Read El vuelo de las cigüeñas Online
Authors: Jean-Christophe Grange
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco
A medida que leía, cientos de ideas bullían en mi cabeza. Intentaba encajar mis propias piezas en este puzzle: las imágenes de Irene y de Philippe Böhm, el escáner del corazón de Böhm y, sobre todo, las fotografías insoportables de los cuerpos negros mutilados.
Dumaz ignoraba otra cosa más: yo conocía perfectamente la historia de la República Centroafricana, porque tenía razones personales para ello. Así, el nombre de Otto Kiefer, lugarteniente de Bokassa, no me era desconocido. Este refugiado checo, de una violencia implacable, era famoso por sus métodos de intimidación. Ponía una granada en la boca de los prisioneros y la hacía explotar cuando se negaban a hablar. Esta técnica le había valido el sobrenombre grotesco de Tío Granada. Böhm y Kiefer eran las dos caras de la misma crueldad: las tenazas y la granada.
Apagué la luz. A pesar de la fatiga, no conseguía conciliar el sueño. Finalmente, y sin encender la luz, llamé al Centro Argos. Las líneas telefónicas de Sofía, menos saturadas a esta hora, funcionaron perfectamente. En la penumbra de la habitación, la trayectoria de las cigüeñas apareció una vez más en el mapa de Europa del Este. Solo había una novedad interesante: una cigüeña había llegado a Bulgaria. Se había posado en una gran llanura, no lejos de Sliven, la ciudad de Rajko Nicolitch.
—Todo está cambiando en Sofía. Es el momento del «gran sueño americano». A falta de un porvenir claro en Europa, los búlgaros se han vuelto hacia Estados Unidos. Desde ahora, hablar inglés en Sofía abre todas las puertas. Incluso se dice que los americanos no precisan visado para entrar en el país. ¡El colmo! Y no hace más de dos años, Bulgaria aún era conocida como la decimosexta república soviética.
Marcel Minaüs hablaba alto, entre irritado e irónico. Eran las diez de la mañana. Fuimos todo a lo largo de las montañas del Balkan, bajo un sol de justicia. El campo estaba lleno de colores inesperados: amarillos intensos, azules atenuados, verdes pálidos que se estremecían con la caricia de la luz. Las casas de las aldeas se destacaban en el paisaje con sus paredes de adobe cubierto de cal.
Conducía siguiendo las indicaciones de Marcel. Había traído consigo a Yeta, su «novia», una curiosa gitana vestida con un falso traje sastre de Chanel en tela de vichy. Bajita y regordeta, no estaba ya en su primera juventud y lucía una larga melena de cabellos grises de la que salía un rostro de barbilla puntiaguda y unos ojos negros. El parecido con un erizo era notable. No hablaba más que romaní e iba sentada en la parte de atrás del coche, muy callada.
Marcel no hacía más que ponderarme los méritos de Rajko Nicolitch.
—No has podido dar con otro mejor —me decía, tuteándome de paso—. Rajko es muy joven, pero tiene unas cualidades excepcionales. Además, empieza ya a participar en congresos internacionales. Los búlgaros están rabiosos, porque Rajko ha rehusado representar en ellos a su país.
—¿Rajko Nicolitch no es búlgaro? —pregunté.
Marcel soltó una breve risa sorda.
—No, Louis. Es un rom, un gitano. Y no de los más normales. Pertenece a una familia de recolectores. Cuando llega la primavera, los roms abandonan el gueto de Sliven y salen a los bosques que rodean la llanura. Recogen tila, camomila, cornejo, rabos de cereza…
Hice un gesto de extrañeza y Marcel se sorprendió:
—¿Cómo, es que no lo sabes? ¡Los rabos de las cerezas son un diurético muy conocido! Únicamente los roms —los «hombres» como ellos se llaman a sí mismos— conocen los lugares donde crecen estas plantas silvestres. Se las venden a la industria farmacéutica búlgara, la más importante de los países del Este. Ya lo verás, son increíbles. Se alimentan de erizos, nutrias, ranas, ortigas, acederas silvestres… Todo lo que la naturaleza les ofrece, al alcance de la mano —Marcel se exaltaba—. ¡Hace al menos seis meses que no veo a Rajko!
Mi compañero me dedicó después un cuarto de hora de chistes de albaneses. En los Balcanes, los albaneses son los belgas de nuestra Europa occidental: los protagonistas preferidos de chistes donde se ridiculiza su ingenuidad, su falta de medios o de ideas. Minaüs se pirraba por ellos.
—¿Y sabes este otro? Una mañana apareció en el periódico
Pravda
esta noticia: «Después de unas maniobras navales, un grave accidente ha reducido a la nada la mitad de la flota albanesa. El remo derecho se rompió». —Marcel se reía a mandíbula batiente—. ¿Y este otro? Los albaneses participan en un programa espacial en colaboración con los rusos. Un vuelo por el espacio con un tripulante animal. Y le enviaron este telegrama a los rusos: «Tenemos perro. Envíen cohete».
Yo me eché a reír. Luego añadió:
—Evidentemente, en los tiempos que corren las cosas han cambiado mucho. Pero los chistes de albaneses siguen siendo mis preferidos.
El lingüista pasó en seguida a hacer un largo elogio de la cocina gitana; acariciaba el proyecto de abrir un restaurante de esta especialidad en París. El fuerte de esta gastronomía era el erizo. Había que cazarlo de noche, con bastón, luego hincharlo para sacarle mejor las espinas. Cocinado con
zumi
, una harina especial, y luego cortado en trozos iguales, el animal, según Marcel, era una verdadera delicia.
—Entonces es preciso estar atentos a la carretera, por si aparece uno.
—Imposible —replicó Marcel en tono doctoral—. Los erizos nunca salen de día.
De repente, como para mejor contradecir a Marcel, el animal espinoso apareció en el arcén. Marcel se quedó perplejo.
—Sin duda es un erizo enfermo. O una hembra preñada.
Me eché a reír. ¿Dónde estaban los fríos países del Este, los regímenes tiránicos, el aburrimiento y la tristeza? Marcel parecía poseer una magia particular para transformar los Balcanes en un lugar ideal, un lugar de fantasía y de placer, lleno de humor y de calor humano.
Llegamos a la región de Sliven. Las carreteras se hacían cada vez más estrechas y más sinuosas. Bosques oscuros se cerraban sobre nosotros. Nos cruzamos con las «verdinas», las caravanas de los gitanos nómadas. Sobre estos carricoches traqueteantes las familias gitanas nos miraban con ojos sombríos. Eran un conjunto de siluetas andrajosas, con los rostros oscuros y el pelo revuelto. Estos gitanos no se parecían en nada a Yeta. Había llegado el momento de los roms, los de verdad, los que andan siempre en el camino, que te birlan el dinero con la punta de los dedos, mirándote con desprecio y condescendencia.
Al poco tiempo, Marcel me indicó un sendero a la derecha. Era un camino de tierra que descendía más abajo de la carretera, para llegar al cauce de un arroyo. Allí descubrimos un claro en el bosque. A través de los árboles apareció un campamento de gitanos. Cuatro tiendas de colores chillones, algunos caballos, y mujeres sentadas en la hierba que trenzaban cuidadosamente collares de flores blancas.
Marcel salió del coche y gritó algo a las mujeres rom con voz cantarina. Ellas le devolvieron una mirada glacial. Marcel se volvió hacia nosotros y dijo:
—Hay un problema. Esperadme aquí.
Vi pasar su cabeza a través del follaje, y después su alta y corpulenta figura apareció cerca de las mujeres. Una de ellas le hablaba animadamente. Llevaba un jersey de color girasol que moldeaba sus pechos caídos. Su rostro moreno y hosco parecía tallado en la corteza de un árbol. Cubierta por un pañuelo abigarrado, parecía tener una edad indefinida. Mostraba un aire de intensa dureza y de violencia a flor de piel. A su lado, otra mujer, más pequeña, asentía. Ella también se había puesto en pie. Su nariz aguileña estaba torcida, como rota por un puñetazo. Pesados aros pendían de sus orejas. Su jersey color turquesa tenía agujeros en los codos. Una tercera mujer permanecía sentada, con un bebé en brazos. Debía de tener quince o dieciséis años y miraba en nuestra dirección, con ojos temblorosos, bajo una pelambrera negra y brillante.
Me aproximé. La mujer del jersey amarillo gritaba y señalaba unas veces al fondo del bosque y otras a la joven madre, sentada en la hierba. Yo estaba a pocos pasos del grupo. La mujer dejó de hablar y me miró de arriba abajo. Marcel había palidecido.
—No lo comprendo, Louis… no lo comprendo. Rajko murió en primavera. Lo… lo asesinaron. Es preciso ir a ver al patriarca, a Marin, en el bosque.
Yo asentí, sintiendo que el corazón se me aceleraba dentro del pecho. Las mujeres abrieron la marcha y nosotros las seguimos entre los árboles.
En el bosque el aire era más fresco. Las puntas de los abetos se balanceaban con el viento, los arbustos se doblaban a nuestro paso. A través de los espacios que dejaban las copas de los árboles se colaban los rayos de sol. Millones de partículas flotaban dentro de ellos y les daban un aspecto aterciopelado, como de piel del melocotón. Seguíamos una especie de sendero trazado recientemente. Las mujeres caminaban sin vacilación alguna. Repentinamente, en la altura de la bóveda esmeralda, sonaron voces. Voces de hombres que se llamaban a gran distancia. La mujer del jersey amarillo se volvió y le dijo algo a Marcel. Este asintió, y continuamos avanzando.
La primera persona con la que nos cruzamos fue un joven rom, que llevaba un traje de tela azul, que más bien era un conjunto de jirones cosidos con hilo grueso. El hombre estaba atareado con una mata inextricable de la que recogía minúsculas ramas acabadas en una flor muy pálida. Habló con Marcel, y luego me miró. «Costa», se presentó. Su rostro era sombrío y joven, pero a la menor sonrisa adquiría la belleza ambigua y dura del filo de un cuchillo. Costa dirigió nuestros pasos. Muy pronto se abrió un claro en el bosque. Allí estaban los hombres. Algunos dormían, o parecían dormir, con el sombrero sobre la cara. Otros jugaban a las cartas. Había un hombre sentado sobre un tocón. En aquellos rostros de cuero, en los brillos de plata de los cinturones y de los sombreros, se adivinaba una fuerza dispuesta a saltar al primer ataque. Al pie de los árboles tenían sacos de tela llenos de plantas recién recogidas.
Marcel se dirigió al hombre del tocón. Parecían conocerse de mucho antes. Después de una larga charla, Minaüs me presentó y dijo en francés:
—Este es Marin, el padre de Mariana, la joven del bebé. Ella era la mujer de Rajko —la joven permanecía retirada del grupo, entre los matorrales. Marin me miró. Su piel oscura estaba acribillada de agujeros, como si le hubiesen encajado una máscara de clavos. Sus ojos eran finos y el pelo ondulado. Un delgado bigote le cruzaba la cara. Llevaba una cazadora llena de rotos debajo de la cual se podía ver un niqui sucio.
Lo saludé primero a él y después a los otros hombres. Fui objeto de varias miradas inquisitivas. Marin se dirigió a mí en romaní. Marcel me lo tradujo:
—Pregunta qué es lo que quieres.
—Explícale que investigo a las cigüeñas, que quiero descubrir por qué han desaparecido durante este último año. Dile que contaba con la ayuda de Rajko. Las circunstancias de su muerte nada tienen que ver conmigo, pero la desaparición de los pájaros oculta otros enigmas. Quizá Rajko conocía a gente de Europa occidental que tenía que ver con las cigüeñas. Creo que se relacionaba con un tal Max Böhm.
Mientras hablaba, Marcel me miraba con gesto incrédulo. No comprendía nada de lo que dije, pero sin embargo lo tradujo. Marin inclinaba levemente la cabeza, sin dejar de mirarme fijamente. Después habló durante un buen rato, despacio, con la voz característica de las almas fatigadas, gastadas por la crueldad de otros hombres.
—Rajko era un cabezaloca —dijo Marin—. Pero era como mi hijo. No trabajaba, y eso no era grave; no se ocupaba de su familia, y eso ya era más grave. No me gustaba nada ese comportamiento, pero era su naturaleza. El mundo no lo dejaba en paz —Marin cogió en un saco una flor—. ¿Ves esta flor? Para nosotros es el medio de conseguir algunas monedas; para él, un enigma, un misterio. Entonces estudiaba, leía, observaba. Rajko era un verdadero sabio. Conocía el nombre y el poder de todas las plantas, de todos los árboles. Con los pájaros, era lo mismo. Sobre todos los que viajaban en otoño y en primavera. Como tus cigüeñas. Llevaba las cuentas de las que regresaban y de las que se iban. Escribía a los
Gadjé
en Europa. Y creo que ese nombre que has dicho, Böhm, estaba entre ellos.
Rajko era entonces otro de los centinelas de Böhm. El suizo no me dijo nada acerca de él. Avanzaba dando palos de ciego. Marin continuó:
—Por eso te cuento esta historia. Tú eres como Rajko, gente que anda siempre cavilando —yo miraba a Mariana a través de los arbustos. Ella se mantenía a distancia de su padre—. Pero la muerte del muchacho no tiene nada que ver con tus pájaros. Fue un crimen racista que pertenece a otro mundo, al del odio al gitano.
»Fue en primavera, a fines del mes de abril, cuando reemprendemos el camino del bosque. Pero Rajko tenía sus propias costumbres. Desde el mes de marzo, cogía el caballo y venía aquí, a las lindes de la llanura, para acechar a las cigüeñas. Vivía solo en el bosque. Comía raíces, dormía al raso. Pero siempre esperaba a que llegásemos. Sin embargo, este año no había nadie para recibirnos. Batimos la llanura, recorrimos todo el lugar. Uno de nosotros encontró a Rajko en lo más hondo del bosque. El cuerpo estaba ya frío. Los bichos habían comenzado a devorarlo. Nunca había visto una cosa así antes. Rajko estaba desnudo, con el pecho abierto en canal, el cuerpo lacerado por todas partes, un brazo y el sexo prácticamente cortados, heridas a montones —Mariana, una figura liviana bajo la sombra de las hojas de los árboles, se santiguó.
»Para comprender tal atrocidad, hombre, hay que ir mucho tiempo atrás. Podría contarte otras historias de esas. Se dice que venimos de la India, que descendemos de una casta de bailarines o de qué sé yo. Eso no son más que tonterías. Te voy a decir de dónde venimos: de la caza del hombre, en Baviera, de los mercados de esclavos, en Rumania, de los campos de concentración, en Polonia, donde los nazis hicieron de nosotros una carnicería, utilizándonos como simples cobayas. Te lo diré una vez más, hombre. Conozco a una vieja rom que sufrió mucho durante la guerra. Los nazis la esterilizaron. La mujer consiguió sobrevivir. Hace unos años se enteró de que el gobierno alemán compensaba con dinero a las víctimas de los campos de concentración. Para conseguir esa pensión era necesario pasar un reconocimiento médico, probar tus sufrimientos de alguna manera. La mujer fue al dispensario más próximo para obtener el certificado. Cuando se abrió la puerta del despacho del médico, ¿sabes quién apareció? El mismo doctor que la había operado en los campos de la muerte. La historia es verdadera, hombre. Pasó en Leipzig, hace cuatro años. La mujer era mi madre. Murió poco después, sin haber recibido un céntimo.