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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

En el jardín de las bestias (24 page)

BOOK: En el jardín de las bestias
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El Tiergarten, enero de 1934

Capítulo 20

EL BESO DEL FÜHRER

Dodd subía por una amplia escalera hacia el despacho de Hitler, y en cada recodo se encontraba con hombres de las SS con los brazos levantados «al estilo cesariano», como decía Dodd. El inclinaba la cabeza como respuesta, y al final entró en la sala de espera de Hitler. Después de unos momentos, se abrió la alta y negra puerta que conducía al despacho de Hitler. Era una habitación inmensa, de unos quince por quince metros, según estimaba Dodd, con las paredes y el techo recargadamente decorados. Hitler, «bien arreglado y erguido»,
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llevaba un traje normal y corriente. Dodd observó que tenía mejor aspecto de lo que indicaban sus fotos en los periódicos.

Aun así, Hitler no era una figura que llamase la atención de una manera especial. Raras veces era así. Ya desde el principio de su ascenso era fácil para aquellos que le veían por primera vez despreciarle por considerarle una persona insignificante. Su origen era plebeyo, y no se había distinguido en nada, ni en la guerra, ni en el trabajo, ni en el arte, aunque en este último terreno creía que poseía un gran talento. Se decía que era indolente. Se levantaba tarde, trabajaba poco, y se rodeaba de las luces más insignificantes del partido, con los que se sentía más cómodo, un entorno de medianías a los que Putzi Hanfstaengl apodaba burlonamente «La Choferesca»,
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consistente en guardaespaldas, asistentes y un chófer. Le gustaban las películas (su favorita era
King Kong
)
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y adoraba la música de Richard Wagner. Se vestía muy mal. Aparte del bigote y los ojos, los rasgos de su rostro eran poco definidos e insignificantes, como si lo hubiesen empezado a hacer de arcilla y no lo hubiesen terminado. Recordando su primera impresión de Hitler, Hanfstaengl escribió: «Hitler parecía un peluquero de las afueras en su día libre».
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Sin embargo, aquel hombre tenía una capacidad notable para transformarse en algo mucho más atractivo, especialmente cuando hablaba en público o durante las reuniones privadas, cuando algún tema le ponía furioso. También tenía gracia a la hora de proyectar un aura de sinceridad que cegaba a los espectadores a sus verdaderos motivos y creencias, aunque Dodd todavía no había llegado a apreciar plenamente ese aspecto de su carácter.

Primero, Dodd sacó el tema de los muchos ataques a norteamericanos.
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Hitler se mostró cordial y pidió disculpas, y le aseguró a Dodd que los perpetradores de tales ataques serían «castigados hasta el límite». Le prometió también que haría mucha publicidad de sus anteriores decretos eximiendo a los extranjeros de la obligación de hacer el saludo hitleriano. Tras un rato de conversación insulsa sobre la deuda de Alemania a los acreedores americanos, Dodd pasó al tema que ocupaba sobre todo su mente, «la cuestión que todo lo dominaba, la bomba que había soltado el domingo anterior», la decisión de Hitler de retirarse de la Liga de Naciones.

Cuando Dodd le preguntó por qué había sacado a Alemania de la Liga, Hitler se puso visiblemente furioso. Atacó el Tratado de Versalles y la ofensiva de Francia para mantener la superioridad en armamento sobre Alemania. Despotricó contra la «indignidad» de mantener a Alemania como Estado desigual, incapaz de defenderse contra sus vecinos.

La súbita rabia de Hitler desconcertó a Dodd. Intentó no inmutarse, menos diplomático que profesor tratando con un alumno exaltado. Le dijo a Hitler: «Existe una injusticia evidente en la actitud francesa, pero la derrota en la guerra siempre va seguida por la injusticia». Y puso el ejemplo de lo que ocurrió tras la guerra de Secesión americana, y el «terrible» trato del Norte hacia el Sur.

Hitler se lo quedó mirando. Tras un breve período de silencio, la conversación siguió su curso, y durante unos momentos los dos hombres se embarcaron en lo que Dodd describía como «un intercambio de cumplidos». Pero luego Dodd preguntó si «un incidente en la frontera polaca, austríaca o francesa que introdujese a un enemigo en el Reich» sería bastante para que Hitler iniciase una guerra.

—No, no —insistió Hitler.

Dodd le pinchó más aún. Supongamos, dijo, que tal incidente se produjera en el valle del Ruhr, una región industrial con la que los alemanes se mostraban especialmente sensibles. Francia ocupó el Ruhr desde 1923 a 1925, causando un gran revuelo económico y político en Alemania. Si se daba semejante incursión, preguntó Dodd, ¿respondería Alemania militarmente por su cuenta, o convocaría una reunión internacional para resolver el asunto?

—Esa sería mi intención —respondió Hitler—, pero quizá no seamos capaces de contener al pueblo alemán.

Dodd dijo:

—Si pudiera esperar y convocar una conferencia, Alemania recuperaría toda su popularidad en el exterior.

Pronto la reunión llegó a su fin. Había durado cuarenta y cinco minutos. Aunque la sesión fue difícil y extraña, Dodd dejó la cancillería convencido de que Hitler era sincero en su deseo de paz. Le preocupaba, sin embargo, la posibilidad de haber violado de nuevo las leyes de la diplomacia. «Quizá fui demasiado sincero»,
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escribió más tarde a Roosevelt, «pero tenía que ser franco».

A las seis de la tarde, aquel mismo día, envió un telegrama de dos páginas al secretario Hull resumiendo la reunión, y acababa diciéndole a Hull: «La impresión conjunta de la entrevista ha sido más favorable desde el punto de vista del mantenimiento de la paz mundial de lo que yo había esperado».
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Dodd también transmitió esas impresiones al cónsul general Messersmith, que luego envió una carta al subsecretario Phillips, una carta de dieciocho páginas, de la longitud acostumbrada, en la cual parecía que intentaba mermar la credibilidad de Dodd. Cuestionaba la imagen de Hitler que ofrecía el embajador. «Las garantías que ofreció el canciller eran tan satisfactorias y tan inesperadas que creo que en conjunto son demasiado buenas para ser ciertas»,
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afirmaba Messersmith. «Debemos tener presente, creo yo, que cuando Hitler dice algo, de momento se convence a sí mismo de que es cierto. En general es sincero, pero al mismo tiempo, es un fanático.»

Messersmith insistía en la necesidad de ser escépticos con las afirmaciones de Hitler. «Creo que por el momento desea genuinamente la paz, pero es una paz a su manera, con unas fuerzas armadas en reserva cada vez más efectivas, para imponer su voluntad cuando se vuelva esencial.» Reiteró su creencia de que el gobierno de Hitler no podía ser contemplado como una entidad racional. «Hay demasiados casos patológicos implicados, y sería imposible decir día a día qué ocurrirá, igual que el guardián de un manicomio tampoco puede decir qué harán sus internos al cabo de una hora o de un día.»

Instaba a la precaución, aconsejando a Phillips que se mostrase escéptico ante la convicción de Dodd de que Hitler quería la paz. «Creo que de momento… debemos protegernos contra cualquier optimismo indebido, que podría verse alentado por las declaraciones aparentemente satisfactorias del canciller.»

* * *

La mañana de la cita que Putzi Hanfstaengl había preparado entre Martha y Hitler, ella se vistió con mucho cuidado, sabiendo que tenía «una cita que cambiaría la historia de Europa».
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Para ella todo era una estupenda diversión. Tenía curiosidad por conocer al hombre a quien en una ocasión había despreciado y considerado un payaso, pero que ahora estaba convencida de que era «una personalidad llena de seducción y brillantez, que debía de tener mucho poder y encanto». Decidió llevar su ropa «más recatada, intrigante y buena», nada demasiado llamativo ni revelador, porque el ideal nazi era una mujer que llevase poco maquillaje, que ayudase a su hombre y tuviese todos los hijos que fuese posible. Los hombres alemanes, decía, «quieren que sus mujeres sean vistas, pero no oídas, y sólo vistas como apéndices del espléndido varón a quien acompañan». Pensó incluso en llevar velo.

Hanfstaengl la recogió en su enorme coche y la llevó al Kaiserhof, a siete manzanas de distancia de Wilhelmplatz, justo en el extremo sudoriental del Tiergarten. El Kaiserhof, un hotel grandioso con un enorme vestíbulo y un pórtico con arcos a la entrada, había sido el hogar de Hitler hasta su ascenso a canciller. Ahora, Hitler tomaba el almuerzo o el té a menudo en el hotel, rodeado por su Choferesca.

Hanfstaengl había dispuesto que él y Martha comiesen junto con otro invitado, un tenor polaco, Jan Kiepura, de treinta y un años. Hanfstaengl, muy conocido e inconfundible, fue tratado con deferencia por el personal del restaurante. En cuanto se sentaron, Martha y los dos hombres charlaron un rato tomando el té y esperaron. A su debido tiempo, hubo una conmoción en la entrada al comedor, y pronto se oyó el inevitable rumor de sillas que se echaban atrás y gritos de «¡Heil, Hitler!».

Hitler y su grupo (incluyendo a su chófer, de verdad) tomaron asiento en una mesa cercana. Primero, Kiepura fue conducido junto a Hitler. Los dos hablaron de música. Hitler no parecía ser consciente de que bajo las leyes nazis, Kiepura estaba clasificado como judío, por su herencia materna. Unos momentos después, se acercó Hanfstaengl y se inclinó hacia el oído de Hitler, volvió con Martha y le dijo que Hitler la vería entonces.

Ella se dirigió a la mesa de Hitler y se quedó de pie un momento, mientras Hitler se levantaba para saludarla. El le cogió la mano y la besó, y dijo unas pocas palabras en voz baja, en alemán. Ella le miró de cerca entonces: «una cara débil y blanda, con bolsas debajo de los ojos, labios gruesos y poca estructura ósea facial». Desde su punto de vista privilegiado, escribió, el bigote «no parecía tan ridículo como en las fotos… de hecho, casi no se notaba». Lo que sí notó ella fueron sus ojos. Había oído en algún sitio que su mirada era penetrante e intensa, y entonces, inmediatamente, lo comprendió. «Los ojos de Hitler», dijo, «eran sorprendentes e inolvidables… parecían de un color azul claro, eran intensos, fijos, hipnóticos».

Sin embargo, sus modales eran suaves («excesivamente suaves», apuntó), más propios de un adolescente tímido que de un dictador de hierro. «Discreto, comunicativo, informal, tenía un cierto encanto tranquilo, casi una ternura del habla y de la mirada», afirmaba.

Hitler se volvió entonces de nuevo hacia el tenor y con lo que parecía un interés auténtico, reanudó su conversación sobre música.

Parecía «modesto, de clase media, más bien soso y tímido, aunque con una extraña ternura y una indefensión que atraían», escribió Martha. «Era difícil creer que ese hombre fuese uno de los más poderosos de Europa.»

Martha y Hitler se estrecharon las manos una vez más, y por segunda vez él le besó la mano a ella. Ella volvió a su mesa con Hanfstaengl.

Se quedaron un poco más, tomando el té y espiando la conversación que siguió entre Kiepura y Hitler. De vez en cuando Hitler miraba hacia donde estaba ella, con lo que ella juzgó que eran «miradas curiosas y vergonzosas».

Aquella noche, cenando, ella les contó a sus padres su encuentro diurno y lo encantador y pacífico que se había mostrado el Führer. A Dodd le hizo gracia y reconoció «que Hitler no era un hombre que careciese de atractivo personal».
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Bromeó con Martha y le dijo que se asegurase de recordar dónde habían tocado su mano exactamente los labios de Hitler, y le recomendó que si tenía que lavarse aquella mano, que lo hiciese con cuidado y sólo por la zona de alrededor del beso.

Ella escribió: «Yo estaba un poco enfadada y molesta».
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Martha y Hitler nunca repitieron aquel encuentro, ni ella esperaba en serio que fuese así, aunque como quedó claro unos años más tarde, Martha permaneció en la mente de Hitler al menos en una ocasión más. Por parte de ella, lo único que quería era conocer a aquel hombre y satisfacer su propia curiosidad. Había otros hombres en su círculo a los que encontraba infinitamente más atractivos.

Uno de ellos había vuelto a su vida, con una invitación para una cita muy inusual. A finales de octubre, Rudolf Diels había vuelto a Berlín y recuperado su antiguo puesto como jefe de la Gestapo, paradójicamente, con más poder del que tenía antes de su exilio a Checoslovaquia. Himmler no sólo se disculpó por la incursión en casa de Diels, sino que prometió convertir a Diels en
Standartenführer
o coronel de las SS.

Diels le envió unas lisonjeras gracias: «Al promocionarme a
Obersturmbannführer des SS
, me ha producido una alegría tal que no se puede expresar con estas pocas palabras de agradecimiento».
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A salvo al menos por el momento, Diels invitó a Martha a asistir a una nueva sesión del juicio del incendio del Reichstag, que siguió su curso en el Tribunal Supremo de Leipzig durante casi un mes, pero estaba a punto de reanudarse en Berlín, la escena del crimen. Se suponía que el juicio iba a ser breve y concluir con condenas y sentencias de muerte para los cinco acusados, pero no se estaba procediendo como Hitler había esperado.

Ahora debía aparecer un «testigo» especial.

Capítulo 21

EL PROBLEMA CON GEORGE

Dentro de Alemania se había puesto en marcha una rueda que conducía al país inexorablemente hacia un lugar oscuro, ajeno a los recuerdos de la antigua Alemania que Dodd conoció siendo estudiante. A medida que el otoño avanzaba y el color llenaba el Tiergarten, él se daba cuenta cada vez más de la razón que tenía en Chicago, en primavera, cuando observó que su temperamento se avenía muy mal con la «alta diplomacia» y tener que decir mentiras y suplicar de rodillas. Quería tener un efecto: despertar a Alemania de los peligros del camino que estaba recorriendo y conducir al gobierno de Hitler a un rumbo mucho más humano y racional. Pero se estaba dando cuenta rápidamente de que poseía muy poco poder para hacerlo. Especialmente extraña resultaba para él la fijación nazi con la pureza racial. Había empezado a circular un borrador de un nuevo código penal que proponía convertirla en base fundamental de la ley alemana. El vicecónsul norteamericano en Leipzig, Henry Leverich, encontraba que aquel borrador era un documento extraordinario, e hizo un análisis: «Por primera vez, por tanto, en la historia legal alemana, el borrador del código contiene sugerencias concretas para la protección de la raza germana de lo que se considera la desintegración causada por la mezcla de sangre judía y de color».
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Si el código se convertía en ley, y él no tenía duda alguna de que sería así, entonces, «se considerará un delito que un hombre o mujer gentiles se casen con un judío, o con un hombre o mujer de color». Observaba también que el código afirmaba que era primordial la protección de la familia, y por tanto prohibía el aborto, con la excepción de que un tribunal autorizase el procedimiento cuando la descendencia que se esperaba era una mezcla de sangre alemana y judía o de color. El vicecónsul Leverich exponía: «A juzgar por el comentario del periódico, esta parte del borrador casi con toda seguridad acabará convertida en ley».

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