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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

En el jardín de las bestias (28 page)

BOOK: En el jardín de las bestias
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Se les indicaron sus asientos a los invitados en unas mesas de las que solían usar los organizadores de banquetes de Berlín, tan angustiosamente estrechas que ponían a los invitados al alcance del brazo de sus iguales del lado opuesto. Tal cercanía tenía la virtud de crear extrañas situaciones sociales y políticas, como por ejemplo, poner a la amante de un industrial justo enfrente de la esposa del hombre, de modo que los invitados de cada mesa se aseguraban de que sus lugares en la mesa eran revisados por diversos funcionarios de protocolo. Pero no se podían evitar algunas yuxtaposiciones. Los dirigentes alemanes más importantes tenían que estar sentados no sólo a la cabecera de la mesa, que aquel año ocupaban los corresponsales norteamericanos, sino también cerca de los capitanes de la mesa, Schultz y Louis Lochner, jefe de la oficina berlinesa de la Associated Press, y de la figura norteamericana más importante de la mesa, el embajador Dodd. De ese modo, el vicecanciller Papen acabaría sentado justo enfrente de Schultz, a pesar de que Papen y Schultz no se tragaban el uno al otro, como era notorio.

La señora Dodd también ocupaba un lugar importante, igual que el secretario de Estado Bülow y Putzi Hanfstaengl; Martha y Bill hijo y otros numerosos invitados llenaban aquella mesa. Los fotógrafos dieron la vuelta y tomaron una foto tras otra, y el resplandor de sus flashes iluminó las volutas del humo de cigarros.

Papen era un hombre guapo. Se parecía al personaje de Topper, tal y como lo interpretó en televisión años más tarde el actor Leo G. Carroll. Pero tenía una reputación desagradable de oportunista y de faltar a la verdad, y muchos lo juzgaban excesivamente arrogante. Bella Fromm lo llamaba «el enterrador de la República de Weimar»,
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aludiendo al papel de Papen a la hora de tramar el nombramiento de Hitler como canciller. Papen era un protegido del presidente Hindenburg, que afectuosamente le llamaba Fränzchen, o Pequeño Franz. Con Hindenburg de su parte, Papen y sus compañeros intrigantes habían imaginado que podían controlar a Hitler. «Tengo la confianza de Hindenburg»,
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exclamó una vez Papen. «Dentro de dos meses habremos empujado a Hitler a un rincón tan lejano que acabará chillando.» Fue posiblemente el error de cálculo más grave del siglo XX. Tal y como lo expresa el historiador John Wheeler-Bennett, «hasta que hubieron remachado los grilletes de sus propias muñecas, no se dieron cuenta en realidad de quién era el cautivo y quién el captor».
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Dodd también contemplaba a Papen con disgusto, pero por razones que procedían de una traición más concreta. Poco antes de que Estados Unidos hubiese entrado en la última guerra, Papen fue agregado militar asignado a la embajada alemana en Washington, donde había planeado e instigado diversos actos de sabotaje, incluyendo dinamitar líneas ferroviarias. Fue arrestado y expulsado del país.

En cuanto todos estuvieron sentados, se inició la conversación en varios puntos de la mesa. Dodd y la señora Papen hablaban del sistema universitario norteamericano, que la señora Papen alababa por su excelencia: durante la estancia de Papen en Washington, su hijo asistió a la Universidad de Georgetown. Putzi se mostraba tan escandaloso como de costumbre. Hasta sentado sobresalía por encima de todos los invitados que tenía alrededor. Un silencio tenso ocupaba la brecha de lino, cristal y porcelana que separaba a Schultz y Papen. Era obvio que existía un ambiente frío entre ellos. «Cuando llegó, él fue tan cortés y educado como requería su reputación», decía Schultz,
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«pero a lo largo de los cuatro primeros platos de la cena el caballero me ignoró con notable insistencia». Observaba: «Esto no era fácil, porque se trataba de una mesa muy estrecha, y yo estaba sentada justo enfrente de él, a un metro de distancia».

Ella hizo todo lo que pudo para entablar conversación con Papen, pero se vio rechazada. Se había prometido que «intentaría ser la anfitriona perfecta, y apartarse decididamente de los temas controvertidos», pero cuanto más la ignoraba Papen, menos inclinada se sentía ella a hacerlo. Su decisión, decía, «fue desapareciendo frente a los malos modales de Papen».

Después del cuarto plato, no pudiendo resistir ya más la tentación, miró a Papen y, desplegando lo que ella misma describía como «el tono más inocente» que pudo, dijo: «Señor canciller, hay algo en las memorias del presidente Von Hindenburg que estoy segura de que me podría explicar».

Papen le prestó atención. Sus cejas se dirigían hacia arriba por los extremos, como plumas, y otorgaban a su mirada la fría concentración de un ave rapaz.

Schultz mantuvo su expresión angelical y continuó: «Se queja de que en la última guerra, en 1917, el Alto Mando alemán nunca se enteró de las sugerencias de paz del presidente Wilson, y que si las hubiesen sabido, no se habría iniciado la peligrosa campaña de los submarinos. ¿Cómo es posible eso?».

A pesar de que hablaba en voz baja, de repente todos los que estaban en la mesa y podían oírla se quedaron callados y atentos. Dodd miraba a Papen; el secretario de Estado Bülow se inclinaba hacia la conversación con «un brillo maligno de diversión en los ojos», según lo describió Schultz.

Papen dijo bruscamente:

—Nunca hubo ninguna sugerencia de paz por parte del presidente Wilson.

Era una estupidez decir eso, Schultz lo sabía, dada la presencia del embajador Dodd, experto en Wilson y en el período en cuestión.

Con tranquilidad pero con firmeza, con el deje lingüístico de Carolina del Norte presente en el tono de su voz, «caballero sureño hasta la médula», según recordaba Schultz, Dodd miró a Papen y dijo:

—Ah, sí, sí que la hubo —y dio el dato preciso.

Schultz estaba encantada. «Papen enseñó los largos dientes de caballo», explicaba. «Ni siquiera intentó emular el tono tranquilo del embajador Dodd.»

Por el contrario, Papen «gruñó» su réplica:

—Nunca he comprendido por qué Estados Unidos y Alemania se enzarzaron en esa guerra. —Miró los rostros que le rodeaban, «triunfantemente orgulloso de la arrogancia de su tono».

Al momento, Dodd se ganó la «inquebrantable admiración y gratitud» de Schultz.

* * *

Mientras, en otra mesa, Bella Fromm experimentaba una ansiedad que no tenía relación con las conversaciones que la rodeaban. Había ido al baile porque siempre era divertido y muy útil para su columna sobre la comunidad diplomática de Berlín, pero aquel año fue después de superar una profunda inquietud. Aunque disfrutaba mucho, en determinados momentos su mente volvía a su mejor amiga, Wera von Huhn, también importante columnista, a quien casi todo el mundo conocía por su apodo, «Poulette», que en francés significa «gallina joven», derivado de su último nombre, Huhn, que en alemán significa «pollo».

Diez días antes, Fromm y Poulette habían salido a dar un paseo en coche por el Grunewald, un bosque protegido de 4.400 hectáreas al oeste de Berlín. Como el Tiergarten, se había convertido en refugio de diplomáticos y de aquellos que buscaban un respiro a la vigilancia nazi. El acto de conducir por un bosque proporcionaba a Fromm uno de los pocos momentos en los que se sentía realmente a salvo. «Cuanto más fuerte suena el motor», escribió en su diario, «más a gusto me encuentro».
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Sin embargo, su último viaje no tenía nada de despreocupado. Su conversación se centró en la ley que se había aprobado el mes anterior y que impedía a los judíos editar y escribir para los periódicos alemanes y requería a los miembros de la prensa nacional que presentasen documentación civil y de la iglesia para probar que eran «arios». Determinados judíos podían conservar su empleo, en concreto los que habían luchado en la guerra anterior, o habían perdido a un hijo en combate, o escribían para periódicos judíos, pero sólo unos pocos entraban en estas exenciones. Cualquier periodista sin autorización que escribiese o editase algo se enfrentaba a un año de cárcel. La fecha límite era el 1 de enero de 1934.

Poulette estaba profundamente preocupada. Fromm no lo entendía. Ella conocía el requisito, claro está. Al ser judía, se había resignado al hecho de que se quedaría sin trabajo con el año nuevo. Pero ¿Poulette?

—¿Por qué te preocupas? —le preguntó Fromm.
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—Tengo un motivo, querida Bella. Pedí mi documentación, lo revolví todo hasta conseguirla. Finalmente, he averiguado que mi abuela era judía.

Con esa noticia, su vida había quedado abrupta e irrevocablemente alterada. Al llegar enero se uniría a un estatus social totalmente nuevo consistente en miles de personas asombradas al saber que tenían parientes judíos en algún punto de su pasado. Automáticamente, por mucho que se identificasen a sí mismos como alemanes, eran clasificados como no arios, y se encontraban relegados a una nueva vida mucho más precaria, al margen del mundo sólo para arios que estaba construyendo el gobierno de Hitler.

—Nadie lo sabía —le dijo Poulette a Fromm—. Ahora he perdido mi modo de vida.

Ese descubrimiento ya era bastante malo, pero también coincidía con el aniversario de la muerte del marido de Poulette. Para sorpresa de Fromm, Poulette decidió no asistir al Pequeño Baile de la Prensa. Estaba demasiado triste.

Fromm no quería dejarla sola aquella noche, pero fue al baile de todos modos, decidiendo que al día siguiente visitaría a Poulette y se la llevaría a su casa, donde Poulette se lo pasaba muy bien jugando con los perros de Fromm.

Toda la noche, en los momentos en que su mente no estaba ocupada por las bromas de los que le rodeaban, Fromm se veía acosada por el recuerdo de la inusitada depresión de su amiga.

* * *

Para Dodd, la observación de Papen era una de las más idiotas que había oído desde su llegada a Berlín. Y había oído muchas. Parecía que Alemania se había dejado llevar por unas ideas descabelladas, a los niveles más elevados del gobierno. A principios de año, por ejemplo, Göring aseguró con absoluto aplomo que frente al Independence Hall de Filadelfia, al inicio de la pasada guerra mundial, habían sido asesinados trescientos germanoamericanos.
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Messersmith observaba en un despacho que hasta los alemanes más inteligentes y viajados «te podían contar tranquilamente las mentiras más extraordinarias».
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Y ahora el vicecanciller de la nación aseguraba que no entendía por qué Estados Unidos había entrado en la guerra mundial contra Alemania.

Dodd miró a Papen.

—Le diré por qué —dijo, con una voz tan tranquila y pausada como antes—. Fue por la pura y consumada estupidez de los diplomáticos alemanes.
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Papen se quedó estupefacto. Su mujer, según Sigrid Schultz, parecía extrañamente complacida. Un nuevo silencio se hizo en la mesa. No era expectante, como antes, sino vacío… hasta que de repente alguien quiso llenar el abismo con brotes de conversación que distrajera la atención.

En otro mundo, en otro contexto, aquél habría sido un incidente nimio, una respuesta cáustica olvidada con facilidad. Entre la opresión y el
Gleichschaltung
de la Alemania nazi, sin embargo, era algo mucho más importante y simbólico. Después del baile, como era costumbre, un grupo selecto de invitados se retiró al piso de Schultz, donde su madre había preparado montones de bocadillos y donde se relató la historia de la esgrima verbal de Dodd con grandes y sin duda etílicos floreos. El propio Dodd no estaba presente, ya que era proclive a abandonar los banquetes tan pronto como le permitía el protocolo, se iba a casa y terminaba la velada con un vaso de leche, un cuenco de melocotones hervidos y el consuelo de un buen libro.

* * *

A pesar de sus momentos de ansiedad, Bella Fromm encontró maravilloso el baile. Era un placer ver cómo se comportaban los nazis después de unas pocas bebidas y oírles despedazarse unos a otros con lacerantes comentarios entre susurros. En un momento dado, el duque de la daga, Koburg, pasó junto a Fromm cuando ella conversaba con Kurt Daluege, un oficial de policía a quien ella describía como «brutal y despiadado».
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El duque quería parecer arrogante, pero el efecto, observó Fromm, se veía cómicamente frustrado por «su figura encogida, como de enano». Daluege le dijo a Fromm: «Ese Koburg anda como si fuese con zancos», y luego añadió, amenazadoramente: «Podría filtrarse que su abuela engañó al Gran Duque con ese banquero judío de la corte».

A las diez de la mañana siguiente, Fromm llamó a Poulette pero le contestó su anciana doncella, que dijo: «La baronesa ha dejado una nota en la cocina de que no se la moleste».

Poulette nunca dormía hasta tan tarde. «De repente, me di cuenta», escribiría luego Fromm.

Poulette no fue la primera judía o recién clasificada como no aria que intentó suicidarse al ascender Hitler. Los rumores de suicidios eran comunes,
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y en realidad, según un estudio de la Comunidad Judía de Berlín, en 1932-34 hubo 70,2 suicidios por cada 100.000 judíos de Berlín, una cifra muy superior a los 50,4 en 1924-26.

Fromm corrió al garaje y fue lo más rápido que pudo a casa de Poulette.

En la puerta, la criada le dijo que Poulette aún dormía. Fromm la apartó a un lado, entró y se dirigió al dormitorio de Poulette. La habitación estaba oscura. Fromm abrió las cortinas. Encontró a Poulette echada en la cama, respirando, pero con dificultad. Junto a la cama, en la mesilla de noche, se encontraban dos tubos vacíos de un barbitúrico, Veronal.

Fromm también encontró una nota dirigida a ella. «No puedo vivir más porque sé que me veré obligada a dejar mi trabajo. Tú has sido mi mejor amiga, Bella. Por favor, coge todos mis archivos y úsalos. Te doy las gracias por todo el amor que me has dado. Sé que eres valiente, más valiente que yo, y debes vivir porque tienes una hija en la que pensar, y yo estoy segura de que llevarás esa lucha mucho mejor que yo.»
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La casa resucitó de pronto. Llegaron los médicos, pero no pudieron hacer nada.

Al día siguiente, un funcionario de Asuntos Exteriores llamó a Fromm para transmitirle sus condolencias y un mensaje extraño.

—Frau Bella —le dijo—, me siento profundamente conmovido. Sé lo terrible que es su pérdida. Frau von Huhn murió de neumonía.

—¡Tonterías! —exclamó Fromm—. ¿Quién le ha dicho eso? Ella se…

—Frau Bella, por favor, compréndalo, nuestra amiga tenía neumonía. No son deseables más explicaciones. En su interés también.

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