El Reino de los Zombis

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Authors: Len Barnhart

BOOK: El Reino de los Zombis
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Jim Workman, dueño de una gran empresa de construcción y protagonista de esta historia, regresa de tres semanas de solitario descanso en una cabaña rústica perdida en el bosque y aislada de la civilización. A su llegada al pueblo una extraña sensación le invade todo el cuerpo.

El olor a carne podrida impregna el aire mañanero y no ve a nadie caminar por las calles. Durante su ausencia e incomunicación se ha extendido una epidemia en todo el mundo, un extraño virus que provoca que los muertos se levanten de sus tumbas con un deseo irrefrenable de comerse a los vivos.

La humanidad rápidamente se está extinguiendo y son pocos los que sobrevivirán pues el tiempo se acaba. La única oportunidad para los seres humanos será que unan sus fuerzas y trabajen en equipo, ya que los extraños seres antinaturales están llenando las calles y casi ningún lugar ya es seguro.

Len Barnhart

El Reino de los Zombis

Reino de los Zombis I

ePUB v1.1

jubosu
25.03.12

Autor: Len Barnhart

Título: El Reino de los Zombis

Traductor: Marta García Martínez

Agradecimientos

Quiero dar las gracias de forma muy especial a Carol, que fue mi inspiración y siempre creyó que podría completar una novela. Sin ella jamás habría intentado semejante empresa. Soy mejor contigo de lo que jamás podría ser sin ti. Me completas. Eres mi gran amor y mi alma gemela.

Len Barnhart

Prólogo

Yo era muy pequeña cuando la gran plaga de la muerte estuvo a punto de borrar a los seres humanos de la faz de la tierra, pero recuerdo esos tiempos con toda claridad y mucha angustia. Recuerdo el horror y la tristeza, la zozobra continua y el dolor, pero sobre todo el miedo. El miedo que yo sentía y el miedo que expresaban los demás, ya fuera verbalmente o no.

También recuerdo a los héroes, aquellos que dieron sus vidas de forma desinteresada para que otros pudieran sobrevivir. Es a ellos a los que les debo la vida, y las vidas de mis hijos, porque ellos no estarían aquí si yo hubiera perecido. Jamás olvidaremos su valentía y su coraje. Y no solo los recordaré yo, sino también todos aquellos por cuyas vidas pasaron de un modo u otro; pues en aquellos primeros días carecíamos de rumbo y ellos vinieron para enseñarnos el camino.

Este relato está dedicado a aquellos pocos valientes, por su eterno recuerdo, para que nunca los olvidemos.

PRIMERA PARTE

LA VENGANZA DE GAIA

EL DESPERTAR

Capítulo 1

El despertador rompió el silencio que reinaba en la cabaña de la montaña. Jim Workman buscó a tientas en la oscuridad previa al amanecer y lo encontró en la mesita de noche. Puso fin a aquel desagradable estruendo y encendió la lámpara de queroseno que tenía al lado.

Eran las cinco de la mañana del domingo, el último día de su estancia de tres semanas. Su periodo sabático había pasado demasiado rápido, pero había saboreado cada día, todo un descanso de su trepidante otra vida. Si por él fuera, aquella sencilla cabaña anidada en las estribaciones de las preciosas montañas Blue Ridge sería su residencia permanente; pero, por supuesto, la «vida real» lo hacía imposible, al menos de momento.

Jim era el dueño de una gran empresa de construcción y no tenía mucho tiempo para nada que no fuera hacer que su negocio, siempre boyante, siguiera apuntando en la dirección adecuada. Con cada año que pasaba crecía su anhelo por las cosas sencillas de la vida y sus esfuerzos de expansión le exigían cada vez más de su precioso tiempo. Ese año, con esas tres semanas de aislamiento, ya había forzado los límites al máximo.

Solo había una persona en el mundo que sabía dónde estaba su retiro, su secretaria Rita, y esta tenía órdenes estrictas de avisarlo solo en caso de emergencia. Ni siquiera Sheila, su exmujer, sabía con exactitud dónde estaba la cabaña. Si había necesitado ese retiro, había sido en parte por ella, así que era la última persona con la que quería hablar mientras intentaba aclarar el lío que tenía en la cabeza, sobre todo desde que las vistas para conseguir el divorcio habían consumido casi nueve meses de su vida.

Jim se vistió, fue a la cocina y encendió otra lámpara. La cabañita no contaba con comodidades como electricidad o agua corriente, pero era el sitio perfecto para su escapada anual. Después de todo, era un hombre autosuficiente, o al menos así le gustaba considerarse, un hombre capaz de cuidar de sí mismo fueran cuales fueran los obstáculos.

Un arroyo de agua dulce y un lago muy bien provisto mantenían a raya el hambre. En el parque nacional que lo rodeaba abundaba la fauna, y los cuatro mil acres de monte eran la barrera perfecta que se interponía entre él y aquellos que quisieran inmiscuirse en su paraíso temporal.

Jim se quedó mirando su reflejo en el espejo de la pared de la cocina. Tenía el pelo sucio y despeinado. Las comodidades modernas tienen sus ventajas, después de todo, pensó mientras se rascaba la barba de tres semanas. Con todo, su amor por aquel tipo de vida estaba comenzando a superar el instinto que lo empujaba hacia el éxito.

Jim llenó el lavabo con el agua fría de un cubo galvanizado y empezó a asearse para el viaje de vuelta a la civilización. Con cada pasada de la cuchilla iba desapareciendo el pionero superviviente e iba surgiendo un atractivo hombre de cuarenta años, el Jim Workman que era capaz de sobrevivir en el mundo supuestamente civilizado de la empresa y el comercio.

Llevó dos bolsas de lona a la camioneta y las tiró a la parte de atrás; después se puso a reunir todas sus armas. Esas vacaciones solo se había llevado dos con él, una Magnum 44 para su defensa personal y un 30.06, el calibre que prefería para cazar ciervos, aunque todavía faltaban dos meses para que se abriera la veda. Convencido de no haberse olvidado nada, apagó las lámparas y dejó la cabaña, listo para enfrentarse una vez más al mundo.

Estaba saliendo el sol, se asomaba sobre las montañas del este, de un profundo color violeta, con rayos naranjas y amarillos que atravesaban igual que púas de luz las nubes algodonosas y se reflejaban en el suelo como focos blancos y delgados. Jim metió la 44 en la guantera y después se quedó mirando mientras el astro rey coronaba la montaña y quemaba las capas de niebla de los picos hasta hacerlas desaparecer. Los sonidos del monte llenaron los bosques de brisas suaves y trinos de pájaros. A lo lejos, un gran ciervo pastaba la hierba suave que crecía a sus pies. Eran viejos enemigos. Jim había intentado cazar a aquel grandullón varias temporadas seguidas, pero jamás había podido conseguir un tiro certero. Siempre un paso por delante, aquel magnífico animal de cuernos de doce puntas desaparecía entre la espesura antes de que él pudiera apretar el gatillo. Desde entonces, se había resignado al hecho de que el ciervo era parte del paisaje y que se había ganado su derecho a vivir. Le alegró verlo aquella mañana.

Por fin, Jim arrancó la camioneta y dejó atrás la vida que llevaba en las montañas. Su retiro quedaría en el olvido, sería borrado por otro año más de plazos por cumplir, mínimos por respetar, y por el último dólar por ganar que siempre esperaba tras la esquina.

El pueblo de Warren estaba a cuarenta y cinco minutos de la cabaña, siguiendo una carretera comarcal larga y serpenteante. Las montañas, de un profundo color azul, testimonio de la historia y la grandeza del valle Shenandoah, se fueron desvaneciendo a su espalda a medida que se acercaba al pueblo. Allí repostaría y se tomaría un café, que buena falta le hacía. Las provisiones que llevaba se le habían terminado dos días antes, y si había adquirido un vicio durante su ajetreada vida era la adicción a la cafeína. Después de echar gasolina, volvería a Manassas y reanudaría su afanoso estilo de vida en una de las zonas residenciales de Washington D. C. En total, un viaje de unas dos horas.

Algo de música haría el viaje un poco más soportable, pero también lo animaría si pudiera dar con uno de esos tíos que hablan por la radio por las mañanas, más contentos que unas pascuas. Había uno en concreto que siempre lo hacía reír. Pero era domingo y seguro que ese tío todavía estaba en casa, metido en la cama. Con algo de música bastaría, quizá rock clásico.

Jim exploraba el dial mientras conducía: iba apretando con el dedo las emisoras programadas, de izquierda a derecha, en busca de sus preferidas. Una ligera carga de electricidad estática llenaba los altavoces al detenerse en alguna de las emisoras. En otras, un silbido irritante hendía la calma matinal. Desalentado, apagó la radio y continuó conduciendo en silencio.

Jim se detuvo delante de un semáforo estropeado cuando entró en el pueblo de Warren. Allí estaba pasando algo raro. Observó el extenso centro comercial que tenía a la derecha. El cartel que advertía a los camioneros de que estaba prohibido pasar allí la noche estaba un poco torcido. Los escaparates eran oscuros agujeros enmarcados por cristales rotos y dentados. Los restos, hechos trizas, del anuncio de «Las mayores rebajas del año» que había en uno de los escaparates, aleteaban bajo la brisa de la mañana. El aire agitaba la basura, que volaba por el aparcamiento, formando pequeños tornados de desechos. El olor a carne podrida impregnaba el aire mañanero. Era como si una guerra hubiera diezmado el pueblo.

Decenas de personas se apiñaban ante el destrozado centro comercial. Algunos se habían quedado parados en el paseo cubierto que había delante de los escaparates hechos añicos, otros caminaban sin rumbo por el aparcamiento como si estuvieran sumidos en un trance.

Comenzaron a notar la presencia de Jim, y lo primero que este pensó fue que podrían ser saqueadores, como los que encontró durante los disturbios de Los Ángeles, salvo que estos no parecían cucarachas enfervorizadas que se escabullían por todas partes, como los asaltantes que había visto. Esas personas eran muy diferentes. No había prisas ni apuros por coger cuanto antes todo lo posible y huir. Ni siquiera parecía que les interesara lo más mínimo.

Harapientos y ensangrentados, volvían sus miradas vacías hacia él y se tambaleaban en su dirección con un esfuerzo casi coordinado. Todos parecían haber sido víctimas de una violencia incalificable, si bien en diversos grados. Los rostros de los tres que tenía más cerca, un adolescente y dos mujeres mayores, eran de un color gris azulado y sin vida. Al chico, un brazo le colgaba de forma grotesca del hombro, como si solo estuviera pegado por una hebra de tendones. A una de las mujeres le faltaba una oreja. Asqueado por la extraña visión, Jim aceleró por instinto y se alejó a toda velocidad.

Mientras atravesaba la ciudad siguió viendo más de lo mismo. Tres semanas antes había pasado por allí de camino a su cabaña y todo le había parecido normal. ¿Había estallado una guerra mientras él se dedicaba a comulgar con la naturaleza? Era muy posible, pero una vocecita interior le decía que no dejara de avanzar.

Aparte de la camioneta de Jim, no había ningún otro vehículo en movimiento, y que él viera tampoco había policías para mantener a raya a los extraños saqueadores. Si las cosas habían llegado al punto de que las autoridades locales no pudieran hacerse cargo de la situación, ¿por qué no habían llamado a la Guardia Nacional para que los ayudara? Algunas de esas personas estaban heridas. Sin embargo, Jim sabía que no debía parar para ayudar. Su aspecto era… antinatural. El pueblo de Warren apestaba a muerte.

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