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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Ciencia-ficción, novela

En caída libre (26 page)

BOOK: En caída libre
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Su júbilo había desaparecido. Había esperado tanto que sus problemas —o por lo menos la parte terrestre de sus problemas— hubieran terminado con la puesta en marcha del jet que separaba el módulo de conferencias C.

—Cuatro supervisores de área están, encerrados en la cámara refrigeradora de vegetales con máscaras de colágeno y se niegan a salir —informó Sinda, de Nutrición.

—Y los tres hombres de la tripulación de la lanzadera que acaba de entrar en el desembarcadero intentaron volver a su nave —dijo un cuadrúmano de camiseta amarilla de Desembarcaderos y Esclusas—. Los atrapamos entre dos puertas, pero han estado forzando el mecanismo y creemos que no los podremos retener mucho tiempo más.

—El señor Wyzak y dos de los supervisores de sistemas de salvamento están atados en Sistemas Centrales, a los ganchos de la pared —informó otro cuadrúmano de amarillo—. El señor Wyzak debe de testar loco a esta altura —agregó con nerviosismo.

—Tres de las encargadas de la guardería se negaron a abandonar a sus chicos —dijo una muchacha cuadrúmana mayor, vestida de rosa—. Todavía están en el gimnasio con el resto de los más pequeños. Están bastante disgustadas. Todavía nadie les ha dicho lo que está pasando, por lo menos no hasta que yo me fui.

—Y… hay otra persona más —agregó Bobbi, perteneciente al equipo de trabajo de soldadura de Leo—. No estamos seguros de qué hacer con él…

—Para empezar, inmovilizadlo —dijo Leo, con un tono cansado—. Tendremos que disponer de un compartimento sanitario para llevar a los rezagados.

—Tal vez no resulte tan fácil —dijo Bobbi.

—Vosotros sois más que él. Que vayan diez o veinte. Podéis tomar todas las precauciones que queráis. ¿Está armado?

—No exactamente —admitió Bobbi, que había encontrado en las uñas de sus dedos inferiores un nuevo objeto de fascinación.

—¡Graf! —resonó una voz autoritaria, cuando se abrió la puerta en el otro extremo del vestuario. El doctor Minchenko se abalanzó a través del módulo y se detuvo junto a Leo. Le dio un puñetazo al armario, como si quisiera acentuar su furia. Después de todo, no se podía patalear en caída libre. La máscara de oxígeno que traía le temblaba en la mano—. ¿Qué diablos está ocurriendo aquí? No hay ninguna emergencia por la pérdida de presión.

Inhaló profundamente, como si quisiera probarlo.

Kara, la muchacha cuadrúmana que llevaba la camiseta y los shorts blancos del Servicio Médico, venía tras él. Parecía mortificada.

—Lo siento, Leo —se disculpó—. No pude lograr que se fuera.

—¿Cómo iba a meterme en un armario mientras todos mis cuadrúmanos se asfixian? —preguntó Minchenko, indignado—. ¿Por quién me toma, señorita?

—La mayoría lo hizo —dijo la muchacha, en un tono dubitativo.

—Cobardes… Bribones…
Idiotas
—protestó Minchenko.

—Siguieron sus instrucciones de emergencia establecidas por ordenador —dijo Leo—. ¿Por qué no lo hizo usted?

Minchenko lo miró.

—Porque toda esa historia apestaba. Una pérdida de presión en todo el Hábitat sería casi imposible. Tendría que ocurrir una cadena de accidentes interrelacionados.

—Sin embargo, esas cadenas ocurren algunas veces —dijo Leo, que hablaba por su gran experiencia—. Prácticamente son mi especialidad.

—Así es —murmuró Minchenko, mientras cerraba los ojos—. Y ese maldito Van Atta lo contrató como su ingeniero favorito cuando lo trajo aquí. Francamente, pensé… —parecía sentirse un poco incómodo—, que usted podría ser su asesino profesional. Ahora, desde su punto de vista, el accidente parecía tan sospechoso y conveniente. Conociendo a Van Atta, prácticamente era lo primero que pensaría.

—Gracias —replicó Leo.

—Yo conocía a Van Atta. No lo conocía a usted. —Minchenko hizo una pausa. Luego prosiguió—: Todavía no lo conozco. ¿Qué piensa que está haciendo?

—¿No resulta obvio?

—No. No del todo. Es cierto, pueden resistir en el Hábitat durante unos meses, una vez separados de Rodeo… Tal vez años. Podrían hacer frente a los contraataques, si fueran lo suficientemente conservadores e inteligentes. Pero, ¿después qué? Aquí no hay ninguna opinión pública que venga a rescatarlos, ni tampoco un público a quien impresionar. Esto sólo es la mitad, Graf. No han tomado las precauciones necesarias en caso de que necesiten ayuda…

—No estamos pidiendo ayuda. Los cuadrúmanos van a rescatarse a sí mismos.

—¿Cómo? —preguntó Minchenko, en un tono de voz burlón. Tenía los ojos iluminados.

—Lanzaremos el Hábitat. Luego seguiremos adelante.

Hasta el propio Minchenko se quedó en silencio por un momento.

Leo terminó de luchar dentro de su uniforme rojo y encontró la herramienta que estaba buscando. Apuntó firmemente a Minchenko con el soldador láser. No parecía ser una tarea que pudiera delegar fácilmente a los cuadrúmanos.

—Y usted —dijo rígidamente— puede ir a la Estación de Transferencia en el compartimento sanitario con el resto de los terrestres. En marcha.

Minchenko apenas miró el soldador. Hizo un gesto de desprecio por el arma y por quien la esgrimía.

—No sea más estúpido de lo que puede, Graf. Sé que embaucaron a ese cretino de Curry, de manera que todavía hay por lo menos unas quince chicas cuadrúmanas embarazadas allí fuera. Sin tener en cuenta los resultados de los experimentos no autorizados, que, a juzgar por el número de preservativos que hay en esa caja dentro del cajón del escritorio de mi oficina, deben ser significativos.

Kara comenzó a sentir una desesperación culpable.

—¿Por qué cree que las obligué a que me trajeran la usted? —agregó Minchenko—. Entienda, Graf —miró a Leo con ojo severos—, si se deshace de mí, ¿qué planea hacer si una de ellas se presenta en el parto con placenta previa? ¿O con un prolapso de útero posparto? ¿O con cualquiera otra emergencia médica que requiera algo más que una cinta adhesiva?

—Bueno… pero… —Leo estaba desbancado. No sabía lo que era una placenta previa, pero no creía que fuera algo insignificante. Tampoco ninguna explicación del término haría algo para calmar la ansiedad que en él engendraba. ¿Era algo que podía ocurrir, dadas las alteraciones de la anatomía cuadrúmana?—. Hay que elegir. Quedarse aquí significa la muerte para todos los cuadrúmanos. El hecho de irse es una elección, no una garantía, de vida.

—Pero me necesita —argumentó Minchenko.

—Tiene que… ¿Qué? —A Leo se le trabó la lengua.

—Me necesita. No puede deshacerse de mí. —Los ojos de Minchenko se centraron por una fracción de segundo en el soldador.

—Bueno… —Leo se atragantó—, tampoco puedo secuestrarlo.

—¿Quién le está pidiendo que lo haga?

—Usted, evidentemente… —carraspeó—. Mire, no creo que entienda. Me estoy llevando este Hábitat y no vamos a volver, nunca. Nos iremos tan pronto como podamos, más allá de todo mundo habitado. Es un pasaje de ida.

—Me siento mejor. En un principio, pensé que iban a intentar algo estúpido.

Leo descubrió que sus emociones eran confusas. Una mezcla de sospecha, ¿de celos? Y hasta una anticipación marcada… ¿Qué tipo de alivio sería no tener que llevar a cabo esto solo?

—¿Está seguro?

—Ellos son mis cuadrúmanos… —dijo Minchenko mientras apretaba las manos y las abría—. De Daryl y míos. No creo que llegue a entender cuál fue el trabajo que realizamos, qué buen trabajo hicimos al crear a esta gente. Están perfectamente adaptados a su medio. Superior a todo sentido. Fue el trabajo de treinta y cinco años. ¿Voy a permitir que un extraño se los lleve por la galaxia, vaya a saber a qué destino incierto? Por otra parte, GalacTech me iba. a jubilar el año próximo.

—Perderá la pensión —señaló Leo—. Tal vez su libertad… Y posiblemente la vida.

—No me queda mucha —replicó Minchenko.

No era cierto, pensó Leo. El biocientífico poseía una vida enorme. Más de tres cuartos de siglo de experiencia. Cuando este hombre muriera, un universo de conocimiento especializado desaparecería. Los ángeles llorarían por la pérdida. A menos que…

—¿Podría preparar a médicos cuadrúmanos?

—De lo que estoy completamente seguro es de que usted no podría, —Minchenko se pasó las manos por el cabello blanco, en un gesto que traslucía en parte exasperación, en parte súplica.

Leo miró a su alrededor, a los cuadrúmanos que esperaban con ansiedad, escuchando… escuchando que otra vez más los hombres con piernas decidieran su futuro. No era justo… Las palabras salieron de su boca antes de que su razonamiento lograra detenerlas.

—¿Vosotros qué pensáis, chicos?

Hubo un grito irregular pero inmediato en favor de Minchenko. Y también alivio en sus ojos. La autoridad familiar de Minchenko seguramente sería un inmenso placer para ellos, a medida que seguían su hacia lo desconocido. Leo de repente recordó que el universo había cambiado por completo el día en que murió su padre.
Sólo porque seamos adultos no quiere decir que podamos salvarles
… Pero éste era un descubrimiento que cada cuadrumano tendría que hacer a su debido tiempo. Respiró profundamente.

—Muy bien.

¿Cómo podía ser que, de repente, uno sintiera que pesaba veinte kilos menos cuando en realidad no pesaba nada? Placenta previa, Dios. La reacción de Minchenko no fue de placer inmediato.

—Hay algo… —comenzó a decir, con una sonrisa humilde, que no cuadraba en su rostro.

¿Y ahora qué le preocupa?
, se preguntó Leo, sospechando de nuevo.

—¿Qué?

—La señora Minchenko.

—¿Quién?

—Mi esposa. Tengo que traerla.

—Yo no… sabía que estaba casado. ¿Dónde está?

—Abajo. En Rodeo.

—Cielos… —Leo tuvo que contener las ganas de arrancarse el poco cabello que le quedaba. Pramod, que estaba escuchando, le recordó:

—Tony también está abajo.

—Lo sé, lo sé y le prometí a Claire… No sé cómo; vamos a solucionarlo…

Minchenko estaba esperando. Su expresión era intensa. No era un hombre acostumbrado a rogar. Sólo sus ojos suplicaban. Leo estaba conmovido.

—Lo intentaremos. Lo intentaremos. Es todo lo que puedo prometer.

Minchenko asintió con gravedad.

—Por cierto, ¿cómo se va a sentir la señora Minchenko cuando se entere de todo esto?

—Ha detestado Rodeo durante veinticinco años —afirmó Minchenko… como de pasada, pensó Leo—. Estará encantada de irse de allí. —Minchenko no agregó
Eso espero
en voz alta, pero Leo llegó a oírlo, de todas formas.

—Muy bien. Bueno, aún tenemos que reunir a todos esos rezagados y deshacernos de ellos…

Leo se preguntó si era posible morir de un ataque de ansiedad. Condujo al pequeño grupo que se encontraba en el vestuario.

Claire volaba de un pasamanos a otro por los pasillos. Por fin había logrado calmarse, aunque el corazón le saltaba de emoción. Las compuertas que llevaban al gimnasio estaban abarrotadas de cuadrúmanos. Tuvo que contenerse para no abrirse paso a codazos. Una de sus antiguas compañeras de dormitorio, que llevaba camiseta y shorts rosados, la reconoció con una sonrisa y le extendió una de las manos inferiores para ayudarla a pasar por entre la multitud.

—Los más pequeños están junto a la puerta C —dijo la muchacha—. Te he esperado…

Después de echar una ojeada a su alrededor para asegurarse de que su trayectoria de vuelo no se cruzara violentamente con la de otro que intentara tomar el mismo atajo, su compañera de dormitorio la ayudó a lanzarse en la dirección elegida por la ruta más directa, atravesando el diámetro de la cámara.

La figura rolliza de ropa rosada que buscaba Claire estaba sumergida entre un enjambre de pequeños de cinco años, todos excitados y asustados. Claire sintió un poco de culpa por haber juzgado que era demasiado peligroso para su plan secreto advertir a los cuadrúmanos más jóvenes con anticipación sobre los cambios a los que iban a enfrentarse.
Los más pequeños tampoco tienen voto
, pensó.

Mama Nilla sostenía a Andy, que lloraba inconsolablemente. Hacía esfuerzos denodados por calmarlo con una botella de fórmula en una mano, mientras que con la otra ponía un paño en la frente herida de otro niño de cinco años. Otros dos y tres se colgaban de sus piernas, mientras Mama Nilla intentaba dirigir verbalmente los esfuerzos de un sexto que ayudaba a un séptimo a abrir un paquete de proteínas, que accidentalmente se habían desparramado por el aire. Durante esos instantes, su tono familiar tranquilo era apenas más tenso que lo habitual, hasta que vio que Claire se acercaba.

—Querida —dijo, en un tono débil.

—¡Andy! —gritó Claire.

Andy giró la cabeza hacia ella y se separó de Mama Nilla, con unos movimientos frenéticos. Extendió la correa que lo sujetaba lo más posible, pero rebotó y volvió a manos de Mama Nilla. Entonces comenzó a gritar con desesperación. Como por resonancia, el niño que estaba sangrando se puso a gritar aún más fuerte.

Claire se detuvo junto a la pared y los abrazó.

—Claire, cariño, lo siento —dijo Mama, mientras con un gesto de la boca señalaba a Andy—, pero no puedo permitir que te lo lleves. El señor Van Atta me dijo que me despediría de inmediato, sin importarle si tenía veinte años o no y Dios sabe a quién traerían entonces. Son muy pocas las que tienen la cabeza puesta en su lugar… —Andy la interrumpió cuando decidió volver a lanzarse hacia Claire. Le sacó violentamente la botella que tenía en la mano y la arrojó. Unas gotas de fórmula se agregaron a la polución del medio ambiente general. Claire extendió las manos para cogerlo.

—No puedo… De verdad, no puedo… ¡Oh, mierda! Tómalo… —Era la primera vez que Claire oía una expresión así de boca de Mama Nilla. Desenganchó la correa y, una vez liberada, se dedicó a atender instantáneamente a los otros niños que estaban esperando.

Los gritos de Andy se transformaron de inmediato en un sollozo. Se aferraba a su madre con desesperación. Claire lo abrazó con los cuatro brazos, con no menos desesperación. El bebé empezó a tocarle la camiseta. Inútil, pensó Claire. Ella se contentaba con sólo abrazarlo, pero no era algo recíproco. Le tocó el cabello y disfrutaba de su olor a bebé, de sus ojos tiernos, su piel traslúcida, sus pestañas, cada parte de su cuerpo. Le sonó la nariz con el borde de la camiseta azul.

—Es Claire —oyó decir que uno de los niños de cinco años le explicaba a otro—. Es una mamá de verdad. —Claire levantó la vista y los pescó inspeccionándola. Los niños se rieron. Ella les devolvió la sonrisa. Un niño de unos siete años había recuperado la botella y miraba a Andy con interés.

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