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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

En el jardín de las bestias (33 page)

BOOK: En el jardín de las bestias
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A medida que la noche llegaba a su fin, él hizo té y se lo sirvió en el vasito tradicional, de cristal transparente con un borde de metal.

—Ahora, querida mía —dijo él—, en las últimas horas has probado un poquito lo que es una velada «rusa».

«No sabía cómo decirle», escribió ella más tarde, «que aquélla había sido una de las veladas más extrañas que había pasado en toda mi vida». Una cierta premonición atemperaba su gozo. Se preguntaba si Boris, al implicarse tanto con ella, montando un rincón de Martha en la embajada y atreviéndose a llevarla a su alojamiento privado, no habría transgredido de alguna manera una prohibición no escrita. Tenía la sensación de que algún «ojo malévolo» había tomado nota. «Era», recordaba, «como si un viento oscuro hubiese entrado en la habitación».

Más tarde, por la noche, Boris la llevó en coche a casa.

Capítulo 31

TERRORES NOCTURNOS

 

 

La vida de los Dodd experimentó un cambio sutil. Antes se sentían libres para decir lo que quisieran dentro de su propia casa, pero ahora experimentaban una restricción nueva y poco familiar. En eso sus vidas reflejaban los miasmas que estaban invadiendo la ciudad fuera de los muros de su jardín. Había empezado a circular una historia: un hombre llama a otro y en el curso de su conversación pregunta: «¿Cómo está el tío Adolf?».
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Poco después aparece la policía secreta ante su puerta e insiste en que demuestre que realmente tiene un tío que se llama Adolf, y que la pregunta no era en realidad una referencia codificada a Hitler. Los alemanes cada vez se mostraban más reacios a alojarse en albergues de esquí comunitarios, temiendo hablar en sueños. Posponían sus operaciones quirúrgicas debido a los efectos de la anestesia, que podía soltarles la lengua. Los sueños reflejaban la ansiedad del ambiente. Un alemán soñaba que un hombre de las SA llegaba a su casa y abría la puerta de su horno, que repetía entonces todas las observaciones negativas que habían hecho en su casa contra el gobierno.
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Después de experimentar la vida en la Alemania nazi, Thomas Wolfe escribió: «Ahí estaba una nación entera… infestada con el contagio de un miedo omnipresente. Era una parálisis que iba en aumento y que retorcía y malograba todas las relaciones humanas».
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Los judíos, por supuesto, la experimentaban con mucha más intensidad. Un informe de los que huyeron de Alemania, llevado a cabo desde 1993 a 2001 por los historiadores sociales Eric A. Johnson y Karl-Heinz Reuband concluyó que un 33 por ciento habían sentido «temor constante al arresto».
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Entre los que vivían en ciudades pequeñas, más de la mitad recordaban haber sentido semejante miedo. La mayoría de los ciudadanos no judíos, sin embargo, aseguraban haber experimentado poco miedo (en Berlín, por ejemplo, sólo el 3 por ciento decían que sentían temor constante a ser arrestados), pero tampoco se sentían totalmente a gusto. La mayoría de los alemanes experimentaba más bien una especie de reflejo de la normalidad. Reconocían que su capacidad de llevar vidas normales «dependía de su aceptación del régimen nazi, y de mantener la cabeza baja y no actuar de forma notoria». Si se alineaban y permitían ser «coordinados», estarían a salvo… aunque el estudio también encontraba una sorprendente tendencia entre los berlineses no judíos a salirse de la fila de vez en cuando. Un 32 por ciento más o menos recordaba haber hecho bromas antinazis,
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y un 49 por ciento aseguraba que había oído emisoras de radio ilegales de Gran Bretaña y de otros lugares. Sin embargo, sólo se atrevían a cometer tales infracciones en privado o entre amigos de mucha confianza, porque comprendían que las consecuencias podían ser letales.

Para los Dodd, al principio, todo era tan nuevo y tan poco probable que casi resultaba divertido. Martha se rió la primera vez que su amiga Mildred Fish Harnack insistió en que fueran al baño para mantener una conversación privada. Mildred creía que en los baños, al estar poco amueblados, era más difícil colocar un dispositivo de escucha que en un salón atestado. Y aun así, Mildred hablaba en «un susurro casi inaudible», según Martha.
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Fue Rudolf Diels el primero que transmitió a Martha la realidad nada divertida de la emergente cultura de la vigilancia alemana. Un día la invitó a su despacho y con evidente orgullo le mostró un montón de dispositivos utilizados para grabar conversaciones telefónicas.
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Ella llegó a creer que realmente habían instalado aparatos de escucha en la cancillería de la embajada de Estados Unidos y en su casa. Según se dice, los agentes nazis escondían sus micrófonos en los teléfonos para recoger conversaciones de las habitaciones circundantes. Una noche, a última hora, Diels lo confirmó. Martha y él habían salido a bailar. Después, al llegar a su casa, Diels la acompañó al piso de arriba a la biblioteca para tomar algo. El estaba inquieto y quería hablar. Martha cogió una almohada grande y atravesaron la habitación hacia el escritorio de su padre. Diels, perplejo, le preguntó qué estaba haciendo. Ella le dijo que quería poner la almohada encima del teléfono. Diels asintió lentamente, recuerda ella, «y una sonrisa siniestra aleteó en sus labios».
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Ella se lo contó a su padre al día siguiente. La noticia le sorprendió mucho. Aunque sabía que se interceptaba el correo y se intervenían la líneas telefónicas y telegráficas, y que existía la probabilidad de que espiasen la cancillería, nunca habría imaginado un gobierno tan osado como para colocar micrófonos en la residencia privada de un diplomático. Pero se lo tomó muy en serio. Por aquel entonces ya había visto las suficientes conductas inesperadas por parte de Hitler y sus subordinados como para comprender que cualquier cosa era posible. Llenó una caja de cartón de algodón,
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recordaba Martha, y lo usaba para cubrir su propio teléfono cuando una conversación en la biblioteca se deslizaba hacia un territorio confidencial.

A medida que pasaba el tiempo, los Dodd se iban enfrentando a una ansiedad indefinida que se infiltraba en sus días y poco a poco iba alterando su forma de vivir. El cambio fue produciéndose de una manera lenta, como una niebla pálida que se fuese introduciendo en cada recoveco. Es un hecho que todos los que vivían en Berlín experimentaron, al parecer. Empezabas a pensar muy detenidamente con qué personas quedabas para comer, y qué restaurante o café elegías, porque circulaban rumores sobre los establecimientos que eran el blanco preferido de los agentes de la Gestapo. El bar del Adlon, por ejemplo. Te quedabas en la esquina de las calles un ratito más de lo necesario para ver si las caras que habías visto en la esquina anterior también daban la vuelta en ésta. En las circunstancias más casuales hablabas con mucho cuidado y prestabas atención a todos los que estaban a tu alrededor, de una forma que nunca antes se había hecho. Los berlineses empezaron a practicar lo que se llegó a conocer como «la mirada alemana» (
der deutsche Blick
),
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una mirada rápida en todas direcciones, cuando te encontrabas a un amigo o un conocido por la calle.

La vida hogareña de los Dodd parecía cada vez menos espontánea. Llegaron a desconfiar especialmente de su mayordomo, Fritz, que tenía la habilidad de desplazarse sin hacer ningún ruido. Martha sospechaba que les escuchaba cuando ella traía a amigos o amantes a casa. Cuando aparecía en medio de una conversación familiar, la charla decaía y se volvía desganada, una reacción casi inconsciente.
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Después de las vacaciones y fines de semana fuera, el regreso de la familia siempre se veía ensombrecido por la probabilidad de que en su ausencia se hubiesen instalado nuevos dispositivos, o se hubiesen renovado los ya existentes. «No hay forma de describir, con la frialdad de las palabras sobre el papel, lo que el espionaje puede hacer al ser humano»,
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escribió Martha. Suprimía el discurso normal: «las charlas y la libertad de habla de la familia se veían tan circunscritas que perdimos hasta el más nimio parecido con una familia americana normal. Cuando queríamos hablar teníamos que mirar por todos los rincones y detrás de las puertas, vigilar el teléfono y hablar en susurros». La tensión que comportaba todo esto se hizo notar en la madre de Martha. «A medida que pasaba el tiempo y el terror aumentaba»,
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escribía Martha, «la cortesía y simpatía hacia los dirigentes nazis a los que se veía obligada a recibir y entretener, sentándose junto a ellos, se convirtió en una carga tan pesada que ella apenas podía soportarla».

Al final, Martha empezó a desarrollar unos códigos rudimentarios de comunicación con sus amigos,
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una práctica cada vez más corriente en toda Alemania. Su amiga Mildred usaba un código para las cartas que enviaba a casa, en las cuales escribía frases que querían decir justo lo contrario de lo que indicaban las palabras.
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Tales prácticas se habían vuelto habituales y necesarias pero eran muy difíciles de comprender para los extranjeros. Un profesor norteamericano que era amigo de los Dodd, Peter Olden, escribió a Dodd el 30 de enero de 1934 para decirle que había recibido un mensaje de su cuñado en Alemania en el cual el hombre describía el código que planeaba usar en toda su correspondencia futura. La palabra «lluvia» en cualquier contexto significaría que le habían metido en un campo de concentración. La palabra «nieve» significaría que le estaban torturando. «Me parece absolutamente increíble», le decía Olden a Dodd. «Si crees que realmente es una especie de broma de mal gusto, por favor, envíame una carta y dímelo.»
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La cuidadosa respuesta de Dodd fue un ejemplo de deliberada omisión, aunque su sentido estaba bien claro. Había llegado a creer que incluso la correspondencia diplomática era interceptada y leída por agentes alemanes. Un tema de creciente preocupación era el número de empleados alemanes que trabajaban para el consulado y la embajada. Un administrativo en particular había atraído la atención de los funcionarios consulares: Heinrich Rocholl, antiguo empleado que ayudaba a preparar informes para el agregado comercial norteamericano, cuyas oficinas estaban en el primer piso del consulado de Bellevuestrasse. En su tiempo libre, Rocholl había fundado una organización pro-nazi, la Asociación de Antiguos Estudiantes Alemanes de América, que tenía una publicación llamada
Rundbriefe
. Posteriormente se descubrió a Rocholl intentando «averiguar el contenido de informes confidenciales del agregado comercial»,
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según un memorándum que envió el cónsul general en funciones Geist a Washington. «También mantuvo conversaciones con otros miembros alemanes del personal que ayudaron a elaborar el informe, y les insinuó que su trabajo debía ser en todos los sentidos favorable al presente régimen.» En el
Rundbriefe
Geist encontró un artículo en el cual «se hacían alusiones desdeñosas al embajador, así como al señor Messersmith». Para Geist, ésa fue la gota que colmó el vaso. Afirmando que se trataba de un «abierto acto de deslealtad a sus jefes», Geist le despidió.

Dodd se dio cuenta de que la mejor manera de mantener una conversación privada con cualquiera era reunirse en el Tiergarten para dar un paseo, como hacía a menudo Dodd con su homólogo británico, sir Eric Phipps. «Iré a caminar a las 11:30 por la calle Hermann Göring, junto al Tiergarten»,
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le dijo Dodd a Phipps en una llamada telefónica a las diez de una mañana. «¿Querría usted reunirse allí conmigo para charlar un rato?» Y Phipps, en otra ocasión, envió a Dodd una nota manuscrita que decía: «¿Podríamos vernos mañana por la mañana a las 12 en el Siegesallee, entre Tiergartenstrasse y la Charlottenburger Chausse, por el lado derecho (mirando desde aquí)?».
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* * *

No sabemos si realmente había dispositivos de escucha en la embajada y en casa de los Dodd, pero es un hecho cierto que los Dodd llegaron a ver la vigilancia de los nazis como algo omnipresente. A pesar del precio cada vez más elevado que pagaban en su vida por esa percepción,
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creían que tenían una ventaja significativa con respecto a sus colegas alemanes: que no les podían hacer ningún daño físico. El estatus privilegiado de Martha no ofrecía protección alguna a sus amigos, sin embargo, y aquí Martha tenía una causa especial de preocupación, debido a la naturaleza de los hombres y mujeres con los que se relacionaba.

Debía ser especialmente cuidadosa en su relación con Boris (como representante de un gobierno vilipendiado por los nazis, era sin duda alguna objeto de vigilancia) y con Mildred y Arvid Harnack, cada vez más opuestos al régimen nazi, que estaban dando los primeros pasos en la constitución de una asociación informal de hombres y mujeres decididos a la resistencia al poder nazi. «Si yo había estado con personas lo suficientemente valerosas o imprudentes como para hablar en contra de Hitler»,
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escribió Martha en sus memorias, «me pasaba las noches sin dormir preguntándome si algún dictáfono o teléfono habría grabado aquellas conversaciones, o si habrían seguido y espiado a aquellos hombres».

En aquel invierno de 1933-34, su ansiedad se fue convirtiendo en una especie de terror que «bordeaba la histeria»,
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tal y como ella decía. Nunca había sentido más miedo. Se echaba en la cama, en su habitación, con sus padres durmiendo en el piso de arriba, objetivamente a salvo, y sin embargo cuando las sombras que arrojaban las débiles luces de las farolas se movían por el techo, ella no podía evitar que el terror manchase la noche.

Oía, o se imaginaba que oía, el roce de unas suelas bastas en la grava del caminito que había debajo, un sonido vacilante e intermitente, como si alguien vigilase su dormitorio. De día, las muchas ventanas de su habitación aportaban luz y color; de noche, conjuraban la vulnerabilidad. La luz de la luna arrojaba sombras movibles en el césped y los caminos y junto a las altas columnas de la puerta de entrada. Algunas noches se imaginaba que oía conversaciones susurradas, incluso disparos distantes, aunque de día desechaba todo eso como producto del viento que soplaba entre la grava y petardeos de motores.

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