiliario.

—Si prefieres, empezamos por la cocina —señaló con el índice hacia donde yo me encontraba—, aunque lo mejor de la casa está por aquí —terminó, apuntando hacia arriba.

Al ver que no me movía, me adelantó atravesando la puerta batiente como un maestro de ceremonias, de un empujón decidido.

—El
office
, la cocina, la despensa —desgranó—, y el planchero, por allí —indicó, señalando una puerta de cristal esmerilado.

Todo lo demás, en acero inoxidable y madera exótica. Las estrellas del confort burgués.

—¡Esto no es sólo una cocina, es un pedazo de comedor! —describió, pomposa. Y me devolvió la mirada con gesto satisfecho.

Quien hubiera reformado aquello había respetado el suelo de baldosa hidráulica y las ventanas originales, ligeramente ovaladas, «una intervención mínima... hay que dejar algo de sus antiguos habitantes; espíritu, alma, llámalo como quieras... la tradición no está reñida con la modernidad». ¿No iba a quitarme a Fernando de la cabeza ni siquiera cuando pasaba por todo aquello para poder sacármelo de una vez?

Por si fuera poco, mi infatigable anfitriona añadió un nuevo plus: los muebles ultramodernos habían sido «hechos a medida por un arquitecto muy bueno, de Madrid». A continuación, destacó lo bien aprovechado que estaba el espacio abriendo una gaveta bajo la placa de vitrocerámica, en un detalle de orgullo profesional recompensado por un suave rodar: «¡Fíjate qué maravilla!, ni un tirón.» Las cacerolas y las sartenes se apilaban en una torre metálica, obedientes, a la espera de salir a escena; curiosa configuración, la misma que en mi antigua casa, a la distancia justa entre el lavavajillas y los fuegos. El lugar preciso. La cocina como ecuación.

—En las cocinas bien concebidas siempre se sabe dónde está todo... —añadió, abriendo de par en par más armarios: vasos, platos, trapos de lino, cubiertos, todo aparecía como por arte de magia después de que ella lo enunciara en voz alta, antes de revelar su contenido como en un truco final. No creo que lo hubiera hecho antes, pero, entonces, le funcionó.

De allí pasamos a «la zona noble».

El salón era una pieza vasta con grandes ventanales y dos sofás idénticos enfrentados como si estuvieran enfadados por su falta de personalidad. Las paredes necesitaban un repaso. Cercos oscuros recordaban dónde habían estado los cuadros. Uno, dos, tres, y a la derecha, dos pequeños más.

—Esto, con una manita de pintura, queda de cine. ¿A ti qué tal se te da el bricolaje?

Traduje simultáneamente de su idioma, el inmobiliario: la propiedad no piensa gastarse ni un duro, se alquila tal y como está.

Del salón me sacó casi a empellones, «Sal, sal, que todavía hace bueno», a una terraza agostada y desatendida que empezaba a reverdecer con las primeras humedades del otoño. Mi guía —ya entonces era incapaz de recordar su nombre... «Oria, Oria Montejo», precisó con una sonrisa paciente— trató de distraer la atención del triste estado de paredes y macetas con otra de sus anécdotas.

—¿Tú te acuerdas del escándalo de las timbas clandestinas de la calle Montroig? —preguntó, achinando los ojos en una expresión que quiso ser sagaz—. ¿No?, vale —asumió—; pues dos casas más abajo, justo en la subida, en la esquina con Palafrugell, era donde se jugaban partidas a seis mil euros la apuesta; ¿no te suena de nada? —insistió.

Pues no.

Era curioso porque, aunque ya creía estar al tanto de todo lo peor que había ocurrido en el vecindario, todavía no había mencionado a quién pertenecía aquel lugar. Tampoco otros datos importantes. ¿Por qué habían dejado las obras a medias? ¿Era por eso que el precio resultaba razonable? ¿Y el sótano de la llave? ¿Por qué aquella oposición?

Años de convivencia con mi madre y con Fernando me llevaron a pensar que algo tenía que haber.

Entonces, recibió una llamada en el teléfono que cargaba en la mano, y salió a contestar con pasos de pájaro torpe a la vez que me hacía seña con la mano de que curioseara a mi antojo. La dejé ocupada con varios «Sí, sí» entrecortados, estirándose la camiseta blanca para remeterla en los pantalones, en un afán inútil por disimular los incipientes michelines que le sacaba el cinturón.

Libre de su presencia —¿por qué hay seres que ocupan tanto espacio?, ¿no es, aunque no sea una cuestión de modales, una falta de educación?—, continué con la inspección de la zona. Entré de nuevo en la casa y vagabundeé por el primer piso: una sucesión de piezas, salón, gabinete y despacho que debían de haber sido concebidas para recibir. No había comedor, y eso que sobraban metros.

Todas las piezas daban al jardín, a través de alambicados ventanales de madera, uno detrás de otro, como en los pisos haussmanianos del diecinueve francés. Metí la cabeza en el gabinete, que resonó como una capilla vacía, y ni siquiera entré. A la última habitación se accedía por una puerta corredera de doble hoja. Y suspendida en el espacio y en el tiempo, como si nadie hubiera sacado nunca un libro de sus estantes, una biblioteca. Intacta. Esperándome, se podría interpretar.

La de la biblioteca fue una de las discusiones que, como solía ser habitual, perdí yo cuando Fernando se encargó de reformar la que había sido nuestra más reciente y definitiva casa, la que acababa de abandonar. «Son algo tan obsoleto como un comedor. ¿Quién tiene servicio para andar yendo y viniendo con la bandeja y la cofia de la cocina? Pues lo mismo... libros, un depósito de polvo y de ácaros. El papel que hacen ahora es una puta mierda y encima se está cargando la Amazonia con tanta celulosa y tanto libro de usar y tirar.» No quería dar su brazo a torcer. «Una biblioteca es un espacio muerto, un programa en vías de extinción.»

Cientos de metros —jacuzzi, sí; billar, sí; gimnasio y sala de cine, también— y tuve que conformarme con varios estantes sin fijaciones visibles, «una pasada», en los que apenas se aguantaban dos libros de arquitectura y un jarrón danés de vidrio soplado. Pero, a su pesar, mis libros habían terminado por colonizar nuestro espacio. Era traductora, aunque no me pagaran por traducir...

No me llevó más que medio minuto deducir que aquélla era la biblioteca de una mujer:
Cumbres borrascosas
, Elizabeth von Arnim,
Orlando
y
Bella del Señor
. El orden de las estanterías. Un par de anaqueles con los mismos libros que, de niña, había devorado yo: Alcott, Blyton, Borita Casas, Crompton, Roald Dahl, Salgari, la condesa de Segur. Una diferencia importante: ella —ya entonces estaba segura de que era
ella
— los había leído en los idiomas en los que habían sido escritos, en inglés y en francés.

Si me hubieran gustado el juego y las apuestas, me habría jugado una llamada de Fernando a que debía de ser, incluso, de mi misma edad. Me había acostumbrado a buscar el significado oculto de las palabras; el de los objetos también.

Recorrí la biblioteca amorosamente. Los tomos, ordenados en líneas ascendentes y descendentes, formaban un horizonte de tardes de lectura casi sin fin. Al lado del ventanal, la butaca perfecta para perderse entre aquel mar de libros. Ancha y tapizada de terciopelo gris. En los reposabrazos la tela raleaba, señal de que alguien se habría refugiado allí antes, quizás, cientos, miles de veces, a leer, a pensar. Junto a ella, una mesita redonda, lo que las revistas francesas que enseñan casas sublimes llaman un
gueridon
, y delante, para colocar los pies mientras se disfruta de la lectura, ya sin zapatos, un escabel. Al verlo todo junto, se me escapó un suspiro. Una mujer con su propia biblioteca. Y la había dejado allí, tras ella. Alguna razón de peso tenía que haber.

Del exterior, me llegó un cántico. Una voz aguda, como de canario flauta, que en seguida identifiqué.

—... Un liberal murió en Cuba y quiso ir al Cielo, y san Pedro le contestó: «Aquí no tenemos a nadie de tu pelo...» —Mi anfitriona se acercaba desde el jardín a través de la puerta de cristal, haciéndome señas de que la abriera deprisa.

—¡Qué airazo! ¡Qué barbaridad! —Empujó la puerta y cerró dejando un remolino de hojas secas y tierra en la habitación.

—Era una habanera... —me explicó con una risita de intención pícara.

Puntuaba todas las frases con una especie de coletilla sonora que quería ser femenina y que me recordaba a los cloqueos de las aves orondas de las películas de dibujos animados.

—Me ha venido a la cabeza, la habanera, al ver las fotos que tienen en el pasillo, ¿las has visto?

Negué con la cabeza mientras me situaba delante de la biblioteca. Empecé a revisar los anaqueles, mientras ella tarareaba una segunda estrofa.

—Pues echa un vistazo —me recomendó—, son fotos de la familia de los dueños. ¡A ver!, no tienen el empaque de los retratos de las casas de campo inglesas, pero también tienen su gracia... todos esos jipijapas y las señoras con sombreros grandísimos, y tanto lino blanco y tanto bigotón... —enumeró con gesto desenvuelto—. ¡Cuánto libro junto, Jesús de mi vida y de mi corazón! —exclamó. Hizo una brevísima pausa que aprovechó para meter la nariz en lo que yo estaba haciendo—. No tendrás alergia a esos cangrejos horrorosos de los colchones y del papel, ¿verdad?

Moví la cabeza distraída en señal de negativa.

La biblioteca estaba ordenada alfabéticamente, aunque por temas. Todos los libros en su sitio, como soldados en formación. Excepto uno. Posado —¿abandonado?, ¿olvidado con las prisas, antes de salir?— sobre la fila de libros de infancia y juventud:
The Secret Garden
, «El jardín secreto», de Frances Hodgson Burnett, en inglés. Un libro para niños, en una bonita edición.

Lo tomé del estante y lo abrí por el capítulo uno:
«There is no one left
.
»
No quedó ninguno, o nadie, no quedó nadie. O nadie quedó. Traducir es como pensar de nuevo lo que, mucho tiempo antes, otra persona pensara. Cambiar las palabras para que el sentido y la musicalidad de la lengua permanezcan, y se conserven, en un idioma que suena de diferente manera, la esencia, lo fundamental. No es fácil, y para hacerlo bien hay que pensar el texto otra vez. Y escuchártelo, y verlo estampado sobre el papel.

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