Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
Sharon dobló la esquina y estuvo a punto de chocar con una criatura que se acercaba. Por la expresión de su cara, se había quedado tan sorprendida como ella ante la repentina confrontación. Al girar, Sharon vio que la calle estaba llena de muertos vivientes, que, al darse cuenta de que estaba allí, se giraron en masa y se dirigieron hacia ella.
Sharon se echó hacia atrás y se mantuvo varios metros por delante del monstruo más cercano, empeñado en hacerla trizas. No podía escapar entre toda aquella chusma. Su única opción era regresar al laboratorio. Al menos no podrían forzar aquella puerta de acero de ocho centímetros de ancho.
Desde la puerta del laboratorio, Sharon echó un último vistazo al pasillo. Las criaturas arrastraban los pies hacia ella con pasos rígidos y torpes; se movían penosamente con un único objetivo, una sola meta: devorarla entera.
Abrió la puerta, y estaba a punto de cerrarla tras de sí cuando otro zombi dobló la esquina desde el lado contrario. Sus desgarbados restos se tambaleaban de un lado a otro en el penoso recorrido por el pasillo que llevaba hacia ella. Sharon fue incapaz de contener una sonrisa fugaz, menuda ironía: Brownlow se había convertido en el objeto de su obsesión destructiva.
Satisfecha al ver que al menos Brownlow estaba derrotado y no había podido llevar a cabo su plan, la científica entró en el laboratorio y cerró la puerta con cerrojo.
Había llegado el momento de enfrentarse al problema de cómo salir. Puede que se vayan por las buenas cuando se den cuenta de que no pueden acercarse a mí, pensó. Puede que salgan tan tranquilos por la puerta de la calle. Pero si casi dos meses enteros de estudio constante le habían enseñado algo, era que aquellas criaturas se inclinaban por imitar las pautas aprendidas en sus antiguas vidas. Los monstruos que había al otro lado de la puerta eran soldados muertos cuya obligación principal en la vida consistía en proteger esas instalaciones. No se iban a marchar a ninguna parte.
Sharon examinó la habitación con los ojos. Si tuviera un arma, un palo, cualquier cosa que pudiera usar para abrirse camino a la fuerza, quizá podría conseguirlo.
Fue a su escritorio, abrió todos los cajones y tiró el contenido al suelo. Nada. No encontró nada útil tampoco en la mesa de trabajo del doctor Cowen. Frustrada, volcó una mesa y todos los instrumentos se estrellaron contra el suelo. Se derrumbó y se quedó sentada entre el revoltijo, hundió la cabeza en las manos y se rindió a las lágrimas de frustración y desesperación.
Se maldijo por ser demasiado cautelosa. Si hubiera abandonado la habitación y se hubiera escapado en cuanto se había detenido el tiroteo, quizá habría tenido más oportunidades. Pero tuvo que esperar cinco horas, lo que les había dado a los muertos tiempo de sobra para reanimarse e invadir los pasillos.
Después de varios minutos sentada en el suelo riñéndose por ver las cosas con tanta claridad cuando ya era demasiado tarde, fue a la nevera y sacó un refresco. Eran demasiado dulces para su gusto, pero el caso era que quizá tuviera que pasarse allí metida cierto tiempo. El azúcar mantendría altos sus niveles de energía.
Se preguntó cuánto tiempo duraría. En la nevera había suficiente comida basura para aguantar varios días, cortesía de su compañero muerto. Los lavabos seguían funcionando y el aire seguiría siendo respirable hasta que el sistema de circulación se apagase por falta de mantenimiento.
Al pensar en aquello levantó la mirada hacia la rejilla que había encima de la nevera. ¡Los conductos del aire acondicionado! Las instalaciones estaban entreveradas por una red que llegaba a cada sala, incluyendo el laboratorio en el que estaba ella. El conducto estaba a unos dos metros y medio del suelo y era lo bastante grande como para que ella pudiera arrastrarse por él.
Sharon cogió una silla y la colocó bajo la rejilla. Cuatro tornillos sujetaban la tapa. Iba a necesitar un destornillador. Recordó haber visto uno cuando tiró el contenido de los cajones del escritorio. Revolvió entre el desastre del suelo hasta que lo encontró.
Los tornillos salieron con facilidad y la tapa se desprendió de inmediato, pero la abertura estaba demasiado alta como para poder trepar. La vieja nevera le daría la altura que necesitaba, si podía empujarla hasta dejarla lo bastante cerca.
Sharon se bajó de la silla y la apartó. Tenía que mover el electrodoméstico alrededor de un metro. Era un modelo viejo y pesado, de los que no tenían ruedas. Necesitó hacer acopio de toda su fuerza y muchos respiros entre empujón y empujón, pero consiguió colocar la nevera bajo el conducto de ventilación. Se apartó el pelo de la sudorosa frente y ordenó sus pensamientos.
—Actúa con calma —se dijo en voz alta—. No es el momento de precipitarse. ¿Qué necesito llevarme conmigo?
Estudió la habitación. No había nada que pudiera utilizar como arma. Una vez que se fuera, ya no podría regresar. La situación del exterior no sería mucho mejor que allí dentro. Había una cosa que debía llevarse con ella: el dosier de su investigación. Tenía que seguir buscando una respuesta. Quizá fuera la única que había llegado tan lejos en la búsqueda de una causa.
Sharon descargó todo lo que tenía sobre el virus en varios cedés y los metió en un estuche. La cartera que había junto al escritorio contenía su portátil y las baterías de repuesto. Metió el dosier en el maletín junto con varios paquetes de galletas de mantequilla de cacahuete y dos trozos de pollo frito frío que el doctor Cowen había dejado en el frigorífico.
De una de las mesas de reconocimiento extrajo una correa de nailon de la barra de metal y pasó la correa por el asa de la cartera. Se construyó una especie de arnés, se ató la cartera a los hombros y después se abrochó la hebilla. Estaba lista.
Sharon cogió la silla y se subió a la nevera. Echó un último vistazo a su alrededor para asegurarse de que había cogido todo lo que la habitación tenía que ofrecer. La criatura que había estado utilizando para su investigación seguía atada a la mesa. Seguía viva a pesar de que le faltaba el hígado. El único órgano vital para su supervivencia era el cerebro. Mientras esa parte no resultara dañada, el monstruo no dejaría de funcionar.
Sharon se metió en el pasadizo y empezó su viaje por el laberinto de conductos del aire.
No tardó en llegar a una rejilla de ventilación desde la que se veía la calle y la parte delantera de la cafetería. Los soldados reanimados seguían allí. Algunos vagaban sin rumbo, otros se habían sentado en las puertas o apoyado en las paredes y devoraban los restos de algún alma desgraciada, sin advertir la presencia de la científica.
Sharon siguió muchos de los caminos del pasadizo, fue girando en una dirección u otra durante lo que le parecieron horas. Todos la llevaron a sitios muy poco apetecibles o a callejones sin salida, hasta que llegó a un pasaje que subía directamente durante unos treinta o cuarenta metros. El diámetro de ese pasadizo medía el doble que el resto y tenía una escalera de metal pegada a la pared.
La científica trepó por la escalera hasta la cima. Un conducto horizontal recorría otros quince metros. Al final de ese conducto encontró una tapadera. Sharon se arrastró hasta ella y se asomó a la rejilla. Estaba al nivel del suelo, no lejos del banco que había junto a los parterres y en el que ella se había sentado tantas veces.
Fuera todavía estaba oscuro. No tenía ninguna intención de salir mientras siguiese siendo de noche. Esperaría dentro de aquel conducto mal iluminado.
Cuando Sharon abrió los ojos, el sol estaba brillando y un viento frío barría el canal de ventilación. Que ella viera, no había señal alguna de peligro. Ahora o nunca, pensó.
Examinó la cubierta. Estaba sujeta por fuera, pero con un poco de suerte no estaría soldada. Solo había una forma de averiguarlo.
Se echó hacia atrás y apoyó los pies en la rejilla, después le dio una patada con todas sus fuerzas. Sus esfuerzos provocaron un gran estruendo que resonó por toda la cámara. Sharon siguió dándole patadas y a la cuarta la rejilla se desprendió y cayó, sujeta por un único tornillo oxidado. Tras asegurarse de que no se le iba a soltar la cartera, salió trepando del sistema de ventilación y pisó tierra firme.
No había criaturas a la vista, así que emprendió el camino hacia la verja principal con la esperanza de encontrar un vehículo con el que poder escapar.
La garita de guardia de la entrada principal estaba abandonada, y la verja estaba abierta. Todavía había dos coches aparcados delante de la garita. Uno, un gran cuatro por cuatro de aspecto sólido con la palabra «Hummer» pintada con aerógrafo en la puerta de atrás, era el que tenía más cerca, pero no tenía las llaves dentro. El otro vehículo, un Jeep con el techo de tela, tenía un juego de llaves en el compartimento que había entre los asientos.
Sharon se subió de inmediato. Introdujo la llave y el motor cobró vida con un rugido. La científica no tenía mucha experiencia con los coches de cambio manual, pero tendría que apañarse.
Metió la primera con un chirrido y se quedó mirando la carretera del otro lado de la verja sin saber muy bien qué camino tomar. De una cosa estaba segura: quería ir en dirección contraria a Washington D. C. Lejos de las hordas hambrientas.
Soltó el embrague y el Jeep atravesó la verja con una sacudida.
Amanda repasó sus escasas posesiones y las volvió a meter en la mochila. Esa vez no le faltaba nada. Había optado por llevarse sus cosas con ella, allá donde fuera. Un par de días antes había descubierto que alguien le había birlado unos vaqueros y una lata de maíz. La gente no cambiaría jamás, fueran cuales fueran las circunstancias. Por lo general, las situaciones complicadas sacaban lo peor de las personas.
Felicia se sentó cerca y empezó a cepillar los bucles dorados de la chiquilla muda. La niña garabateaba en un bloc que había cogido en alguna parte y disfrutaba de la atención con la que la colmaba la joven.
—Dios, cómo me voy a alegrar de salir de aquí e irme a un sitio donde al menos pueda darme una ducha —suspiró Felicia.
Amanda levantó la cabeza y sonrió.
—Sí, yo también. —Cerró la mochila de un golpe y se la colgó al hombro. No estaba muy segura de que el traslado a la cárcel fuera a mejorar mucho las cosas. El número de cadáveres asesinos aumentaba cada día. Cada nueva muerte se llevaba a uno de los vivos y añadía un soldado más al ejército de muertos. Estaba empezando a tener la sensación de que estaban en una situación desesperada. Los zombis te encontraban y te atrapaban, y daba igual dónde te escondieras.
Amanda se levantó y miró a Felicia a los ojos. La postura nerviosa de Felicia y su sonrisa infantil le dieron la impresión a Amanda de que la chica era más joven de lo que era en realidad. Su repentino cambio de actitud en los últimos días confundía a Amanda. No tenía tanto miedo como antes. Estaba más tranquila, casi alegre.
Amanda sonrió otra vez, esa vez con más sinceridad.
—Sí, será agradable bañarse y tener un poco de privacidad. He oído que cada uno tendremos un sitio propio para dormir. Aunque sea una celda, sigue siendo mejor que lo que tenemos ahora.
—Mick me ha preguntado si quiero ir con él hasta allí —dijo Felicia—. ¿Debería hacerlo?
Así que era eso, pensó Amanda. Por eso Felicia estaba más animada, por Mick.
—Sí, creo que sí. No hay nada de malo en ello, ¿no?
—No, absolutamente nada —dijo Felicia.
—¿Es el último? —preguntó Jim.
—Ya está —dijo Chuck al tiempo que encendía un cigarrillo—. Es el último cuerpo. Hemos registrado todo el lugar y ya han desaparecido todos. Y las celdas también están vacías, todas ellas.
—Bien. Oye, ¿de dónde has sacado los cigarrillos? Creí que se te habían acabado.
—De los cuerpos de los presos. Encontré más de cincuenta putos paquetes, los llevaban encima o los tenían en las celdas. Con eso ya tengo para otro mes o así.
—Eres un cabrón muy loco, ¿lo sabías?
—Eso me dicen, aunque yo no sé por qué. Claro que los que estamos locos nunca lo sabemos.
—Venga. Vamos a ver si podemos volver a conectar la electricidad antes de que empiecen a traer a la gente.
Chuck aplastó la colilla del cigarrillo bajo la bota y se aseguró de que estaba apagado.
—Ya lo he comprobado, Jim. Lo único que tienes que hacer es darle a unos cuantos interruptores y encender los generadores. Tienen dos depósitos de combustible subterráneos de cuarenta mil litros, están por allí —dijo y señaló una bomba de gasolina y un cobertizo para herramientas—. Están llenos, hay de sobra para unos cuantos meses si los usamos con moderación. Y adivina qué más he averiguado.
—¿Qué más, Chuck?
—La verja de dentro está ¡e-lec-tri-fi-ca-da! Lo único que tenemos que hacer es conectarla y meterle más potencia. Nadie querrá tocarla, ¡ni vivo ni muerto!
—¿En serio? Enséñame eso.
Chuck lo llevó a la garita principal que había junto a la verja de entrada. Dentro había una habitación con cuatro monitores de vídeo encima de un panel de control y un equipo de comunicación. Un armario empotrado cerrado con llave contenía varias radios portátiles y unos llaveros. La silla del supervisor estaba volcada y el contenido de una caja de cartuchos de rifle había quedado esparcido por el suelo; todo ello indicaba que el puesto había sido abandonado a toda prisa.
—Mira esto —dijo Chuck—. Estos botones abren y cierran la puerta de la verja exterior y este de aquí electrifica la interior.
—¿Y por qué la verja exterior no está electrificada?
—Porque es más antigua. No estaba diseñada para que la conectaran. Pero cuando pusieron la nueva hace cinco años, decidieron hacerlo a lo grande y la electrificaron. ¿Ves esas pantallas?
Jim miró los monitores que había sobre el panel.
—Hay cámaras de vídeo en todas las torres de guardia —le dijo Chuck—. Se pueden vigilar todos los terrenos de la prisión desde aquí, con solo mover las cámaras con estos cuatro mandos que van rotando.
Jim asimiló todo lo que le dijo Chuck, contento con la información. Su antigua vida de constructor había quedado casi olvidada. La única ambición que le quedaba era proteger a los supervivientes. Y la cárcel parecía el lugar perfecto para hacerlo.
El centro de rescate de Riverton vibraba de emoción. Algunos contaban cómo habían huido por los pelos de los muertos errantes, mientras que otros comentaban con esperanza renovada que su nuevo hogar en la prisión era más seguro que aquella pocilga atestada e insalubre que habían soportado durante los últimos dos meses.