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Authors: Ana García-Siñeriz

Esas mujeres rubias (7 page)

BOOK: Esas mujeres rubias
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—¿Y si se ha marchado a algún lugar sin que nadie sepa adónde?, ¿y si necesita alejarse de todo?, a lo mejor lo que quiere es estar sola... sin conocidos; igual hasta quiere empezar una nueva vida y sólo puede hacerlo lejos de aquí... sólo ella, nada más —preguntó a su vez Josefina—. Yo no estaría preocupada... —me reconfortó con una mueca simpática, decidiéndose, ya sin vergüenza, a comer abiertamente una palmera glaseada—. Y los picassos, ¿todavía están allí? —inquirió con tono desenfadado, cambiando de repente de tema.

—¿Picassos? —pregunté, sorprendida mientras ella terminaba la palmera de un bocado—. ¡Nooo! No hay más que manchas en las paredes. Los huecos de donde debieron de estar los cuadros, supongo.

—Entonces —concluyó con una sonrisa pícara—, seguro que de todo se ha encargado Inés.

Las perras se levantaron al unísono y entró en la sala el chico que me había abierto la puerta. «Éste es mi Julián, el pequeño —le presentó Josefina, de nuevo, pasándole una mano orgullosa por el costado del pantalón—. Éste es más como yo, el otro se llama Iván; los dos en -án —constató como si fuera una extraña tradición de familia—. Y mi padre: Román», remató.

Del padre de los chicos, no dijo ni mu.

Reímos de la ocurrencia mientras me fijaba algo más detenidamente en su hijo. Alto, de rostro muy similar al de su madre, ambos compartían una cierta redondez en sus rasgos. La nariz suave, los ojos perezosos, las pestañas curvas y los labios como nísperos maduros a punto de reventar. A Julián no le sobraban kilos como a Josefina, pero algo en sus cuerpos tenía el mismo aire de lentitud de quien se despereza de una siesta entumecido por el calor. Ni el otro hijo ni el abuelo se asomaron aquella tarde, uno estaba en clase, «en la facultad», precisó Josefina con un deje de orgullo, y el otro se echaba la siesta. «Ya les conocerás», pronosticó, como si fuera, por alguna razón extraña, un asunto importante.

Julián, antes de marcharse, le imprimió un beso protector, en la frente, como si en vez del hijo la madre fuera él.

—Antes de irte, sube a echarle un vistazo a la caldera de Mon Repos —le recordó Josefina, dándole un llavero que sacó de un cajón—. Tenemos llave. —Se justificó por no tener que pedirme que abriera al chico.

Su hijo tomó el llavero y salió, escoltado por las perras, que se mordisqueaban la una a la otra como dos viejas amigas condenadas a vigilarse, envidiosas y juguetonas a la vez. Josefina le siguió con la mirada hasta que sonó un portazo.

—¡A todos nos entran ganas de largarnos de vez en cuando! —exclamó, remetiéndose la camisa, que se le había desbordado por encima de la cinturilla—, pero, ¡adónde iría yo!, ¡y qué harían estos monstruos sin mí!

Sonreí tentada de soltarle que yo lo había hecho. Y no era tan sencillo como pudiera parecer.

Josefina retomó el hilo anticipando la despedida.

—Si no te preocupa estar sola, éste es un lugar maravilloso.

—No, no me preocupa —le contesté, sin especificar nada más.

—¿Has venido a trabajar? —me sugirió amable, casi proporcionándome una coartada.

—No —contesté sin pensar.

Llevábamos ya un buen rato en su casa y me había relajado lo suficiente como para olvidarme de lo que le había contado al principio. Rápidamente recordé la excusa de la traducción.

—Sí, bueno... es que traducir no lo considero trabajar —me justifiqué.

—Mejor para ti, aunque no debe de ser nada fácil... —añadió, obviando mis incongruencias—; aquí tienes calma de sobra para lo que sea que quieras hacer.

—No voy a hacer nada —le dije, riéndome de mi falta de coherencia y de lo extraña que debía de parecerle—, dejar que pase el tiempo...

—¡Algo harás! —exclamó con la expresión de un padre que conoce cuáles son los errores que irremediablemente va a cometer un hijo—, todos acabamos por encontrar algo. Y, ya te darás cuenta, hay mucho que hacer en Mon Repos.

Josefina se levantó con la bandeja en un gesto de se acabó la diversión, y me insistió en que pasara cuando me apeteciera, «A tomar un café o a charlar, porque sí». Me hubiera gustado saber algo más acerca de la propietaria, esa Estela Vallés-Bruguera a la que, por alguna razón desconocida, su familia prefería ver muerta, pero lo dejé para otra ocasión.

Volví a la casa grande con las dos perras pegadas a mis talones. La galga,
Parker
, quiso colarse entre mis pies por la puerta principal, pero conseguí pararla con la rodilla. «Vuelve a tu casa, bonita...» Me miró con sus ojos melancólicos de garza, como diciendo «Estoy perdida, deja que me quede aquí...», pero, aunque dudé unos instantes, cerré.

Desde la ventana vi cómo se giraba hacia la más pequeña y regordeta,
Mika
, y emprendían el camino de vuelta hacia Can Julieta, ladrando y gruñéndose, en un remolino perruno que levantaba nubes de polvo a su paso como un pequeño tornado de ladridos.

Subí al dormitorio donde guardaba, en lo alto del armario, la única bolsa con la que había llegado. Cuatro cosas, pero todas importantes. La única imprescindible: una caja de lata en la que había metido algunas de sus fotos —mis favoritas, casi sin mirarlas para no hacerme daño—, su cepillo del pelo —con hebras largas y doradas todavía enredadas entre las púas—, y la funda de la almohada que todavía guardaba su olor.

Si selláramos una caja, ¿cuánto tiempo podríamos guardar un olor?

Estela ausente

Además de mis tesoros, me había traído un ordenador. Había empezado a usarlo con la traducción de
El jardín secreto
: aparte de mis conversaciones con los vecinos de Can Julieta, era mi única conexión con el mundo exterior.

Tecleé «Estela Vallés-Bruguera desaparecida» y esperé. Me había tomado dos pastillas y sabía que aún tenía por delante veinte minutos.

En el lugar de Estela se coló Eliseo Vallés-Bruguera, un caballero que —como comprobé después al pinchar en su retrato— gastaba patillas con forma de chuleta, como aquel vecino del primero que tanto detestaba mi madre, además de leontina y levita a la moda del diecinueve, su siglo, y mirada ceñuda de prócer de estricta moralidad.

La página se titulaba «La esclavitud, una costumbre desaparecida en la España del siglo
XIX
. Últimos vestigios: partidarios y detractores» y daba pie a varios epígrafes con los nombres de los personajes ilustres que habían intervenido en la cuestión abolicionista y que, de paso, aclaraban el origen del dinero y el título de los Vallés.

El primer destacado era «Un vasco emprendedor», y recogía casi hasta el documento nacional de identidad de Eliseo Vallés-Bruguera, primer marqués de Aguada de Pasajeros, y tatatatarabuelo de Estela, además de primer propietario de Mon Repos de la familia Vallés.

Eliseo Valles, de padre navarro y madre catalana, nació en Fuenterrabía, el 24 de julio de 1813. Emigró a Cuba en 1830 llevando consigo a su hermano recién nacido, Anselmo; ambos habían quedado huérfanos después de que sus padres fallecieran, con muy mala fortuna, de una epidemia de tifus. Cinco años más tarde, Eliseo, ya era propietario de los ingenios de Santa Ana, Fuensanta y Virgen de Begoña en el municipio de Aguada de Pasajeros, provincia de Cienfuegos.

Eliseo trató de velar por su hermano. Lo emplazó en una institución tenida por sacerdotes para que disfrutara de una educación, algo de lo que él siempre lamentó no haberse podido beneficiar. Anselmo se reveló como un pésimo estudiante y alumno, y se fugó de varios colegios, cometiendo pequeños delitos hasta que, al alcanzar la mayoría de edad y después de haber puesto en peligro uno de los ingenios con sus mezquindades, Eliseo rompió con él. De una talla extraordinariamente grande para la época, sus víctimas —casi todas ellas jóvenes mestizas, que en muchos casos no denunciaron las vejaciones—, le reconocían sin dificultad. Para escapar del castigo, Anselmo se enroló en el ejército como soldado y Eliseo se concentró en la caña de azúcar. Hizo fortuna y con ella fue adquiriendo varios caseríos en su tierra natal y otros bienes inmobiliarios en la ciudad de Barcelona, cuna de su esposa, Fuensanta Tordera. Ambos contraerían matrimonio en 1844 en la ciudad de Matanzas, y de esta unión nacerían dos hijos, Eliseo y Marcial.

Después pinché en «La forja de un patrimonio», un título que me sonó algo pomposo pero que prometía. De Estela, hasta el momento, nada.

Hacendado emprendedor y visionario, quiso ir más allá de la mera producción de azúcar y se dedicó también a su comercialización en el extranjero a través de la compra de participaciones en la naviera habanera La Cruz del Sur y también en sendas empresas alimentarias estadounidenses, Parlow’s y Berwick & Sons, con el objeto de controlar, en lo posible, la demanda y los precios de la caña en un mercado que, con el paso de los años, empezaría a caer.

Muchas de las mayores fortunas en la Barcelona de la época, en la segunda mitad del siglo
XIX
, tuvieron, como la suya, un origen ultramarino. Junto a Eliseo Valles (quien posteriormente modificaría su apellido acentuándolo en la «e» y uniéndolo al de su madre), ennoblecido por Isabel II con el título de primer marqués de Aguada de Pasajeros, otros catalanes ilustres, como Juan de Ron Salses, José Vidal Vidal o el barón de Ordet, Jaime Rabert-Figuera, sentaron las bases de su fortuna en la isla caribeña de Cuba, y una vez de vuelta a la metrópoli se convirtieron en notables de las finanzas, la industria e incluso la política. Toda una clase empresarial que contribuyó con sus obras al florecimiento de la economía, la cultura y las artes catalanas y del resto del país.

Aquélla también fue la manera de romper, definitivamente, los lazos que le unían a su hermano, quien, tras desertar del ejército, cometió tales fechorías que tuvo que ser repatriado para evitar la cárcel o la pena capital.

En 1860 se separan definitivamente los caminos de los dos hermanos nacidos en Fuenterrabía. Eliseo es ya Vallés-Bruguera, y Anselmo será un proscrito, incluso de vuelta en su tierra, del que no se tuvieron noticias nunca más.

Dejé ahí el imperio empresarial del recién bautizado Eliseo Vallés-Bruguera y salté a otro Eliseo, su hijo: Eliseo Vallés-Bruguera y Tordera. El continuador de la saga.

Una vez establecida la hacienda familiar en la isla de Cuba, y tras su paso por la Escuela Valldemia, un internado de Mataró frecuentado en su mayoría por los hijos de los indianos, el joven Eliseo marchó a la prestigiosa universidad de Oxford, donde combinó los estudios de Humanidades con la Economía. Tras cursar brillantemente su carrera y establecer numerosas relaciones en la Gran Bretaña, quedó a cargo de las haciendas allende los mares.

En un viaje entre el Reino Unido y la ciudad de Cádiz conocería a la que sería su esposa, la señorita Rose Craig, una damisela perteneciente a una familia británica con intereses en las Antillas. La joven pareja estableció su residencia en pleno centro de Matanzas, donde el patriarca había levantado un bello edificio de estilo colonial que agrupaba domicilios y oficinas al lado del palacete familiar conocido como la Casa de las Cúpulas, uno de los atractivos de la ciudad de Cienfuegos que exportaron a la vecina ciudad. Desde este punto, con idas y venidas, se gestionaba la naviera, los ingenios y las diversas participaciones en las empresas de los, ya, Vallés-Bruguera.

De ahí pasé, directamente, a lo que más me interesaba, Mon Repos.

En 1868, el año en que Europa se convulsionaba en medio de las revoluciones, en Cuba, la fortuna de los Vallés sobrepasaba con creces los siete millones de las pesetas de entonces. Parte de este capital se destinó a la compra de varias fincas agrícolas en la comarca del Vallès y parte a lo que hoy es el barrio de Sarrià-Sant Gervasi, que, por aquel entonces, era un pueblecito cercano a Barcelona. Allí, los VallésBruguera se hicieron con una antigua casa pairal, Can Martí, que había pertenecido a los barones de Bellclart y que había quedado al abandono después de que el hereu perdiera la vida en la primera de las guerras carlistas en otra de sus propiedades de las Tierras Altas, cerca de Amposta. En las más de ochocientas hectáreas que abarcaba la propiedad en la montaña entre Sarrià y Sant Just y que incluían una lechería, huertos, caballerizas, un jardín botánico y un tejar, el marqués modificó la sencilla casa campestre dándole un aire más europeo y un nuevo nombre, Mon Repos, confiándole las obras a uno de los más célebres arquitectos del momento, el francés Guillaume Renondin.

Allí se retiró Eliseo Vallés-Bruguera en compañía de su esposa Fuensanta y de algunos sirvientes traídos de Cuba. A pesar de haber regresado a la metrópoli, no consta que estableciera contacto con su hermano, el desgraciado Anselmo Valles.

Bajo el epígrafe «Nobleza
»
se explicaba cómo había conseguido el primer Eliseo su título.

Poderoso contribuyente a la causa isabelina en contra de los partidarios del infante don Carlos, más que extendidos en Cataluña, se vio recompensado con un título de ecos caribeños. Alejado de la comarca cubana de Las Villas, el marqués de Aguada de Pasajeros dejó la gestión del patrimonio a su hijo, quien se debatía entre la fidelidad a su padre y sus propios ideales.

Ya empezaba a notar las piernas ingrávidas bajo la mesa del ordenador. Todavía tuve tiempo de leer el que parecía más interesante, «Un adelantado de la abolición», sobre el hijo del primer marqués.

Eliseo Vallés-Bruguera y Tordera era un hombre cultivado y sensible atrapado en sus obligaciones. Anglófilo, aficionado a las letras y a las artes, mantuvo una intensa correspondencia con algunos de los más destacados impulsores del movimiento abolicionista, incluido el autor francés Victor Hugo, simpatizante de la causa.

Efectivamente, entre las imágenes de paquebotes de grandes chimeneas y señores con puro delante del paisaje tropical que me había señalado en la primera visita aquella mujer —me estrujé la cabeza para recordar su nombre... pero imposible—, también colgaba, dentro de un marco, una carta manuscrita firmada por el autor de
Los miserables
.

Seguí con el tema de la esclavitud.

El segundo Eliseo introdujo la modernización de la extracción de la caña de azúcar así como una discreta política de manumisión de los esclavos que alcanzaban entonces la respetable cifra de seiscientos cincuenta, entre negros y culíes chinos, adultos, mujeres y niños; además de mejorar las condiciones de los más de ciento ochenta hombres que tenían «alquilados». Asimismo, constituyó una sociedad que englobara todos los bienes a uno y otro lado del Atlántico con el fin de establecer un control mayor y más eficaz de los activos de la recién fundada compañía Aguada e Hijos. Y fue uno de los principales denunciantes del Reglamento de la Esclavitud, que se aplicaba en Cuba y Puerto Rico desde el año 1842 y que, aceptado unánimemente, fijaba entre otras la obligación de trabajar de diez a dieciséis horas en tiempo de cosecha, rezar el rosario fuera de las horas de trabajo, y recibir de dos a tres comidas al día.

Sin que haya confirmación ni pruebas, antes de que el hermano descarriado de su padre regresara a la metrópoli, todo parece indicar que cambiara de bando para unirse a los esclavos e indigenistas que luchaban en contra de los intereses de los grandes propietarios, aunque también se intuye que el altruismo no habría tenido nada que ver con su decisión. Habiendo profanado el uniforme del ejército nacional, expuesto a un consejo de guerra y a un juicio ejemplar, prefirió convertirse en un cimarrón más a ser juzgado por sus pares.

El Reglamento de la Esclavitud, que el artículo recogía íntegro, era para poner los pelos de punta. Lo leí aunque no tuviera nada que ver con mi búsqueda. Determinaba hasta la edad a la que «debía separarse» a los niños de sus madres.

Mientras, en la metrópoli, el marqués de Aguada era uno de los miembros más activos del Círculo Hispano Ultramarino de Barcelona, una institución puesta en marcha por algunos de sus colegas indianos con el objeto de evitar que se reprodujera en Cuba la liberación de esclavos de Puerto Rico, además de sofocar la incipiente revolución cubana. Su hijo Eliseo, por el contrario, hizo suyas desde Matanzas las posiciones de los radicales y liberales de la Revolución de 1868, también conocida como «la Gloriosa» o «la Septembrina», y que trajo consigo el derrocamiento de la reina Isabel II. Se produjo entonces un fuerte enfrentamiento entre el marqués y su primogénito que dejaría profundas heridas. España entera se fracturó en dos durante el reinado de Amadeo de Saboya. A la vez que se debatía la ley sobre la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, los propietarios de ultramar se preguntaban cuánto tardaría en afectarles a ellos. Los esclavos cubanos se cifraban, entonces, según algunos estudiosos, entre cuatrocientos y seiscientos mil. Una nada desdeñable cantidad a la que los propietarios, en desventaja frente a los ingleses y sus teorías humanistas, no estaban dispuestos a renunciar. Se constituyeron entonces las «Ligas Nacionales» en contraposición a los «antipatriotas» partidarios de la abolición. Incitadas por las campañas de prensa, se produjeron manifestaciones callejeras, e incluso enfrentamientos con la monarquía. Desde el extranjero, se recibían presiones para acabar con una situación injustificable en los salones y cancillerías desde que se promulgara la Declaración de los Derechos del Hombre.

Sin encontrar Estelas, afortunadamente para ella, de allí pasé a «El fin del oprobio»
.
Por fin.

En 1870, Emilio Castelar pronunciaba un célebre discurso en las Cortes: «Diecinueve siglos de cristianismo... y todavía existen esclavos. Y sólo en los pueblos católicos; en Brasil y en España. Sé más: sé que apenas llevamos un siglo de revolución y no hay esclavos en los pueblos revolucionarios.»

Sus palabras daban la razón al joven Vallés-Bruguera y Tordera, que nada podía contra su padre. Apoyado por la refinada Rose, trataba de ser un hacendado modélico en la gestión y trato con sus trabajadores.

El sistema esclavista siguió vigente en Cuba hasta el año 1880. El hecho de que muchos esclavos abandonaran las plantaciones para integrar las filas del ejército independentista como modo de conseguir su libertad obligó a las autoridades, entre otras razones, a abolir la esclavitud.

La ley se promulgó el 13 de febrero de 1880. El 14 de febrero, un día después, el segundo Eliseo Vallés-Bruguera y Tordera liberó a todos los esclavos de Santa Ana, Fuensanta y Virgen de Begoña. Se celebró una fiesta en la que participaron todos por igual: amos y esclavos, blancos, chinos y negros.

El viejo marqués de Aguada, su padre, recibió la noticia, para él desagradable en su sueño de la metrópoli, Mon Repos.

Aquí terminaba la historia de los fundadores de la familia de Mon Repos. Uno había levantado una fortuna, el siguiente le había sacado brillo. Las demás páginas hacían referencia a los pleitos en los que andaban metidos sus sucesores.

Con un último esfuerzo —empezaba a deslizarme por la pendiente del sueño— intenté encontrar, in extremis, a Estela. Puse en «Opciones» que aparecieran las tres palabras en la misma frase y en cualquier idioma. ¡Bingo! Se abrió una página de la casa de subastas Christie’s en la que figuraba «Estela Vallés-Bruguera» como
Department Head
, en Londres, seguida de una serie de nombres en Madrid, Ámsterdam, París y Bruselas. No aportaba ningún dato más.

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