Read Ensayo sobre la ceguera Online
Authors: José Saramago
En el último corredor, allá al fondo, la mujer del médico vio a un ciego que estaba de centinela, como de costumbre. Debía de haber oído los pasos arrastrados, dio el aviso, Ahí vienen, ahí vienen. De dentro salieron gritos, relinchos, carcajadas. Cuatro ciegos apartaron rápidamente la cama que servía de barrera a la entrada. Rápido, chicas, adentro, que estamos todos aquí como caballos, vais a hartaros, decía uno. Los ciegos las rodearon, intentaban palparlas, pero retrocedieron luego, tropezando, cuando el jefe, el que tenía la pistola, gritó, El primero que elige soy yo, ya lo sabéis. Los ojos de aquellos hombres buscaban golosamente las mujeres, algunos tendían las manos ávidas, si fugazmente tocaban a una, sabían al fin para dónde mirar. En medio del pasillo central de la sala, entre las camas, las mujeres eran como soldados formados esperando que les pasen revista. El jefe de los ciegos, pistola en mano, se acercó, tan ágil y despierto como si con los ojos que tenía pudiera ver. Puso la mano libre en la ciega de los insomnios, que era la primera, la palpó por delante y por detrás, las nalgas, los pechos, la entrepierna. La ciega comenzó a gritar y él la empujó, No vales nada, puta. Pasó a la siguiente, que era aquella que no se sabe quién es, palpaba ahora con las dos manos, se había metido la pistola en el bolsillo del pantalón, No está nada mal ésta, no, y fue luego a la mujer del primer ciego, luego a la empleada del consultorio, juego a la camarera de hotel, exclamó, muchachos, están realmente buenas. Los ciegos relincharon, patalearon, Venga, vamos, que se hace tarde, gritó alguno, Calma, dijo el de la pistola, dejadme ver primero cómo son las otras. Palpó a la chica de las gafas oscuras y soltó un silbido, Olé, nos tocó el gordo, ganado como éste no había aparecido nunca por aquí. Excitado, mientras continuaba palpando a la chica, pasó a la mujer del médico y silbó otra vez, Ésta es de las maduras, pero está también para comérsela. Atrajo hacia sí a las dos mujeres, casi se babeaba cuando dijo, Me quedo con éstas, cuando las despache os las paso. Las arrastró hasta el fondo de la sala, donde se amontonaban las cajas de comida, los paquetes, las latas, una despensa que podría abastecer a un regimiento. Las mujeres, todas ellas, estaban gritando, se oían golpes, bofetadas, órdenes, A callar, a callar, so putas, todas son iguales, siempre tienen que gritar, Dale con fuerza, verás cómo se calla, Ya veréis cuando me toque a mí, ya veréis cómo piden más, Date prisa, no aguanto un minuto. La ciega de los insomnios aullaba de desesperación bajo un ciego gordo, las otras cuatro estaban rodeadas de hombres con los pantalones bajados que se empujaban unos a otros como hienas en torno de la carroña. La mujer del médico se encontraba junto al catre a donde había sido llevada, estaba de pie, con las manos convulsas aferradas a los hierros de la cama, vio cómo el ciego de la pistola rasgó la falda de la chica de las gafas oscuras, cómo se bajó los pantalones y, guiándose con los dedos, apuntó al sexo de la chica, cómo empujó y forzó, oyó los ronquidos, las obscenidades. La chica de las gafas oscuras no decía nada, sólo abrió la boca para vomitar, con la cabeza de lado, los ojos vueltos hacia la otra mujer, él ni se enteró de lo que ocurría, el olor del vómito sólo se nota cuando el aire y lo demás no huelen a lo mismo, al fin el hombre se agitó, dio dos o tres sacudidas violentas como si clavase tres estoques, gruñó como un cerdo atragantado, había acabado. La chica de las gafas oscuras lloraba en silencio. El ciego de la pistola retiró el sexo goteante aún y dijo con voz que vacilaba, mientras tendía el brazo hacia la mujer del médico, No tengas celos, ahora voy por ti, y luego, subiendo el tono, Eh, podéis venir a por ésta, pero a ver si la tratáis con cariño, que aún la puedo necesitar. Media docena de ciegos avanzaron en tropel por el pasillo central, pusieron sus manos sobre la chica de las gafas oscuras, se la llevaron casi a rastras, Primero yo, primero yo, decían todos. El ciego de la pistola se había sentado en la cama, el sexo flácido estaba posado en el borde del colchón, los pantalones enrollados sobre los pies. Arrodíllate aquí, entre mis piernas, dijo. La mujer del médico se arrodilló. Chupa, dijo él. No, dijo ella, O chupas o te muelo a palos y te vas sin comida, dijo él, No tienes miedo de que te la arranque de un mordisco, preguntó ella, Puedes intentarlo, tengo las manos en tu cuello, te estrangulaba antes de que me hicieras sangre, respondió él. Luego dijo, Reconozco tu voz, Y yo tu cara, Eres ciega, no me puedes ver, No, no te puedo ver, Entonces, por qué dices que reconoces mi cara, Porque esa voz sólo puede tener esa cara, Chupa y déjate de charla fina, No, O chupas, o tu sala no verá nunca más una migaja de pan, vas y les dices que si no comen es porque te negaste a chuparme, y luego vuelves para contarme qué ha pasado. La mujer del médico se inclinó hacia delante, con las puntas de dos dedos de la mano derecha cogió y alzó el sexo pegajoso del hombre, la mano izquierda se apoyó en el suelo, tocó los pantalones, tanteó, sintió la dureza metálica y fría de la pistola, Puedo matarlo, pensó. No podía. Con los pantalones así como estaban, enrollados sobre los pies, era imposible llegar al bolsillo donde se encontraba el arma. No lo puedo matar ahora, pensó. Avanzó la cabeza, abrió la boca, la cerró, cerró los ojos para no ver, empezó a chupar.
Amanecía cuando los ciegos malvados dejaron ir a las mujeres. La ciega de los insomnios tuvo que ser llevada en brazos por sus compañeras, que apenas podían, ellas mismas, arrastrarse. Durante horas habían pasado de hombre en hombre, de humillación en humillación, de ofensa en ofensa, todo lo que es posible hacerle a una mujer dejándola con vida. Ya sabéis, el pago es en especies, decidles a los hombrecitos que vengan por la sopa boba, las escarneció aún más al despedirlas el ciego de la pistola. Y añadió chocarrero, Hasta la vista, chicas, e iros preparando para la próxima sesión. Los otros ciegos repitieron más o menos a coro, Hasta la vista, algunos dijeron chicas, otros dijeron putas, pero se les notaba la fatiga en la escasa convicción de las voces. Sordas, ciegas, calladas, a tumbos, sólo con la voluntad suficiente para no dejar la mano de la que llevaban delante, la mano, no el hombro como cuando vinieron, ninguna podría responder si le preguntasen, Por qué vais con las manos cogidas, ocurrió así, hay gestos para los que no se puede encontrar una explicación fácil, a veces ni la difícil se encuentra. Cuando atravesaron el zaguán, la mujer del médico miró hacia fuera, allí estaban los soldados, había también un camión que estaría distribuyendo la comida por las cuarentenas. En aquel preciso instante la ciega de los insomnios cayó, literalmente, como si le hubiesen segado las piernas de un tajo, también el corazón se le fue abajo, ni acabó la sístole que había iniciado, al fin sabemos por qué esta ciega no conseguía dormir, ahora dormirá, no la despertemos. Está muerta, dijo la mujer del médico, y su voz no tenía ninguna expresión, si era posible que una voz así, tan muerta como la palabra que había dicho, saliera de una boca viva. Levantó en brazos el cuerpo repentinamente descoyuntado, las piernas ensangrentadas, el vientre torturado, los pobres senos descubiertos, marcados con furia, una mordedura en el hombro, Éste es el retrato de mi cuerpo, pensó, el retrato del cuerpo de cuantas aquí
vamos, entre estos insultos y nuestros dolores no hay más que una diferencia, nosotras, por ahora, todavía estamos vivas. Adónde la llevamos, preguntó la chica de las gafas oscuras, De momento a la sala, más tarde la enterraremos, dijo la mujer del médico.
Los hombres esperaban en la puerta, sólo faltaba el primer ciego, que se había vuelto a cubrir la cabeza con la manta al notar que venían las mujeres, y el niño estrábico, que estaba durmiendo. Sin vacilar, sin necesidad de contar las camas, la mujer del médico acostó a la ciega de los insomnios en el camastro que le había pertenecido. No le importó la posible extrañeza de los otros, al fin toda la gente sabía que ella era la ciega que mejor conocía los rincones de la casa. Está muerta, repitió. Cómo fue, preguntó el médico, pero la mujer no respondió, la pregunta de él podía ser lo que parecía significar, Cómo murió, pero también podría ser, Qué os han hecho, ni para una ni para otra habría respuesta, murió, simplemente, no importa de qué, preguntar de qué ha muerto alguien es estúpido, con el tiempo se olvida la causa, sólo la palabra queda, Murió, y nosotras ya no somos las mismas mujeres que de aquí salimos, las palabras que ellas dirían ya no las podemos decir nosotras, y en cuanto a las otras, lo innominable existe, y ése es su nombre, nada más. Podéis ir a buscar la comida, dijo la mujer del médico. El azar, el hado, la suerte, el destino o como se llame exactamente lo que tantos nombres tiene, están hechos de pura ironía, no se puede entender de otro modo que fueran precisamente los maridos de estas dos mujeres los elegidos para representar a la sala y recoger los alimentos cuando nadie imaginaba que el precio acabaría siendo el que habían pagado. Podrían haber sido otros hombres, solteros, libres, sin un honor conyugal que defender, pero tuvieron que ser éstos, seguro que ahora no van a querer pasar la vergüenza de tender la mano de la limosna a los salvajes y a los malvados que violaron a sus mujeres. Lo dijo el primer ciego con todas las letras de una firme decisión, Que vaya quien quiera, yo no voy, Yo iré, dijo el médico, Yo voy con usted, dijo el viejo de la venda negra, No va a ser mucha la comida, pero pesará, Para transportar el pan que como aún me quedan fuerzas, Lo que más pesa es siempre el pan de los otros, No tengo derecho a quejarme, el peso de la parte de los otros es el que pagará mi alimento. Imaginemos, no el diálogo, que ése queda dicho, sino a los hombres que lo sostuvieron, están uno frente al otro como si se pudieran ver, que en este caso no es imposible, basta con que la memoria de cada uno haga brotar de la deslumbrante blancura del mundo, la boca que está articulando las palabras, y después, como una lenta irradiación a partir de ese centro, el resto de las caras irá apareciendo también, una de hombre viejo, otro no tanto, no se diga que es ciego quien así es capaz de ver. Cuando se alejaban para cobrar el salario de la vergüenza, y como el primer ciego protestaba, la mujer del médico dijo a las otras mujeres, Quedaos aquí, vuelvo en seguida. Sabía lo que quería, no sabía si lo iba a encontrar. Quería un cubo o algo que sirviera como tal, quería llenarlo de agua, aunque fétida, aunque podrida, quería lavar a la ciega de los insomnios, limpiarle la sangre propia y la mocada ajena, entregarla purificada a la tierra, si algún sentido tiene aún hablar de purezas de cuerpo en este manicomio en el que vivimos, que las del alma, ya se sabe, no hay quien pueda alcanzarlas.
En las amplias mesas del refectorio había ciegos tumbados, De un grifo mal cerrado salía un hilillo de agua. La mujer del médico miró a su alrededor en busca de un cubo, un recipiente, pero no vio nada que pudiera servirle. A uno de los ciegos le extrañó aquella presencia, preguntó, Quién anda ahí. Ella no respondió, sabía que no iba a ser bien recibida, nadie le iba a decir, Quieres agua, pues llévatela, y si es para lavar a una muerta, toda la que necesites. En el suelo,
desperdigadas, había bolsas de plástico de las de la comida, grandes algunas. Supuso que estarían rotas, luego pensó que usando dos o tres, metidas unas en otras, sería poca el agua que se perdiera. Actuó rápidamente, los ciegos bajaban ya de las mesas y preguntaban, Quién está ahí, más alarmados cuando oyeron el ruido del agua que corría, avanzaron en aquella dirección, la mujer del médico empujó una mesa para que no pudieran acercarse, volvió después a la bolsa, el agua fluía lentamente, desesperada forzó la manilla y entonces, como si la hubieran liberado de una prisión, el agua salió con fuerza y la salpicó de pies a cabeza. Los ciegos se asustaron y retrocedieron, pensaron que se había reventado una cañería, y más razón tuvieron para pensarlo cuando el agua les mojó los pies, no podían saber que fue derramada por el extraño que había entrado, porque la mujer comprendiera que no podría con tanto peso. Retorció y anudó la boca de la bolsa, se la echó a cuestas, y, como pudo, salió corriendo de allí.
Cuando el médico y el viejo de la venda negra entraron en la sala con la comida, no vieron, no podían ver, a siete mujeres desnudas, la ciega de los insomnios tendida en la cama, limpia como en su vida lo había estado, mientras otra mujer lavaba, una tras otra, a sus compañeras, y después a sí misma.
Al cuarto día, los malvados volvieron a aparecer. Venían a exigir el tributo de las mujeres de la segunda sala, pero se detuvieron un momento en la puerta de la primera para preguntar si estas mujeres estaban ya restablecidas de los asaltos eróticos de la otra noche, Una buena noche, sí señor, exclamó uno, relamiéndose, y el otro confirmó, Estas siete valían por catorce, claro que una no era gran cosa, pero en aquel follón ni se notaba, tienen suerte éstos, si son lo bastante hombres para ellas, Mejor que no lo sean, así llegan con más ganas. Desde el fondo de la sala, la mujer del médico dijo, Ya no somos siete, Ha escapado alguna, preguntó riéndose uno de los del grupo, No ha escapado, ha muerto, Diablo, entonces vais a tener que trabajar más la próxima vez, No se ha perdido mucho, no era gran cosa, dijo la mujer del médico. Desconcertados, los mensajeros no acertaron a responder, les parecía indecente lo que acababan de oír, alguno incluso llegó a pensar que al fin y al cabo las mujeres son todas unas cabras, qué falta de respeto, hablar de una tía en esos términos, sólo porque no tenía las tetas en su sitio y era escurrida de nalgas. La mujer del médico los miraba, parados en la entrada de la sala, indecisos, moviéndose como muñecos mecánicos. Los reconocía, había sido violada por los tres. Al fin, uno de ellos golpeó con el palo en el suelo, Venga, vámonos, dijo. Los golpes y las advertencias, Fuera, apartaos, fuera, somos nosotros, fueron alejándose a lo largo del corredor, luego hubo un silencio, después, rumores confusos, las mujeres de la sala segunda estaban recibiendo la orden de presentarse acabada la cena. Sonaron de nuevo los golpes de los garrotes en el suelo, Fuera, fuera, apartaos, los bultos de los tres ciegos pasaron el umbral de la puerta, desaparecieron.
La mujer del médico, que antes había estado contándole una historia al niño estrábico, levantó el brazo, y, sin ruido, cogió las tijeras del clavo. Le dijo al niño, Luego te cuento lo que falta. Nadie de la sala le preguntó por qué había hablado de la ciega de los insomnios con aquel desdén. Pasado algún tiempo, se descalzó y le dijo al marido, No tardo, vuelvo en seguida. Se encaminó hacia la puerta, allí se detuvo y esperó. Diez minutos después aparecieron en el corredor las mujeres de la segunda sala. Eran quince. Algunas iban llorando. No venían en fila, sino en grupos, unidos unos a otros por tiras de paño, por el aspecto parecían desgarradas de una manta. Cuando acabaron de pasar, la mujer del médico las siguió. Ninguna de ellas se dio cuenta de que llevaban compañía. Sabían lo que les esperaba, la noticia de las humillaciones no era secreto para nadie, ni había en estos vejámenes nada nuevo, seguro que el mundo comenzó así. Lo que las aterrorizaba no era tanto la violación como la orgía, la desvergüenza, la previsión de una noche terrible, quince mujeres despatarradas por las camas y el suelo, los hombres yendo de una a otra, jadeando como puercos, Lo peor será si siento placer, pensaba una de las mujeres. Cuando entraron en el corredor que llevaba a la sala de destino, el ciego de guardia dio la voz de alerta, Ya las oigo, ahí vienen. La cama que servía de cancela fue apartada rápidamente, las mujeres entraron una a una. Vaya, son muchas, exclamó el ciego de la contabilidad, e iba numerándolas con entusiasmo, Once, doce, trece, catorce, quince, son quince. Se lanzó sobre la última, metiéndole las manos voraces por debajo de la falda, Ésta es mía, está buenísima, decía. Habían dejado de pasar revista, de hacer la evaluación previa de las dotes físicas de las mujeres. Realmente, si estaban todas condenadas a pasar por lo mismo, no valía la pena gastar el tiempo enfriando la concupiscencia con selecciones de alturas y medidas de pecho y caderas. Las iban llevando a las camas, las desnudaban a tirones, en seguida se oyeron los llantos acostumbrados, las súplicas, las voces implorantes, pero las respuestas, cuando las había, no variaban, Si quieres comer, tienes que abrir las piernas. Y las abrían, a algunas les ordenaban que usasen la boca, como aquella que estaba en cuclillas entre las rodillas del jefe de los malvados, ésa no decía nada. La mujer del médico entró en la sala, se deslizó lentamente entre las camas, no era necesaria tanta prudencia, nadie la oiría aunque viniera con zuecos, y si, en medio del barullo, algún ciego la toca y se da cuenta de que se trata de una mujer, lo peor que le puede ocurrir es que tenga que unirse a las otras, en una situación como ésta no es fácil notar la diferencia entre quince y dieciséis.