El vuelo de las cigüeñas (3 page)

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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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—Max Böhm era ornitólogo —replicó Dumaz con tono afectado—. Me extraña que no lo sepa. Era muy célebre. Protegía a las cigüeñas de Suiza.

Ella sacó un paquete de tabaco negro y encendió un cigarrillo. Me fijé en el cartel en el que se prohibía fumar y comprendí que esta mujer no era suiza. Retomó la conversación después de haber expulsado una larga bocanada de humo.

—Volvamos a la autopsia. A pesar de todas las heridas —tendrá una descripción mecanografiada de ellas esta misma mañana—, está claro que este hombre murió de un ataque al corazón, la tarde del 17 de agosto, alrededor de las ocho —ahora ella se volvió hacia mí—. De no ser por usted, el olor habría acabado por alertar a los visitantes. Pero hay algo sorprendente. ¿Sabía usted que a Böhm le habían realizado un trasplante de corazón?

Dumaz me lanzó una mirada interrogadora. La doctora siguió:

—Cuando el equipo descubrió la larga cicatriz a la altura del esternón, me llamaron para que supervisara la autopsia. El trasplante no ofrecía dudas: primero la cicatriz característica de la esternotomía, después las adherencias anormales en la cavidad pericárdica, señal de una antigua intervención. Me fijé además en las suturas del trasplante, a la altura de la aorta, de la arteria pulmonar, de las aurículas izquierda y derecha, hechas con hilos no reabsorbibles.

La doctora Warel le dio una nueva chupada al pitillo.

—La operación se realizó hace varios años —añadió—, pero el órgano ha sido magníficamente tolerado. Normalmente, encontramos en el corazón de un trasplantado una multitud de cicatrices blanquecinas, que se corresponden con los puntos de rechazo. Dicho de otra manera, células musculares necrosadas. El trasplante de Böhm es muy interesante. Y, según lo que he podido ver, la operación la hizo un buen profesional. Ahora bien, y de esto me he informado: a Max Böhm no lo operó un médico de por aquí. Este es un pequeño misterio que habrá que aclarar, señores. Investigaré el caso. En cuanto a la causa del fallecimiento, no tiene nada de original. Un infarto de miocardio, sobrevenido hace unas cincuenta horas. Sin duda por el esfuerzo de subir allá arriba. Si esto le sirve de consuelo, Böhm no sufrió.

—¿Qué quiere decir? —le pregunté.

—Un corazón trasplantado es independiente del sistema nervioso que lo acoge. Una crisis cardíaca no produce, pues, ningún dolor. Max Böhm no sintió que se moría. Eso es todo, señores —se volvió otra vez hacia mí—. ¿Se ocupará usted del entierro y demás?

Vacilé un instante:

—Desgraciadamente tengo que salir de viaje…

—Vaya por Dios —me cortó—. Ya veremos qué se hace. El certificado de defunción estará listo esta misma mañana —ahora se dirigió a Dumaz—. ¿Puedo hablar un minuto con usted?

El inspector y la médica me despidieron con un gesto. Dumaz añadió:

—No se olvide de ir a firmar su declaración, al final de la mañana.

Después me dejaron en el pasillo; él con su gesto amable, ella, con sus tacones repicando. Hablaban bajo, pero pude distinguir esta frase susurrada por la mujer: «Hay un problema…».

4

Fuera, el amanecer desprendía reflejos metálicos, iluminando con una luz gris las calles dormidas. Atravesé Montreux sin respetar los semáforos, para llegar directamente a la casa de Böhm. No sé por qué, pero la perspectiva de una investigación sobre el ornitólogo me espantaba. Deseaba destruir todo documento que me comprometiese y reembolsarle el dinero anónimamente a la APCE, sin mezclar en el asunto a la policía. Sin rastros, ninguna preocupación.

Aparqué discretamente a cien metros del chalé. Primero comprobé que la puerta de la casa no tenía echado el cerrojo, después volví al coche y cogí de mi bolsa un separador de plástico flexible. Lo metí entre la puerta y el marco. Maniobré así en la cerradura, buscando deslizar la hoja de plástico por debajo del pasador. Finalmente, y gracias a un golpe con el hombro, la puerta se abrió sin ruido. Así fue como entré en la casa de Böhm. En penumbra, las dimensiones del chalé parecían más reducidas, más comprimidas que nunca. Era ya la casa de un muerto.

Bajé al despacho, situado en el sótano. No tuve ningún cargo de conciencia en abrir la carpeta «Louis Antioche» que estaba a la vista encima de la mesa. Contenía el resguardo del giro bancario, las facturas de los billetes de avión, los contratos de alquiler y, además, unas notas que Böhm había tomado sobre mí siguiendo informaciones de Nelly Braesler:

«Louis Antioche. Treinta y dos años, adoptado a la edad de diez. Inteligente, brillante, sensible. Sin embargo, indolente y desengañado. Hay que tratarlo con prudencia. Conserva traumatismos del accidente. Amnesia parcial».

Así que, para los Braesler, yo aún era, después de tantos años, un caso crítico, un trastornado. Le di la vuelta al folio, pero estaba en blanco. Nelly no le había dado ningún dato sobre mis dramáticos orígenes. Tanto mejor. Me apoderé del informe y proseguí mi búsqueda. En los cajones encontré otro informe titulado «Cigüeñas», similar al que Max había preparado para mí el primer día, y que contenía los contactos y múltiples informaciones. Me lo llevé también.

Era ya el momento de salir. Sin embargo, movido por una extraña curiosidad, continué buscando, no sabía bien qué. En un mueble metálico, de la altura de un hombre, descubrí miles de fichas sobre los pájaros. Apretadas unas contra las otras, verticalmente, sus cantos mostraban colores variados. Böhm me había explicado este código de colores. Para cada acontecimiento, para cada información, había un color distinto. Rojo: hembra; azul: macho; verde: migratoria; rosa: accidente de electrocución; amarillo: enfermedad; negro: muerte… Así, con un solo vistazo sobre los cantos, Böhm podía seleccionar, según el tema que buscaba, las fichas que le interesaban.

Se me ocurrió una idea: consulté la lista de cigüeñas desaparecidas, después busqué sus fichas en el mueble. Böhm utilizaba un lenguaje cifrado incomprensible. Solamente pude comprobar que las cigüeñas desaparecidas eran todas adultas, de más de siete años. Me llevé las fichas. Aquello comenzaba a ser un robo con agravantes. Empujado por un irresistible impulso, registré de arriba abajo el despacho. Buscaba un informe médico; «Böhm era un caso digno de estudio», había dicho la doctora Warel. ¿Dónde había sido operado? ¿Quién había llevado a cabo la operación? No encontré nada.

Como último recurso, me dediqué a una pequeña pieza colindante con el despacho. Max soldaba allí, él mismo, las anillas y guardaba sus pertrechos de ornitólogo. Además del plan de trabajo, había varios pares de gemelos, filtros fotográficos y miles de anillas de todas las clases y de diversos materiales. Descubrí también instrumental quirúrgico, jeringuillas hipodérmicas, vendas, tablillas para roturas de huesos, productos de asepsia. En sus horas libres, Max Böhm debía de ser también un veterinario aficionado. La vida de aquel viejo me parecía cada vez más solitaria, centrada alrededor de obsesiones incomprensibles. Finalmente, abandoné la planta baja después de haber dejado cada cosa en su sitio.

Atravesé rápidamente el salón y la cocina. Allí no había más que baratijas suizas, montones de papeles y periódicos viejos. Subí a los dormitorios. Había tres. Aquel en el que yo había dormido la primera vez era una habitación sin gracia, con una cama pequeña y muebles toscos. En el de Böhm olía a humedad y a tristeza. El papel de las paredes mostraba un color ajado y los muebles se amontonaban sin razón aparente. Lo registré todo: armario, secreter, cómoda. Pero estaban casi vacíos. Miré debajo de la cama y de las alfombras. Despegué trozos de papel pintado. Nada. Solo encontré unas antiguas fotos de una mujer en una vieja carpeta, debajo del armario. Las observé un instante. Era una mujer bajita de rasgos suaves y figura frágil, sobre un fondo de paisaje tropical. Sin ninguna duda era la señora Böhm. En las fotos más recientes —de colores ya desvaídos de los años sesenta— ella aparentaba cuarenta años. Luego fui al tercer dormitorio. Allí noté, una vez más, el mismo estilo anticuado y nada más. Descendí la estrecha escalera mientras me limpiaba el polvo que se me había pegado a la ropa.

Por las ventanas entraba ya el día. Rayos dorados acariciaban la superficie de los muebles y las aristas de los escalones que dividían, sin razón aparente, el suelo de la habitación principal. Me senté en uno de ellos. Decididamente faltaban muchas cosas en esta casa: el informe médico de Max Böhm —una persona con trasplante de corazón debía de tener una multitud de recetas, de radiografías, de electrocardiogramas…—, los recuerdos clásicos en la vida de un viajero —fetiches africanos, alfombras orientales, trofeos de caza…—, las huellas de un pasado profesional. Ni siquiera había encontrado el expediente de su jubilación, ni los extractos de las cuentas bancarias, ni los impresos de declaración de renta. Era de suponer que Böhm había decidido dar un giro radical a su vida, porque no se entendía de otra manera la total ausencia de datos sobre su pasado. Sin embargo, en algún sitio debía haber un escondite.

Miré el reloj: las siete y cuarto. En el caso de que hiciesen una investigación criminal, la policía no tardaría en llegar y seguramente precintarían la casa. Contrariado, me levanté y fui a la puerta. La abrí, y al momento pensé en los escalones y en la tarima. En aquella sala, la tarima y los escalones podían formar un escondrijo ideal. Bajé otra vez y en la diminuta pieza contigua al despacho cogí algunas herramientas y subí tan pronto como pude. En veinte minutos ya había desmontado los siete escalones del salón de Böhm, con un mínimo de desperfectos. Y allí aparecieron tres sobres grandes de papel kraft, sellados, polvorientos y sin dirección ni remite.

Salí, cogí el coche y me dirigí a las colinas que se yerguen sobre Montreux, en busca de un lugar tranquilo. Diez kilómetros más adelante, a la salida de una carretera comarcal, aparqué en un bosque, todavía bañado por el rocío de la mañana. Me temblaban las manos cuando abrí el primer sobre.

Contenía el informe médico de Irene Böhm, de soltera Irene Fogel, nacida en Ginebra, en 1942. Muerta en agosto de 1977, en el hospital de Bellevue, en Lausana, a consecuencia de un cáncer generalizado. El informe no contenía más que algunas radiografías, diagramas, recetas y el certificado de defunción, al cual se añadían un telegrama dirigido a Max Böhm y el pésame del doctor Lierbaüm, el médico que había tratado a Irene. Observé el pequeño sobre. En él estaba la dirección de Max Böhm en 1977: Avenida Bokassa, n.° 66, Bangui, República Centroafricana. Mi corazón latía aceleradamente. La República Centroafricana había sido la última dirección africana de Böhm. Un país tristemente célebre por la locura de un tirano efímero, el emperador Bokassa. Este pedazo de selva tórrida y húmeda, escondido en el corazón de África, estaba también escondido en lo más profundo de mi pasado.

Bajé la ventanilla, respiré el aire exterior y luego seguí mirando el contenido del sobre. Encontré nuevas fotos de la frágil esposa, y otras en las que se veía a Max Böhm con un chico de unos trece años; su parecido con el ornitólogo saltaba a la vista. Tenía el mismo cuerpo rechoncho, con el pelo rubio cortado a cepillo, los ojos castaños y aquel mismo cuello de animal musculoso. Sin embargo, se veía en sus ojos soñadores una indolencia que contrastaba con la severidad de Böhm. Las fotos eran visiblemente de la misma época —los años setenta—. La familia estaba al completo: el padre, la madre, el hijo. Pero ¿por qué Böhm ocultaba estas fotografías tan corrientes debajo de una tarima? ¿Dónde estaba ahora su hijo?

El segundo sobre contenía solamente una radiografía torácica, sin fecha, sin nombre, sin ninguna anotación. Una única certeza: sobre el fondo opaco se dibujaba un corazón. Y, en el centro del órgano, se recortaba una minúscula mancha clara, de contornos precisos, y no sabría decir si se trataba de una imperfección de la imagen o una cicatriz de color claro «dentro» del órgano. Pensé en el trasplante de Max Böhm. Esta imagen representaba sin duda uno de los dos corazones del suizo. ¿El primero o el segundo? Guardé cuidadosamente el documento.

Finalmente, abrí el último sobre y me quedé petrificado. Ante mí apareció el espectáculo más atroz que se pueda imaginar. Eran fotografías en blanco y negro en las que se veía una especie de matadero humano, con cadáveres de niños colgados de ganchos —muñecos de carne que mostraban rosetones sanguinolentos en el lugar de los brazos o del sexo; rostros con los labios desgarrados, con las órbitas vacías; brazos, piernas, miembros revueltos, esparcidos en una mesa de carnicero; cabezas, con costras negruzcas, tiradas en largas mesas, mirándome con sus ojos secos. Todos los cadáveres, sin excepción, eran de raza negra.

Este lugar abyecto no era un simple matadero. Las paredes tenían azulejos blancos, como los de una clínica o los de un depósito de cadáveres. Aquí y allá brillaban instrumentos quirúrgicos. Más bien se trataba de un laboratorio funesto o de una abominable sala de torturas. El antro secreto de un monstruo que se dedicaba a prácticas espantosas. Salí del coche. Sentía que mi torso era presa del asco y de la náusea. Pasé así muchos minutos, con el frío de la mañana. De vez en cuando echaba una mirada a aquellas imágenes. Intentaba impregnarme de su realidad, para poder digerirlas. Imposible. La crudeza de las fotos y la nitidez de las imágenes daban un aspecto alucinante a este ejército de cadáveres. ¿Quién podía haber cometido tales horrores y por qué?

Volví al coche, cerré los tres sobres y me juré no volverlos a abrir en mucho tiempo. Puse el motor en marcha y bajé hacia Montreux con lágrimas en los ojos.

5

Me dirigí al centro de la ciudad, después tomé por la avenida que bordea el lago. Dejé el coche en el aparcamiento del lujoso Hotel de La Terrasse. El sol dejaba caer ya su luz sobre las débiles olas del Lemán. El paisaje parecía bañado por un halo dorado. Me instalé en los jardines del hotel, frente al lago y a las brumosas montañas que lo rodeaban. Al cabo de algunos minutos apareció el camarero. Pedí un té chino bien frío. Intenté reflexionar. La muerte de Böhm, el misterio de su corazón, el registro matinal y sus terroríficos descubrimientos… Era demasiado para un simple estudiante en busca de cigüeñas.

—¿Un último paseo antes de partir?

Me volví. El inspector Dumaz, recién afeitado, estaba delante de mí. Vestía una chaqueta ligera de tela marrón y un pantalón de lino claro.

—¿Cómo me ha encontrado?

—No tiene mérito. Todos ustedes vienen aquí, porque todas las calles de Montreux llevan al lago.

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