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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (18 page)

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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—¿Qué?

—Algo por lo que vale la pena matar. Rajko lo había descubierto. Tu hermano, también. Iddo había debido de descifrar el significado de los mensajes. De ahí su excitación y sus esperanzas de hacerse rico.

Una llamarada pasó por los ojos de Sarah. Soltó una bocanada de humo, pero no dijo nada. Durante un momento creí que se había olvidado de mí. Luego se levantó.

—Louis, tus problemas no están en el cielo. Mira más bien a la tierra. Si sigues con la cabeza en las nubes, te van a cazar como a un pardillo.

Se puso un pantalón vaquero y una camiseta.

—Ven conmigo.

Fuera, el sol se batía en retirada. En el horizonte, las colinas reverberaban en la claridad del aire. Sarah atravesó el jardín, luego se detuvo a medio camino entre la casa y el local de Iddo. Apartó unas ramas de olivo y barrió el polvo del suelo. Apareció una lona. Sarah la asió y me ordenó: «Ayúdame». Quitamos la tela y, debajo, apareció una trampilla. Durante el día, yo debí de haber pasado por encima una docena de veces. Sarah levantó la tabla y descubrió un verdadero arsenal. Fusiles de asalto, pistolas, cajas de municiones. «La reserva de la familia Gabbor —dijo Sarah—. Siempre hemos tenido armas, pero Iddo se agenció más. Fusiles de asalto provistos de silenciador». Se arrodilló y extrajo una bolsa de golf polvorienta. La cogió, la limpió y metió dentro armas y municiones. «Vámonos», me dijo.

Cogimos el coche y atravesamos los
fishponds
. Media hora más tarde llegamos a un desierto erizado de rocas negras y arbustos famélicos. Basura, montones de desperdicios nos azotaban las piernas. Olores repugnantes flotaban en el aire. Estábamos en el vertedero de los kibutz. Un chasquido me hizo volver la cabeza. Sarah estaba de rodillas y comprobaba las armas, desplegadas delante de ella.

Sonrió y comentó:

—Estos dos fusiles de asalto son armas israelíes. Un fusil ametrallador Uzi y un fusil ametrallador Galil. Los clásicos. No hay mejor material en el mundo. Dejan muy atrás a los Kalashnikov y a los M16 —Sarah sacó una caja de municiones y cogió varios cartuchos, largos y acerados—. Estos fusiles son del 22, como los rifles de caza tradicionales de largo alcance. Salvo que las balas contienen más pólvora y están revestidas de acero —Sarah metió un cargador en el Galil y me mostró el flanco del arma—. Aquí, tienes dos posiciones, la normal y la automática. En posición automática, puedes disparar cincuenta tiros en pocos segundos —Sarah hizo el gesto de barrer el campo con una ráfaga y después dejó el Uzi.

—Pasemos a las pipas. Los dos monstruos que ves aquí son del más grueso calibre que existe en armas automáticas: 357 Magnum y 44 Magnum —Sarah cogió la pistola color plateado y le metió un cargador en la culata con cachas de marfil. El arma era casi tan larga como mi antebrazo—. El 44 dispara dieciséis balas Magnum. El arma de mano más potente del mundo. Con esto puedes parar un coche lanzado a cien kilómetros por hora —Sarah estiró el brazo y apuntó a un blanco imaginario sin ninguna dificultad; su fuerza física me dejaba estupefacto—. El problema es que se encasquilla todo el rato.

»Las pistolas que ves ahí son mucho más manejables. La Beretta 9 mm es el arma automática de la mayoría de los polis norteamericanos —Sarah le sacó el cargador a un arma negra, de proporciones perfectas, que parecía estar hecha para la mano de un hombre—. Esta pipa italiana le quitó el sitio en América al famoso 38 Smith y Wesson. Es una referencia. Precisa, ligera, rápida. El 38 disparaba seis tiros, la Beretta dieciséis —besó la culata—. Un verdadero compañero de armas. Pero aquí están las mejores: la Glock 17 y la Glock 21, de origen austríaco. Las armas del futuro, a punto de superar a la Beretta —cogió una pistola que se parecía a una Beretta, pero en una versión cutre, mal acabada—. Tiene un 70 % de polímeros. Un milagro de ligereza —me la entregó para que la sopesase y comprobé que pesaba menos que un puñado de plumas—. Visor fosforescente, para disparar de noche, gatillo de alta seguridad y cargador de dieciséis balas. Los estetas la critican porque no es muy bonita, pero para mí, este «juguete» es el mejor. La Glock 17 dispara balas del calibre 9 parabellum, la 21, del calibre 45. La 21 es menos precisa, pero con este tipo de munición paras a tu adversario le des donde le des.

Sarah me entregó un puñado de balas. Pesadas, grandes, amenazadoras.

—Estas dos Glock son mías —dijo—. Te doy la 21. Ten cuidado, porque el gatillo está especialmente regulado para mi índice; será demasiado blando para ti.

Miré el arma, incrédulo. Luego levanté los ojos hacia la israelí:

—¿Cómo sabes tanto de esto, Sarah?

Nueva sonrisa:

—Estamos en guerra, Louis. No lo olvides nunca. En caso de alerta en los
fishponds
, cada uno de nosotros dispone de veinte minutos para alcanzar un punto secreto de reunión. Todos los trabajadores de los kibutz son combatientes virtuales. Estamos entrenados, preparados, siempre dispuestos a combatir. A principios de año, los Scuds silbaban por encima de nuestras cabezas —Sarah cogió la 9 mm, se acercó el arma a la oreja y montó una bala en la recámara—. Pero no deberías mirarme con esa cara. Ahora mismo, tú corres más peligro que todo Israel.

Apreté los dientes, cogí la Glock y luego le pregunté:

—Los que me atacaron en Bulgaria disponían de armas sofisticadas. Un fusil de asalto, con rayo láser, amplificadores de luz… ¿Qué opinas?

—Nada. El material del que hablas no es nada sofisticado. Todos los ejércitos de los países desarrollados disponen de este tipo de equipamiento.

—¿Quieres decir que los dos asesinos podrían ser soldados?

—Soldados, o mercenarios.

Sarah se alejó entre el polvo para buscar cosas que nos sirviesen de blanco. Trozos de plástico colgados de arbustos, latas de conserva apoyadas sobre unas raíces. Volvió, un poco curvada por el viento, y me explicó los rudimentos del tiro.

—Las piernas firmes —dijo—, el brazo extendido, el índice colocado lateralmente a lo largo del cañón. Pones la vista en la marca del visor. En cada tiro, amortiguas el retroceso con la muñeca, de adelante atrás, nada de abajo arriba, como te saldría naturalmente. Si lo haces así, la parte trasera del cañón tocará tu muñeca y, a la larga, encasquillarás el arma. ¿Comprendes, pequeño
goy
?

Asentí y me dispuse a disparar, calcando sus gestos.

—Vale, Sarah. Estoy listo.

Ella extendió las manos, fuertemente apretadas al arma, levantó el percutor, esperó unos segundo y después gritó: «¡Vamos!».

Se produjo un fuerte estruendo. Sarah era una tiradora fuera de serie. Yo también alcancé mis blancos. Volvió el silencio, cargado de olor a cordita. Treinta y dos disparos habían abrasado el aire de la tarde.

—¡Vuelve a cargar! —gritó Sarah. Al unísono, los cargadores vacíos saltaron y volvimos a empezar. Una nueva ráfaga, y nuevos trozos de metralla por los aires. «¡Vuelve a cargar!», repitió Sarah. Todo se aceleró, y aquello fue una sucesión de balas empujadas por el resorte del cargador y los chasquidos del percutor, con la vista fija en el punto de mira del arma. Uno, dos, tres, hasta cuatro cargadores se vaciaron así. Los casquillos nos saltaban a la cara. Yo no oía nada. Mi Glock humeaba y comprendí que estaba ardiendo, pero mis manos insensibles me permitían disparar a voluntad, sin temor a quemarme.

—¡Vuelve a cargar! —gritaba Sarah. Cada sensación iba acompañada de un secreto placer. El arma golpeaba, saltaba o rebotaba en mi mano. El ruido de cada disparo era corto, seco, ensordecedor. De la boca de la pistola salía un fogonazo azulado, compacto, acompañado de un humo acre. Y los destrozos, terroríficos, irreales, que hacíamos con nuestras armas a decenas de metros más allá. «¡Vuelve a cargar!». Sarah era un puro temblor. Las balas se le escapaban de las manos. Su horizonte más próximo no era más que un campo devastado. Sentí repentinamente una irresistible ternura por la joven. Bajé el arma y fui hacia ella. Me pareció más sola que nunca, ebria de violencia, perdida entre el humo y los casquillos vacíos.

Entonces, de pronto, tres cigüeñas pasaron por encima de nosotros. Las vi, claras y hermosas, en aquella puesta de sol. Vi también a Sarah, con los ojos brillantes y los mechones revoloteando por su frente. Y comprendí. Metió rápidamente un cargador, montó una bala en la recámara y apuntó con su Glock al cielo. Sonaron tres detonaciones, seguidas de un silencio absoluto. Vi, como a cámara lenta, los pájaros, flotando en el aire, destrozados. Luego cayeron a lo lejos, produciendo un pequeño ruido sordo, discreto y triste, al golpear contra el suelo. Miré fijamente a Sarah, sin poder decirle nada. Ella me devolvió la mirada, luego estalló en carcajadas, moviendo la cabeza. Era una risa tan fuerte y extraña que daba miedo.

—¡Las anillas! —corrí hacia los pájaros muertos. Descubrí los cuerpos unos cien metros más allá de nosotros. La arena bebía ya su sangre. Las examiné por todas partes. No llevaban anillas. Eran pájaros anónimos. Cuando volví a paso lento, Sarah estaba encogida sobre sí misma, gimiendo y llorando toda su pena en la arena del desierto.

Aquella noche hicimos otra vez el amor. Nuestras manos olían a pólvora y había en nosotros un ansia patética por experimentar placer. Entonces, en las profundidades de la noche, el goce surgió. Nos transportó como a una hoja ciega en una tormenta de oleadas sucesivas en la que nuestros sentidos se perdieron y se anularon.

21

A la mañana siguiente, nos levantamos a las tres. Tomamos el té sin decirnos una palabra. Fueran, se oían los pesados pasos de los
kibutzniks
. Sarah no quiso que la acompañase a los
fishponds
. La joven judía no podía dejarse ver con un
goy
. La besé y tomé el camino contrario, en dirección al aeropuerto Ben Gurion.

Había alrededor de trescientos kilómetros que recorrer. Conducía a gran velocidad mientras iba amaneciendo. En las cercanías de Nablús me encontré con la otra realidad de Israel. La barrera de un control militar cortaba la carretera. Pasaporte, interrogatorio… Con los fusiles de asalto a unos centímetros de mí, les expliqué una vez más los motivos de mi viaje. «¿Cigüeñas? ¿Qué quiere decir?». Tuve que responderles a otras preguntas en una caseta mal iluminada. Los soldados dormitaban bajo el casco y el chaleco antibalas. Se echaban unos a otros miradas incrédulas. Finalmente, saqué las fotos de Böhm y les mostré los pájaros blancos y negros. Los soldados se echaron a reír. Yo reí también. Me ofrecieron un té que bebí rápidamente y me marché en cuanto pude, con un sudor helado en la espalda.

A las ocho llegué a unos grandes hangares dentro del aeropuerto Ben Gurion, en los que estaban instalados los laboratorios de Yossé Lenfeld. Lenfeld me esperaba ya, impaciente, dando pasos nerviosos delante de la puerta de chapa ondulada.

El ornitólogo, director de la Nature Protection Society, era un fenómeno de la naturaleza. Otro más. Por mucho que Yossé Lenfeld me hablase a voz en grito —sin duda para poder superar el ruido de los aviones que pasaban por encima de nosotros—, por mucho que emplease un inglés abrupto, pronunciado a una velocidad alucinante, llevase la
kippa
del revés y presumiese de gafas Ray-Ban de jeque árabe, no me impresionaba. Ya nada me impresionaba. En mi opinión, este hombre pequeño, de cabellos grises, concentrado en sus ideas como un malabarista en sus mazas, antes debía contestarme a algunas preguntas —yo me había hecho pasar por periodista. Y punto.

Yossé me explicó primero el problema ornitológico de Israel. Cada año, quince millones de pájaros migratorios, de doscientas ochenta especies diferentes, pasaban por encima del país, transformando el cielo en un espacio de tráfico incesante. Los últimos años, los pájaros habían causado numerosos accidentes a los aviones civiles y militares. Habían muerto varios pilotos, y sus aviones habían quedado completamente destruidos. El precio de la pérdida, por cada accidente, se estimaba en quinientos mil dólares. La IAF (Israel Air Force) decidió tomar medidas y lo llamó a él en 1986. Yossé disponía actualmente de medios ilimitados para organizar un «Cuartel General Antipájaros» y permitir que el tráfico aéreo volviese a su cadencia habitual, sin riesgos.

La visita comenzó por una garita de vigilancia instalada en la torre de control del aeropuerto civil. Al lado de los radares tradicionales, dos mujeres soldado vigilaban otro radar especializado en migraciones de aves. Sobre su pantalla se veían regularmente largas bandadas de pájaros.

—Aquí es donde se evita lo peor —explicó Yossé—. En caso de un vuelo imprevisto, podemos detener la catástrofe. El paso de algunos pájaros puede tener a veces dimensiones increíbles —Lenfeld se inclinó sobre un ordenador, tecleó algo e hizo aparecer un mapa de Israel en el que se veían claramente inmensos grupos de pájaros cubriendo todo el territorio judío.

—¿Qué clase de pájaros? —pregunté.

—Cigüeñas —respondió Lenfeld—. De Beit-She'an al Néguev, pueden atravesar Israel en menos de seis horas. Además, las pistas del aeropuerto están dotadas de dispositivos acústicos que reproducen el grito de algunos depredadores, con la finalidad de evitar toda concentración de pájaros por encima del terreno. En el peor de los casos, tenemos rapaces adiestradas, nuestra «brigada de choque», y podemos soltarlas, si no queda más remedio.

Mientras hablaba, Lenfeld reemprendió la marcha. Atravesamos las pistas de aterrizaje acompañados por el zumbido de los reactores, encorvados bajo sus alas gigantes. Yossé me daba muchas explicaciones, que oscilaban entre el catastrofismo y el orgullo de pertenecer «al primer país del mundo, después de Panamá, en cuanto al paso de aves migratorias».

Volvimos a los laboratorios. Con la ayuda de una tarjeta magnética, Lenfeld abrió una puerta metálica. Entramos en una especie de recinto de cristal, provisto de una consola informática, suspendida sobre un inmenso taller aeronáutico.

—Aquí recreamos las condiciones exactas de los accidentes —explicó Lenfeld—. Lanzamos contra nuevos prototipos de aviones el cuerpo de un pájaro a una velocidad que sobrepasa los mil kilómetros por hora. Analizamos después los puntos de impacto, las resistencias, los desgarros.

—¿De los pájaros?

Lenfeld se echó a reír, y me dijo con su voz cavernosa:

—De los pollos, señor Antioche. ¡De los pollos de supermercado!

La sala siguiente estaba llena de ordenadores en cuyas pantallas se veían columnas de cifras, mapas milimetrados, curvas y gráficos.

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