Read El vuelo de las cigüeñas Online
Authors: Jean-Christophe Grange
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco
«Aquella noche no quise decirte nada. Esperé a que amaneciese, pacientemente, para no despertar tus sospechas. Luego, cuando te fuiste al aeropuerto Ben Gurion, volví al cobertizo y saqué aquellos trozos de hierro. Abrí una anilla con la ayuda de unas tenazas. Inesperadamente, un diamante cayó en mi mano. No creía lo que veían mis ojos. Al momento, abrí otra anilla. Tenía dentro varias piedras, más pequeñas. Hice lo mismo una decena de veces. Y cada vez encontraba diamantes. El milagro se repetía hasta el infinito. Vacié la bolsa y grité de alegría. ¡Había por lo menos mil anillas!
—¿Y?
—Era rica, Louis. Disponía de medios para huir, para olvidar los peces, el barro y el kibutz. Pero antes quería asegurarme. Preparé una bolsa de viaje, metí en ella algunas armas y tomé el autobús para Netanya, la capital de los diamantes.
—Seguí tus huellas hasta allí.
—Como ves, no sirvió de gran cosa.
No dije nada. Sarah prosiguió:
—Encontré allí a un tallador de piedras que me compró un diamante. Me timó, pero no pudo ocultarme la extraordinaria calidad de la piedra. ¡Pobre viejo! La emoción se le veía en la cara. Poseía, pues, una fortuna. En ese momento estaba tan exaltada que no reflexioné sobre la situación, ni siquiera pensé en los chiflados que traficaban con piedras preciosas mediante las cigüeñas. Únicamente sabía una cosa: esos tipos habían matado a mi hermano y ahora estarían buscando los diamantes. Alquilé un coche y me encaminé al Ben Gurion. Allí, cogí el primer vuelo para Europa. Viajé un poco más y oculté los diamantes en lugar seguro.
—¿Y luego?
—Pasó una semana. Los productores independientes vendían por lo general sus diamantes en Amberes. Debía, pues, ir allí y jugar fuerte. Discreta y rápidamente.
—¿Se… seguías armada?
Sarah no pudo reprimir una sonrisa. Dirigió hacia mí su índice y, con el pulgar, imitó una pistola imaginarla.
—La señora Glock me sigue a todas partes.
Por un momento pensé: «Sarah está loca».
—Decidí vender todo en Amberes —continuó—. En sobres de diez o quince piedras, cada dos días. El primer día localicé a un viejo judío, del tipo del tallador de Netanya. Obtuve 50.000 dólares en pocos minutos. Volví a los dos días y cambié de interlocutor. Obtuve 30.000 más. La tercera vez, cuando estaba a punto de abrir el sobre, una mano se posó en mi hombro. Oí una voz que decía: «No se mueva. Está usted detenida». Sentí el cañón de una pistola en la espalda. Perdí la cabeza, Louis. De repente, veía todas mis esperanzas reducidas a nada. Comprendí que mi pasta, mi felicidad y mi libertad se habían desvanecido. Me di la vuelta con la Glock en la mano. No quería disparar, solo reducir a aquel poli de mierda que quería cortarme el camino. Pero el gilipollas me apuntaba con una Beretta de 9 mm, a la que ya le había quitado el seguro. No tenía elección. Le disparé una sola vez, justo en la frente. El tipo cayó al suelo, con la mitad del cráneo por los aires. —Sarah soltó una risita sarcástica—. No había tenido oportunidad de apretar el gatillo. Cogí las piedras y apunté con el arma a los compradores de diamantes. Estaban aterrorizados. Pensaban sin duda que les iba a robar. Salí reculando. Creí por un momento que iba a salir de allí. Fue entonces cuando aquellos cristales se levantaron. Quedé encerrada en aquel puto cajón.
—Lo leí todo en los periódicos.
—La historia no termina ahí, Louis.
Sarah aplastó nerviosamente su pitillo, más orgullosa que nunca.
—El hombre que intentó detenerme era un agente federal suizo, llamado Hervé Dumaz. Para las autoridades belgas, el asunto se volvía demasiado complicado. Un tipo suizo, muerto en Bélgica por una israelí. Y una fortuna en diamantes, cuyo origen era un enigma. Los belgas comenzaron a interrogarme. Luego, mi abogado, Delter, cogió el relevo. Más tarde, se presentó una delegación suiza. Naturalmente, no les dije nada. A nadie. Pero reflexioné sobre esto: ¿Por qué un inspectorcillo de Montreux me había seguido hasta Amberes, cuando nadie sabía que yo estaba en Bélgica? Recordé al «curioso poli» del que tú me habías hablado y comprendí que habías sido tú el que había puesto a Dumaz tras mi pista, mientras seguías corriendo detrás de las cigüeñas y los traficantes. Comprendí que habías sido tú, hijo de puta, quien había alertado al poli.
Palidecí y luego balbuceé:
—Estabas en peligro. Dumaz debía protegerte hasta mi vuelta…
—¿Protegerme?
Sarah se echó a reír tan fuerte que una de las guardianas se acercó, con el arma en la mano. Le hice un gesto para que se alejara.
—¿Protegerme? —repitió Sarah—. ¿Aún no has comprendido quién era Dumaz? ¿Que trabajaba con los traficantes que tú buscabas?
La dureza de estas últimas palabras me golpeó mortalmente. La sangre se me paralizó. Antes de que pudiese decir nada, Sarah prosiguió:
—Desde que me interrogaron, he comprendido muchas cosas sobre los diamantes. Tanto que no acabaría de contarte. Delter vino una vez con un agente de la Interpol, un austriaco llamado Simon Rickiel, para convencerme de que colaborase. Me contaron unas historias muy instructivas. Especialmente la de Dumaz, un policía corrupto que redondeaba su paga con trabajos de seguridad personal, más o menos turbios, en sociedades todavía más turbias. Cuando comenzó todo este lío, numerosos testigos reconocieron a Dumaz. Declararon que, cada primavera, Dumaz acompañaba a Böhm a Amberes, que vendía allí sus piedras, iguales que las mías: pequeños diamantes de una calidad única. ¿Empiezas a atar los hilos de esta historia en tu cabecita? —Sarah se echó a reír una vez más, y luego encendió otro pitillo—. He conocido a algunos pardillos en mi vida, pero como tú, ninguno.
El corazón estaba a punto de estallarme en el pecho. Al mismo tiempo, todo se volvía claro: la rapidez con que Dumaz había obtenido los informes sobre el viejo Max, su convicción de que todo el asunto se basaba en el tráfico de diamantes, su obstinación en enviarme a la República Centroafricana. Hervé Dumaz conocía a Max Böhm, pero ignoraba la naturaleza de su trama criminal. Me había utilizado, sin yo saberlo, para encontrar los diamantes desaparecidos y descubrir el engranaje de aquel sistema. Sentí una náusea profunda en la garganta.
—Quiero ayudarte, Sarah.
—No necesito tu ayuda. Mi abogado va a sacarme de aquí. —Se rió—. No le tengo miedo a los belgas ni a los suizos. Somos más fuertes Louis. No lo olvides jamás.
El silencio, de nuevo, se impuso. Al cabo de algunos segundos, Sarah volvió a hablar, a media voz:
—Louis, nunca hemos hablado de…
—¿De qué?
Su voz era ligeramente ronca.
—¿Las cigüeñas son las que traen a los niños en tu país?
En aquel momento no comprendí la pregunta. Finalmente, respondí:
—Sí… Sarah.
—¿Sabes por qué se cuenta esto?
Me retorcí en la silla y me aclaré la voz. Dos meses antes, cuando preparaba mi viaje, había tenido que estudiar esta cuestión tan particular. Le conté a Sarah la leyenda germánica según la cual la diosa Holda había hecho de la cigüeña su mensajera. Esta divinidad protegía, en los lugares húmedos, las almas de los difuntos caídas del cielo con el agua de la lluvia. Ella las reencarnaba entonces en el cuerpo de los niños y encargaba a la cigüeña que se los llevase a sus padres.
Le expliqué también que, por todas partes, en Europa y en Oriente Próximo, se creía en esta virtud particular de los pájaros de pico naranja. Incluso en Sudán se creía que las cigüeñas traían a los niños. Pero allí se veneraba a una cigüeña negra, que depositaba a los bebés negros en el techo de sus chozas… Le conté otras anécdotas, con todo detalle, e intenté mezclar en mi relato todo el encanto y la ternura que pude. Fue un momento de amor puro, tan breve como eterno. Cuando acabé, Sarah murmuró:
—Nuestras cigüeñas no nos han traído más que violencia y muerte. Es una lástima, no me hubiera importado.
—¿Qué no te hubiera importado?
—Tener niños. Contigo.
La emoción me atenazaba el corazón como una garra de fuego. Me levanté de un saltó y pegué mis manos quemadas sobre aquella pared transparente. Grité: «¡Sarah!». Mi orgullosa mujer bajó los ojos y suspiró. De repente, se levantó y me dijo con un hilo de voz:
—Vete, Louis. Rápido, vete de aquí.
Pero fue ella la primera que emprendió la huida. Me dio la espalda y ya no se volvió, como una moderna Eurídice en un infierno de madera azul cielo.
—Deseo ver a Simon Rickiel.
Itzhak frunció el entrecejo. Sus mandíbulas cuadradas se entreabrieron:
—¿Rickiel, el tipo de la Interpol?
—Sí —repliqué yo—. Quiero entrevistarme con él.
Delter se encogió de hombros. Oí el roce de la chaqueta con sus músculos. Estábamos en el jardín de la prisión de Ganshoren.
—Esto no estaba previsto. Es conmigo con quien debe usted hablar. Soy yo el que debe juzgar si interesa o no su testimonio para la defensa de mi cliente.
—No me ha comprendido, Delter. No quiero deshacerme de usted. Mi testimonio no tiene más que una finalidad: ahorrarle a Sarah una pena máxima de prisión. Pero este asunto tiene alcance internacional. Debo ser escuchado, pues, por un agente de la Interpol, que conozca la situación.
Apoyé mis últimas palabras con una sonrisa. Delter puso mala cara. De hecho, mi petición tenía como fin evitar toda manipulación por su parte. El relato de Sarah me hizo comprender que Rickiel tenía mucha información. Cigüeñas o no cigüeñas, Max Böhm estaba en el punto de mira de la policía internacional. En presencia del agente, le hablaría de cosas que este ya sabría. Con su voz grave, Delter dijo entre dientes:
—Se está usted riendo de mí, Antioche. No se burla nadie impunemente de un abogado de mi categoría.
—Guarde sus amenazas y llame a Rickiel. Lo diré todo, pero a los dos.
Delter caminó delante de mí hasta la puerta de granito. Cogimos su coche, luego atravesamos aquel arrabal bajo una lluvia fina que duró hasta Bruselas. Durante el trayecto, el abogado no dijo ni una palabra. Finalmente, nos detuvimos delante de un inmenso edificio negro del siglo pasado, flanqueado por torres con sendos relojes. La fachada tenía ventanas altas, ya iluminadas. Los guardias armados, con sus chalecos antibalas, afrontaban la lluvia sin pestañear.
Subimos por una amplia escalera. En el segundo piso, Delter se metió por un laberinto de pasillos interminables, que alternaban el parqué chillón con la moqueta raída. Parecía estar en su casa. Finalmente, entramos en un pequeño despacho de policía modelo estándar: paredes sucias, lámparas mortecinas, muebles de chapa y máquinas de escribir de antes de la guerra. Delter se entretuvo unos minutos con dos hombres en mangas de camisa, casi tan altos como él, que llevaban en el costado sendas Magnum 38. Me pregunté qué tipo de chaqueta podía disimular tales pistolones.
Los hombres me echaron una mirada sombría. Uno de ellos se puso detrás de la mesa y me hizo las preguntas de rigor: nombre, apellidos, fecha de nacimiento, situación familiar… y, acto seguido, quiso tomarme las huellas dactilares. Por pura provocación, le enseñé mis palmas rosáceas, lisas y sin huellas. Esta visión le chocó mucho. Masculló unas excusas y luego se metió en otro despacho. Mientras tanto, Itzhak Delter también había desaparecido.
Esperé un largo rato. Nadie se dignaba a explicarme qué pasaba. Me quedé solo rumiando mis pensamientos. La entrevista con Sarah me había trastornado. Mis errores y sus consecuencias daban vueltas en mi cabeza, sin que pudiese argumentar nada en mi favor. El crimen, ya se practique, ya se afronte, es un oficio que exige intuición y experiencia. No bastaba ser un suicida para ser eficaz.
Delter reapareció. Venía acompañado por un curioso personaje, un hombre de baja estatura con la cara llena de arrugas, y cuya mitad superior estaba ocupada por unas gruesas gafas de culo de botella. Esta flaca figura estaba embutida en un jersey de camionero con cremallera y un grueso pantalón de pana. Lo mejor de todo era su calzado: el hombrecillo llevaba unas enormes zapatillas de deporte, de suelas muy gordas y grandes lengüetas. Unas verdaderas zapatillas de rapero. Por último, de su cinturón colgaba, hundida en los pliegues del jersey, una pistola automática: una Glock 17, modelo 9 milímetros parabellum. Una copia de la de Sarah.
Delter se inclinó e hizo las presentaciones:
—Este es Simon Rickiel, Louis, agente de Interpol. En el asunto que nos afecta, él es nuestro interlocutor especial. —Luego se volvió hacia el hombrecillo—. Simon, le presento a Louis Antioche, el testigo del que le he hablado.
La utilización de mi nombre de pila demostraba que el abogado estaba dispuesto a seguir el juego. Me levanté y me incliné a mi vez con las manos en la espalda. Rickiel me devolvió una breve sonrisa. Su rostro estaba cortado en dos: sus labios se movían mientras que la parte superior permanecía inmóvil, como aprisionada dentro de los cristales de las gafas. Yo me había imaginado que los agentes de la policía internacional serían de otra manera.
—Sígame —dijo el austríaco.
Su despacho no se parecía a los demás. Las paredes estaban inmaculadas, y el parqué, encerado y brillante. Un amplio mueble de madera ocupaba el centro. En él había material informático último modelo. Me fijé en un terminal de la agencia Reuter, que difundía en directo toda la actualidad mundial, y otro terminal que aportaba otras informaciones, sin duda específicas de la Interpol.
—Siéntese —ordenó Rickiel al mismo tiempo que se ponía detrás de la mesa.
Tomé asiento. Delter se sentó algo retirado. Sin más preámbulos, el austríaco hizo un resumen de la situación:
—Bien, el señor Delter me ha explicado que usted desea testimoniar por voluntad propia. Parece que tiene información que puede aclarar ese asunto y, quizá, aligerar los cargos que pesan sobre Sarah Gabbor. ¿Es así?
Rickiel hablaba en francés sin acento alguno:
—Totalmente cierto —dije.
El poli guardó silencio. Tenía la cabeza ladeada sobre los hombros y los brazos cruzados encima de la mesa. Las pantallas de los ordenadores se reflejaban en sus gafas como dos ventanitas lechosas. Volvió a hablar:
—He visto su currículo, señor Antioche. Su «perfil» es por lo menos atípico. Usted declara ser huérfano. No está casado y vive solo. Tiene treinta dos años, pero nunca ha ejercido una actividad profesional. Y a pesar de esto, vive en la opulencia y habita un apartamento en el bulevar Raspail, en París. Usted explica todo esto por las aportaciones que le hacen sus padres adoptivos, Nelly y Georges Braesler, unos ricos propietarios de la región de Puy-de-Dôme. Declara también que lleva una vida retirada y sedentaria. Sin embargo, acaba de hacer un viaje por todo el mundo, que parece haber sido de lo más accidentado. He comprobado algunas cosas. Se encuentran huellas de su paso por Israel y la República Centroafricana, en condiciones muy particulares. Última paradoja: tiene usted el aspecto de un dandi exquisito, pero tiene la cara atravesada por una cicatriz muy reciente, por no hablar de sus manos. ¿Quién es usted, señor Antioche?