El vuelo de las cigüeñas (27 page)

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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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—Voy a ir a la selva, tras las huellas de Max Böhm.

—No es buena idea. La estación de las lluvias está en su apogeo. Las minas de diamantes están dirigidas ahora por un único hombre, Otto Kiefer, un asesino. Vas a tener que caminar mucho, vas a correr riesgos inútiles. Y todo para nada. ¿Qué piensas hacer allí?

—Quiero descubrir lo que realmente pasó en agosto de 1977. Cómo sobrevivió Max Böhm a su ataque al corazón. Los espíritus no me parecen explicación suficiente.

—Pues te equivocas. ¿Cómo vas a hacerlo?

—Voy a evitar las minas y me alojaré en la misión de sor Pascale.

—¿Sor Pascale? Ella es apenas algo más dulce que Kiefer.

—Me hablaron de un campamento pigmeo, Zoko, en el que pienso instalarme. Desde allí haré viajes a las explotaciones e interrogaré a los hombres que trabajaban en los pantanos, en 1977.

Joseph negó con la cabeza y luego se sirvió una última taza de café.

Miré el reloj. Eran más de las once. Estábamos en domingo y no tenía ningún plan para pasar el día.

—Joseph —le pregunté—, ¿conoces a alguien de la Clínica de Francia?

—Un primo mío trabaja allí.

—¿Podemos ir ahora?

—¿Ahora? —M'Konta sorbió un poco de café—. Tengo que visitar a mi familia en el kilómetro Cinco y…

—¿Cuánto?

—Diez mil más.

Asentí riendo y le metí el dinero en el bolsillo de la camisa. M'Konta me guiñó el ojo y luego dejó la taza encima de la mesa.

—En marcha, patrón.

33

La Clínica de Francia estaba situada a orillas del Ubangui. Bajo un sol de justicia, el río discurría lentamente. Fluía entre la maleza, oscuro, inmenso, inmóvil. Parecía un caldo espeso, en el que estuviesen pegados los pescadores y sus piraguas.

Íbamos por la ribera, la misma por la que había paseado la víspera. La pista estaba bordeada por árboles de color pastel. A la derecha se levantaban, ocres, rosas, rojos, los amplios edificios de los ministerios. A la izquierda, cerca del río, unas casetas se arracimaban en la hierba, abandonadas ahora por los habituales vendedores de fruta, mandioca y baratijas. Todo estaba en calma. Incluso el polvo había renunciado a moverse con tanta claridad. Era domingo. Y, como en todo el mundo, era un día maldito en Bangui.

Por fin apareció la clínica. Era un bloque rectangular de dos pisos, y por su color parecía abandonado. Tenía balcones de piedra típicos de la arquitectura colonial, llenos de adornos de argamasa blancuzca. Todo el edificio estaba carcomido por la laterita y cubierto de vegetación. Las garras de la selva y unas extrañas manchas rojizas habían tomado al asalto las paredes. Estas parecían hinchadas, como ahítas de humedad.

Entramos en el jardín. Colgadas de los árboles se secaban al sol las batas de los cirujanos. Estaban llenas de grandes manchas escarlatas. Joseph sorprendió la expresión de mi cara y se echó a reír. «No es sangre, patrón. Es tierra, laterita. Su huella no se borra jamás».

Se apartó para dejarme entrar. El vestíbulo, con paredes de cemento desnudo y suelo de linóleo muy deteriorado, estaba completamente vacío. Joseph dio unos golpes en el mostrador. Pasaron varios minutos. Finalmente, apareció un tipo grande con bata blanca con manchas escarlata. Juntó las manos y se inclinó:

—¿Qué puedo hacer por ustedes? —dijo con tono untuoso.

—¿Está Alphonse M'Konta?

—No hay nadie, es domingo.

—¿Y tú? ¿No eres nadie?

—Soy Jesús Bomongo —el hombre se inclinó todavía más y dijo con voz suave—. Para servirlos.

—A mi amigo le gustaría consultar los archivos de cuando aquí no había más que blancos. ¿Es posible?

—No sé, está en juego mi responsabilidad y… —Joseph me hizo un gesto muy explícito. Negocié por pura formalidad y al final le entregué diez mil francos centroafricanos. Joseph me dejó. Seguí a mi nuevo guía a lo largo de un pasillo de cemento totalmente a oscuras. Empezamos a subir una escalera.

—¿Es usted médico? —le pregunté.

—No, solamente enfermero. Pero aquí, viene a ser lo mismo.

Después de subir dos pisos, apareció un nuevo pasillo, iluminado por la luz del sol que se filtraba a través de unas aberturas practicadas en la pared. Un fuerte olor a éter llenaba la atmósfera. En las salas que atravesamos no había ningún enfermo. Solamente un gran desorden de material: sillas de ruedas, tubos metálicos, trapos rojizos, restos de camas adosadas a las paredes. Estábamos debajo del tejado de la clínica. Jesús sacó un manojo de llaves y luego abrió una puerta metálica, que estaba desajustada y chirriaba.

Se quedó en el umbral de la puerta y me dijo:

—Los informes están amontonados ahí. Después de la caída de Bokassa, los propietarios huyeron. La clínica estuvo cerrada dos años. Luego, nosotros la reabrimos para atender a los centroafricanos. Ahora tenemos médicos propios. No encontrará muchos informes. Los blancos tratados en la clínica de Bangui fueron pocos. Únicamente casos urgentes, personas que no podían ser trasladadas. Puede encontrar casos de enfermedades benignas —Jesús se encogió de hombros—. La medicina africana es una verdadera calamidad. Todo el mundo lo sabe. Son mejores los brujos.

Después de esta gran frase, dio media vuelta y desapareció. Me quedé solo.

El archivo no tenía más que algunas mesas y sillas esparcidas aquí y allá. Las paredes estaban manchadas por grandes churretones negruzcos. Gritos lejanos atravesaban aquel aire abrasador. Descubrí el archivo en un armario de hierro. En cuatro estantes aparecían amontonados informes amarillentos, carcomidos por la humedad. Los hojeé y comprendí que no guardaban ningún orden. Los puse en varias mesas, luego hice pilas para ordenarlos. Hice quince pilas y cada una tenía varios cientos de informes. Me limpié el sudor de la cara e intenté descifrarlos.

De pie, inclinado sobre las mesas, cogí la primera hoja de cada informe. Podía leer el nombre, la edad y el país de origen del paciente. Luego venían la enfermedad y los medicamentos prescritos. Hojeé así varios miles de informes. Nombres franceses, alemanes, españoles, checos, yugoslavos, rusos, chinos incluso, desfilaron ante mí, asociados a toda clase de enfermedades, fiebres menores, que habían contraído los frágiles extranjeros. Paludismo, cólicos, alergias, insolaciones, enfermedades venéreas… Seguían luego los nombres de los medicamentos, siempre los mismos, y, más raramente y grapado en el folio del informe, una petición de repatriación dirigida a la embajada de origen del enfermo. Las horas se sucedían y las pilas también. A las cinco ya había acabado mi investigación. Ni una sola vez encontré el nombre de Böhm, y tampoco el de Kiefer. Incluso aquí, el viejo Max había eliminado toda huella de sí mismo.

Unos pasos resonaron detrás de mí. Era Jesús.

—¿Ha encontrado algo? —preguntó estirando el cuello.

—Nada. No he encontrado ni la menor huella del hombre que busco. Sin embargo, sé con seguridad que venía regularmente a esta clínica.

—¿Cómo se llamaba?

—Böhm, Max Böhm.

—Nunca he oído hablar de él.

—Vivía en Bangui en los años setenta.

—¿Böhm es un apellido alemán?

—Suizo.

—¿Suizo? ¿El hombre que buscas es suizo? —Jesús soltó una risotada y se golpeó las manos—. Un suizo. ¿Por qué no me lo has dicho antes? No vale de nada buscarlo aquí, patrón. Las fichas médicas de los suizos están en otra parte.

—¿Dónde? —me impacienté.

Jesús quedó un momento confuso. Luego esperó unos segundos, levantó su índice, largo y delgado, y dijo:

—Los suizos son gente seria, patrón. No hay que olvidarlo. Cuando la clínica cerró sus puertas, en 1979, fueron los únicos que se preocuparon de las fichas médicas de sus enfermos. Temían sobre todo que alguno de sus compatriotas volviese a su país con algún virus africano. —Jesús levantó la vista al cielo, consternado—. En resumen, quisieron llevarse todos sus informes. El gobierno centroafricano se opuso; compréndeme, los enfermos eran suizos, pero las enfermedades, africanas. Vamos, que hubo muchos problemas…

—¿Y bien? —le corté.

—Eso, patrón, es algo confidencial. El secreto profesional de los médicos está en juego…

Puse un nuevo billete de diez mil francos centroafricanos en su mano.

Me lo agradeció con una amplia sonrisa y rápidamente continuó:

—Los informes están depositados en la embajada de Italia.

Había una posibilidad entre cien de que el viejo Max se hubiese olvidado de este hecho. Jesús siguió hablando:

—El guardia de la embajada es amigo mío. Se llama Hassan. La embajada de Italia se encuentra en la otra punta de la ciudad y…

Atravesé Bangui a toda velocidad en un taxi decrépito. Diez minutos más tarde estaba delante de la escalinata de la embajada de Italia. Esta vez no perdí el tiempo en palabrerías. Busqué a Hassan, un hombre pequeño y rechoncho con ojeras malvas, le metí un billete de cinco mil francos en el bolsillo y lo arrastré muy a su pesar al sótano del edificio. Pronto llegamos a una gran sala de conferencias en la que había cuatro archivadores metálicos, justo delante de mí: los archivos médicos de los ciudadanos helvéticos que habían vivido en la República Centroafricana desde 1962 a 1979.

Estaban perfectamente clasificados por orden alfabético. En la letra B descubrí los informes de la familia Böhm. El primero era el de Max. Era muy grueso y contenía una gran cantidad de recetas, análisis y electrocardiogramas. El día 16 de septiembre de 1972, año de su llegada, Max Böhm había ido a la Clínica de Francia para hacerse un chequeo completo. El médico jefe, Yves Carl, le había prescrito un tratamiento, directamente importado de Suiza, y le recomendaba tranquilidad y que limitase sus esfuerzos. En el informe confidencial anexo, Carl había escrito con bolígrafo y con letra cursiva: «Insuficiencia de miocardio. Hay que vigilarlo de cerca». Las últimas palabras estaban subrayadas. Cada tres meses, el viejo Max volvía a la clínica, para recoger las recetas. Las dosis de medicamentos aumentaban con el paso de los años. Max vivía de prestado. El informe se acababa en 1977, fecha en la cual aparecían en las recetas nuevos productos, en dosis masivas. Cuando Böhm hizo aquella expedición a la selva, su corazón no era más que un pálido reflejo de sí mismo.

El informe de Irene Böhm empezaba en mayo de 1973. Una copia de unos análisis médicos realizados en Suiza abría el conjunto de los documentos. El doctor Carl se había limitado a seguir a esta paciente, que padecía una infección de trompas. El tratamiento había durado seis meses. La señora Böhm se curó, pero el Informe decía: «Esterilidad». Irene Böhm tenía entonces treinta y cuatro años. Dos años más tarde, el doctor Carl descubrió en la esposa de Böhm una nueva enfermedad. El informe contenía una larga carta, dirigida al médico que la trataba en Lausana, en la que le explicaba que era necesario hacer urgentemente nuevos análisis. Carl no tenía pelos en la lengua: «Posible cáncer de útero». Seguía una diatriba contra los medios irrisorios de las clínicas africanas. En conclusión, Carl exhortaba a su colega para que convenciese a Irene Böhm de espaciar sus visitas a la República Centroafricana. El informe médico acababa así, en 1976, y no había más documentos. Yo sabía la continuación. En Lausana, los análisis habían revelado la naturaleza cancerosa del mal. La mujer prefirió quedarse en Suiza para intentar curarse y ocultar su estado a su esposo y a su hijo. Murió un año más tarde.

La pesadilla se hizo patente con el informe de Philippe Böhm, hijo del ornitólogo, que fue el último que encontré. Ya en los primeros meses después de su llegada, el muchacho había contraído fiebres. Tenía diez años. Al año siguiente había sufrido un largo tratamiento contra cólicos. Seguidamente, fueron unas amebas. Le curaron un principio de disentería, pero el joven Philippe contrajo una afección hepática con el tratamiento. Revisé las recetas. Durante 1976 y 1977 su estado mejoró. Las visitas a la clínica se espaciaron y los resultados de los análisis eran esperanzadores. El adolescente tenía ya quince años. Sin embargo, su informe acababa con un certificado de defunción, datado el 28 de agosto de 1977. Grapado a este informe había otro, el de la autopsia. Extraje aquella hoja arrugada, escrita con aplicación. Estaba firmada por el doctor «Hippolyte M'Diaye, licenciado por la Facultad de Medicina de París». Lo que leí me hizo comprender que no estaba más que en la antesala de la peor de las pesadillas.

Informe de autopsia/Hospital de Mbaïki, Lobaye.

28 de agosto de 1977.

Sujeto: Böhm, Philippe.

Sexo masculino.

Blanco, tipo caucasiano.

1.68 metros. 78 kilos.

Desnudo.

Nacido el 8/9/62, en Montreux, Suiza.

Muerto hacia el 24/8/77 en la selva virgen, a cincuenta kilómetros de Mbaïki, en la subprefectura de Lobaye, República Centroafricana.

La cara está intacta, salvo unas marcas de arañazos en las mejillas y en las sienes. En el interior de la boca, varios dientes aparecen rotos, algunos simplemente triturados, probablemente por el efecto de un espasmo intenso de la mandíbula. No hay ningún signo de esquimosis exterior. La nuca está rota.

La cara anterior del tórax muestra una herida profunda, en su parte central, que va desde la clavícula izquierda hasta el ombligo. El esternón está seccionado longitudinalmente de arriba abajo y deja el tórax abierto. Notamos igualmente numerosas huellas de garras por todo el pecho, en especial alrededor de la herida mayor. Los dos miembros superiores han sido amputados. Los dedos de la mano izquierda están rotos, el índice y el anular de la mano derecha arrancados.

La cavidad torácica muestra la ausencia del corazón. A la altura de la cavidad abdominal, se constata la desaparición y la mutilación de varios órganos: intestinos, estómago, páncreas. Cerca del cuerpo se encontraron fragmentos orgánicos, que muestran la huella de una mordedura animal. Ningún signo de hemorragia en la cavidad torácica.

Hay un corte muy largo —siete centímetros— en la parte baja de la ingle derecha, que alcanza el hueso del cuello del fémur. El pene, los órganos genitales y la parte alta de los muslos fueron arrancados. Hay numerosas huellas de garras en los muslos. Las caras externas de los muslos están desgarradas. Hay fracturas complejas en los tobillos.

Conclusión: El joven Philippe Böhm, ciudadano suizo, fue atacado por un gorila, en el curso de la expedición PR 154, que efectuaba junto con su padre. Max Böhm, cerca de la frontera con el Congo. Las huellas de garras no dejan lugar a dudas. Algunas mutilaciones sufridas por la joven víctima son igualmente específicas de este animal. El gorila tiene por costumbre arrancar la cara externa de los muslos y romper los tobillos de sus víctimas con el fin de evitar cualquier posibilidad de huida. Parece que el mono responsable de este crimen, un viejo macho que andaba desde hace varias semanas por la región, fue abatido más tarde por una familia de pigmeos akas.

Nota: El cuerpo fue traído a la Clínica de Francia, Bangui, la tarde de ese día. Añado una copia de mi informe y del certificado de defunción a la atención del doctor Yves Carl. 28 de agosto de 1977. 10 h 15.

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