Ensayo sobre la ceguera (22 page)

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Authors: José Saramago

BOOK: Ensayo sobre la ceguera
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Al día siguiente, unos antes, otros después, porque el sol no nace al mismo tiempo para todos los ciegos, muchas veces depende de la finura del oído de cada uno, empezaron a reunirse en los peldaños exteriores del edificio hombres y mujeres procedentes de las distintas salas, con excepción, ya se sabe, de la de los malvados, que a esa hora deben de estar desayunando. Esperaban el ruido del portón al ser abierto, el chirrido de los goznes sin aceite, los sonidos que anunciaban la llegada de la comida, y después las voces del sargento de servicio, No salgan de ahí, que nadie se acerque, el arrastrar de los pies de los soldados, el rumor sordo de las cajas al ser depositadas en el suelo, la retirada a toda prisa, de nuevo el ruido del portón, y, al fin, la autorización, Pueden venir ya. Esperaron hasta que la mañana se hizo mediodía y el mediodía tarde. Nadie, ni siquiera la mujer del médico, quiso preguntar por la comida. Mientras no hiciesen la pregunta no oirían el temido no, y mientras no se dijera conservarían la esperanza de oír palabras como éstas, Está a punto de llegar, está a punto de llegar, paciencia, aguanten el hambre un poquito más. Algunos, por mucho que quisieran, no podían aguantar, y se desmayaban allí mismo como si se hubieran quedado dormidos de repente, menos mal que les ayudaba la mujer del médico, parecía imposible cómo esta mujer conseguía hacerse cargo de todo lo que pasaba, debía de estar dotada de un sexto sentido, de una especie de visión sin ojos, gracias a ella no se quedaron los pobres infelices allí, cociéndose al sol, los transportaron al interior como pudieron, y con tiempo, agua y palmaditas en la cara acabaron todos por salir del deliquio. Pero era inútil contar con éstos para la guerra, no podrían ni con una gata por el rabo, modo de decir muy antiguo que se olvidó de aclarar por qué extraordinaria razón es más fácil llevar por el rabo a una gata que a un gato. Finalmente, dijo el viejo de la venda negra, La comida no ha venido, la comida no vendrá, vamos por la comida. Se levantaron sabe Dios cómo y fueron a reunirse en la sala más apartada de la fortaleza de los malvados, para imprudencia bastó la del otro día. Desde allí mandaron escuchas al otro lado, lógicamente, los ciegos que vivían en aquella parte conocían mejor los sitios, Al primer movimiento sospechoso, venid a avisarnos. Fue con ellos la mujer del médico y trajo una información poco alentadora, Han cerrado la entrada con cuatro camas superpuestas, Y cómo has sabido que eran cuatro, preguntó alguien, Muy fácil, palpándolas, Y no te descubrieron, No creo, Qué hacemos, Vamos allá, volvió a decir el viejo de la venda negra, lo habíamos decidido, o lo hacemos o estamos condenados a una muerte lenta, Algunos morirán más deprisa si vamos, dijo el primer ciego, Quien va a morir está ya muerto y no lo sabe, Que hemos de morir es algo que sabemos desde que nacemos, Por eso, en cierto modo, es como si ya hubiéramos nacido muertos, Dejaos de charla inútil, dijo la chica de las gafas oscuras, yo sola no puedo ir, pero si ahora empezamos a dar lo dicho por no dicho, entonces me tumbo en la cama y me dejo morir, Sólo morirá quien tenga los días contados, nadie más, dijo el médico, y, alzando la voz, preguntó, Quien esté decidido a ir que alce la mano, es lo que le ocurre a quien no lo piensa dos veces antes de abrir la boca para hablar, de qué servía pedir que levantaran las manos si no había nadie para contarlas, así lo creían en general, y después decir, Somos trece, caso en el que, seguro, empezaría una nueva discusión para ver lo que, en buena lógica, sería más correcto, si pedir que se presentase otro voluntario que rompiera el maleficio por exceso, o evitarlo por defecto, echando a suertes quién se libraba. Algunos habían alzado la mano con poca convicción, en un movimiento que denunciaba la vacilación y duda, bien por la consciencia del peligro a que se exponían, bien porque se habían dado cuenta de lo absurdo de la orden. El médico rió, Qué disparate, pedirles que levanten la mano, vamos a hacerlo de otra manera, que se retiren los que no puedan o no quieran ir, los demás que se queden para organizar la acción. Hubo movimientos, pasos, murmullos, suspiros, poco a poco fueron saliendo los débiles y los timoratos, la idea del médico había tenido tanto de excelente como de generosa, así será menos fácil saber quién había estado y dejó de estar. La mujer del médico contó los que quedaban, eran diecisiete, contándose ella y el marido. De la primera sala lado derecho estaba el viejo de la venda negra, el dependiente de farmacia, la chica de las gafas oscuras, y eran todos hombres los voluntarios de las otras salas, con excepción de aquella mujer que había dicho, A donde tú vayas iré yo, ésa también estaba aquí. Se alinearon a lo largo del pasillo, el médico los contó, Diecisiete, somos diecisiete, Somos pocos, dijo el ayudante de farmacia, así no vamos a conseguir nada, La vanguardia, si puedo usar este lenguaje que más parece de militar, tendrá que ser estrecha, dijo el ciego de la venda negra, lo que nos espera es la anchura de una puerta, creo que si fuésemos más lo complicaríamos todo, Dispararían al tuntún, concordó alguien, y al fin todos parecieron contentos por ser tan pocos.

El armamento era el que ya conocemos, hierros arrancados de las camas, que tanto podrían servir de palanca como de lanza, conforme entraran en combate los zapadores o las tropas de asalto. El viejo de la venda negra, que por lo visto algunas lecciones de táctica aprendió en su juventud, recordó la conveniencia de mantenerse siempre juntos y mirando en la misma dirección, por ser ésa la única forma de no agredirse unos a otros, y que debían avanzar en silencio absoluto para que el ataque se beneficiase del efecto sorpresa, Descalcémonos, dijo, Después va a ser difícil que cada uno encuentre sus zapatos, dijo alguien, y otro comentó, Los zapatos que sobren serán los verdaderos zapatos del difunto, con la diferencia de que, en este caso, siempre habrá quien los aproveche, Qué historia es esa de los zapatos del difunto, Es un dicho, esperar los zapatos del difunto es como esperar la nada, Por qué, Porque los zapatos con que se enterraban a los muertos eran de cartón, también es cierto que no necesita más, las almas no tienen pies que se sepa, Otra cuestión, interrumpió el viejo de la venda negra, seis de nosotros, los seis que nos sintamos con más ánimo, cuando lleguemos empujamos con todas nuestras fuerzas las camas para dentro, de modo que podamos entrar todos, Siendo así tendremos que soltar los hierros, Creo que no va a ser necesario, hasta pueden servirnos, si los usamos en posición vertical. Hizo una pausa, luego dijo, con una nota sombría en la voz, Sobre todo, no nos separemos, si nos separamos somos hombres muertos, Y mujeres, dijo la chica de las gafas oscuras, no te olvides de las mujeres, Tú también vas, preguntó el viejo de la venda negra, preferiría que no fueses, Por qué, si puede saberse, Eres muy joven, Aquí no cuenta la edad, ni el sexo, así que no olvides a las mujeres, No, no me olvido, la voz con la que el viejo de la venda negra dijo estas palabras parecía pertenecer a otro diálogo, las siguientes ya estaban en su lugar, Al contrario, ojalá alguna de vosotras pudiera ver lo que nosotros no vemos, llevarnos por el camino seguro, guiar la punta de nuestros hierros contra la garganta de los malvados con tanta seguridad como hizo aquélla, Sería pedir demasiado, una vez no son veces, además, quién nos dice que no se quedó muerta allí, al menos yo no he tenido noticias de ella, recordó la mujer del médico, Las mujeres resucitan unas en otras, las honradas resucitan en las putas, las putas resucitan en las honradas, dijo la chica de las gafas oscuras. Después hubo un largo silencio, por parte de las mujeres todo estaba dicho, los hombres tendrían que buscar las palabras, y de antemano sabían que no iban a ser capaces de encontrarlas.

Salieron en fila, los seis más fuertes delante, como acordaron, entre ellos estaban el médico y el dependiente de farmacia, después venían los otros, armados cada cual con su hierro de cama, una brigada de lanceros escuálidos y andrajosos, cuando atravesaban el zaguán uno de ellos dejó caer el hierro que atronó en el enlosado como una ráfaga de metralleta, si los malvados oyeron el barullo y saben a lo que vamos, estamos perdidos. Sin dar aviso a nadie, ni siquiera al marido, la mujer del médico se adelantó al grupo, miró hacia el fondo del corredor, luego, despacio, pegada a la pared, se fue acercando a la entrada de la sala, allí quedó a la escucha, las voces de dentro no parecían alarmadas. Trajo rápidamente la información, y se reanudó el avance. A pesar de la lentitud y del silencio con que la hueste se movía, los ocupantes de las dos salas que precedían al bastión de los malvados, sabedores de lo que iba a acontecer, se acercaban a las puertas para oír mejor el fragor inminente de la batalla, y algunos de ellos, más nerviosos, excitados por el olor de una pólvora que aún estaba por quemar, decidieron en el último momento acompañar al grupo, unos pocos volvieron atrás para armarse, ya no eran diecisiete, al menos habían doblado el número, el refuerzo no iba a gustar seguramente al viejo de la venda negra, pero él no llegó a enterarse de que mandaba dos regimientos en vez de uno. Por las pocas ventanas que daban al patio interior entraba una claridad turbia, moribunda, que declinaba rápidamente, deslizándose hacia el pozo negro y profundo que esta noche iba a ser. Fuera de la tristeza irremediable causada por la ceguera que sin explicación alguna seguían padeciendo, los ciegos, válgales eso al menos, estaban a salvo de las deprimentes melancolías causadas por estas y semejantes alteraciones atmosféricas, comprobadamente responsables de innumerables acciones de desesperación en el tiempo remoto en el que la gente tenía ojos para ver. Cuando llegaron a la puerta de la sala maldita, la oscuridad era ya tal que la mujer del médico no pudo ver que no eran cuatro, sino ocho, las camas que formaban la barrera, duplicada, como los asaltantes, pero con peores consecuencias inmediatas para ellos, como no tardarán en comprobar. La voz del viejo de la venda negra sonó como un grito, Ahora, fue la orden, no se acordó del clásico Al asalto, o si lo recordó quizá le pareció ridículo tratar con tanta consideración militar una barrera de catres infectos, llenos de pulgas y de chinches, con los colchones podridos por el sudor y los orines, las mantas andrajosas, ya no grises, sino de todos los colores con que puede vestirse la repugnancia, eso lo sabía de antes la mujer del médico, no es que lo pudiera ver ahora, cuando ni siquiera se había apercibido del refuerzo de la barricada. Los ciegos avanzaron como arcángeles envueltos en su propio resplandor, se lanzaron contra el obstáculo con los hierros en alto, como habían sido instruidos, pero las camas no se movieron, cierto es que las fuerzas de estos fuertes apenas superarían las de los débiles que venían detrás, que apenas podían ya con las lanzas, como alguien que llevó una cruz a cuestas y ahora tiene que esperar que lo suban a ella. El silencio había acabado, gritaban los de fuera, comenzaron los de dentro a gritar, probablemente nadie hasta hoy habrá notado qué terribles son los gritos de los ciegos, parece que están gritando sin saber por qué, queremos decirles que se callen y acabamos gritando nosotros también, sólo nos falta ser ciegos, pero ya llegará. En esto estaban, unos gritando porque atacaban, otros gritando porque se defendían, cuando los del lado de fuera, desesperados por no haber podido apartar las camas, soltaron los hierros que cayeron en el suelo de cualquier manera, y, todos a una, al menos aquellos que consiguieron meterse en el espacio del vano de la puerta, y los que no cupieron hacían fuerza contra los de delante, se pusieron a empujar, a empujar, a empujar, parecía que iban a conseguir la victoria, las camas se habían movido ya un poquitito, cuando de repente, sin previo aviso o amenaza se oyeron tres disparos, era el ciego contable haciendo puntería baja. Dos de los atacantes cayeron heridos, los otros retrocedieron precipitadamente, atropellándose, tropezando con los hierros y cayendo, como locas las paredes del corredor multiplicaban los gritos, también gritaban en las otras salas. La oscuridad era ahora completa, no era posible saber quién había sido alcanzado por las balas, claro que se podría preguntar desde aquí, desde lejos, Quiénes sois, pero no parecía propio, a los heridos hay que tratarlos con respeto y consideración, acercarse a ellos caritativamente, posarles la mano en la frente, salvo si fue ahí donde la bala, por una desgraciada casualidad, les alcanzó, después preguntarles en voz baja cómo se encuentran, decirles que no es nada, que ya vienen los camilleros, y en fin, darles agua, pero sólo si no han sido heridos en el vientre, como expresamente se recomienda en el manual de primeros socorros. Qué hacemos ahora, preguntó la mujer del médico, hay dos caídos en el suelo. Nadie le preguntó cómo sabía ella que eran dos, los disparos fueron tres, sin contar con el efecto de los rebotes, si los hubo. Tenemos que ir a buscarlos, dijo el médico. El peligro es grande, observó hundido el viejo de la venda negra, que había visto cómo su táctica acababa en desastre, si se dan cuenta de que hay gente volverán a disparar, hizo una pausa y añadió suspirando, Pero tenemos que ir, yo, por mí, estoy dispuesto, También yo voy, dijo la mujer del médico, el peligro será menor si nos acercamos a rastras, lo que necesitamos es dar con ellos pronto, antes de que los de dentro tengan tiempo de reaccionar, Yo voy también, dijo la mujer que el otro día había dicho A donde tú vayas iré yo, de entre tantos no hubo nadie a quien se le ocurriera decir que era facilísimo averiguar quiénes eran los heridos, cuidado, heridos o muertos, que esto aún no se sabe, bastaba con que todos fuesen diciendo, Yo voy, yo no voy, los que se hubieran quedado callados eran los tales.

Empezaron pues a arrastrarse los cuatro voluntarios, las dos mujeres en el centro, un hombre a cada lado, no lo hicieron por cortesía masculina o por un instinto caballeresco de protección a las damas, sino porque la cosa salió así, la verdad es que todo va a depender del ángulo de tiro, si el ciego contable dispara otra vez. En fin, tal vez no ocurra, nada, el viejo de la venda negra tuvo una idea antes de ponerse en marcha, una idea mejor que la primera, que los que queden empiecen a hablar muy alto, incluso a gritar, que además razones no les faltan, para cubrir el inevitable ruido de ir y volver, y también el que por medio hubiese, cualquier cosa puede ocurrir, sabe Dios qué. En pocos minutos llegaron los socorristas a su destino, lo supieron cuando aún no habían tocado los cuerpos, la sangre sobre la que se iban arrastrando era como un mensajero que les decía, Yo era la vida, tras de mí ya no hay nada, Dios santo, pensó la mujer del médico, cuánta sangre, y era verdad, un charco, las manos y las ropas se pegaban al suelo como si las tablas y las losas estuvieran cubiertas de visco. La mujer del médico se alzó sobre los codos y siguió avanzando, los otros habían hecho lo mismo. Tendiendo los brazos, alcanzaron al fin los cuerpos. Los compañeros seguían detrás haciendo todo el ruido que podían, eran ahora como plañideras en trance. Las manos de la mujer del médico y del viejo de la venda negra se aferraron a los tobillos de uno de los caídos, a su vez el médico y la otra mujer habían agarrado un brazo y una pierna del segundo, se trataba ahora de tirar de ellos, de salir rápidamente de la línea de fuego. No era fácil, para eso necesitarían levantarse un poco, ponerse a gatas, era la única forma de seguir utilizando con eficacia las pocas fuerzas que aún les quedaban. La bala partió, pero esta vez no alcanzó a nadie. El miedo fulminante no les hizo huir, al contrario, les dio la porción de energía que les faltaba. Un instante después estaban ya a salvo, se habían acercado lo más posible a la pared del lado de la puerta de la sala, sólo un tiro muy sesgado tendría posibilidad de alcanzarlos, pero era dudoso que el ciego contable fuese perito en balística, incluso de la más elemental. Intentaron levantar los cuerpos pero desistieron. Lo único que podían hacer era arrastrarlos, con ellos venía, ya medio seca, como traída por una rasera, la sangre derramada, y otra, fresca aún, que seguía manando de las heridas. Quiénes son, preguntaron los que estaban esperando, Cómo lo vamos a saber, si no vemos, dijo el viejo de la venda negra, No podemos seguir aquí, dijo alguien, Si deciden hacer una salida, vamos a tener mucho más que dos heridos, dijo otro, O muertos, dijo el médico, a éstos no les noto el pulso. Cargaron con los cuerpos a lo largo del corredor como un ejército en retirada, en el zaguán hicieron alto, se diría que habían resuelto acampar allí, pero la verdad de los hechos es otra, lo que ocurrió es que se quedaron sin fuerzas, aquí me quedo, no puedo más. Es hora de reconocer que parecerá sorprendente que los ciegos malvados, antes tan prepotentes y agresivos, tan fácilmente y con tanto gusto brutales, ahora no hagan más que defenderse, levantando barricadas y disparando desde dentro a mansalva como si tuvieran miedo a la lucha en campo abierto, cara a cara, los ojos en los ojos. Como todas las cosas de la vida, también ésta tiene su explicación, y es que después de la trágica muerte del primer jefe se había relajado en la sala el espíritu de disciplina y el sentido de la obediencia, el gran error del ciego contable fue creer que bastaba apoderarse de la pistola para detentar el poder en el bolsillo, cuando el resultado fue precisamente el contrario, cada vez que hace fuego le sale el tiro por la culata, dicho con otras palabras, cada bala disparada es una fracción de autoridad que pierde, a ver qué acontece cuando la munición se le acabe. Así como el hábito no hace al monje, tampoco el cetro hace al rey, es ésta una verdad que conviene no olvidar. Y si es cierto que el cetro real lo empuña ahora él ciego contable, hay que decir que el rey, pese a estar muerto, pese a estar enterrado en la propia sala, y mal, apenas a tres palmos del suelo, sigue siendo recordado, al menos se nota por el hedor su fortísima presencia. Entretanto ha nacido la luna. Por la puerta del zaguán que da a la cerca exterior entra una difusa claridad que va creciendo poco a poco, los cuerpos que están en el suelo, muertos dos de ellos, los otros aún vivos, van lentamente ganando volumen, dibujo, rasgos, facciones, todo el peso de un horror sin nombre, entonces la mujer del médico comprendió que no tenía ningún sentido, si es que lo había tenido alguna vez, seguir fingiendo que está ciega, está visto que aquí nadie puede salvarse, la ceguera también es esto, vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza. Podía, pues, decir quiénes eran los muertos, éste es el dependiente de farmacia, éste es aquel que dijo que los ciegos dispararían al buen tuntún, ambos tuvieron razón en cierto modo, y si me preguntan cómo lo sé, la respuesta es sencilla, Veo. Algunos de los congregados ya lo sabían y se habían callado, otros andaban desde hacía tiempo con sospechas y ahora las veían confirmadas, inesperada fue la indiferencia de los restantes, y, con todo, pensándolo mejor, tal vez no debamos sorprendernos, en otra ocasión el descubrimiento habría sido causa de inmenso alborozo, de una desenfrenada conmoción, qué suerte la tuya, cómo conseguiste escapar del universal desastre, cómo se llaman las gotas que te pones en los ojos, dame la dirección de tu médico, ayúdame a salir de esta prisión, pero ahora da lo mismo, en la muerte la ceguera es igual para todos. Lo que no pueden hacer es seguir allí, sin defensa de ningún tipo, hasta los hierros de las camas se quedaron atrás, los puños de nada servirían. Orientados por la mujer del médico, arrastraron los cadáveres hacia el rellano exterior y allí los dejaron, a la luna, bajo el albor lechoso del astro, blancos por fuera, negros al fin por dentro. Volvamos a las salas, dijo el viejo de la venda negra, ya veremos más tarde lo que se puede hacer. Lo dijo, y fueron palabras locas a las que nadie hizo caso. No se dividieron en grupos de origen, se fueron encontrando y reconociendo por el camino, unos al lado izquierdo, otros al derecho, vinieron juntas hasta aquí la mujer del médico y aquella que había dicho A donde tú vayas, iré yo, no era ésta la idea que llevaba ahora en la cabeza, muy al contrario, pero no quiso hablar de ella, no siempre se cumplen los juramentos, unas veces por flaqueza, otras por causa de una fuerza superior con la que uno no había contado.

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