—¿Estás bien, Warren? —preguntó la señora Minchenko.
—Perfectamente —la tranquilizó su esposo.
—No pude traer casi nada. Casi ni sabía qué elegir.
—Piensa en todo el dinero que ahorraremos en costes de embarque.
Silver estaba fascinada por la manera en que la gravedad daba forma al vestido de la señora Minchenko. Era un tejido de abrigo y oscuro, con un cinturón plateado en la cintura, y caía con gracia hasta los talones. La falda se movía mientras la señora Minchenko caminaba, haciendo eco a su movimiento.
—Es una locura total. Somos demasiado viejos para ser refugiados. He tenido que dejar el clavicémbalo.
El doctor Minchenko le dio unas palmaditas en el hombro.
—No importa, en caída libre no sonaría. Los plectros funcionan gracias a la gravedad. —Su voz se resquebrajó por la urgencia—. ¡Pero ellos están tratando de matar a mis cuadrúmanos, Ivy!
—Sí, sí, entiendo… —La señora Minchenko sonrió a Silver, pero su sonrisa era tensa y hasta ausente—. Tú debes de ser Silver, ¿no es así?
—Sí, señora Minchenko —dijo Silver, casi sin aliento, con su voz más cortés. La mujer era, sin duda, la planetícola de más edad que Silver había visto, a excepción del doctor Minchenko y del mismo señor Cay.
—Ahora debemos ir a recoger a Tony —dijo el doctor—. Volveremos tan pronto como podamos. Silver te ayudará. Es muy buena. ¡Proteged la nave!
Los dos hombres salieron y en pocos minutos, el Land Rover desaparecía a toda velocidad en el paisaje inhóspito.
Silver y la señora Minchenko se quedaron solas, mirándose entre sí.
—Bueno —dijo la mujer.
—Lamento que haya tenido que dejar todas sus cosas —se disculpó Silver, con timidez.
—Bueno, no puedo decir que lamento irme de este lugar —exclamó, mientras con los ojos señalaba el compartimento de carga de la nave, aunque en realidad se estaba refiriendo a Rodeo.
Se dirigieron al compartimento del piloto y se sentaron. El monitor no hacía más que registrar el horizonte monótono. La señora Minchenko seguía aferrada a su cuchara gigante. Silver se dio media vuelta en su asiento e intentó imaginar cómo sería estar casada con alguien dos veces mayor que uno. ¿La señora Minchenko habría sido joven alguna vez? Seguramente, el doctor Minchenko siempre había sido viejo.
—¿Cómo es que se casó con el doctor Minchenko? —curioseó Silver.
—A veces me lo pregunto —murmuró fríamente la señora Minchenko, casi para sí.
—¿Usted era enfermera o técnica de laboratorio?
Levantó la mirada, con una leve sonrisa en los labios.
—No, mi querida, nunca fui una biocientífica. Gracias a Dios. —Su mano no cesaba de acariciar la caja negra—. Soy música. O algo parecido.
Silver se mostró interesada.
—¿Sintetizadores? ¿Sabe programar? Tenemos algunos sintetizadores en nuestra biblioteca, es decir, en la biblioteca de la compañía.
La señora Minchenko esbozó una tenue sonrisa.
—No hay nada sintético en lo que hago. Soy una historiadora e intérprete. Mantengo vivas las viejas tradiciones. Piensa que soy un museo viviente, que de alguna manera necesita el polvo y que tiene telarañas en el codo. —Desabrochó la caja y la abrió para que Silver la inspeccionara. Una madera rojiza barnizada reflejaba las luces coloreadas del compartimiento del piloto. La señora Minchenko levantó el instrumento y lo colocó debajo de su mantón—. Es un violín.
—He visto fotos de violines —dijo Silver—. ¿Es real?
La señora Minchenko sonrió y pasó el arco por las cuerdas en una rápida sucesión de notas. La música subía y bajaba como… como los pequeños cuadrúmanos en el gimnasio. Fue lo único que se le ocurrió a Silver. El volumen era impresionante.
—¿Dónde se ajustan esos cables que tiene arriba, a los altavoces? —preguntó Silver, que se irguió sobre sus manos inferiores y extendió el cuello.
—No hay altavoces. El sonido proviene de la madera.
—¡Pero ha invadido todo el compartimento!
La sonrisa de la señora Minchenko se volvió casi feroz.
—Este instrumento podría llenar todo un teatro.
—¿Usted… toca conciertos?
—Antes, cuando era joven… Tal vez cuando tenía tu edad. Iba a una escuela que enseñaba estas cosas. La única escuela de música de mi planeta. Un mundo colonial, no había mucho tiempo para las artes. Había una competición… El ganador viajaría a la Tierra y allí haría carrera con sus grabaciones. Y así fue. Pero la compañía grabadora que estaba debajo de todo ese asunto solamente estaba interesada en el mejor. Yo quedé segunda. Hay lugar para tan pocos… —su voz se desvaneció en un suspiro—. Lo único que conseguí fue un logro personal que me complacía, pero que nadie quería oír y menos cuando lo único que tenían que hacer era poner un disco y escuchar, no solamente lo mejor de mi mundo, sino lo mejor de la galaxia. Afortunadamente, conocí a Warren en esa época. Mi patrón y mi público al mismo tiempo. Probablemente fue que yo tampoco tenía en mente hacer una carrera de esto. En esa época nos trasladábamos mucho. Él estaba terminando su formación y comenzaba a trabajar con GalacTech. Enseñé aquí y allá, para anticuarios interesados… —Inclinó la cabeza y miró a Silver—. ¿Te han enseñado música, entre todas esas cosas que os han estado enseñando en ese satélite?
—Aprendimos algunas canciones cuando éramos pequeños —dijo Silver, con timidez—. Y después vinieron los pitos. Pero no duraron mucho tiempo.
—¿Los pitos?
—Sí, tubos pequeños de plástico en los que se soplaba. Eran de verdad. Una de nuestras nodrizas los trajo cuando yo tenía unos… ocho años. Pero después invadieron todo el lugar y la gente comenzaba a protestar por los pitidos. Así que tuvieron que llevárselos.
Entiendo. Warren nunca me mencionó los pitos.
—La señora Minchenko arqueó las cejas —. Ah, tipo de canciones?
—Oh… —Silver tomó aire y cantó—: Roy G. Biv, Roy G. Biv, es el cuadrúmano de color que nos da el espectro.
Rojo-naranja-amarillo, verde y azul, añil, violeta, todos para ti
… —se detuvo, ruborizada. Su voz sonaba tan débil, comparada con el sorprendente sonido del violín.
—Entiendo —dijo la señora Minchenko, en un tono de voz entrecortado. Los ojos le brillaban, así que a Silver ni se le ocurrió que pudiera estar ofendida—. Oh, Warren —suspiró—, todas las cosas que me vas a tener que explicar…
—¿Podría…? —comenzó a decir Silver, pero se detuvo. Seguramente no le permitirían tocar esa antigüedad. ¿Qué pasaría si olvidaba sostenerlo un minuto y la gravedad se lo sacaba de las manos?
—¿Intentarlo? —la señora Minchenko terminó su idea—. ¿Por qué no? Aparentemente tenemos que matar el tiempo.
—Tengo miedo…
—Tonterías. Antes solía protegerlo. Nadie lo tocó durante años, encerrado en lugares protegidos del clima… muerto. Últimamente comencé a preguntarme; para qué lo estaba cuidando tanto. Vamos, mira. Levanta el mentón, así. Pon el violín así —la señora Minchenko dobló los dedos de Silver en el cuello del violín—. ¡Qué dedos tan largos tienes, querida! Y…? Cuántos! Me pregunto si…
—¿Qué? —preguntó Silver, cuando la señora Minchenko se alejó.
—¿Cómo? Oh, estaba imaginándome a un cuadrúmano en caída libre con una guitarra de doce cuerdas. Si no estuvieras acurrucada en una silla como lo estás en este momento, podrías levantar esa mano inferior…
Tal vez era el efecto de la luz del sol de Rodeo que se escondía en el horizonte y enviaba sus rayos rojos a través de las ventanas de la cabina, pero la señora Minchenko parecía brillar.
—Ahora arquea los dedos, así…
Fuego.
El primer problema había sido encontrar suficiente titanio puro en el Hábitat para agregar al espejo vórtice rajado y así recuperar las pérdidas inevitables durante la refabricación. Leo se habría sentido tranquilo con un margen de masa adicional del cuarenta por ciento.
Tendría que haber habido recipientes de titanio para los líquidos corrosivos. Un solo tanque —digamos de cien litros— le habría servido. Durante la primera media hora desesperada de búsqueda, Leo estaba convencido de que su plan finalizaría en el Paso Numero Uno. Luego, de entre todos los sitios posibles, lo encontró en Nutrición. Un refrigerador lleno de latas de titanio, que llegaría a medio kilo por pieza. Leo y otros cuadrúmanos colocaron su variado contenido en cualquier recipiente disponible.
—La limpieza —dijo Leo, con un tono acusador, por encima del hombro a la muchacha cuadrúmana a cargo ahora de Nutrición—, se considera un ejercicio para el estudiante.
El segundo problema había sido encontrar un lugar donde trabajar. Pramod había sugerido uno de los módulos abandonados del Hábitat, un cilindro de cuatro metros de diámetro. Les llevó otras dos horas de trabajo hacer agujeros en el lateral para poder acceder y cubrir un extremo con toda la masa metálica conductiva que encontraron. Luego cubrieron la masa con más placas externas del módulo del Hábitat. Intentaron que el resultado tuviera una textura lo más parecida a un cristal, colocando la masa en una concavidad hueca con un arco cuidadosamente calculado que abarcaba el diámetro del módulo.
Ahora la masa de chatarra de titanio pendía, ingrávida, en el centro del módulo. Las piezas rotas del espejo vórtice y las latas de alimentos debidamente aplastadas estaban unidas por una bobina de cable de titanio puro que un cuadrúmano había extraído de Almacenes. El metal, de un gris intenso, brillaba bajo la luz de sus lámparas de trabajo, Leo echó una última mirada a la cámara. Cuatro cuadrúmanos en trajes de trabajo manejaban cada uno una unidad láser asegurada a la pared y frenaban la masa de titanio. Los instrumentos de medición de Leo flotaban junto a él, atados a su cinturón, listos para su uso. Había llegado el momento. Leo tocó el control de su casco y oscureció la placa de recubrimiento.
—Comenzad a disparar —dijo Leo por el intercomunicador de su traje.
Cuatro rayos de luz láser dispararon al unísono, en dirección a la chatarra. Durante los primeros minutos, pareció no suceder nada. Luego comenzó a brillar, un rojo oscuro, rojo brillante, amarillo, blanco… Entonces una de las ex latas de aumentos comenzó a ablandarse y a introducirse en la mezcla. Los cuadrúmanos continuaban suministrando energía. La masa comenzaba a desplazarse lentamente, según una de las lecturas de Leo, aunque el efecto todavía no era visible a simple vista.
—Unidad Cuatro, aumenta la energía aproximadamente en un diez por ciento —ordenó. Uno de los cuadrúmanos movió una palma inferior, en señal de acatamiento, y tocó su caja de control. El movimiento se detuvo. Bien, el plan estaba funcionando. Había tenido el horrible presentimiento de que la masa fundida de metal se estrellaría contra la pared. O aún peor, que se estrellaría fatalmente contra alguien. Pero los mismos rayos que la habían fundido parecían poder controlar su movimiento, por lo menos en ausencia de otras fuerzas más potentes.
Ahora la fundición era obvia. El metal se había convertido en un liquido blanco brillante que flotaba en el vacío, intentando adquirir la forma de una esfera perfecta.
Chico, ¡conseguiremos que quede sin imperfecciones!
, pensó Leo con satisfacción.
Verificó los controles. Ahora se estaban acercando a un momento crítico: ¿cuándo parar? Tenían que suministrar suficiente energía para lograr una fundición absolutamente uniforme, sin que quedaran grumos en el centro de la pasta. Pero no demasiada. Si bien no era visible al ojo humano, Leo sabía que en este momento había vapores que salían de la burbuja. Era parte de la pérdida que había estimado.
Pero lo más importante de todo era ver cuál sería el próximo paso. Tendría que recuperar cada kilocaloría que aplicaban a esa masa de titanio. En los planetas, la forma que intentaba lograr se habría obtenido en un molde de cobre, con mucha, mucha agua que redujera el calor hasta el punto deseado, en este caso rápidamente. Se llamaba enfriamiento por rociamiento de un único cristal. Bueno, al menos había imaginado cómo lograr la parte del enfriamiento…
—Dejad de disparar —ordenó Leo.
Y allí estaba suspendida la esfera de metal fundido, de color azul y blanco, con la violenta energía calorífica contenida en su interior, perfecta. Leo verificó una y otra vez la posición centrada y ordenó al láser número dos que le diera un lanzamiento de medio segundo, no para fundir, sino para obtener el punto exacto.
—Muy bien —dijo Leo por el intercomunicador—. Ahora saquemos todo lo que no quedará en este módulo y verifiquemos todo lo que quedará. Lo último que nos falta es que a alguien se le caiga la llave en la olla.
Hizo que los cuadrúmanos sacaran los equipos por los agujeros que se habían hecho en los lados del módulo. Dos de sus operadores de láser salieron, dos se quedaron con Leo. Revisó una vez más la posición y luego todos permanecieron junto a las paredes.
Conectó los canales del intercomunicador de su traje.
—¿Listo, Zara? —dijo.
—Listo, Leo —la piloto cuadrúmana respondió desde su remolcador, ahora adosado a la popa del módulo.
—Ahora recuerda, lentamente y con cuidado. Pero con firmeza. Piensa que tu nave remolcadora es un bisturí y que estás a punto de operar a uno de tus amigos o algo así.
—Bien, Leo. —Había un deje de sonrisa en su voz.
No te jactes demasiado, muchacha
, rogó Leo internamente.
—Adelante cuando estés lista.
—Adelante. Aguardad allí arriba.
En un primer momento no hubo ningún cambio perceptible. Luego las fajas que sostenían a Leo comenzaron a tirar de él suavemente. Era el módulo del Hábitat lo que se desplazaba, no la bola fundida de titanio, recordó. El metal no se movía. Era la pared del fondo la que avanzaba hacia la masa de metal.
Estaba funcionando. ¡Por Dios, estaba funcionando! La burbuja de metal tocó la pared del fondo, se esparció y se colocó en su molde hueco.
—Aumenta la aceleración un punto más —ordenó Leo por el intercomunicador.
El remolcador aumentó la aceleración y el círculo de titanio fundido se desparramó. Sus bordes alcanzaron el diámetro deseado, unos tres metros de ancho. El brillo intenso ya casi había desaparecido. Se estaba formando una superficie de titanio de un espesor controlado, listo —después del enfriamiento— para un moldeado explosivo en el último proceso.
—Mantenía así. ¡Eso es!
¿Enfriamiento por partes? Bueno, no exactamente, Leo era consciente de que probablemente no lograrían una congelación interna perfecta. Pero sería buena, lo suficientemente buena… siempre que fuera lo suficientemente buena como para que no lo tuvieran que derretir y volver a repetir el proceso. Eso era lo máximo que Leo se atrevía a pedir. Tendrían el tiempo justo para hacer una de estas succiones. No dos. ¿Y cuándo llegaría la amenazadora respuesta de Rodeo? Pronto, con seguridad.