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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

En el jardín de las bestias (29 page)

BOOK: En el jardín de las bestias
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* * *

Muchos invitados consideraban que el baile fue una bonita diversión. «Nos lo pasamos muy bien», afirmaba Louis Lochner en una carta a su hija, que estudiaba en Estados Unidos, «y la fiesta fue muy divertida».
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El embajador Dodd, claro está, tenía una opinión distinta: «La cena fue muy aburrida, aunque la compañía presente quizá, en otras circunstancias, podría haber sido muy informativa».
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Hubo un resultado inesperado. Entre Dodd y Papen, en lugar del alejamiento amargo, surgió una cálida y duradera asociación. «A partir de aquel día», observó Sigrid Schultz, «Papen cultivó la amistad del embajador Dodd con la mayor asiduidad».
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La conducta de Papen hacia Schultz también mejoró. Al parecer, había decidido que «era mejor usar conmigo sus modales del domingo». Eso era típico de un cierto tipo de alemán, aseguraba ella. «Cuando se enfrentan a alguien que no se acobarda ante su arrogancia, se bajan de su pedestal y se portan bien», decía. «Respetan el carácter, si lo encuentran, y si más personas hubiesen mostrado firmeza con el manitas de Hitler, Papen, y sus acólitos, en los pequeños contactos de cada día, así como en los grandes asuntos de Estado, el auge de los nazis se podría haber frenado.»

* * *

Corrió el rumor de la verdadera causa de la muerte de Poulette. Después del funeral, a Fromm la acompañó a casa una buena amiga con la cual tenía una relación como de madre e hija, «Mammi» von Carnap, esposa de un antiguo chambelán del káiser y amplia y excelente fuente de información para la columna de Fromm. Aunque leales a la antigua Alemania, los Carnap tenían simpatía por Hitler y su campaña para restablecer la fuerza de la nación.

Mammi parecía tener algo en mente. Al cabo de unos momentos dijo:

—Bellachen, estamos conmocionados al saber que las nuevas normas han tenido este efecto.
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Fromm se sobresaltó.

—Pero Mammi —dijo—, ¿no te das cuenta? Esto no es más que el principio. Esto se volverá contra todos los que habéis ayudado a crearlo.

Mammi ignoró esa observación.

—Frau von Neurath te aconseja que te apresures a hacerte bautizar —dijo—. En el Ministerio de Exteriores les preocupa mucho evitar un segundo caso Poulette.

A Fromm le pareció asombroso que alguien pudiera mostrarse tan ignorante de las nuevas realidades de Alemania como para pensar que con un simple bautismo podía restaurar su estatus ario.

«¡Pobre idiota!», escribió Fromm en su diario.

Capítulo 27

O TANNENBAUM

Era casi Navidad. El sol invernal, cuando brillaba, subía sólo en parte por el cielo del sur y arrojaba unas sombras vespertinas a mediodía. De las llanuras llegaban vientos gélidos. «Berlín es un esqueleto entumecido»,
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escribía Christopher Isherwood, describiendo los inviernos que había experimentado durante el tiempo pasado en el Berlín de los años treinta: «Es mi propio y dolorido esqueleto. Yo siento en los huesos la herida aguda del hielo en las estructuras del ferrocarril aéreo, en la rejería de los balcones, en los puentes, en los tendidos del tranvía, en las farolas y en los urinarios. El hierro late y se crispa, la piedra y los ladrillos duelen sordos, el yeso se resiente».

La penumbra se hallaba algo aligerada por el juego de luces en las calles húmedas: farolas en las aceras, escaparates de las tiendas, faros, los interiores cálidamente iluminados de incontables tranvías, y por el habitual abrazo de la Navidad a la ciudad. Aparecían velas en todas las ventanas, y grandes árboles iluminados con luces eléctricas adornaban plazas y parques y las esquinas más transitadas de cada calle, reflejando una pasión por aquellas fiestas que ni siquiera las Tropas de Asalto podían eliminar, y que de hecho usaban para su provecho financiero. Las SA monopolizaban la venta de árboles de Navidad,
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vendiéndolos en terrenos ferroviarios, en apariencia para el beneficio de la Winterhilfe (literalmente, Ayuda para el Invierno), la organización caritativa para los pobres y los desempleados, pero los cínicos berlineses creían que en realidad financiaba las fiestas y banquetes de las Tropas de Asalto, que se habían hecho legendarios por su opulencia, su disipación y el volumen de champán consumido. Las Tropas de Asalto iban de casa en casa con cajas rojas, recogiendo donativos. Los donantes recibían pequeñas insignias que podían colocarse en la ropa para demostrar que habían dado dinero, y se aseguraban de llevarlas, presionando así de manera indirecta a los valientes o insensatos que no habían contribuido.

Otro norteamericano se enemistó con el gobierno, debido a una falsa denuncia por parte de «personas que tenían quejas contra él»,
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según un informe del consulado. Fue uno de esos casos que unas décadas después se convertirían en motivo repetido de películas sobre la época nazi.

Sobre las cuatro y media de la mañana del martes 12 de diciembre de 1933, un ciudadano americano llamado Erwin Wollstein estaba de pie en un andén de la estación de Breslau esperando un tren a Oppeln, en la Silesia Superior, donde tenía pensado llevar a cabo unos negocios. Se iba temprano porque esperaba volver aquel mismo día. En Breslau compartía piso con su padre, que era ciudadano alemán.

Dos hombres con traje se aproximaron a él y le llamaron por su nombre. Se identificaron como oficiales de la Gestapo y le pidieron que los acompañase a una comisaría de policía situada en la estación.

«Me ordenaron que me quitara el gabán, el abrigo, los zapatos, polainas, cuello y corbata», escribió Wollstein en su declaración jurada. Los agentes entonces le registraron a él y sus pertenencias. Esto les costó media hora. Encontraron su pasaporte y le preguntaron por su ciudadanía. El confirmó que era ciudadano norteamericano, y les pidió que notificaran su arresto al consulado americano en Breslau.

Los agentes se lo llevaron en coche a la Comisaría Central de Policía de Breslau, donde lo metieron en una celda. Se le dio un «desayuno frugal». Permaneció en aquella celda las nueve horas siguientes. Mientras tanto, su padre fue arrestado y registraron su piso. La Gestapo confiscó correspondencia personal y comercial suya y otros documentos, incluyendo dos pasaportes americanos caducados y cancelados.

A las cinco y quince minutos de la tarde, dos agentes de la Gestapo se llevaron a Wollstein escaleras arriba y le leyeron los cargos que se le imputaban, citando denuncias de tres personas a quienes conocía Wollstein: su casera, una segunda mujer, y un criado que limpiaba su apartamento. La casera, la señorita Bleicher, aseguraba que dos meses antes él había dicho: «Todos los alemanes son unos perros». Su criado, Richard Kuhne, decía que Wollstein había afirmado que si tenía lugar otra guerra mundial, él se uniría a la lucha contra Alemania. La tercera, una tal señora Strausz, afirmaba que Wollstein había prestado a su marido «un libro comunista». El libro resultó ser
Petróleo
, de Upton Sinclair.

Wollstein pasó la noche en prisión. A la mañana siguiente se le permitió encararse con sus acusadores. Los acusó de mentir. Al no sentirse ya protegidos por el velo del anonimato, los testigos vacilaron. «Los propios testigos parecían confusos y sin saber cuál era su posición», recordaba Wollstein en su declaración.

Mientras tanto, el cónsul de Estados Unidos en Breslau informaba del arresto al consulado en Berlín. El vicecónsul Raymond Geist a su vez se quejaba al jefe de la Gestapo Rudolf Diels y requería un informe completo sobre el arresto de Wollstein. Esa misma noche, Diels telefoneaba y le decía a Geist que siguiendo sus órdenes, Wollstein sería liberado.

De vuelta en Breslau, dos hombres de la Gestapo ordenaron a Wollstein que firmara una declaración asegurando que nunca «sería enemigo del Estado alemán». Ese documento incluía una magnánima oferta: si alguna vez sentía que su seguridad estaba en peligro, podía presentarse para ser arrestado bajo custodia preventiva.

Fue liberado.

* * *

Martha se asignó a sí misma la tarea de adornar el árbol familiar,
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un enorme abeto situado en la sala de baile del segundo piso de la casa. Solicitó la ayuda de Boris, Bill, el mayordomo Fritz, el chófer de la familia y diversos amigos que acudieron a ayudarla. Decidió que el árbol sería totalmente blanco y plateado, y compró bolas blancas, espumillón plateado, una enorme estrella plateada y velas blancas, absteniéndose de las luces eléctricas a cambio del método tradicional, infinitamente más letal. «En aquellos tiempos», diría más tarde, «era una herejía pensar en luces eléctricas para un árbol». Ella y sus ayudantes tenían siempre cerca cubos con agua.

Su padre, escribió ella, «se aburría con todas esas tonterías», y evitó el proyecto, igual que su madre, que estaba muy ocupada con mil preparativos navideños. Bill ayudó hasta cierto punto, pero tenía tendencia a apartarse en busca de otras empresas más interesantes. El proyecto costó dos días y dos veladas de trabajo.

A Martha le resultaba divertido que Boris se mostrara tan ansioso de ayudar, dado que aseguraba no creer en la existencia de Dios. Ella sonreía al verle trabajar, subido a una escalera y ayudándole a adornar un símbolo del día más sagrado de la fe cristiana.

—Mi querido ateo —recordaba después que le decía—, ¿por qué me ayudas a decorar un árbol de Navidad para celebrar el nacimiento de Cristo?

El se echó a reír.

—Esto no es para los cristianos ni para Cristo,
liebes Kind
—decía él—, sólo para paganos como tú y como yo. Y además es muy bonito. ¿Qué prefieres? —se sentaba en el punto más alto de la escalera—. ¿Quieres que ponga orquídeas en la punta? ¿O prefieres una bonita estrella roja?

Ella insistía en que debía ser blanca.

El protestaba.

—Pero el rojo es un color mucho más bonito que el blanco, querida.

A pesar del árbol, de Boris y de la animación de las fiestas, Martha sentía que faltaba un elemento fundamental en su vida en Berlín. Echaba de menos a sus amigos, Sandburg y Wilder, y sus colegas del
Tribune
, y su cómoda casa en Hyde Park. Por aquel entonces sus amigos y vecinos se estarían reuniendo en agradables fiestas, sesiones de villancicos y de ponche.

El jueves 14 de diciembre escribió una larga carta a Wilder. Sentía profundamente que se estuviera marchitando la relación con él. Conocerle le había dado una sensación de credibilidad, como si por refracción ella también pudiera poseer caché literario. Pero ella le envió una historia corta que había escrito y él no dijo nada. «¿Has perdido incluso tu interés literario por mí, o debo decir tu interés por mi yo literario (lo que queda de él, suponiendo que lo tuviera antes)? ¿Y tu viaje a Alemania? ¿Lo dejas ya definitivamente? ¡Caramba, se me ha escapado, durante un momento he vuelto a usar la jerga de Berlín!»
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Ella había escrito muy pocas cosas más, le dijo, aunque sí que había encontrado una cierta satisfacción hablando de libros y escribiendo de ellos, gracias a su reciente amistad con Arvid y Mildred Harnack. Juntos, le dijo a Wilder, «hemos concluido que somos las únicas personas de Berlín a las que nos interesan de verdad los escritores». Mildred y ella habían empezado su columna de libros. «Ella es alta y guapa, con una buena mata de pelo color miel… miel oscura, según la luz… Es muy pobre, buena y auténtica, y no goza de demasiados favores, aunque la familia es antigua y respetada. Un oasis para mí, loca de sed.»

Luego aludía a la sensación que tenía su padre de que se estaba montando una conspiración contra él desde el interior del Departamento de Estado. «Laberintos de odio e intriga en nuestra embajada, que hasta el momento no han conseguido atraparnos», decía ella.

Odios de un tipo mucho más personal la habían afectado también. En Estados Unidos, su matrimonio secreto con Bassett y su intención igualmente secreta de divorciarse de él habían pasado a ser del dominio público. «Qué feo todo lo que han dicho de mí mis enemigos en Chicago», le decía a Wilder. Una mujer en particular, a quien Martha identifica como Fanny, empezó a difundir rumores especialmente desagradables, Martha creía que por celos, por haber publicado un relato breve. «Ella insiste en que tú y yo tuvimos una aventura, y me ha llegado por dos personas distintas. Le escribí el otro día indicándole lo peligroso que es difamar sin fundamento alguno, e indicándole los líos en los que se podía meter.» Y añadía: «Lo siento por ella, pero eso no cambia el hecho de que es una bruja maldiciente».

Ella quería captar para Wilder la sensación de la ciudad en invierno, desde su ventana, ese nuevo mundo en el que se encontraba. «La nieve es blanda y profunda aquí, una neblina color cobre se extiende sobre Berlín de día, y el brillo de la luna desfalleciente de noche. La grava chirría bajo mi ventana, por la noche: el esbelto Diels, de cara siniestra y hermosos labios, de la Policía Secreta Prusiana, debe de estar vigilando, y la grava cruje bajo sus blandas suelas para advertirme. Viste sus profundas cicatrices con el mismo orgullo que yo llevaría una corona de edelweiss.»

Expresaba un dolor profundo y constante. «El olor de la paz está fuera, el aire es frío, los cielos son quebradizos, y las hojas han caído al fin. Llevo un abrigo de poni con una piel que es como seda mojada, y un manguito de cordero. Mis dedos se sumergen en profundidades cálidas. Tengo una chaqueta con lentejuelas plateadas, y pesados brazaletes de hermosos corales. Llevo en torno al cuello una triple sarta de lapislázuli y perlas. En mi rostro todo es suavidad y contento, como un velo de dorada luz de luna. Y nunca en mi vida me he sentido más sola.»

* * *

Aunque la referencia de Martha a «laberintos de odio» era un poco exagerada, Dodd en realidad había empezado a sentir que se estaba orquestando una campaña contra él dentro del Departamento de Estado, y que sus participantes eran los hombres de mayor riqueza y tradición. Sospechaba también que les ayudaban una o más personas de su propio personal, que les proporcionaban información
sotto voce
sobre él y el funcionamiento de la embajada. Dodd se iba volviendo cada vez más suspicaz y cauto, de tal modo que empezó a escribir sus cartas más delicadas en escritura normal, porque no confiaba que los estenógrafos de la embajada guardasen secreto sobre su contenido.

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