El vuelo de las cigüeñas (33 page)

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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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La misionera se calló unos segundos. Luego me preguntó:

—¿Cree usted que hay alguna relación entre estos análisis y Gomoun?

Vacilé antes de darle mi opinión:

—No tengo ninguna prueba, hermana. El sistema que imagino es increíble… ¿Tiene usted la ficha de Gomoun?

La hermana Pascale miró en un fichero metálico que había encima de la mesa. Al cabo de algunos segundos, me tendió una hoja de cartón. La leí a la luz de la linterna. El nombre, la edad, la aldea de origen, la estatura y el peso de la pequeña Gomoun estaban allí anotados. Luego había unas columnas. A la izquierda, las fechas; a la derecha, los cuidados recibidos. El corazón se me encogió cuando leí los pequeños sucesos que jalonaban la vida cotidiana de una niña de la selva. Al final, en la parte inferior de la ficha, impreso en caracteres diminutos, encontré lo que buscaba: el tipo de HLA de Gomoun. HLA: Aw
19,3
-B
37,5
. Un estremecimiento me recorrió la piel. Sin duda alguna, estas siglas le habían costado la vida a la joven aka.

—Louis, respóndame. ¿Estos análisis tuvieron algún papel en el asesinato de la pequeña?

—Es demasiado pronto, hermana. Demasiado pronto…

La hermana Pascale fijó sus ojos brillantes en mí como dos clavos. Por la expresión de su rostro comprendí que se daba cuenta, por fin, de la crueldad del sistema. Un tic nervioso se apoderó de sus labios.

—Es imposible… imposible.

—Cálmese, hermana. Nada es seguro y yo…

—No, cállese… es imposible.

Salí andando hacia atrás y luego corrí bajo la lluvia en dirección al campamento. Mis compañeros se disponían a cenar, junto al fuego. El olor de la mandioca dominaba el ambiente. Me invitaron a sentarme. Les ordené que se dispusiesen a partir. Inmediatamente. Esta orden era para ellos una herejía. A los grandes negros les aterrorizan las tinieblas. Sin embargo, por el tono de mi voz, por la expresión de mi cara, les di a entender que no toleraría ninguna discusión. Beckés y los demás obedecieron, muy a su pesar. El guía farfulló:

—¿Adonde… adónde vamos, patrón?

—A casa de Kiefer. A la Sicamine. Quiero sorprender al checo antes de que amanezca.

41

Caminamos toda la noche. A las cuatro de la mañana llegamos a las proximidades de las minas de Kiefer. Decidí esperar a que despuntase el día. Estábamos agotados y calados hasta los huesos. Sin preocuparnos por ponernos al abrigo, nos detuvimos al borde del camino. Agachados, hundiendo la cabeza entre los hombros, nos dormimos. Sentí que se apoderaba de mí un sueño como nunca me había sucedido. Un resplandor oscuro me cegó, me deshizo en pedazos y luego me abandonó en lo más hondo de un lecho de cenizas.

A las cinco me desperté. Los otros dormían todavía. Salí inmediatamente, en solitario, hacia las explotaciones mineras. Bastaba seguir una pista antigua, construida por los mineros. Los árboles, las lianas y el bosque bajo intentaban comerse el camino. Lanzaban por encima de él sus ramas, como monstruos vegetales de múltiples cabezas, y por debajo deslizaban sus raíces, que emergían aquí y allá formando un extraño cuadro. Al final, la pista se hizo más ancha. Saqué mi Glock de la funda, comprobé el cargador y me la colgué del cinturón.

Un puñado de hombres, casi sumergidos en un cenagal, cavaban en el suelo con las manos desnudas, y luego filtraban la tierra con un ancho tamiz. Era un trabajo apestoso y húmedo, que requería paciencia. Los mineros trabajaban desde el amanecer, con la mirada cansada y los gestos lentos. Sus ojos sombríos no expresaban más que cansancio y embrutecimiento. Algunos tosían y escupían en el agua negruzca. Otros tiritaban y producían un chapoteo incesante. Alrededor, las ramas de los árboles formaban una alta bóveda, como una nave vegetal, llena de gritos y ruidos de alas de pájaros. Dominaba una luz dorada, que se ampliaba incesantemente, y que hacía brillar las puntas de las hojas, incendiando los espacios vacíos que había entre las ramas y las lianas.

Más arriba del cenagal podía verse un campamento de barracas. Espesas humaredas salían de las chimeneas de chapa. Me encaminé a la guarida de Otto Kiefer.

Estaba en un claro del bosque, rojizo y embarrado, cercada por chozas y tiendas de lona. En el centro había una plancha larga de madera, alrededor de la cual una treintena de obreros bebían café y comían mandioca. Algunos estaban inclinados sobre un aparato de radio, intentando escuchar la emisora de radio internacional francesa o Radio Bangui, a pesar del estrépito de los generadores electrógenos. Multitud de moscas se paseaban por sus rostros.

Delante de cada tienda había un fuego. En las llamas asaban monos, cuya piel crepitaba y producía un olor repugnante a piltrafa. Alrededor, unos hombres tiritaban de fiebre. Algunos se cubrían con varias capas de ropa —chaquetas, jerséis, telas de plástico— que estaba andrajosa y enredada en una confusión de pliegues. Llevaban calzados descabalados y rotos —sandalias, botas, mocasines— que se abrían como bocas de cocodrilo. Otros, por el contrario, estaban semidesnudos. Me fijé en un hombre muy delgado, envuelto en una túnica azul turquesa, en cuyo cráneo se levantaba una especie de cresta cónica trenzada. Acababa de cortarle el cuello a un oso hormiguero y recogía con cuidado la sangre del animal.

Dominaba allí una atmósfera contradictoria: una mezcla de esperanza y desesperanza, de impaciencia y de indolencia, de agotamiento y de excitación. Todos aquellos hombres pertenecían al mismo sueño perdido. Atrapados por su destino, dedicaban su vida a remover a tientas con sus manos aquel barro escarlata. Una vez más, recorrí con la mirada el campamento. No había señales de vehículos. Aquellos hombres eran rehenes de la selva.

Me aproximé a la mesa. Algunas miradas se fijaron en mí, lentamente. Un hombre me preguntó:

—¿Qué buscas, patrón?

—A Otto Kiefer.

El hombre dirigió la vista hacia una cabaña de chapa, encima de la cual había un cartel que indicaba: «Dirección». La puerta estaba entreabierta. La empujé y pasé al interior. Estaba totalmente tranquilo, con la mano apoyada en la culata de la Glock.

El espectáculo que se me ofrecía no tenía nada de terrorífico. Un tipo grande, cuya palidez recordaba la blancura lívida de un esqueleto, se esforzaba en hacer funcionar un magnetoscopio colocado encima de una vieja televisión, un modelo antiguo de madera y metal. Debía de tener sesenta años. Llevaba el mismo tipo de sombrero que yo, un gorro flexible con ojales metálicos, y un chaleco de color gris. De su cinturón colgaba una pistolera vacía. Su rostro era largo, huesudo y estaba picado de viruelas, la nariz puntiaguda y los labios finos. Levantó la vista y sus ojos se clavaron en mí. Eran de color azul claro, casi líquidos y parecían vacíos.

—¡Hola! ¿Qué desea?

—¿Es usted Otto Kiefer?

—Soy Clément. ¿Sabe algo de aparatos de vídeo?

—No, en absoluto. ¿Dónde está Kiefer?

El hombre no respondió. Se inclinó de nuevo sobre el aparato, y masculló: «Me haría falta un destornillador». Le repetí:

—¿Sabe usted dónde está Kiefer?

Clément apretó las teclas y luego comprobó los botones luminosos. Al cabo de un instante esbozó un gesto de disgusto. El terror se apoderó de mí: aquel tipo tenía los dientes tallados en punta.

—¿Qué es lo que quiere de Kiefer? —dijo sin levantar la vista.

—Solo hacerle algunas preguntas.

El sexagenario volvió a mascullar:

—Me haría falta un destornillador. Creo que tengo alguno por aquí.

Dio la vuelta por detrás de mí y se fue hacia un mueble de hierro sobre el cual había un montón de papeles mojados y botellas vacías. Abrió el primer cajón. Rápidamente me eché sobre él y volví a cerrar con violencia el cajón. Me apoyé con todas mis fuerzas sobre su brazo extendido. Su muñeca se rompió con un ruido seco. Clément no dejó escapar un solo grito. Empujé a aquel imbécil, que fue a estrellarse contra la pared húmeda. Su mano rota se crispaba ahora sobre un 38 Smith y Wesson. Le arranqué el arma, y el viejo aprovechó para morderme la mano, con todos sus dientes puntiagudos. No sentí ningún dolor. Le di un golpe en la cara con la culata de mi pistola, lo agarré por el chaleco y lo alcé hasta la altura de un calendario que mostraba una mujer con los pechos al aire. Clément gimió de nuevo. Tenía en la boca restos de mi piel. Le metí el 38 en las aletas de la nariz (esto se estaba convirtiendo en una costumbre para mí).

—¿Dónde está Kiefer, cabrón?

El hombre susurró algo entre sus labios ensangrentados:

—Que te den por el culo. No diré nada.

Aplasté la culata contra su boca y le salté varios dientes. Luego le apreté la garganta. La sangre brotaba de sus labios y corría sobre mi mano.

—Acaba ya, Clément, y dentro de dos minutos me largo. Te dejo otra vez en tu mina con tus locuras de pigmeo blanco. Habla. ¿Dónde está Kiefer?

Clément se limpió la boca con su mano sana y gruñó:

—No está aquí.

Volví a apretarle la garganta:

—¿Dónde está?

—No lo sé.

Golpeé repetidamente su cráneo contra la pared. Los pechos de la mujer del calendario temblaron.

—Habla, Clément.

—Está… está en Bayanga. Al oeste de aquí. A veinte kilómetros.

Bayanga. Un chispazo me recorrió la mente. Era el nombre de las llanuras de las que me había hablado M'Konta. Allí afluían, cada otoño, las aves migratorias. Las cigüeñas estaban, pues, de vuelta. Grité:

—¿Fue en busca de los pájaros?

—¿Qué pájaros? ¿Qué… qué pájaros?

El vampiro no estaba disimulando. No sabía nada del sistema. Proseguí:

—¿Cuándo se marchó?

—Hace dos meses.

—¿Dos meses? ¿Estás seguro?

—Sí.

—¿En helicóptero?

—Naturalmente.

Seguía apretándole el cuello a aquel viejo reptil. Su piel arrugada se hinchaba, como buscando oxígeno. Yo estaba desorientado. Aquella información no concordaba con ninguna de mis previsiones.

—Desde entonces, ¿has recibido alguna noticia suya?

—No… Ninguna.

—¿Sigue en Bayanga?

—No lo sé…

—¿Y el helicóptero? Volvió hace más o menos una semana, ¿no?

—Sí.

—¿Quién venía en él?

—No lo sé. No vi nada.

Le aplasté de nuevo la cabeza contra la pared. El calendario con la mujer semidesnuda se descolgó. Clément tosió, luego escupió sangre. Me repetía:

—Te lo juro, no vi nada. Solo… solo oí el ruido del helicóptero, eso es todo. No aterrizó en la mina. ¡Te lo juro!

Clément no sabía nada. No pertenecía ni al sistema de los diamantes ni al de los corazones robados. En opinión de Kiefer, no valdría, sin duda, más que el fango que llevaba pegado a los zapatos. Sin embargo, insistí:

—¿Kiefer venía en el helicóptero, sí o no?

El viejo prospector se burló y enseñó todos sus dientes mellados.

—¿Kiefer? Él no puede ir a ninguna parte.

—¿Por qué?

—Está enfermo.

—¿Enfermo? ¿Qué dices, por todos los diablos?

El sexagenario repitió, sacudiendo su viejo esqueleto:

—Enfermo. Kiefer está enfermo. En… enfermo.

Clément se ahogaba en su risa ensangrentada. Aflojé la presión de mis manos sobre su cuerpo y lo dejé caer al suelo.

—¿De qué está enfermo, viejo loco? ¡Habla!

Me lanzó una mirada de reojo, la mirada de todas las locuras, y luego dijo con un gruñido:

—De sida. Kiefer tiene el sida.

42

Me fui de allí a todo correr, atravesé la selva y me reuní con Beckés, Tina y los otros. Me curé la mano y luego ordené una nueva salida hacia Bayanga. Reemprendimos el camino en dirección al oeste. La pista era ahora más ancha y el viaje duró diez horas. Diez horas de marcha silenciosa, sofocante, amenazadora, en la que no nos detuvimos más que una sola vez para comer restos fríos de mandioca. Había vuelto a llover. Eran chaparrones incansables a los que no prestábamos atención alguna. Nuestras ropas empapadas se pegaban al cuerpo y dificultaban la marcha. Sin embargo, nuestro ritmo no aminoraba y, a las ocho, Bayanga apareció ante nuestros ojos.

No se veían más que luces lejanas, esparcidas y temblorosas. Un olor a mandioca y a petróleo ocupaba el aire. Mis piernas apenas me sostenían. Una angustia lacerante me oprimía el corazón, como la resaca de un mal sueño.

—Dormiremos en los pabellones de la Kosica, una compañía forestal abandonada —dijo Beckés. Recorrimos la aldea desierta, atravesamos un terreno llano lleno de cañas, en el cual la pista trazaba giros incesantes. Inesperadamente, el camino se hacía más ancho para luego abrirse en una vasta sabana de la que únicamente se percibía su inmensidad, abierta a la noche. Habíamos llegado al linde oeste de la selva.

Por fin, aparecieron las casas. Estaban muy espaciadas y parecía que nada tenían que ver unas con otras. De repente, un hombre negro provisto de una linterna nos cerró el paso. Le dijo algo a Beckés en sango, luego nos guió hasta una estancia grande, que estaba detrás de una breve galería. A trescientos metros de allí se levantaba otra casa vagamente iluminada. El hombre de la linterna me explicó en voz baja:

—Desconfíe usted, esta casa está habitada por un monstruo.

—¿Qué monstruo?

—Otto Kiefer, un checo. Un hombre terrible. ¿Está enfermo, no?

—Sí, muy enfermo. Tiene el sida, ¿lo sabía?

—Algo me dijeron.

—Este blanco nos amarga la vida, patrón. No termina nunca de morirse.

—¿Es un caso desesperado?

—Sí —replicó el hombre—. Pero eso no le impide imponer su ley. Es un animal peligroso, terriblemente peligroso. Lo saben todos aquí. Ha matado no sé ya a cuántos negros. Y ahora tiene granadas y armas automáticas. Nos va a hacer saltar a todos por los aires. ¡Pero no se saldrá con la suya! Yo tengo un fusil y…

El negro vaciló entre seguir o no. Apenas contenía su nerviosismo.

—¿El checo vive solo en la casa?

—Una mujer se ocupa de él. Una m'bati. Enferma, ella también —el hombre negro se detuvo, y luego volvió a hablar, enfocando su linterna sobre mis ojos.

—¿Es a él a quien has venido a ver, patrón?

La noche era espesa como un jarabe tibio.

—Sí y no. Me gustaría hacerle una visita, nada más. De parte de un amigo.

El negro bajó el haz de luz.

—Tú tienes unos amigos muy curiosos, patrón —suspiró—. Aquí ya nadie quiere vendernos carne. Hablan de quemarlo todo cuando Kiefer muera.

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