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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

En el jardín de las bestias (32 page)

BOOK: En el jardín de las bestias
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Y así empezó el año, con la sensación externa de que se avecinaban tiempos mejores y, con respecto a los Dodd, una nueva serie de fiestas y banquetes. Llegaron invitaciones formales en tarjetas impresas metidas en sobres, seguidas como siempre por diagramas de los asientos. Los líderes nazis preferían una disposición extraña en la cual las mesas formaban una herradura grande y rectangular, con los invitados dispuestos en el lado interior y exterior de la configuración. Los que estaban sentados en el lado interior pasaban la noche sumidos en la incomodidad social, contemplados desde atrás por sus compañeros invitados. A Dodd y su familia les llegó una invitación de ese tipo de su vecino el capitán Röhm.

Martha más tarde guardó una copia del diagrama de asientos. Röhm, el
Hausherr
, o anfitrión, se sentaba en el extremo de la herradura, y tenía una visión completa de todos los que estaban sentados ante él.
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Dodd estaba sentado a la derecha de Röhm, en un puesto de honor. Justo enfrente de Röhm, al otro lado de la mesa, en el asiento más incómodo de la herradura, se encontraba Heinrich Himmler, que le odiaba.

Capítulo 29

CRITICAS

En Washington el subsecretario Phillips llamó a Jay Pierrepont Moffat a su despacho «para leerle una serie de cartas del embajador Dodd»,
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según observaba Moffat en su diario. Entre ellas se encontraban cartas recientes en las cuales Dodd repetía sus quejas por la riqueza de los funcionarios del Servicio de Exteriores y el número de judíos de su personal,
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y una que se atrevía a sugerir la política exterior que debía proseguir Estados Unidos. La nación, había escrito Dodd, debía eliminar su «actitud distante y de superioridad»,
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porque «otra lucha a vida o muerte en Europa nos afectaría a todos, especialmente si se da un conflicto similar en el Lejano Oriente (como creo que se sospecha en los cónclaves secretos)». Dodd comprendía que el Congreso se mostrase reacio a verse implicado en el extranjero, pero añadía: «Sin embargo, creo que los hechos cuentan, aunque los odiemos».

Aunque Phillips y Moffat se sentían desencantados con Dodd, reconocían que tenían un poder limitado sobre él, debido a su relación con Roosevelt, cosa que permitía a Dodd esquivar al Departamento de Estado y comunicarse directamente con el presidente cuando lo deseara. Entonces, en el despacho de Phillips, leyeron las cartas de Dodd y menearon la cabeza. «Como de costumbre», escribió Moffat en su diario, «se siente insatisfecho con todo».
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En una carta, Dodd había descrito a dos de sus funcionarios de la embajada como «competentes, pero sin cualificación alguna», cosa que obligó a Moffat a criticarle: «Cosa que vaya usted a saber lo que significa».

El miércoles 3 de enero Phillips, con tono distante y altanero, escribió a Dodd para responder a algunas de las quejas de éste, sobre todo centrándose en el traslado del sobrino de Phillips, Orme Wilson, a Berlín. La llegada de Wilson el noviembre anterior había provocado un brote de angustia competitiva en la embajada. Phillips ahora censuraba a Dodd por no haber manejado mejor la situación. «Espero que no le resulte difícil poner freno a comentarios de naturaleza poco deseable entre los miembros de su personal.»
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En cuanto a la repetida queja de Dodd sobre los hábitos de trabajo y cualificaciones de los hombres del Servicio de Exteriores, Phillips escribía: «Confieso que no comprendo su sensación de que “alguien en el departamento está alentando actitudes y conductas erróneas”».
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Citaba la observación anterior de Dodd de que había demasiados judíos entre el personal administrativo de la embajada, pero aseguraba que estaba «algo confuso» y no sabía cómo resolver ese tema. Dodd previamente le había dicho que no quería trasladar a nadie, pero ahora parece que sí quería. «¿Desea hacer algún traslado?», preguntaba Phillips. Y añadía: «Si… el tema racial necesita alguna corrección con vistas a la especial situación de Alemania, sería perfectamente posible que el Departamento lo hiciese, si usted lo recomienda de manera específica».

* * *

Ese mismo miércoles, en Berlín, Dodd preparó una carta para Roosevelt que consideraba tan delicada que no sólo la escribió con escritura normal, sino que se la envió primero a su amigo el coronel House, para que House se la entregase al presidente en persona. Dodd pedía que Phillips fuese trasladado de su puesto de subsecretario y se le diese un puesto distinto, quizá como embajador en algún sitio. Sugería París, y añadía que la partida de Phillips de Washington «limitaría un poco el favoritismo que allí prevalece».
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Y escribía: «No crea que tengo motivos privados ni ninguna queja personal sobre nada. Espero» (¿espero?) «que sea el servicio público únicamente lo que motive esta carta».

Capítulo 30

PREMONICION

Martha se consumía por Boris. Su amante francés, Armand Berard, que se encontraba confinado a un segundo plano, sufría. Diels también quedó en segundo plano, aunque seguía siendo compañero frecuente.

A principios de enero, Boris dispuso una cita con Martha
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que resultó ser uno de los encuentros románticos más inusuales que ella había tenido jamás, aunque no tuvo advertencia alguna de lo que iba a ocurrir, aparte del ruego de Boris de que llevase su vestido favorito, uno de seda dorada sin hombros, con un escote muy revelador y ceñido por la cintura. Ella se puso también un collar de ámbar y un prendido con unas gardenias que le había regalado Boris.

Fritz, el mayordomo, saludó a Boris en la puerta principal, pero antes de que pudiera anunciar la presencia del ruso, Boris subió a saltos la escalera hacia el piso principal. Fritz le siguió. Martha entonces salía justamente del vestíbulo hacia las escaleras, como explicó luego en un relato detallado de la velada. Al verla, Boris echó una rodilla a tierra.

—¡Oh, querida! —dijo en inglés. Y luego en alemán—: Estás maravillosa.

Ella se sintió encantada y ligeramente violenta. Fritz sonreía. Boris la llevó hasta su Ford, con la capota levantada, afortunadamente, para protegerse del frío, y fueron al restaurante Horcher, en Lutherstrasse, a unas pocas manzanas al sur del Tiergarten. Era uno de los mejores restaurantes de Berlín, especializado en caza, y se decía que era el lugar favorito de Göring. En 1929, en un cuento breve escrito por Gina Kaus, entonces popular, se decía que era el lugar adonde había que ir si tu objetivo era la seducción.
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Si te sentabas en sus banquetas de piel, unas mesas más allá podía estar Göring, resplandeciente con su uniforme del momento. En otra época quizá pasaran por allí famosos escritores, artistas y músicos, e importantes financieros y científicos judíos, pero por aquel entonces la mayoría habían huido a otros lugares o bien se habían encontrado súbitamente aislados en circunstancias que no les permitían pasar costosas noches en la ciudad. El restaurante sin embargo seguía funcionando, como si no se quisieran dar por enterados de los cambios en el mundo exterior.

Boris había reservado una sala privada donde él y Martha cenaron espléndidamente salmón ahumado, caviar, sopa de tortuga y pollo al estilo que luego se llamaría «Kievsky». Para postre les trajeron crema bávara. Bebieron champán y vodka. A Martha le encantaba la comida, la bebida, el marco incomparable, pero estaba perpleja. «¿Por qué todo esto, Boris?», le preguntó. «¿Qué estamos celebrando?»

Como respuesta él sólo le ofreció una sonrisa. Después de cenar se fueron en coche hacia el norte y dieron la vuelta por Tiergartenstrasse como si se dirigieran a casa de los Dodd, pero en lugar de detenerse allí, Boris siguió adelante. Pasaron a lo largo del límite boscoso y espeso del parque, hasta que llegaron a la puerta de Brandenburgo y a Unter den Linden, con toda su anchura de sesenta metros atestada de automóviles cuyos faros la transformaban en un canal de platino. A una manzana al este de la puerta, Boris se detuvo ante la embajada soviética, en Unter den Linden 7. Hizo entrar a Martha en el edificio y pasar por diversos pasillos, y luego subieron un tramo de escaleras, hasta encontrarse ante una puerta sin letrero alguno.

El sonrió y abrió la puerta, y luego se hizo a un lado para dejarla pasar. Encendió una lámpara de sobremesa y dos velas rojas. La habitación al principio le recordó a ella el dormitorio de una residencia de estudiantes, aunque Boris había hecho lo posible para que pareciese algo mejor. Vio una silla de respaldo recto, dos silloncitos y una cama. Encima de la almohada él había extendido una tela bordada que identificó como procedente del Cáucaso. Un samovar para hacer té ocupaba una mesita que había junto a la ventana.

En un rincón de aquella habitación, en una librería, Martha encontró una colección de fotos de Vladimir Lenin en torno a un retrato solitario y más grande en el que aparecía de una manera que Martha nunca había visto antes, como amigo captado en una instantánea, no el Lenin de rostro serio de la propaganda soviética. Allí también se encontraba una cierta cantidad de panfletos en ruso, uno con un título resplandeciente, que Boris tradujo como «Equipos de Inspección de Trabajadores y Campesinos». Boris identificó todo aquello como «el rincón de Lenin», su equivalente soviético a las imágenes religiosas que los ortodoxos rusos solían colocar en un rincón de cada habitación.

—Mi gente, como habrás leído en las novelas rusas que tanto te gustan, solía tener, y tiene todavía, iconos en un rincón —le dijo a ella—. Pero yo soy un ruso moderno, un comunista…

En otro rincón ella encontró un segundo santuario, pero la pieza central de aquél, según vio, era ella misma. Boris lo llamaba su «rincón de Martha». Una foto suya se encontraba en una mesita pequeña, resplandeciendo a la luz roja de una de las velas de Boris. El también había colocado allí varias de sus cartas y más fotografías. Como era un entusiasta aficionado a la fotografía, había tomado muchas fotos durante sus viajes en torno a Berlín. También había reliquias: un pañuelo de lino que ella le había dado, aquel ramito de menta salvaje de su picnic en septiembre de 1933, ahora ya seco, pero que aún desprendía un débil aroma. Y allí estaba también la estatuilla de madera tallada de una monja que ella le había enviado como respuesta a sus tres monos «no veas nada malo»… pero Boris había decorado la monja añadiéndole un diminuto halo hecho con fino alambre de oro.

Más recientemente había añadido también piñas y brotes de plantas de hoja perenne al santuario de Martha, que llenaban la habitación de aroma a bosque. Había incluido todo aquello, le dijo, para simbolizar que su amor por ella estaba «siempre verde».

—Dios mío, Boris —se rió ella—, ¡eres un romántico! ¿Será adecuado que un duro comunista como tú haga todo esto?

Después de Lenin, le dijo a ella, «eres lo que más amo». Le besó el hombro desnudo y de repente se puso muy serio.

—Pero por si no lo has comprendido todavía —dijo—, mi partido y mi país deben ir siempre primero.

Ese súbito cambio, la mirada que puso… de nuevo Martha se echó a reír. Le dijo a Boris que lo comprendía.

—Mi padre piensa en Thomas Jefferson casi de la misma manera que tú en Lenin —le dijo.

Se estaban poniendo cómodos cuando de repente, silenciosamente, se abrió la puerta y entró una niña rubia que Martha supuso que tendría unos nueve años. Se dio cuenta al momento de que tenía que ser la hija de Boris. Tenía los ojos igual que los de su padre, «unos ojos extraordinarios, luminosos», escribió Martha, aunque de otras muchas maneras era muy distinta a él. Su rostro era vulgar, y carecía del irreprimible alborozo de su padre. Parecía triste. Boris se levantó y fue hacia ella.

—¿Por qué está tan oscuro? —dijo su hija—. No me gusta.

Hablaba en ruso, y Boris iba traduciendo. Martha sospechó que la niña sabía alemán, dado que se había escolarizado en Berlín, pero hablaba ruso simplemente porque estaba enfadada.

Boris fue a dar la luz del techo, una bombilla desnuda. Su árido brillo eliminó al instante la atmósfera romántica que él había conseguido crear con sus velas y sus santuarios. Le dijo a su hija que estrechase la mano a Martha, y la niña lo hizo, aunque con obvia desgana. A Martha la hostilidad de la niña le pareció desagradable, pero comprensible.

La niña le preguntó en ruso:

—¿Por qué vas tan bien vestida?

Boris le explicó que aquélla era la Martha de la que tanto le había hablado. Iba vestida tan bien, le dijo, porque era su primera visita a la embajada soviética, y por tanto se trataba de una ocasión especial.

La niña examinó a Martha. Apareció un atisbo de sonrisa.

—Es muy guapa —dijo—. Pero está demasiado delgada.

Boris explicó que de todos modos Martha estaba muy sana.

Miró su reloj. Eran casi las diez en punto. Sentó a su hija en su regazo, la apretó contra sí, y suavemente le pasó la mano por el pelo. El y Martha hablaron de asuntos triviales mientras la niña miraba a Martha. Al cabo de unos momentos, Boris dejó de acariciarle el pelo y le dio un abrazo, la señal de que era hora de que se fuese a la cama. Ella hizo una reverencia y en alemán, a regañadientes, dijo:


Auf Wiedersehen, Fräulein Marta
.

Boris cogió a la niña de la mano y se dirigieron hacia su habitación.

En su ausencia, Martha examinó más detenidamente la habitación de él, y siguió haciéndolo cuando él volvió. De vez en cuando miraba hacia él.

—Lenin era muy humano —dijo él, sonriendo—. El habría entendido lo de tu rincón.

Se echaron en la cama y se abrazaron. El le contó su vida: que su padre había abandonado a la familia, y que a los dieciséis años ya se había unido a la Guardia Roja.

—Quiero que mi hija tenga una vida más fácil —dijo. Quería lo mismo para su país—. No hemos tenido más que tiranía, guerra, revolución, terror, guerra civil, hambruna… Si no nos atacan de nuevo, quizá tengamos una oportunidad de construir algo nuevo y único en la historia humana. ¿Lo entiendes?

A veces, mientras él le contaba esas historias, las lágrimas corrían por sus mejillas. Ella ya estaba acostumbrada. El le contó sus sueños para el futuro.

«Entonces me apretó muy fuerte contra su cuerpo», escribió ella. «Desde debajo de la clavícula hasta el ombligo le cubría su vello color miel, tan suave como el plumón… Realmente me parecía muy guapo, y me daba una sensación profunda de calidez, comodidad y proximidad.»

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