En busca del unicornio (31 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: En busca del unicornio
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Con esto pasamos adelante y después de una semana salimos a mar abierto y allá nos llegó la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo que celebraron los hombres con gran alegría y algazara y música y coplas y bailes, en lo que ya conocí que faltaba poco para llegar a Portugal, como así fue, pues a veintiuno de enero, con grandes fríos y la mar muy subida y borrascosa, dimos vista a sus costas por el lugar que llaman el cabo de San Vicente y hubo gran alborozo entre los marineros y ballesteros y todos cantaron el "Te Deum Laudamus". Y luego Sebastián de Silva me vino a abrazar y llorando fuertemente me señalaba que aquéllas eran las piedras y los árboles de Portugal y hacía casi cuatro años que no había visto a su gente y familia. Y en los días siguientes ya no perdimos de vista las costas que eran a menudo muchas playas peladas y luego manchas de verdor y tan sólo una vez tocamos tierra que fue para descargar ciertas cosas en un castillo que en la costa estaba y que desde allí le mandaran al Rey recado y carta de Bartolomé Díaz avisándole de nuestra llegada. Y luego, en pasando adelante, llegamos a un puerto grande y bueno y muy resguardado que llaman Setúbal. Y allí entramos a fondear y muchas barcas enramadas salieron a nosotros con músicas y banderas y guirnaldas de verde como en romería, a dar bien venida, que no parecía sino que el mundo estaba pendiente de la vuelta del almirante, tal es la afición que estos portugueses tienen de las cosas de la mar. Y los marineros y ballesteros fueron muy celebrados y la gente acudía con vino y viandas que liberalmente repartían con los que en las naos venían y de las que a mí me cupo parte generosa como a uno más. Y de allí a dos días me mandó llamar Bartolomeo Díaz y me puso una mano en el hombro y muy encarecidamente me dijo: "Amigo mío, Juan de Olid, ésta es la hora en que has de partir para donde está el Rey, que Dios guarde, y no hay cosa alguna que yo por ti pueda hacer salvo que lo dejo informado por carta de cuanto en tu favor se podría decir. Ahora quedas en las manos de Dios y en las del Rey nuestro señor". Y de estas palabras tuve yo gran pavor, que pensé que el almirante sospechaba que el Rey me mandaría matar por quitar el peligro de que pudiese dar aviso en Castilla de cuanto en el país de los negros dejaba visto. Mas luego no ocurrió así y pienso que siendo estos portugueses gente de mucho corazón, quizá el pesar de no poder favorecerme más hizo que el almirante dijera aquellas palabras tristes que yo tomé por agüero cierto de muerte. Luego un criado suyo me vino a traer un pellote y manto que el almirante me mandaba y unas calzas de hilo y unos zapatos, con lo que quedé muy vestido y calzado y muy agradecido. Y vinieron dos guardas que hasta entonces no los viera y eran de los de la ciudad y me llevaron de la nao y como quisieran saber lo que llevaba en el saco donde los huesos y el unicornio iban, luego el capitán de los ballesteros dijo lo que era y que el almirante dejaba mandado que nadie fuera osado de tomar de mí aquellos huesos.

Y pasando adelante me dieron prisión aquella noche en un castillo fuerte que allí cerca está sobre unas peñas altas y cuya cuesta es de muy fatigosa y empinada subida. Y a otro día de mañana me dieron pan moreno y tasajo de tocino y luego me pusieron en un caballo rucio siciliano de calmoso andar con lo que, escoltado por los guardas que me tomaran la víspera, partimos por el camino de Lisboa y luego salimos al campo y me fueron hablando y me trataron con franqueza y confianza no como a cautivo y me preguntaban quién era y cuál había sido mi vida con los negros pues mucho los espantaba que yo fuera a ver al Rey.

Y fui sabiendo que Lisboa, donde la corte de los lusos para, estaba a sólo una jornada de camino, de lo que no sabía si alegrarme. Y por el camino real que llevábamos varias veces nos cruzamos con gentes que con curiosidad me miraban como si fuese condenado que llevan al verdugo, mas aunque yo lo tenía a mal agüero, esto fue por la escolta de guardias en cuya compañía iba.

Después que vino la oscuridad de la noche llegamos a un castillo que está enfrente del mar. Y al otro lado se veían, muy lejos, mecidas luces de barcos y otras que se estaban quietas, por lo que advertí que allá enfrente habría una ciudad grande o campamento.

Y me encerraron en una mazmorra y me trajeron tasajo de tocino y pan moreno y media jarra de vino y una manta, con lo que quedé muy confortado como en posada bien aderezada y me dormí pronto aunque luego me desveló el dolor de los huesos que traía desconcertados de la falta de costumbre de cabalgar. Y a otro día de mañana me vinieron a despertar los mismos guardas de la víspera y me sacaron a la plaza del castillo y las luces que viera la noche antes eran de la ciudad y puerto de Lisboa y aquel mar de muy apacibles aguas que della nos separaba es el que los lusos llaman río de la Paja. Y luego me llevaron a una galeota mediana que estaba esperando con los pintados remos en alto y en ella me cruzaron a otro embarcadero que enfrente había. Y volaban gaviotas por el aire azul y yo las veía pasar tan libres y gritadoras desde mis grillos y prisiones y a ratos daba en pensar que si en aquellos recios recaudos me tenían era porque ya no volvería a ser libre si es que salía de aquélla con vida. Y luego desembarcamos en Lisboa y me llevaron a un castillo que se asoma al río y allí vino a verme el alcaide y quiso saber lo que traía en el saco y cuando vio que eran huesos de hombre me lo devolvió con cara de asco. Y luego los guardas le dijeron que el almirante dejaba mandado que no se me quitara aquello.

A la tarde vino el barbero y me entró en una terracilla donde daba el sol y se estaba bien y allí se estuvo rapándome las barbas y el pelo de la cabeza, que tenía muy trabado y luengo. Y me vi en un espejillo que traía y me vi tan viejo y desdentado y arrugado y envejecido que casi me consoló pensar que podía perder la vida ya que todas aquellas cosas de honro y cabalgadas junto a mi señor el Condestable que yo soñara en la nao no le estaban bien ni cuadraban a aquel viejo achacoso que yo era. Y así me fui tragando los pesares y me fui conformando con mi destino.

Las cosas que digo pasadas en aquel castillo me detuvieron hasta que fue hora de comer en que volvieron a dar un plato de cierto pescado sabroso que allí guisan con yerbas y vinagre. Y me dieron otra vez vino y pan y vinieron nuevos guardas a saber mi historia y yo se la contaba y luego ellos socorrieron mi pobreza con ciertas limosnas. Y a la tarde me llevaron los primeros guardas por una calle ancha donde están las tiendas de los mercaderes y los obradores de los artesanos y luego fuimos subiendo por unas cuestas a un monte alto en somo del cual está el alcázar del Rey de Portugal. Y en llegando allí me estaban esperando ciertos cortesanos y secretarios y algunas mujeres se asomaron a verme en las ventanas. Y luego un hombre tomó de mí el saco de los huesos y me llevaron por ciertas salas a un corredor ancho con ventanas emplomadas donde el Rey estaba arrimado a un brasero de bronce, mirando al mar. Y el Rey era un hombre chico y ya viejo, de blancos cabellos y barbas y, aunque el cortesano que me llevó a él me había advertido que no me acercara a más de cuatro pasos dél, yo lo olvidé luego y como el Rey se volvió a mirarme fui a hincar la rodilla a sus pies, como en Castilla usamos, y luego le besé la mano y él me mandó alzarme y entonces me aparté los pasos que me dijera el cortesano y el Rey se sentó en una silla de tijera que junto a la chimenea estaba y me preguntó mi nombre y cuántos años tenía y cuando dije que cuarenta y uno, los cortesanos que con el Rey estaban se miraron muy espantados en lo que noté que les parecía ser más viejo. Y luego el Rey mandó ponerme una silla y me dijo que pormenorizadamente le refiriera cuanto me había acaecido desde que salí de Castilla hasta que Bartolomé Díaz me encontrara, lo que yo hice en la lengua de los portugueses por ser de todos bien entendido, que ya sabía hablar en ella. Y allí me estuvieron escuchando el Rey y su Canciller y sus secretarios y muchos cortesanos que luego fueron entrando con sillas y cojines hasta que se fue la luz de las ventanas y se hizo la noche. Y vinieron criados con candelabros y lámparas a cuya luz yo proseguí mi relato. Y de vez en cuando despabilaban los braseros con ascuas que subían de las cocinas. Y luego llegó la hora de cenar y el Rey se retiró a hacer colación y los guardas me llevaron a donde ellos posaban y me dieron de comer de lo suyo. Y con esto me volvieron a donde el Rey y de allí a poco tornó él y me dio licencia para que prosiguiera mi relación donde antes la había dejado hasta que, ya bien entrada la noche, lo acabé todo.

Y con esto el Rey me despidió y me mandó dar una manta y unas calzas de más abrigo que las que llevaba y con esto se retiró y se fueron todos con él. Y los guardas me llevaron al aposento donde ellos paraban y allí dormí aquella noche en un medio camastro de los que ellos tienen.

A otro día de mañana me llevaron a una cámara grande donde había dos mesas y unos estantes de madera con mapas y papeles y uno de los secretarios del Rey, que yo tenía visto del día de antes, me dijo que el Consejo real había determinado darme a escoger entre quedarme a vivir ya toda la vida en Portugal o, si esto no quería, tornarme luego a Sofala de donde Bartolomé Díaz me sacara, porque de allí a dos meses volvería la flotilla de Portugal a visitar aquellas costas. Y yo, que por nada del mundo quería volver a tales infortunios, le dije que antes preferiría quedarme en la tierra de Portugal entre cristianos aunque fuera en una mazmorra. Y él se sonrió como para sí y me dijo: "No será tan malo, Juan de Olid, que, si los asuntos del Rey nuestro señor se aparejan como creemos, a lo mejor dentro de dos o tres años quedarás libre de tornar a Castilla. Y esto que digo depende de un negocio que el Rey ha pedido al Papa de Roma, así que no es cosa que esté en nuestra mano remediar ni prometer".

Con las vueltas del tiempo he venido a saber que aquel negocio era la partición de la bola del mundo en dos mitades, una para el Rey de Castilla y otra para el de Portugal. Mas, en aquel entonces, quedé tan a oscuras que gasté muchos días y noches cavilando cómo podía depender mi poca libertad de un negocio tan alto en el que el Papa de Roma estaba.

Aquel mismo día por la tarde me sacaron de donde la guardia y me devolvieron el saco de los huesos. Y yo lo abrí y vi que los huesos y el unicornio seguían allí y es la cosa que los que dentro dél miraban, como estaba oscuro, no notaban más que los huesos y la calavera de un hombre, con lo que luego tomaban aprensión y no querían indagar más.

En una galeota me volvieron a cruzar el río de la Paja y aquella noche me dieron cama y posada en el mismo castillo de la víspera. Y al otro día, desandando los familiares caminos, en el fuerte de Setúbal. Y por la plática de los guardas que me llevaban, que eran nuevos, supe que el Canciller había dispuesto que había de vivir en el castillo de Sagres que es el más asomado a la mar que tienen los reinos de Portugal. Y éste está puesto en somo de una peña pelada donde hay una fuerte guarnición y presidio. Y en alcanzar aquel lugar estuvimos una semana y luego dejáronme en poder del alcaide y se despidieron de mí los guardas y se tornaron.

Y el dicho alcaide ya sabía por cartas quién era yo y cómo había de tenerme en prisión, no porque hubiese hecho mal alguno sino porque así convenía al servicio del Rey. Y me recibió bien y apiadado de mí y me dio un calabozo alto donde entraba el sol por una ventana y mandó que me pusieran cama de paja nueva para que no me afligiera tanto la humedad y el salitre del mar. Y cada día me daban de comer la misma ración de los guardas y soldados que allí están. Y me dejaban salir dos o tres horas a la azotea ancha donde están los cañones y no me prohibían hablar con los velas que allí hacen sus turnos, de los que, con la curiosidad de mi vida pasada, fui haciendo algunos amigos.

De esta manera pasé cuatro o cinco meses y al final me iban tomando confianza y ni siquiera me cerraban la puerta del calabozo y a veces me mandaban hacer recados por dentro del castillo. Y el dicho castillo es el más grande que imaginarse pueda, pues ocupa toda una península que se asoma en altas peñas y cuestas sobre la brava mar, y por este lado no precisa de muralla ni defensa alguna. Y la única barrera barreada está por el lado de tierra que es muy estrecho y por aquí está la muralla fuerte y bien guardada. Así que yo tenía licencia para andar libremente por dentro y no podía escapar si no fuera tirándome al mar, de lo que sin duda moriría por ser allí muy bravo y abierto y de altas olas batido.

Con esto me fui ganando la confianza de los oficiales y del alcaide y algunas veces me dejaron salir del castillo para ir al pueblo, donde vivían las mujeres de los soldados y artilleros y peones y otras de la mancebía. Y el dicho pueblo tiene unas casillas muy míseras de las cuales las primeras están a dos tiros de ballesta de las puertas del castillo. Y allí me mandaban a veces los guardas a comprar vino, que en el castillo no lo había por las ordenanzas, o a traer comida caliente de la taberna. Y de esta manera me ganaba algunos dineros o algún regalo de cosas de comer o de vino y, siendo los guardas gentes simples, yo también me hacía más simple de lo que soy por engendrarles confianza y amistad. Y ellos, por matar sus horas de vigilancia, que son muy tediosas, me hacían venir a sus puestos para que les contara cosas del país de los negros. Y lo que más a gusto oían era lo referente a como se ayuntan las negras y a qué partes de mujer tienen y a si las dichas partes son más duras y calientes que las de las blancas y al gusto con que se ofrecen a los blancos. Y hacían muchas chanzas sobre esto y uno de nombre Barrionuevo, cabo de ellos, me decía que el día menos pensado iban a botar una galeota y me iban a nombrar almirante de los guardas de Segres para que los llevara a donde las negras estaban. Y que íbamos a alcanzar fama en la labor de empreñar y repoblar a todas las negras del África. Y con todo esto me trataban bien y me daban confianzas y yo me hacía criado de todos y me llamaban "el manco de los güesos" por los que en el saco traía, mas no por burla de mi desgracia sino por su simplicidad de soldados. Y nadie sabía allí mi nombre sino que yo era "el manco de los güesos".

XXI

Y pasando adelante vine a tomar confianza con la tabernera de los soldados que se llamaba Leonor y era viuda y había sido mucho tiempo soldadera. Y aunque no era muy guapa ni estaba bien hecha, andando en su trato luego pareció hermosa. Y la dicha tabernera me había tomado voluntad de ver mi manquedad y cautiverio y así, día sobre día, llegamos a yacer como hombre con mujer según la humana natura demanda, y yo me demoraba grandes ratos en su casa cuando iba con las jarras de los mandados a traer vino al castillo. Y una vez me quedé a dormir con ella la noche entera y, aunque los guardas notaron que faltaba de mi encierro, como sabían donde posaba, no dijeron nada. Y así fui tomando la costumbre de quedarme algunas noches a dormir con Leonor la Tabarta, que así la llamaban, y ninguno me lo prohibía ni decía nada, que todos me veían muy asentado y regalado y contento y nadie creía que pudiera pensar en huir. Y ganas me daban de acomodarme a aquella vida porque mi tal Leonor, aunque no fuera muy bella y tuviera algo de bigote y el rostro algo marchito y estragado de la mucha vida vivida, era para mí más dulce que la miel y muy gentil y en aquel pecho podía yo consolarme de mis tristezas y a su calor me dormía cada noche como niño y ella me consolaba con la ternura de sus manos ásperas y levantadas del mucho trabajar y yo se las besaba como a dama y le decía requiebros en lengua castellana y versos de los poetas, que ella mucho se placía en oírlos, y ella me decía otros en la suave portuguesa que es sutil como la seda en rostro de doncella. Y así nos íbamos durmiendo cada noche, cada uno al calor del otro en aquellos ventosos febreros, debajo de las frazadas de lana, mientras se iba apagando el chisco de la chimenea del rincón y a lo lejos bramaba el mar con su nocturna desvelada artillería. Cien años hubiera sido feliz al lado de Leonor la Tabarta.

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