Ensayo sobre la ceguera (19 page)

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Authors: José Saramago

BOOK: Ensayo sobre la ceguera
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Ahora bien, lo que ningún hombre pensó, parece que lo pensaron las mujeres, no tenía otra explicación el silencio que poco a poco se fue apoderando de la sala donde se produjeron estas confrontaciones, como si hubiesen comprendido que, para ellas, la victoria en la pelea verbal no se distinguía de la derrota que inevitablemente vendría después. Es posible que en las salas restantes no hubiera sido diferente el debate, sabido es que las razones humanas se repiten mucho, y las sinrazones también. Aquí, quien dio la sentencia final fue una mujer de unos cincuenta años que tenía consigo a su anciana madre y ningún otro modo de darle de comer, Pues yo voy, dijo, y no sabía que estas palabras eran el eco de las que en la primera sala del lado derecho pronunció la mujer del médico, Yo voy, en esta sala son pocas las mujeres, tal vez por eso las protestas no fueron tan numerosas ni tan vehementes, estaba la chica de las gafas oscuras, estaba la mujer del primer ciego, estaba la empleada del consultorio, estaba la camarera del hotel, estaba una que no se sabía quién era, estaba la que no podía dormir, pero ésta era tan desgraciada, tan desgraciada, que lo mejor sería dejarla en paz, de la solidaridad entre las mujeres no tenían por qué beneficiarse sólo los hombres. El primer ciego comenzó por decir que su mujer no se sometería a la vergüenza de entregar su cuerpo a unos desconocidos, diéranle a cambio lo que le dieran, que ni ella querría ni él lo permitiría, que la dignidad no tiene precio, que una persona empieza por ceder en las pequeñas cosas y acaba por perder todo el sentido de la vida. El médico le preguntó qué sentido de la vida veía él en la situación en que todos se encontraban, hambrientos, cubiertos de porquería hasta las orejas, devorados por los piojos, comidos por las chinches, picados por las pulgas, Tampoco quisiera yo que mi mujer fuese, pero ese querer mío no sirve de nada, dijo que está dispuesta a ir, fue ésa su decisión, sé qué mi orgullo de hombre, esto que llamamos orgullo de hombre, si es que después de tanta humillación aún conservamos algo que merezca tal nombre, sé que va a sufrir, ya está sufriendo, no lo puedo evitar, pero es probablemente el único recurso si queremos sobrevivir, Cada uno actúa de acuerdo con la moral que tiene, yo pienso así, y no tengo intención de cambiar de ideas, replicó agresivo el primer ciego. Entonces, la chica de las gafas oscuras dijo, Los otros no saben cuántas mujeres hay aquí, puede quedarse usted con la suya para su uso exclusivo que nosotros los alimentaremos, a usted y a ella, pero me gustaría saber cómo va a sentirse de dignidad después, cómo le va a saber el pan que le traigamos, La cuestión no es ésa, empezó el primer ciego a responder, la cuestión es, pero se quedó con la frase en el aire, en realidad no sabía cuál era la cuestión, lo que él había dicho antes no pasaba de unas cuantas opiniones sueltas, sólo opiniones, pertenecientes a otro mundo, no a éste, lo que él tendría que hacer, eso sí, era alzar las manos al cielo y agradecer la suerte de que las vergüenzas se queden en casa, por así decirlo, en vez de soportar el vejamen de saberse sostenido por las mujeres de los otros. Por la mujer del médico, para ser preciso y exacto, porque las restantes, exceptuando a la chica de las gafas oscuras, soltera y libre, de cuya vida disipada ya tenemos información más que suficiente, si tenían maridos no estaban allí. El silencio que siguió a la frase interrumpida parecía esperar que alguien aclarase definitivamente la situación, por eso no tardó mucho en hablar quien tenía que hacerlo, la mujer del primer ciego, que dijo sin que le temblase la voz, Soy como las otras, y lo que ellas hagan, lo haré yo, Sólo harás lo que yo diga, interrumpió el marido, Déjate de ejercer tu autoridad, que aquí no te sirve de nada, estás tan ciego como yo, Eso es una indecencia, En tu mano está no ser indecente, a partir de ahora no comas, ésta fue la cruel respuesta, inesperada en persona que hasta ese momento se había mostrado dócil y respetuosa con su marido. Se oyó una brusca carcajada, era la camarera de hotel, Vaya si comerá, pobrecillo, qué va a hacer si no, de repente la risa se convirtió en llanto, las palabras cambiaron, Qué vamos a hacer, dijo, era casi una pregunta, una pregunta apenas resignada para la que no existía respuesta, como un desalentado movimiento de cabeza, tanto así que la empleada del consultorio la repitió, Qué vamos a hacer. La mujer del médico alzó los ojos hacia las tijeras colgadas de la pared, por la expresión de ellos se diría que estaban haciéndole la misma pregunta, a no ser que buscasen una respuesta a la pregunta que las tijeras devolvían, Qué quieres hacer conmigo.

No obstante, cada cosa llegará a su propio tiempo, no por mucho madrugar se muere más temprano. Los ciegos de la sala tercera lado izquierdo son gente organizada, y han decidido que empezarán por lo que tienen más cerca, por las mujeres de las salas de su ala. La aplicación del método rotativo, palabra más que justa, presenta todas las ventajas y ningún inconveniente, en primer lugar porque permitirá saber, en cualquier momento, lo hecho y lo por hacer, es como mirar un reloj y decir del día que pasa, He vivido desde aquí hasta aquí, me falta tanto o tan poco, en segundo lugar porque, cuando la rotación de las salas esté terminada, el regreso al principio traerá una indiscutible brisa de novedad, sobre todo para los de memoria sensorial más corta. Descansen pues las mujeres de las salas del ala derecha, con el mal de mis vecinas yo puedo, palabras que ninguna pronunció pero que todas pensaron, en verdad aún está por nacer el primer ser humano desprovisto de esa segunda piel a la que llamamos egoísmo, mucho más dura que la otra, que por nada sangra. Hay que decir todavía que estas mujeres descansan doblemente, así son los misterios del alma humana, pues la amenaza, de todos modos próxima, de la humillación a que van a ser sometidas, despertó y exacerbó, dentro de cada sala, apetitos sensuales que la convivencia había debilitado, era como si los hombres estuviesen poniendo en las mujeres desesperadamente su marca antes de que se las llevasen, era como si las mujeres quisieran llenar la memoria de sensaciones experimentadas voluntariamente para defenderse mejor de la agresión de aquellas que, pudiendo ser, rechazarían. Es inevitable preguntar, tomando como ejemplo la primera sala del lado derecho, cómo se resolvió la cuestión de la diferencia de cantidades de hombres y mujeres, descontando incluso a los incapaces del sexo masculino, que los hay, como debe de ser el caso del viejo de la venda negra en el ojo y de otros, desconocidos, viejos o jóvenes, que por esto o por lo de más allá no dijeron ni hicieron nada que interesara al relato. Se ha dicho que son siete las mujeres que hay en esta sala, incluyendo la ciega de los insomnios y aquella que nadie sabe quién es, y que las parejas normalmente constituidas sólo son dos, lo que da una desequilibrada cantidad de hombres, el niño estrábico aún no cuenta. Acaso haya en otras salas más mujeres que hombres, pero una regla no escrita, que el uso hizo nacer y convirtió luego en ley, manda que todas las cuestiones se resuelvan dentro de las salas en que se hayan suscitado, a ejemplo de lo que enseñaban los antiguos, cuya sabiduría nunca nos cansaremos de loar, Fui a casa de la vecina, me avergoncé, volví a la mía, me remedié. Darán, pues, las mujeres de la primera sala lado derecho remedio a las necesidades de los hombres que viven bajo su mismo techo, con excepción de la mujer del médico, a la que, Dios sabe por qué, nadie se atrevió a solicitar, con palabras o con la mano tendida. Ya la mujer del primer ciego, después del paso al frente que había sido la abrupta respuesta al marido, hizo, aunque discretamente, igual que las otras, como ella misma había advertido. Hay, sin embargo, resistencias contra las cuales no pueden ni razón ni sentimiento, como el caso de la chica de las gafas oscuras, a quien el dependiente de farmacia, por más que multiplicó los argumentos, por más que se deshizo en súplicas, no consiguió rendir, pagando así la falta de respeto que cometió al principio. Esta misma chica, entienda a las mujeres quien pueda, que es la más bonita de todas las que aquí se encuentran, la de mejor cuerpo, la más atractiva, la que todos desearon cuando corrió la voz de lo que valía, fue al fin, una de estas noches, a meterse por su propia voluntad en la cama del viejo de la venda negra, que la recibió como a lluvia de abril, y cumplió lo mejor que pudo, bastante bien para su edad, quedando así demostrado, una vez más, que las apariencias engañan, y que no es por el aspecto de la cara ni por la presteza del cuerpo por lo que se conoce la fuerza del corazón. Toda la sala comprendió que había sido pura caridad lo que llevó a la chica de las gafas oscuras a ofrecerse al viejo de la venda negra, pero hubo hombres, de los sensibles y soñadores, que, habiendo gozado de ella, se pusieron a devanear, a pensar que no había mejor premio en este mundo que encontrarse un hombre tendido en su cama, solo, imaginando imposibles, y descubrir que una mujer acaba de levantar los cobertores muy, despacio y bajo ellos se insinúa, rozando lentamente el cuerpo a lo largo del cuerpo, hasta quedarse quieta al fin, en silencio, a la espera de que el ardor de las sangres apacigüe el súbito temblor de la piel sobresaltada. Y todo esto por nada, sólo porque ella lo quiso. Son fortunas que no andan por ahí al desbarato, a veces es preciso ser viejo y llevar una venda negra tapando una órbita definitivamente ciega. O quizá, ciertas cosas es mejor dejarlas sin explicación, decir simplemente lo que ocurrió, no interrogar lo íntimo de las personas, como aquella vez que la mujer del médico salió de la cama para ir a tapar al niño estrábico, que se había destapado. No se acostó inmediatamente. Apoyada en la pared del fondo, en el espacio estrecho entre las dos filas de camastros, miraba desesperada la puerta del otro extremo, aquella por la que había entrado un día que ya parecía distante y que no llevaba ahora a parte alguna. Así estaba cuando vio al marido levantarse, con los ojos fijos, como un sonámbulo, dirigiéndose a la cama de la chica de las gafas oscuras. No hizo un gesto para detenerlo. De pie, sin moverse, vio cómo él levantaba la manta y se acostaba después junto a ella, cómo la chica despertó y lo recibió sin protestas, cómo las dos bocas se buscaron y se encontraron, y después lo que tenía que pasar pasó, el placer de uno, el placer del otro, el placer de ambos, los murmullos sofocados, ella dijo, Doctor, y esta palabra podía haber sido ridícula y no lo fue, él dijo, Perdón, no sé qué me ha pasado, realmente teníamos razón, cómo podríamos nosotros, que apenas vemos, saber lo que ni él sabe. Acostados en el catre estrecho, no podían imaginar que estaban siendo observados, el médico seguro que sí, súbitamente inquieto, estaría durmiendo la mujer, se preguntó, andará por los corredores como todas las noches, hizo un movimiento para volver a su cama, pero una voz dijo, No te levantes, y una mano se posó en su pecho con la levedad de un pájaro, iba él a hablar, quizá a repetir que no sabía lo que le había ocurrido, pero la voz dijo, Lo comprenderé mejor si no dices nada. La chica de las gafas oscuras empezó a llorar, Qué desgraciados somos, murmuraba, y después, También yo quise, también quise, el doctor no tiene la culpa, Calla, dijo suavemente la mujer del médico, callémonos todos, hay ocasiones en las que de nada sirven las palabras, ojalá pudiera llorar yo también, decirlo todo con lágrimas, no tener que hablar para ser entendida. Se sentó al borde de la cama, tendió el brazo por encima de los dos cuerpos, como para ceñirlos en el mismo abrazo, e, inclinándose hacia la chica de las gafas oscuras murmuró muy bajo a su oído, Yo veo. La chica se quedó inmóvil, serena, sólo perpleja porque no sentía ninguna sorpresa, era como si lo supiese desde el primer día y no hubiera querido decirlo en voz alta por ser un secreto que no le pertenecía. Volvió la cabeza un poco y susurró a su vez al oído de la mujer del médico, Lo sabía, no sé si estoy segura de que lo sabía, pero lo sabía, Es un secreto, no puedes decir nada a nadie, No se preocupe, no lo haré, Tengo confianza en ti, Puede tenerla, preferiría morir a engañarla, Debes tratarme de tú, Eso no, no puedo. Murmuraban al oído, ahora una, ahora la otra, tocando con los labios el cabello, el lóbulo de la oreja, era un diálogo insignificante, era un diálogo profundo, si pueden darse juntos estos contrarios, una pequeña charla cómplice que parecía no conocer el hombre acostado entre las dos, pero que lo envolvía en una lógica fuera del mundo de las ideas y de las realidades comunes. Luego, la mujer del médico le dijo al marido, Puedes quedarte aquí un poco más si quieres, No, voy a nuestra cama, Entonces te ayudo. Se levantó para dejarle libres los movimientos, contempló por un instante las dos cabezas ciegas, posadas lado a lado en la almohada sucia, las caras sucias también, el pelo enmarañado de los dos, sólo los ojos resplandecían inútilmente. Él se levantó con lentitud, buscando apoyo, luego se quedó parado al lado de la cama, indeciso, como si de pronto hubiese perdido la noción del lugar donde se hallaba, entonces ella, como siempre hiciera, lo cogió de un brazo, pero ahora el gesto tenía un sentido nuevo, nunca él había necesitado tanto que lo guiasen como en este momento, pero no podría saber hasta qué punto, sólo las dos mujeres lo supieron realmente cuando la mujer del médico tocó con la otra mano el rostro de la chica y ella se la tomó para llevársela a los labios. Le pareció al médico que oía llorar, un sonido casi inaudible, como sólo puede ser el de unas lágrimas que se van deslizando lentamente hasta las comisuras de la boca y ahí desaparecen para reanudar el ciclo eterno de los inexplicables dolores y alegrías humanas. La chica de las gafas oscuras iba a quedarse sola, ella era quien debía ser consolada, por eso la mano de la mujer del médico tardó tanto en desprenderse.

Al día siguiente, a la hora de la cena, si unos míseros mendrugos de pan duro y carne podre merecen tal nombre, aparecieron en la puerta de la sala tres ciegos del otro lado, Cuántas mujeres hay aquí, preguntó uno, Seis, respondió la mujer del médico con la buena intención de dejar fuera a la ciega de los insomnios, pero ella enmendó con voz apagada, Somos siete. Los ciegos se echaron a reír, Bueno, bueno, entonces vais a tener que trabajar mucho esta noche, y el otro sugirió, Quizá sería mejor ir a buscar refuerzos a la sala siguiente, No vale la pena, dijo el tercer ciego, que sabía aritmética, prácticamente tocan a tres hombres por cada mujer, ya verás cómo ellas aguantan. Se rieron otra vez, y el que había preguntado cuántas mujeres había, dio la orden, Venga, vamos, eso si queréis comer mañana y dar de mamar a vuestros hombres. Decían estas palabras en todas las salas, pero continuaban divirtiéndose tanto con la gracia como el día que la inventaron. Se retorcían de risa, pateaban, batían en el suelo con los garrotes, uno de ellos avisó súbitamente, Eh, si alguna está con sangre, no la queremos, será para la próxima, Ninguna está con sangre, dijo serenamente la mujer del médico, Entonces, preparaos, y no tardéis, que estamos esperando. Se volvieron y desaparecieron en el pasillo. La sala quedó en silencio, un minuto después dijo la mujer del primer ciego, No puedo seguir comiendo, casi no era nada lo que tenía en la mano y no conseguía comer, Ni yo, dijo la ciega de los insomnios, Ni yo, dijo aquella que no sabían quién era, Yo ya he acabado, dijo la camarera de hotel, también, dijo la empleada del consultorio, Yo vomitaré en la cara del primero que se acerque a mí, dijo la chica de las gafas oscuras. Estaban todas levantadas, trémulas y firmes. Entonces, la mujer del médico dijo, voy delante. El primer ciego se tapó la cabeza con la manta, como si eso le sirviese de algo, ciego ya estaba, el médico atrajo hacia él a su mujer y, sin hablar, le dio un rápido beso en la frente, qué más podía hacer él, a los otros hombres tanto les daba, no tenían ni derechos ni obligaciones de marido sobre ninguna de las mujeres que salían, por eso nadie podrá decirles, Cuerno consentidor es dos veces cuerno. La chica de las gafas oscuras se colocó detrás de la mujer del médico, luego, sucesivamente, la camarera de hotel, la empleada del consultorio, la mujer del primer ciego, aquella de quien nada se sabe, y, al fin, la ciega de los insomnios, una fila grotesca de mujeres malolientes, con las ropas inmundas y andrajosas, parece imposible que la fuerza animal del sexo sea tan poderosa, hasta el punto de cegar el olfato, que es el más delicado de los sentidos, siendo así que hay teólogos que dicen, aunque no con estas exactas palabras, que la mayor dificultad para poder vivir razonablemente en el infierno es el hedor que allí hay. Lentamente, guiadas por la mujer del médico, cada una con la mano en el hombro la siguiente, las mujeres empezaron a caminar. Iban todas descalzas porque no querían perder los zapatos en medio de las aflicciones y angustias por las que tendrían que pasar. Cuando llegaron al zaguán de entrada, la mujer del médico se encaminó hacia la puerta, querría saber si aún había mundo. Al sentir el frescor del aire, la camarera de hotel recordó asustada, No podemos salir, los soldados están ahí fuera, y la ciega de los insomnios dijo, Más valdría, al menos en un minuto estaríamos muertas, Nosotras, preguntó la empleada del consultorio, No, todas, todas las que estamos aquí, al menos tendríamos la mejor de las razones para estar ciegas. Nunca había pronunciado tantas palabras seguidas desde que la trajeron. La mujer del médico dijo, Vamos, sólo quien tenga que morir morirá, la muerte escoge sin avisar. Pasaron la puerta que daba acceso al ala izquierda, se metieron por los amplios corredores, las mujeres de las dos primeras salas podrían, si quisieran, decirles lo que les esperaba, pero estaban encogidas en sus camas, como bestias apaleadas, los hombres no se atrevían a tocarlas, ni siquiera intentaban acercarse a ellas porque empezaban a chillar.

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