El vuelo de las cigüeñas (16 page)

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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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—Por mí no te cortes. Si tú quieres fumar…

—Esto solo está bien si se comparte —me cortó Sarah, y cerró la cajita.

Se calló, y luego me miró fijamente unos segundos:

—Ahora, Louis, me vas a explicar qué te trae verdaderamente por aquí. No tienes pinta de
birdwatcher
. Los conozco bien. Son unos chalados de los pájaros, no hablan más que de ellos y tienen la cabeza en las nubes. Tú de eso no sabes nada, salvo de cigüeñas. ¿Quién eres, Louis? ¿Un poli? ¿Un periodista? Aquí desconfiamos de los que no son judíos. —Sarah bajó la voz—. Pero estoy dispuesta a ayudarte. Dime lo que buscas.

Reflexioné unos instantes y luego, sin vacilar, se lo conté todo. ¿Qué tenía que perder? Abrir así el corazón me alivió. Le expliqué la curiosa misión que Max Böhm me había confiado poco tiempo antes de morir. Le hablé de las cigüeñas, de su búsqueda, en principio tan inocente, por tierra y aire, pero que se había convertido repentinamente en una pesadilla. Le conté mis últimas cuarenta y ocho horas en Bulgaria, le dije cómo había desaparecido Rajko Nicolitch, cómo habían matado a Marcel y a Yeta, y, quizá, también a un niño. Luego cómo había degollado yo a un desconocido, con un trozo de vidrio, en un almacén. Le repetí mi intención de desenmascarar al otro cabrón y a sus compinches. Finalmente, le hablé de Mundo Único, de Dumaz, de Djuric, de Joro, del bisturí de alta frecuencia, del misterioso trasplante de Max Böhm, de todo aquello mezclado en mi cabeza.

—Puede parecer extraño —concluí—, pero estoy persuadido de que las cigüeñas son la clave de todo el asunto. Desde el principio, presentí que Böhm tenía otros motivos para querer encontrar a sus cigüeñas. Y los asesinatos jalonan, kilómetro a kilómetro, la ruta de las cigüeñas.

—¿La muerte de mi hermano tiene alguna relación con esta historia?

—Quizá. Necesitaría saber algo más sobre ella. El informe está en manos del Shinbet. No tienes ninguna posibilidad de verlo.

—¿Y los que descubrieron el cuerpo?

—No te dirán nada.

—Perdóname, Sarah, pero ¿tú viste el cuerpo?

—No.

—¿Sabes si…? —vacilé un momento. ¿Sabes si le faltaban ciertos órganos?

—¿Cómo?

—¿El interior del tórax estaba intacto?

El rostro de Sarah se contrajo.

—La mayoría de las vísceras había sido devorada por los pájaros. Es todo lo que sé. Encontraron su cadáver al amanecer, el 16 de mayo exactamente.

Me levanté y di algunos pasos por el jardín. La muerte de Iddo era sin duda alguna un nuevo hilo de esta madeja, un nuevo paso en el terror. Más que nunca, me hallaba en la oscuridad. En la oscuridad absoluta.

—No comprendo nada de lo que dices, Louis, pero tengo cosas que decirte.

Me senté de nuevo y saqué mi pequeño cuaderno del bolsillo.

—Para empezar, Iddo había descubierto algo. No sé el qué, pero repetidas veces me había dicho que íbamos a hacernos ricos, que nos marcharíamos a Europa. Al principio, no presté atención a su delirio. Pensé que Iddo se había inventado eso para complacerme.

—¿Cuándo te lo dijo?

—A principios de marzo, creo. Una noche volvió completamente excitado. Me abrazó y me dijo que ya podía hacer las maletas. Le escupí en la cara, porque no me gusta que se burlen de mí.

—¿De dónde venía?

—De los pantanos, como siempre.

—¿No dejó Iddo ningún papel, ninguna nota?

—Todo está en su local, al fondo del jardín. Otra cosa: la organización Mundo Único está muy presente aquí. Vienen con los de Naciones Unidas y trabajan en los campos palestinos.

—¿Qué hacen allá?

—Cuidan a los niños árabes, distribuyen víveres, medicamentos. Se habla mucho y bien de esta organización en Israel. Es una de las pocas cosas en las que todos están de acuerdo.

Anoté este detalle. Sarah me miró de nuevo, inclinando la cabeza.

—Louis, ¿por qué haces esto? ¿Por qué no avisas a la policía?

—¿Qué policía? ¿De qué país? ¿Y por qué crimen? No tengo ninguna prueba. Además, ya hay un poli en este lío: Hervé Dumaz. Un extraño policía, cuyos verdaderos motivos desconozco. Sobre el terreno, estoy solo. Solo, pero decidido.

Repentinamente, Sarah cogió mis manos, sin que yo tuviese tiempo de evitar aquel gesto. No sentí nada. Ni disgusto, ni aprehensión. Tampoco noté la dulzura de su piel en mis extremidades muertas. Me quitó las vendas y recorrió con sus dedos mis largas cicatrices. Esbozó una extraña sonrisa, velada por una intensa perversidad. Luego me miró largamente, como alejándose de nuestros pensamientos, lo que significaba que habíamos dejado atrás el tiempo de las palabras.

18

Estábamos en la oscuridad y, de repente, todo se volvió solar. Fue algo rudo, brutal, intransigente. Nuestros movimientos estaban hechos de sacudidas. Los besos se hicieron largos, tortuosos, apasionados. El cuerpo de Sarah parecía el de un hombre. Apenas tenía pechos ni caderas. Era un conjunto de músculos largos, tensos como cables de acero. Nuestras bocas estaban mudas, atentas solo a su aliento. Recorrí con la lengua toda su piel. No empleé las manos, más muertas que nunca en aquella situación. Subía, bajaba, avanzaba en espiral hasta alcanzar el centro, ardiente como un cráter. En ese momento, me erguí y me adentré en su cuerpo. Sarah se retorció como una llama. Rugió con voz sorda y me aferró los hombros. Yo permanecí de hierro, erecto en mi posición. Sarah me golpeó el torso y acentuó los movimientos de nuestras caderas. Estábamos en las antípodas de la dulzura o del afecto. Dos animales solitarios, unidos por el beso de la muerte. Dos cuerpos que chocan, llenos de nervios y ausencias. Acantilados en los que uno se despelleja los dedos. Los besos se mataban unos a otros. Abrí los ojos y vi sus mechones rubios mojados por el sudor, los pliegues de las sábanas desgarrados por sus dedos, la torsión de las venas que hinchaban su piel. De pronto, Sarah murmuró algo en hebreo. Un estertor surgió de su garganta, luego un volcán helado brotó de mi vientre. Permanecimos así, inmóviles, como anonadados por la noche, estupefactos por la violencia del acto. No había habido ni placer, ni entrega. Solo el desahogo solitario, bestial y egoísta de dos seres dominados por su propia carne. No sentí amargura por este vacío. Nuestra guerra de sentidos sin duda se atemperaría, se suavizaría y finalmente llegaría a ser «dos en uno». Pero era preciso esperar. Esa noche, y otra más, quizá. Entonces el amor se convertiría en placer.

Pasó una hora. Aparecieron las primeras luces del alba. Resonó la voz de Sarah:

—Tus manos, Louis. Cuéntame.

¿Podía mentirle después de lo que acababa de suceder? Nuestros rostros estaban todavía cubiertos por la penumbra y por primera vez en mi vida podía contar con detalle mi tragedia, sin temor ni vergüenza.

—Nací en África. En Níger o en Mali, no lo sé exactamente. Mis padres fueron allí en los años cincuenta. Mi padre era médico. Atendía a enfermos africanos. En 1963, Paul y Marthe Antioche se instalaron en la República Centroafricana. Un país de los más atrasados del continente africano. Allí prosiguieron su labor incansablemente. Mi hermano mayor y yo crecimos así, dividiendo nuestro tiempo entre las aulas climatizadas y el calor de la selva.

»En esa época, la RCA estaba presidida por David Dacko, que había recibido el traspaso de poderes de manos del mismísimo André Malraux, en medio de la alegría popular. La situación no era buena, pero en absoluto catastrófica. En ningún caso el pueblo centroafricano deseaba un cambio de gobierno. Sin embargo, en 1965, un hombre decidió que todo debía cambiar: el coronel Jean-Bedel Bokassa.

«Era por aquel entonces un oscuro militar, pero el único mando del ejército centroafricano, y miembro de la familia del presidente, de la etnia m'baka. Con toda naturalidad, se le confió la responsabilidad del ejército, constituido por un pequeño regimiento de infantería. Llegó a ser jefe del Estado Mayor del ejército centroafricano, y desde ese momento, no dejó de intentar hacerse con el poder. Cuando había desfiles oficiales, conseguía colocarse al lado de Dacko, adelantando a codazos a los demás ministros, hinchando su pecho cubierto de medallas. Proclamaba por todas partes que la máxima autoridad le correspondía a él por ser mayor que el presidente. Nadie desconfió de él, porque se subestimó su inteligencia. Pensaron que no era más que un borracho terco y rencoroso. Sin embargo, el fin de año de 1965, ayudado por el teniente Banza —del que se había hecho hermano de sangre para así sellar su amistad—, Bokassa decidió actuar. La víspera de Año Nuevo, precisamente.

»El 31 de diciembre, a las tres de la tarde, reunió a su regimiento, varios centenares de hombres, y les explicó que estaban previstas unas maniobras militares para esa misma tarde. Los soldados se extrañaron, porque unas maniobras justamente la víspera de San Silvestre era algo muy raro. Bokassa no toleraba ninguna objeción. A las siete, las tropas se concentraron en el campamento kassaï. Algunos soldados descubrieron que en las cajas de municiones había balas reales y pidieron explicaciones. Banza les puso una pistola en la sien y les ordenó cerrar la boca. Todo el mundo se preparó. En Bangui, la fiesta de fin de año había comenzado.

«Imagínate la escena, Sarah. En esta ciudad construida sobre tierra roja, mal iluminada, llena de edificios fantasmales, la música comenzaba a sonar y el alcohol a correr. En la gendarmería, los aliados del presidente no sospechaban nada. Bailaban, bebían y se divertían. A las ocho y media, Bokassa y Banza le tendieron una trampa al jefe de esta brigada, Henri Izamo. El hombre acudió solo a una cita en el cuartel de Roux, otro punto estratégico. Bokassa lo recibió con efusión, y le explicó su proyecto de golpe de Estado, lleno de excitación. Izamo no comprendió nada y, después de oírlo, estalló en carcajadas. Al momento, Banza le cortó la cabeza con un sable. Los dos cómplices lo esposaron y lo arrastraron a un sótano. La locura comenzaba. Ahora tocaba encontrar a David Dacko.

»La columna militar se puso en marcha. Eran unos cuarenta vehículos color camuflaje, llenos de soldados despavoridos que empezaban a comprender lo que estaba pasando. En cabeza de este desfile macabro, Bokassa y Banza se pavoneaban en un Peugeot 404 blanco. Por la noche llovió en aquella tierra color sangre. Una lluvia ligera, de temporada, a la que llaman la «lluvia de los mangos", porque se dice que hace madurar estos frutos de pulpa azucarada. En la carretera, los camiones se cruzaron con el comandante Sana, otro aliado de Dacko, que llevaba a casa a sus padres. Sana quedó petrificado: "Esta vez —murmuró— sí que es un golpe de Estado». Llegados al palacio de la Renaissance, los soldados buscaron en vano al presidente. No estaba por ninguna parte. Bokassa se inquietó. Nervioso, corría, chillaba, y ordenó que se comprobara si había subterráneos, escondites. Volvieron a marcharse los soldados. Esta vez, las tropas se repartieron por diferentes puntos estratégicos: la radio de Bangui, la cárcel, las residencias de los ministros…

»En la ciudad, el caos era total. Los hombres y las mujeres, alegres y algo achispados, oyeron los primeros disparos. Cundió el pánico. Todos corrieron en busca de refugio. Las calles principales estaban bloqueadas, cayeron los primeros muertos. Bokassa se volvió loco, golpeando a los prisioneros, insultando a sus hombres. Permanecía postrado en el campamento de Roux, temblando de miedo. Todo podía aún irse al traste. No habían arrestado a Dacko, ni a sus consejeros más peligrosos.

«Pero el presidente no sospechaba nada. Cuando volvió a Bangui, hacia la una de la mañana, se cruzó en el kilómetro 17 con los primeros grupos de personas despavoridas que le dan la noticia del golpe de Estado y de su propia muerte. Media hora más tarde, fue arrestado. A su llegada, Bokassa se arrojó en sus brazos, abrazándolo y diciéndole: «Te lo había avisado. Había que acabar con todo esto».

»En seguida la pequeña comitiva partió en dirección a la cárcel de Ngaragba. Bokassa despertó al director, que lo recibió granada en mano, creyendo que se trataba de un ataque de los congoleños. Bokassa le ordenó abrir las puertas de la cárcel y liberar a los prisioneros. El hombre rehusó. Banza le apuntó con su arma y el director vio a Dacko dentro del coche con un fusil en la nuca. «Es un golpe de Estado", murmuró Bokassa. "Necesito que los liberes para que aumente mi popularidad. ¿Comprendes?" El director obedeció. Ladrones, estafadores, asesinos corrían por las calles de la ciudad gritando: "¡Viva Bokassa!». Entre ellos había un grupo de criminales muy peligrosos. Hombres de la etnia Kara a los que iban a ejecutar días más tarde. Asesinos sedientos de sangre. Fueron estos los que llamaron a la puerta de nuestra casa, en la avenue de France, hacia los dos de la mañana.

«Nuestro criado, medio dormido, acudió a abrir, fusil en mano. Aquellos locos ya habían tirado la puerta abajo. Redujeron a Mohamed y se apoderaron de su arma. Los karas lo desnudaron y lo echaron al suelo. A bastonazos, a culatazos, le rompieron la nariz, las mandíbulas, las costillas. Azzora, su mujer, acudió y descubrió la escena. Detrás de ella vinieron los niños. Ella los apartó. Cuando el cuerpo de Mohamed era ya un charco de sangre, aquellos hombres se encarnizaron con él, con picos y un hachas. Mohamed no gritó ni siquiera una vez, ni les suplicó. Aprovechando este frenesí asesino, Azzora intentó escapar con los chicos. Se refugiaron en una conducción de cemento, medio sumergida en el agua. Uno de los hombres, el que tenía el fusil, los persiguió. Los tiros apenas resonaron en el agujero lleno de agua. Cuando el asesino regresó, la sangre y la lluvia se mezclaban en su rostro alucinado. Fue preciso esperar unos segundos para ver aparecer los pequeños cuerpos y el mandil de Azzora, entonces encinta.

«¿Cuánto tiempo llevaba mi padre observando la escena? Corrió hacia la casa y cargó su fusil, un Máuser de gran calibre. Se apostó detrás de una ventana en espera de los asaltantes. Mi madre se despertó, subió la escalera que llevaba a nuestras habitaciones, con la cabeza envuelta en los vapores del champán de la fiesta de Fin de Año. Pero la casa estaba ya en llamas. Los hombres habían penetrado por la parte de atrás, saquearon cada una de las habitaciones, tiraron los muebles y las lámparas, provocando un incendio en su locura.

«Sobre el asesinato de mis padres no hay una versión unánime. Se cree que mi padre fue abatido con su propio fusil, a quemarropa. Mi madre debió de ser atrapada en lo alto de la escalera. Sin duda la mataron a hachazos, a unos pasos de nuestra habitación. Esparcidos entre las cenizas se encontraron sus miembros calcinados. Mi hermano, dos años mayor que yo, pereció entre las llamas, prisionero de su mosquitero en llamas. Casi todos los asaltantes murieron también quemados, sorprendidos por el incendio que ellos mismos habían provocado.

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