El vuelo de las cigüeñas (44 page)

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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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Me senté discretamente detrás del puesto de un limpiador de oídos y esperé, observando la obra de estos apóstoles de un mundo mejor. Vi así desfilar a los bengalíes que iban a su trabajo o su destino miserable. Quizá acababan, antes de empezar su jornada, de sacrificar una cabra a Kali o de bañarse en las aguas sucias del río. El calor y los olores me daban dolor de cabeza.

Por fin, a las nueve, apareció.

Iba solo, con una bolsa de cuero desgastado en la mano.

Reuní todas mis fuerzas para levantarme y observarlo con detalle. Pierre Doisneau/Sénicier era un hombre alto y delgado. Llevaba un pantalón de tela clara y una camisa de manga corta. Su rostro era afilado como una piedra de sílex. Tenía una frente amplia, el pelo gris rizado y mostraba una sonrisa dura, sostenida por unas mandíbulas agresivas, con los huesos marcados debajo de la piel. Pierre Doisneau. Pierre Sénicier. El ladrón de corazones.

Instintivamente, apreté la culata de la Glock. No tenía un plan preciso, quería solo observar los acontecimientos. Aquel patio de los milagros aumentaba por momentos. Unas bonitas chicas rubias, con pantalones cortos fluorescentes, que ayudaban a las enfermeras indias, pasaban las compresas y los medicamentos con angelicales gestos aplicados. Los leprosos y las desventuradas madres cogían sus raciones de píldoras o de alimentos, moviendo la cabeza en señal de agradecimiento.

Eran las once y cuarto y Pierre Doisneau/Sénicier se disponía a marcharse.

Cerró su bolsa, distribuyó algunas sonrisas y desapareció entre la multitud. Lo seguí a cierta distancia. No había ninguna posibilidad de que me descubriese entre aquel torbellino de seres vivos. Por el contrario, yo podía ver con toda claridad su alta silueta a unos cincuenta metros delante de mí. Caminamos así veinte minutos. El doctor no parecía temer ninguna represalia. ¿Qué podría temer él? En Calcuta era un verdadero santo, un hombre querido por todos. Y aquella multitud que lo rodeaba constituía la mejor de las protecciones.

Sénicier aminoró el paso. Nos detuvimos al llegar a un barrio de mejor aspecto. Las calles eran más anchas y las aceras más limpias. A la vuelta de un cruce de calles reconocí un centro de Mundo Único. Reduje el paso y conservé una distancia de unos doscientos metros.

En aquel momento el calor era angustioso. Me resbalaba el sudor por la cara. Me cobijé en una sombra, cerca de una familia que parecía haber vivido siempre en la acera. Me senté a su lado y les pedí un té, como si perteneciese a esa clase de turistas a los que les gusta experimentar la miseria.

Pasó una hora. Yo escrutaba las acciones y los gestos de Sénicier, que proseguía su labor benéfica. El espectáculo de aquel hombre, cuyos crímenes conocía, haciendo aquí de buen samaritano, me revolvía las tripas. Su profunda ambivalencia me hería en lo más hondo. Comprendí que en todos los momentos de su vida, ya fuese cuando metía sus manos en las vísceras de sus víctimas o cuando cuidaba a una mujer leprosa, era igual de sincero. Se enfrentaba con la misma locura a los cuerpos, a la enfermedad o a la carne.

Aquella vez cambié de táctica. Esperé a que Sénicier se marchase para aproximarme y conocer a algunas de las europeas que hacían aquí de enfermeras. Después de media hora, supe que la familia Doisneau vivía en un inmenso palacio, el Palacio de Mármol, cedido por un rico brahmán. El doctor esperaba poder abrir allí un dispensario.

Corrí con todas mis fuerzas. Una idea surgió en mi cabeza: alcanzar a Sénicier en el Palacio de Mármol y abatirlo en su propio terreno, en su propio quirófano. Cogí un taxi y le dije que me llevase a Saluman Bazar. Después de media hora a través de la multitud, con el claxon sonando en todo momento, el taxi se metió en un verdadero zoco. El coche pasaba rozando las tiendas o los saris de las mujeres. Llovían los insultos y los rayos del sol nos cegaban a través de la multitud. El barrio parecía estrecharse y hacerse más profundo como el agujero de un hormiguero. Luego, de repente, surgió un inmenso parque, en el que en un jardín de palmeras se levantaba un vasto edificio con columnas blancas.

—¿El Palacio de Mármol? —le grité al chófer.

El hombre volvió la cabeza y asintió, sonriéndome con todos sus dientes de acero.

Le pagué y salté fuera. Mis ojos no daban crédito a lo que veía. Detrás de una verja muy alta se paseaban pavos reales y gacelas. La entrada del parque estaba abierta. No había allí guardias ni centinelas para detenerme. Atravesé el césped del jardín, subí unos escalones y penetré en el palacio de los Mil Mármoles.

Entré en un gran salón, claro y gris. Todo era de mármol, un mármol que variaba de colores y relieves, que mostraba nervaduras rosáceas, filamentos azulados, zonas oscuras y compactas, que ofrecían un aspecto de pesadez y de belleza glacial. Además, la sala estaba llena de cientos de esculturas, blancas y elegantes, de hombres y mujeres, como salidos de un palacio del Renacimiento italiano.

En el centro había un pequeño jardín con plantas tropicales al que se accedía bajando unos escalones. Dentro había surtidores de agua oscilantes. Se desprendía de aquel lugar irreal una atmósfera sombría, una tranquilidad inquietante, algo como el dulce sueño de un harén abandonado. Aquí y allá se elevaban nuevas estatuas que ofrecían sus curvas y sus cuerpos a los escasos rayos de sol que entraban allí. ¿De verdad estábamos en Calcuta, en el centro de un caos indescriptible? Se oían leves trinos de pájaros. Me metí por un pasillo lateral. Allí, colgadas a lo largo de las paredes, vi unas grandes jaulas de madera en las que se movían unos pájaros blancos.

—Son cornejas, cornejas blancas. Son únicas. Las crío aquí desde hace años.

Me volví: Marie Anne Sénicier estaba delante de mí, tal como yo la había imaginado siempre, con los cabellos blancos recogidos en un moño alto por encima de su rostro descolorido. Se me velaron los ojos y me temblaron las piernas. Quería hablarle, pero me desplomé en el suelo y vomité todo lo que tenía dentro de las tripas. Tosí, y luego escupí, durante unos segundos, oleadas de bilis. Finalmente, pude articular con la garganta rota:

—Perd… perdóneme… Yo…

Marie-Anne vino muy pronto en mi ayuda:

—Sé quién eres, Louis. Nelly me ha telefoneado. Nuestro reencuentro no deja de ser extraño —y añadió, con voz dulce—: Louis, mi pequeño Louis.

Me limpié la boca —había escupido sangre— y levanté la vista. Mi verdadera madre. La emoción me embargaba y no podía hablar. Ella continuó con voz apagada:

—Tu hermano duerme allí, en ese jardín. ¿Quieres verlo? Tenemos té.

Moví la cabeza, como asintiendo. Ella quiso ayudarme. Rechacé su mano y me levanté solo. Para respirar mejor me desabroché el cuello de la camisa. Me encaminé hacia el centro del patio y separé las plantas. Detrás había un sofá, un mosquitero y una bandeja de plata en la que humeaba una tetera de cobre. En uno de los sofás, un hombre dormía vestido con una túnica india. Estaba totalmente calvo, su rostro era de una blancura de yeso con arrugas que parecían haber sido hechas con un buril minúsculo. Su postura era la de un niño, pero él parecía tener más edad que el mármol que lo rodeaba. Aquel extraño se me parecía. Tenía mi misma cara de «fin de estirpe», con la frente amplia y los ojos cansados, hundidos en sus órbitas. Pero su cuerpo no tenía nada que ver con mi corpulencia. La túnica que lo cubría dejaba adivinar unos miembros esqueléticos y una cintura estrecha. A la altura del tórax se le veían unas gruesas vendas cuyas fibras algodonosas sobresalían por fuera del cuello bordado de la túnica. Era Frédéric Sénicier, el eterno depositario de trasplantes.

—Duerme —murmuró Marie-Anne—. ¿Quieres que lo despertemos? La última operación resultó un éxito. Fue en septiembre.

El rostro de la pequeña Gomoun surgió en mi memoria. Sentí un furioso desgarro que me deshacía las entrañas. Marie-Anne añadió, como si el mundo exterior no existiese:

—Solamente él puede mantenerlo con vida. ¿Comprendes?

Le pregunté en voz baja:

—¿Dónde está el quirófano?

—¿Qué quirófano?

—El quirófano donde opera.

Marie-Anne no respondió. Estábamos tan cerca que sentí su aliento de anciana.

—Abajo, en el sótano de la casa. Nadie puede ir allí. Tú no tienes ni idea…

—¿A qué hora baja por la noche?

—Louis…

—¿A qué hora?

—Hacia las once.

Miré una vez más a Frédéric, el niño-viejo, cuyo pecho se movía con un ritmo irregular. No podía quitar los ojos de aquellas vendas que hinchaban su camisa.

—¿Cómo se puede entrar en el quirófano?

—Estás loco.

Yo había recobrado la calma. Me parecía que la sangre afluía en largas oleadas regulares a mis venas. Me volví y miré fijamente a mi madre:

—¿Hay alguna manera de entrar en ese jodido quirófano?

Mi madre bajó los ojos y murmuró:

—Espérame.

Atravesó el patio de las estatuas y volvió unos minutos más tarde, con las manos apretadas sobre un manojo de llaves. Abrió las manos y me tendió una sola llave, con una dulce mirada perdida. Cogí la llave de hierro y le dije simplemente:

—Volveré esta noche. Después de las once.

56

El Palacio de Mármol, medianoche. Al bajar los escalones me llegaron unos fuertes y penetrantes efluvios. Era el olor de la muerte, el olor de un líquido esencial y tenebroso, tan fuerte que parecía alimentar, a mi pesar, los poros de mi piel. Olor a sangre. Torrentes de sangre. Imaginé inmundos paisajes. Un telón de fondo rojo oscuro, sobre el cual viajaban excrecencias rosáceas, barnices diluidos y costras pardas.

Cuando llegué al final de las escaleras, me dirigí a la puerta de la cámara frigorífica, bloqueada con un cerrojo de acero. Utilicé la llave de mi madre. Fuera era completamente de noche. Pero la silueta que se deslizaba por la escalera no me había engañado. La bestia volvía a su cubil. La pesada puerta giró. Con la Glock en la mano entré en el laboratorio de mi padre. El frío me envolvió todo el cuerpo. Al momento, me di cuenta de la atroz pesadilla que me rodeaba. Caminaba de puntillas por las fotografías de Max Böhm. Dentro de aquel recinto embaldosado, iluminado por luces blancas de neón, había un verdadero bosque de cadáveres. Los cuerpos colgaban de ganchos, que traspasaban las mejillas, los cartílagos faciales, las órbitas. Las puntas aceradas despedían un brillo maléfico. Todos aquellos cuerpos eran de niños indios. Se balanceaban ligeramente sobre su gancho y producían un ruido como de lamento. Mostraban heridas demenciales: cajas torácicas abiertas, cortes que sajaban la carne, oscuros muñones que dejaban ver el hueco de las articulaciones y las puntas salientes de los huesos… Y por todas partes, sangre. Chorros secos y endurecidos que parecían barnizar los cuerpos. Regueros inmóviles, que dibujaban arabescos en el relieve cutáneo. Restos de tinta que marcaban las caras, los pechos, las entrepiernas.

El frío y el terror me erizaban la piel. Tuve la sensación de que mi mano iba a disparar sin yo quererlo. Puse el índice a lo largo del cañón en posición de combate. Luego me esforcé por avanzar un poco, con los ojos bien abiertos.

En el centro de la sala, sobre un bloque de cemento recubierto de azulejos, se aglutinaban las cabezas. Eran rostros escuálidos, retorcidos por el tormento, petrificados en su última expresión. Debajo de las órbitas, unos amplios cercos violáceos denotaban el sufrimiento soportado. Todas las cabezas estaban limpiamente cortadas por la base del cuello. Me alejé de aquella carnicería. En una esquina descubrí un amasijo de miembros. Brazos pequeños y piernas delgadas, con la piel ensombrecida, se entremezclaban dibujando abrazos abominables. Una fina capa de escarcha lo recubría todo. Mi corazón latía como un animal enloquecido. De repente, en aquella selva atroz distinguí unos órganos genitales. Sexos de muchacho cortados por su base. Vulvas de niñas, enrojecidas, colocadas como peces de carne. Me mordí los labios para no gritar. Una sensación cálida me inundó la garganta. Acababa de reabrírseme la cicatriz.

Escuché con los cinco sentidos y avancé un poco más dentro de aquel museo de los horrores. Las partes sanguinolentas estaban guardadas en pequeños sarcófagos. Los trozos de cuerpos humanos se balanceaban lentamente, como en un sueño escarchado. Vi radiografías colgadas, brillantes, que mostraban monstruosidades incomprensibles. Corazones siameses, generaciones espontáneas de hígados y riñones, aglutinados en un solo cuerpo, como en el fondo de un tarro de cristal. A medida que avanzaba, la temperatura iba bajando.

Por fin descubrí la última puerta. No estaba cerrada con llave. La entreabrí y el corazón empezó a latirme con una fuerza inusitada dentro del pecho. Era el quirófano. Estaba totalmente vacío. En el centro, rodeado por estanterías de vidrio, había una mesa de operaciones bajo una lámpara convexa que despedía una luz blanca. También estaba vacía. Esa noche nadie sufriría ninguna atrocidad. Estiré el cuello y eché una ojeada.

De pronto, el roce de una tela me hizo volver la cabeza. Al mismo tiempo sentí una intensa quemazón en la nuca. El doctor Pierre Sénicier se había echado sobre mí y me había clavado una jeringuilla en la carne. Di un grito, reculé y me arranqué la aguja. Demasiado tarde. Mis sentidos se oscurecieron. Le apunté con el arma. Mi padre levantó los brazos, como asustado, pero luego avanzó lentamente y me habló con voz muy cálida:

—¿No irás a disparar a tu propio padre, Louis?

Se aproximó con lentitud y me hizo recular más. Intenté levantar la Glock, pero no me quedaban fuerzas. Tropecé con la mesa de operaciones. Me dormí durante una centésima de segundo. Volví a abrir los ojos. La luz blanca me aumentaba la sensación de vértigo. El cirujano volvió a hablar:

—Ya no esperaba este momento, hijo mío. Vamos a retomar las cosas allí donde las dejamos, tú y yo, hace tanto tiempo, y salvar a Frédéric. Tu madre no ha podido contener su emoción, Louis. Ya sabes cómo son las mujeres…

En ese momento oí el ruido seco de la puerta de la cámara, y luego unos pasos precipitados. Entre aquellas brumas heladas, apareció mi madre, con las uñas dirigidas hacia nosotros. Su rostro estaba totalmente lleno de alfileres y agujas. Vacilé. En un último esfuerzo, apunté la Glock en dirección a mi padre y apreté el gatillo. Resonó solo un ruido metálico sobre los gritos de mi madre, que estaba a pocos centímetros de mí. Comprendí que el arma se había encasquillado. Como una visión, en mi mente apareció la imagen de Sarah cuando me estaba enseñando el manejo de las armas. Desmonté el arma e hice que la bala saltase fuera. Cuando la volví a montar, oí un «no" espantoso. No era la voz de mi madre, ni la de mi padre. Era mi propia voz que gritaba en el momento en que aquel monstruo cortaba la cabeza de su esposa con la ayuda de una cuchilla metálica y brillante. Mi segundo "no» se ahogó en mi garganta. Dejé la Glock y caí de espaldas, entre trozos de vidrios que acababan de saltar. Oí dos detonaciones. El pecho de mi padre explotó en miles de trozos. Creí que había sido víctima de una alucinación. Pero, aplastado contra el suelo, vi desde abajo la imagen del doctor Milan Djuric, el enano gitano, de pie en los escalones, con un fusil ametrallador Uzi en las manos. El arma humeaba todavía después de aquella ráfaga salvadora que acababa de disparar.

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