Mientras Martha le miraba, él volvió el rostro y la miró también. Ella le mantuvo la mirada unos momentos y luego la apartó, y se dedicó a otras conversaciones. (En un relato posterior, no publicado,
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ella recordaba hasta los detalles más nimios de ese momento y de otros que siguieron.) El se apartó también… pero cuando llegó la mañana y la noche hubo destilado sus elementos esenciales, aquel encuentro de miradas fue lo que ambos recordaron.
Varias semanas después se encontraron de nuevo. Knick y su mujer invitaron a Martha y a otros amigos a beber y a bailar en Ciro’s, un club nocturno muy popular en el que tocaban músicos de jazz negros, un doble desafío dada la obsesión nazi por la pureza racial y su condena del jazz, en jerga del partido «jazz negro-judío», como música degenerada.
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Knick presentó a Martha aquel hombre alto que ella había visto en la fiesta de Schultz. Su nombre, se enteró entonces, era Boris Winogradov (pronunciado «Vinogradov»). Unos momentos más tarde, Boris apareció ante la mesa de ella, sonriente y cohibido. «
Gnädiges Fräulein
», empezó, ofreciendo el acostumbrado saludo alemán, que significaba «querida señorita». Y la invitó a bailar.
Ella se sintió de inmediato cautivada por la belleza de su voz, que describía como algo intermedio entre barítono y tenor. «Meliflua», escribió. La conmovió, «me llegó al corazón, y por un momento, me dejó sin palabras y sin aliento». El le tendió una mano para guiarla y que saliera de la mesa atestada.
Rápidamente, ella se dio cuenta de que la gracia natural de él tenía sus límites. La fue llevando por la pista de baile «pisándome los pies, chocando con la gente, con el brazo izquierdo muy tieso, volviendo la cabeza de lado a lado para intentar evitar otras colisiones».
El le dijo:
—No sé bailar.
Era tan obvio que Martha se echó a reír.
Boris se rió también. A ella le gustó su sonrisa, y su «aura de gentileza» general.
Pocos momento después, él le dijo:
—Estoy en la embajada soviética.
Haben Sie Angst
?
Ella se volvió a reír.
—Claro que no, ¿por qué iba a tener miedo? ¿De qué?
—Correcto —dijo él—, usted es una persona privada, y con usted, yo también.
La apretó un poco más. Era esbelto y de hombros anchos, y tenía unos ojos que ella encontraba preciosos, de un azul verdoso veteado de oro. Sus dientes eran algo irregulares, y eso de alguna manera favorecía su sonrisa. Era de risa rápida.
—La he visto antes varias veces —dijo. La última ocasión, le recordó, fue en casa de Schultz—.
Erinnern Sie sich
? ¿Se acuerda?
Contradictoria por naturaleza, Martha no quería parecer demasiado fácil. Mantuvo la voz neutra, pero reconoció el hecho.
—Sí —dijo—, me acuerdo.
Bailaron un poco más. Cuando él la devolvió a la mesa de los Knickerbocker, se inclinó hacia ella y le preguntó:
—
Ich möchte Sie sehr wiederzusehen. Darf ich Sie anrufen
?
El sentido estaba claro para Martha, a pesar de lo limitado de su alemán: Boris le estaba preguntando si podía verla otra vez.
Le dijo a Boris:
—Sí, puede llamarme.
Martha bailó con otros. En un momento dado miró hacia atrás, hacia su mesa, y vio a los Knickerbocker con Boris sentado entre ellos. Boris la miraba.
«Por increíble que suene», escribía ella, «tuve la sensación cuando se fue de que el aire a mi alrededor era más luminoso y vibrante».
* * *
Varios días más tarde Boris la llamó. Fue en coche a casa de los Dodd, se presentó a Fritz, el mayordomo, luego subió las escaleras hacia el piso principal con un ramo de flores otoñales y un disco para el tocadiscos. No le besó la mano, algo bueno, porque aquel ritual alemán en particular siempre le incomodaba. Tras un breve preámbulo, él le tendió el disco.
—No conoce la música rusa, ¿verdad,
gnädiges Fräulein
? ¿Ha oído alguna vez «La muerte de Boris», de Mussorgsky? —Y añadió—: Espero que no sea mi muerte lo que voy a ponerle para que lo oiga.
Se echó a reír. Ella no rió. Ya entonces aquello le pareció un «presagio» de que algo oscuro se avecinaba.
Oyeron la música, la escena de la muerte de la ópera
Boris Godunov
, de Modest Mussorgsky, cantada por el famoso bajo ruso Fyodor Chaliapin, y luego Martha llevó a Boris a ver la casa, acabando en la biblioteca. En un extremo se encontraba el escritorio de su padre, inmenso y oscuro, con los cajones siempre cerrados. El sol de finales de otoño entraba por la alta ventana con vidrieras, formando pliegues de luz de todos los colores. Ella le llevó hasta su sofá preferido.
Boris estaba encantado.
—¡Este es nuestro rincón,
gnädiges Fräulein
! —exclamó—. Mejor que cualquier otro.
Martha se sentó en el sofá; Boris acercó una silla. Ella llamó a Fritz y le pidió que les trajese cerveza y un piscolabis informal a base de pretzels, rodajas de zanahoria y de pepino y palitos de queso calientes, lo que solía pedir cuando recibía a visitantes no oficiales.
Fritz les sirvió la comida, con pasos silenciosos, casi como si intentara escuchar. Boris supuso, correctamente, que Fritz también tenía raíces eslavas. Los dos hombres intercambiaron algunas palabras.
Tomando ejemplo de los modales relajados de Boris, Fritz bromeó:
—¿Realmente quemaron el Reichstag ustedes los comunistas?
Boris le dirigió una sonrisa torcida y le guiñó un ojo.
—Claro que sí —dijo—. Usted y yo. ¿No recuerda la noche que estábamos en casa de Göring y nos enseñaron el pasaje secreto hasta el Reichstag?
Era una alusión a una teoría muy difundida que decía que un grupo de incendiarios nazis había pasado secretamente desde el palacio de Göring hasta el Reichstag a través de un túnel subterráneo entre los dos edificios. De hecho ese túnel existió de verdad.
Los tres se echaron a reír. Esa jocosa complicidad en el fuego del Reichstag seguiría siendo una broma entre Boris y Fritz, repetida a menudo de diversas formas, para gran deleite del padre de Martha, aunque Fritz, según creía Martha, era «casi con toda seguridad un agente de la policía secreta».
Fritz volvió con vodka. Boris se puso un vaso grande y se lo bebió rápidamente. Martha se arrellanó en el sofá. Esta vez, Boris se sentó junto a ella. Se bebió un segundo vodka, pero no mostraba señal alguna de que le hiciera efecto.
—Desde el primer momento en que te vi… —empezó. Dudó, y luego dijo—: ¿Puede ser?, me pregunto.
Ella comprendió lo que él intentaba decirle, y de hecho, ella también sintió una atracción potente e instantánea, pero no se sentía inclinada a reconocerlo en aquella fase temprana del juego. Le miró, inexpresiva.
El se puso serio. Se lanzó a un largo interrogatorio. ¿Qué hacía ella en Chicago? ¿Cómo eran sus padres? ¿Qué quería hacer en el futuro?
La conversación parecía más una entrevista para un periódico que una charla de la primera cita. A Martha le pareció irritante, pero respondió con paciencia. Quizá fuera así como se comportaban todos los hombres soviéticos.
«Nunca había conocido a un comunista “de verdad”, ni a un ruso, en realidad», escribió, «de modo que imaginé que ésa debía de ser su forma de conocer a alguien».
A medida que la conversación avanzaba, ambos consultaban diccionarios de bolsillo. Boris sabía algo de inglés, pero no demasiado, y conversaban sobre todo en alemán. Martha no sabía ruso, de modo que hablaba medio en alemán medio en inglés.
Aunque le costó mucho esfuerzo, le dijo a Boris que sus padres eran ambos descendientes de antiguas familias de terratenientes sureños, «las dos con sus buenos antepasados, y casi puramente británicos: escoceses-irlandeses, ingleses y galeses».
Boris se echó a reír.
—Eso no es puro, ¿no?
Con una inconsciente nota de orgullo en su voz, ella añadió que ambas familias habían poseído esclavos en tiempos.
—La de mi madre unos doce, y la de mi padre cinco o seis.
Boris se quedó callado. Su expresión cambió bruscamente y se puso pesaroso.
—Martha —dijo—, no creo que sea para estar orgulloso que tus antepasados poseyeran las vidas de otros seres humanos.
El le cogió las manos y la miró. Hasta aquel momento el hecho de que los antepasados de sus padres hubiesen poseído esclavos siempre le había parecido simplemente un elemento interesante de su historia personal, que atestiguaba sus profundas raíces en Estados Unidos. Ahora, de repente, ella lo veía tal y como era: un triste capítulo que se debía lamentar.
—No quería alardear —dijo ella—. Supongo que te ha parecido así —se disculpó, e inmediatamente se odió por hacerlo. Reconoció que era «una chica combativa».
—Pero en Estados Unidos tenemos una larga tradición —le dijo—. No somos unos recién llegados.
Boris encontró hilarante que se pusiera tan a la defensiva, y se rió con un deleite sin restricciones.
Al momento adoptó un aire y un tono que ella recordaba como «solemnes en extremo».
—¡Felicidades, mi noble, graciosa, pequeña Martha! Yo también soy de un linaje antiguo, más que el tuyo incluso. Yo desciendo directamente del hombre de Neanderthal. ¿Y puro? Sí,
puramente humano
.
Los dos cayeron el uno contra el otro, muertos de risa.
* * *
Se hicieron inseparables, aunque intentaban llevar su incipiente relación con la mayor discreción posible. Estados Unidos no había reconocido aún a la Unión Soviética (y no lo haría hasta el 16 de noviembre de 1933). Que la hija del embajador norteamericano tuviese una relación abierta con el primer secretario de la embajada soviética en funciones oficiales habría constituido una brecha del protocolo que habría expuesto tanto a su padre como a Boris a críticas desde dentro y fuera de sus respectivos gobiernos. Ella y Boris se iban temprano de las recepciones diplomáticas y luego se reunían para cenar en secreto en restaurantes buenos como Horcher, Pelzer, Habel y Kempinski. Para reducir un poco los costes, Boris también cultivaba a los chefs de los restaurantes pequeños y baratos y les enseñaba a preparar la comida que a él le gustaba. Después de cenar, él y Martha se iban a bailar a Ciro o al club que había en la terraza del hotel Eden, o a cabarets políticos como el Kabarett der Komiker.
Algunas noches, Martha y Boris se unían a los corresponsales reunidos en Die Taverne, donde Boris siempre era bienvenido. A los reporteros les gustaba. Edgar Mowrer, ahora exiliado, había encontrado que Boris era agradablemente distinto a los otros funcionarios de la embajada soviética. Boris, recordaba, expresaba su opinión sin adherirse con servilismo a la doctrina del partido, y «no parecía nada intimidado por la censura que parecía silenciar a otros miembros de la embajada».
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Como los demás pretendientes de Martha, Boris quería escapar de la intrusión nazi llevándola a dar largos paseos en coche por el campo. Conducía un Ford descapotable al que tenía mucho cariño. Agnes Knickerboker recordaba que «convertía en una pequeña ceremonia el hecho de ponerse los finos guantes de piel antes de coger el volante».
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Era un «comunista inquebrantable», decía, «pero le gustaban las cosas buenas de la vida».
Casi siempre llevaba la capota bajada, y sólo la subía en las noches más frías. A medida que su relación con Martha se fue haciendo más profunda, insistía en rodearla con un brazo mientras iba conduciendo. Al parecer tenía que estar en contacto con ella en todo momento. Le ponía la mano en la rodilla, o metía los dedos de ella en su guante. En ocasiones esos paseos eran por la noche, y a veces se quedaban hasta que amanecía, escribía Martha, «para dar la bienvenida al sol naciente en los bosques de un verde casi negro, tachonados por el oro del otoño».
Aunque el inglés de él era limitado, fue aprendiendo y adoraba la palabra «darling» (cariño), y la usaba cada vez que tenía ocasión. Siempre le decía palabras tiernas en ruso, que se negaba a traducirle, asegurándole que si lo hacía disminuiría su belleza. En alemán la llamaba «niña mía» y «mi dulce niña» o «mi pequeña». Ella pensaba que en parte lo hacía así debido a su altura, y en parte también debido a la percepción que tenía él de su carácter y madurez. «Una vez dijo que yo tenía una ingenuidad y un idealismo que él no podía comprender fácilmente», decía. Notaba que él la encontraba demasiado «frívola» incluso para intentar adoctrinarla en los principios del comunismo. Hubo un período, reconocía ella, en que «debí de parecer una americanita de lo más ingenua y obstinada, una verdadera irritación para las personas sensatas a las que conocí».
Ella encontraba que Boris también se tomaba el mundo a la ligera, al menos exteriormente. «A los treinta y uno», decía, «Boris tenía una alegría y una fe infantiles, un humor y un encanto alocado que no se suele encontrar en los hombres maduros». De vez en cuando, sin embargo, la realidad irrumpía en lo que Martha llamaba su «mundo personal de ensueño lleno de cenas y conciertos, teatros y alegres festividades». Ella notaba en él una cierta tensión. El se sentía muy descorazonado al ver lo dispuesto que estaba el mundo a aceptar las promesas de paz de Hitler, aunque era obvio que estaba preparando al país para la guerra. La Unión Soviética parecía un blanco probable. Otra fuente de preocupaciones era la desaprobación de su embajada de su relación con Martha. Sus superiores le reprendieron. El lo ignoró.
Martha, mientras tanto, experimentaba una presión de un tipo mucho menos oficial. A su padre le gustaba Boris, según ella creía, pero a menudo se mostraba reticente en presencia de Boris, «incluso hostil, a veces». Atribuía este hecho sobre todo a su temor de que ella y Boris acabaran casándose.
«Mis amigos y mi familia están preocupados por nosotros», le dijo a Boris. «¿Qué puede salir de esto? Sólo complicaciones, algo de felicidad ahora, y luego quizá un largo sufrimiento.»
* * *
En una de sus citas de septiembre, Boris y Martha se llevaron el almuerzo para hacer un picnic y se dirigieron hacia el campo. Encontraron un claro apartado donde extendieron su manta. El aire estaba perfumado con el aroma de la hierba recién cortada. Mientras Boris estaba echado en la manta, mirando al cielo, Martha cortó un poco de menta silvestre y con ella le hizo cosquillas en la cara.
El la guardó, como descubriría ella más tarde. Era un romántico, un coleccionista de tesoros. Ya en aquella época temprana de su relación él sentía remordimientos… y al parecer le vigilaban de cerca.