El vuelo de las cigüeñas (19 page)

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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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—Este es nuestro departamento de investigación —comentó el ornitólogo—. Aquí determinamos las trayectorias de cada especie. Integramos millares de observaciones y notas tomadas por los
birdwatchers
. A cambio de estas informaciones, los compensamos dándoles alojamiento gratuito durante su estancia, la autorización para observar los pájaros en algunos lugares estratégicos…

Estos datos me interesaban.

—¿Sabe usted por dónde pasan exactamente las cigüeñas en Israel?

Yossé sonrió y cogió un ordenador que estaba disponible. El mapa de Israel apareció otra vez, y en él se dibujaron, en líneas de puntos, unos itinerarios. Relativamente cercanos unos de otros, todos se cruzaban a la altura de Beit-She'an.

—De cada especie tenemos las trayectorias y los datos de su paso anual. En lo posible, nuestros aviones intentan evitar estos pasillos. Aquí, en rojo, puede usted ver las principales rutas de las cigüeñas. Se constata que todas pasan, sin excepción, por Beit-She'an. Está en…

—Conozco Beit-She'an. ¿Puede asegurarme que estos itinerarios son siempre fijos?

—Absolutamente —respondió Lenfeld, alzando la voz—. Lo que ve ahí es la síntesis de cientos de observaciones realizadas desde hace cinco años.

—¿Tiene usted datos cuantitativos, estadísticas del número de pájaros?

—Claro. Cuatrocientas cincuenta mil cigüeñas pasan cada año por Israel, en primavera y en otoño. Sabemos, incluso, a qué ritmo llegan, conocemos con precisión sus hábitos, tenemos los datos precisos, los períodos de concentración, las medias, todo. Las cigüeñas son tan puntuales como los relojes.

—¿Se interesan ustedes por las cigüeñas anilladas que vienen de Europa?

—No especialmente. ¿Por qué?

—Parece que las cigüeñas anilladas europeas no han acudido a la cita la primavera pasada.

Yossé Lenfeld me observaba detrás de sus Ray-Ban. A pesar de los cristales ahumados, yo adivinaba una miraba incrédula. Dijo:

—No lo sabía, pero por el número… No tiene usted buena cara. Vamos a tomar un refresco.

Lo seguí a través de un laberinto de pasillos. El aire acondicionado era glacial. Llegamos a una máquina distribuidora de bebidas. Elegí un agua mineral con gas. La frescura de las burbujas me produjo una gran sensación de bienestar. Luego proseguimos la visita.

Entramos en un laboratorio biológico, lleno de cánulas, probetas y microscopios. Los investigadores llevaban batas blancas y parecían trabajar en algo relacionado con la guerra bacteriológica. Yossé me explicó:

—Estamos en el cerebro del programa. Estudiamos con todo detalle los accidentes de avión y sus consecuencias sobre los equipamientos militares. Los restos de un accidente se traen a esta sala y son analizados en el microscopio, hasta la pluma más pequeña, la más mínima huella de sangre, para así poder determinar la velocidad del impacto y la violencia del choque. Aquí se evalúa la magnitud de los posibles peligros y se proponen medidas de seguridad eficaces. Usted no lo creerá, pero este laboratorio es todo un departamento dentro del ejército. Desde un cierto punto de vista, los pájaros migratorios son enemigos de la causa israelí.

—¿Después de la guerra de las piedras, la guerra de los pájaros?

Yossé Lenfeld se echó a reír:

—¡Efectivamente! No puedo enseñarle más que una parte de nuestros trabajos de investigación. El resto es «secreto de defensa». Pero tengo algo que le puede interesar.

Pasamos a un pequeño estudio de vídeo, atestado de magnetoscopios de 3/4 y de monitores de alta definición. Lenfeld metió una cinta en uno de ellos. En la pantalla apareció un piloto del ejército israelí, con el casco en la cabeza y la visera bajada. De hecho, no se le veía más que la boca, que decía en inglés: «Sentí una explosión, algo muy potente me golpeó en un hombro. Después de algunos segundos sin sentido, pude recuperar la consciencia. No podía ver nada. Mi casco estaba totalmente cubierto de sangre y de pedazos de carne…».

Lenfeld comentó:

—Es uno de nuestros pilotos. Colisionó con una cigüeña, hace dos años, en pleno vuelo. Fue en marzo y las cigüeñas volvían de Europa. Tuvo una suerte increíble. El pájaro le golpeó de frente y su cabina explotó. Sin embargo, pudo aterrizar. Fueron necesarias varias horas para extraerle de la cara trozos de vidrio y de plumas de pájaro.

—¿Por qué no se quita el casco?

—Porque la identidad de los pilotos de la IAF debe permanecer secreta.

—Entonces, ¿no puedo hablar con ese hombre?

—No —dijo Yossé—. Pero tengo algo mejor para usted.

Salimos del estudio. Lenfeld descolgó un teléfono de pared, marcó un código y habló en hebreo. Casi al momento, apareció un hombre pequeño con cara de renacuajo. Sus párpados eran gruesos, y se cerraban sobre unos ojos prominentes.

—Shalom Wilm —me dijo Yossé—, responsable de todos los trabajos de análisis efectuados en este laboratorio. Llevó personalmente las investigaciones sobre el accidente del que acabamos de hablar.

Lenfeld le explicó en inglés a Wilm los motivos de mi visita. El hombre me sonrió y me invitó a seguirlo a su despacho. Un detalle extraño: le pidió a Yossé que nos dejase solos.

Seguí a Wilm. Nuevos pasillos, nuevas puertas. Finalmente, entramos en un reducto muy pequeño, una verdadera caja fuerte cuya puerta metálica se abría mediante una combinación.

—¿Es su despacho? —pregunté con extrañeza.

—He mentido a Yossé. Quiero enseñarle algo.

Wilm cerró la puerta y encendió la luz. Me observó largamente, con circunspección.

—No me lo imaginaba a usted así.

—¿Qué quiere decir?

—Después del accidente de 1989, lo esperaba.

—¿Que me esperaba?

—A usted o a cualquier otro. Esperaba un visitante particularmente interesado en las cigüeñas que regresan a Europa.

Silencio. La sangre me golpeaba en las sienes. Le dije en voz baja:

—Explíquese.

Wilm se puso a revolver en el cuartucho, verdadero caos de objetos de metal, muestras de fibras sintéticas y otras materias. Descubrió una pequeña puerta a la altura de su cabeza y marcó una combinación.

—Analizando las diferentes piezas del avión accidentado, hice un extraño descubrimiento. Comprendí que este hallazgo no era un puro azar, sino que estaba ligado a otra historia más amplia, de la que usted es, sin duda, uno de los eslabones.

Wilm abrió la puerta, metió medio cuerpo dentro de aquella caja fuerte y continuó hablando. Su voz resonaba como si estuviese en el fondo de una caverna.

—Mi intuición me dice que puedo confiar en usted.

Wilm sacó su cuerpo de la caja. Tenía en la mano dos bolsitas transparentes.

—Además, me urge quitarme este peso de encima —añadió.

Perdí mi sangre fría.

—No comprendo nada. ¡Explíquese!

Wilm respondió con calma:

—Cuando examinamos el interior de la cabina del avión que sufrió el accidente, así como el equipamiento del piloto, especialmente su casco, pudimos recoger, entre los restos de la colisión, diferentes partículas. Entre ellas, recogimos trozos del cristal de la cabina.

Shalom dejó en la mesa una de las bolsitas, que llevaba una etiqueta en hebreo. Contenía trozos minúsculos de cristal ahumado.

—También recogimos restos de la visera del casco. —Puso en la mesa la otra bolsita, que contenía trozos de vidrio más claro—. El piloto tuvo una suerte tremenda de sobrevivir.

Wilm me mostraba ahora su mano cerrada.

—Pero cuando examiné estos últimos restos en el microscopio, descubrí otra cosa —Wilm mantenía la mano cerrada—. Algo cuya presencia era totalmente inesperada.

En una fuerte subida de adrenalina, supe, de repente, lo que Wilm me iba a decir. Sin embargo, grité:

—¿Qué es, por Dios santo?

Shalom abrió lentamente la mano y murmuró:

—Un diamante.

22

Salí de los laboratorios de Lenfeld totalmente extenuado. Las revelaciones de Shalom Wilm me llevaban directamente allí donde mi imaginación había rehusado hasta el momento aventurarse.

Max Böhm era un traficante de diamantes y las cigüeñas eran sus correos.

Su estrategia era excepcional, sorprendente, implacable. Según las informaciones de Dumaz, el viejo Max había trabajado dos veces en la zona de los diamantes. De 1969 a 1972 en Sudáfrica, de 1972 a 1977 en la República Centroafricana. Paralelamente, el ingeniero había estudiado y observado la migración de las cigüeñas que trazaban vínculos aéreos entre África y Europa. ¿En qué momento había tenido la idea de utilizar estos pájaros como correos? Era un misterio, pero cuando Böhm abandonó la RCA en 1977, su red ya estaba bien organizada, cuando menos por la vertiente oeste. Le bastaba tener algunos cómplices en la República Centroafricana, que cogían, a espaldas de los dirigentes de las explotaciones diamantíferas, los más hermosos diamantes y luego los fijaban en las patas de las cigüeñas anilladas al final del invierno. Las piedras se «volatilizaban» y atravesaban las fronteras. Después, era muy simple para Böhm recuperar los diamantes. Tenía los números de las anillas y conocía el nido de cada cigüeña en Suiza, Bélgica, Holanda, Polonia o Alemania. Cada primavera salía de caza con el pretexto de anillar a los polluelos, anestesiaba a los adultos y se apoderaba de las piedras preciosas.

El sistema tenía algunos fallos. Los accidentes de las cigüeñas producían pérdidas, pero, vista la cantidad —varios cientos de pájaros cada año— las ganancias eran colosales, y los riesgos de ser descubierto, casi nulos. Además, con el paso de los años, Böhm había perfeccionado sus «grupos» de pájaros, seleccionando los más fuertes y más experimentados. Añadió una precaución suplementaria y contrató, a lo largo de la ruta de las cigüeñas, centinelas que asegurasen que la migración se desarrollaba tal y como estaba previsto. Así, durante más de diez años, el contrabando se había desarrollado, tanto en el este como en el oeste, sin ningún problema.

Otras certezas empezaban a tomar cuerpo en mi interior. Habida cuenta del excepcional cargamento —millones de francos suizos en cada migración—, era lógico que Böhm hubiese perdido su sangre fría cuando las cigüeñas del este no regresaron la pasada primavera. Había enviado primero tras la pista de los pájaros a los dos búlgaros, los que habían interrogado a Joro Grybinski, al que debieron de juzgar inofensivo; luego a Iddo, que era ya un sospechoso más sólido y al que habían matado y abandonado en los pantanos israelíes.

Según las revelaciones de Sarah, estaba claro que el joven ornitólogo había descubierto la manera de actuar de los contrabandistas. Una tarde, mientras cuidaba las cigüeñas de Böhm, había debido de descubrir el contenido de una de las anillas: un diamante. Había comprendido entonces el sistema y soñado con una fortuna. Se procuró fusiles de asalto y luego, cada tarde en los pantanos, fue abatiendo a las cigüeñas anilladas y recuperando los diamantes. Así, en la primavera de 1991, Iddo estaba ya en posesión del cargamento de diamantes de los pájaros. A partir de aquí eran posibles dos hipótesis. En una de ellas, Iddo habría hablado bajo los efectos de la tortura y los búlgaros habrían recuperado los diamantes. En la otra, Iddo se habría callado y el tesoro estaría oculto en cualquier parte. Me inclinaba por esta última. Si no, ¿por qué Max Böhm me habría enviado a investigar el rastro de las cigüeñas desaparecidas?

Pero este descubrimiento no lo aclaraba todo. ¿Desde cuándo existía este contrabando? ¿Quiénes eran los cómplices de Max Böhm en África? ¿Qué papel tenía Mundo Único en esta red? Y, sobre todo, ¿cuál era la relación entre el asunto de los diamantes y la atroz extracción del corazón de Rajko? ¿Habían sido los búlgaros los que habían matado a Rajko? ¿Eran los virtuosos cirujanos de los que había hablado Milan Djuric? Además de estas preguntas, había otras que me concernían más de cerca: ¿Por qué Max Böhm me había elegido para llevar a cabo esta investigación? ¿Por qué yo, que no conocía nada acerca de las cigüeñas, que no pertenecía a la red, y que, en el peor de los casos para él, podría descubrir el tráfico?

Conduje a toda velocidad hacia Beit-She'an. Franqueé los desérticos territorios ocupados hacia las siete de la tarde. Divisé a lo lejos los destacamentos militares cuyas luces pestañeaban en la cima de las colinas. En las cercanías de Nablús, una barrera militar me cortó el paso una vez más. El diamante que me había dado Wilm estaba oculto en el fondo de mi bolsillo, en un papel doblado. La Glock 21, escondida debajo de las alfombrillas del coche. Repetí, una vez más, mi discurso sobre los pájaros. Finalmente, me dejaron pasar.

A las diez apareció Beit-She'an. Me llegaban los aromas de la tarde, esos que alientan la nostalgia que produce el crepúsculo cuando la luz del día se extingue. Aparqué y me encaminé hacia la casa de Sarah. Las luces estaban apagadas. Cuando llamé, la puerta se abrió sola. Saqué mi Glock y monté una bala en la recámara —estos reflejos se aprenden en seguida—, entré en la sala y no encontré a nadie. Me precipité al jardín y levanté la lona que ocultaba la trampilla y tiré de la tabla: un Galil y la Glock 17 habían desaparecido. Sarah se había marchado. A su manera, armada como un soldado que desfila; ligera como un pájaro nocturno.

23

Me desperté a las tres, como el día anterior. Era el 6 de septiembre. Estaba tumbado en la cama de Sarah y había dormido totalmente vestido. El kibutz se animaba. En aquella oscuridad de color púrpura me mezclé con los hombres y mujeres que iban a los
fishponds
. Intenté preguntarles por Sarah, pero mis preguntas no obtuvieron más que respuestas vagas y miradas hostiles.

Me dirigí a los
birdwatchers
. Se levantaban temprano, para sorprender a los pájaros nada más despertar. A las cuatro estaban ya verificando el material, cargando las películas y los víveres para la jornada. En los mismos porches de las casas intenté hablar en inglés con alguno de ellos. Después de varias tentativas, un joven holandés reconoció a Sarah por mi descripción. Me aseguró que la había visto la víspera, alrededor de las ocho de la mañana, en las calles de Newe-Eitan. Se estaba subiendo a un autobús, el 133, en dirección oeste, a Netanya. Un detalle le había llamado la atención: llevaba una bolsa de golf.

Unos segundos más tarde conducía pisando a fondo el acelerador en dirección oeste. A las cinco, la claridad inundaba ya las llanuras de Galilea. Me detuve en una estación de servicio para llenar el depósito. Mientras bebía un té negro, hojeé mi guía en busca de información sobre Netanya, el destino de Sarah. Lo que leí casi me hizo soltar la taza caliente: «Netanya. Población: 107.200 habitantes. Es una estación termal, célebre por sus hermosas playas de arena y su tranquilidad. Posee, también, un centro industrial especializado en la talla de diamantes. En el barrio de la calle Herzl se puede asistir a operaciones de talla y pulido…».

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