El vuelo de las cigüeñas (24 page)

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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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Y, de repente, apareció África.

Una selva infinita se extendía debajo de nosotros. Era un mar esmeralda, inmenso y ondulante, que se hacía más nítido a medida que descendíamos. Poco a poco, el verde oscuro se aclaraba y se matizaba. Vi formas que parecían cabelleras desgreñadas, crestas aborregadas, cúspides efervescentes. Los ríos eran amarillos, la tierra de un rojo de sangre y los árboles vibraban como espadas al sol. Todo era vivo, acerado, luminoso. En aquella explosión de color había zonas más mates, más reposadas, que tenían la indolencia de los nenúfares o la calma de los pastizales. Allí estaban las chozas, minúsculas, plantadas en la selva. Me imaginé a las gentes que allí vivían, que pertenecían a ese mundo exuberante. Imaginé su existencia entre tanta humedad, con mañanas duras como el metal en las que los gritos de los animales te hieren los oídos o la tierra se hunde bajo tus pies y toma la huella de tu lenta decrepitud. Durante toda la maniobra de aterrizaje permanecí así, absorto en mi estupor.

No sé con exactitud por dónde pasa el trópico de Cáncer, pero al desembarcar comprendí que lo había franqueado, hasta el punto de rozar ya el Ecuador. El aire no era más que una borrasca de fuego. El cielo mostraba una claridad infinitamente pura, como si los chaparrones de la mañana lo hubiesen lavado para todo el día. Y, sobre todo, aquellos olores que explotaban por todas partes. Aromas densos y penetrantes componían una mezcla extraña de exceso de vida y de muerte, de eclosión y podredumbre.

La sala de llegadas no era más que un simple bloque de hormigón, sin mobiliario, ni pintura alguna. En el centro había dos pequeños mostradores de madera, detrás de los cuales militares armados inspeccionaban los pasaportes y los certificados de vacunación. Luego estaba la aduana: una larga cinta transportadora, averiada, sobre la que había que abrir los equipajes. Mi Glock seguía en piezas separadas y repartidas en mis dos bolsas. Un soldado trazó sobre ellas una cruz con una tiza húmeda y me autorizó a pasar. Me encontré en el exterior, entre una multitud de familias chillonas, que habían venido a esperar a sus hermanos o primos. La humedad aumentaba y tuve la impresión de entrar en el corazón de una esponja infinita.

—¿Adonde vas, patrón?

Un gran negro con una sonrisa dura me cerraba el paso. Me ofreció sus servicios. Sin pensarlo, y tal vez como un reto, le dije: «Sicamine. Llévame al hotel de costumbre». El nombre de la mina, un farol por mi parte, fue como un ábrete sésamo. El hombre silbó, llamando a una horda de chiquillos que rápidamente se hicieron cargo de mi equipaje. El hombre no dejaba de repetir «Sicamine, Sicamine», para acelerar el movimiento. Un minuto más tarde, estaba en camino hacia Bangui, en un taxi polvoriento cuyo chasis golpeaba el suelo.

Bangui no tenía nada de ciudad. Era más bien una gran aldea, construida de cualquier modo. Las casas eran de adobe, cubiertas de chapa ondulada. La calle principal era de tierra batida y numerosos paseantes recorrían esta pista escarlata. Bajo aquel cielo transparente, comprendí la dualidad de los colores africanos: el negro y el rojo. La carne y la tierra. Las lluvias de la mañana habían empapado el suelo y la pista estaba llena de charcos brillantes. Los hombres llevaban camisetas y sandalias. Caminaban con paso indolente, orgullosos frente a aquel calor sofocante. Pero, sobre todo, destacaban las mujeres. Con largos talles erguidos, arqueados, hermosas como diosas, llevaban sobre su cabeza los fardos como las flores sus pétalos. Sus cuellos parecían gráciles collares, sus rostros desprendían dulzura y firmeza y sus largos pies desnudos, negros por encima y claros por debajo, eran de una sensualidad que quitaba el sentido. Bajo aquel cielo de apocalipsis, las elegantes y salvajes siluetas de las mujeres eran el más bello espectáculo jamás visto.

«Sicamine, mucho dinero», bromeaba mi guía al lado del conductor, frotando el índice con el pulgar. Sonreí y asentí. Habíamos llegado a un Novotel. Un caserón destartalado revestido con argamasa grisácea, lleno de balcones de madera y tapado por árboles inmensos. Le pagué al joven negro en francos franceses y entré en el hotel. Aboné un día por adelantado y cambié cinco mil francos franceses en francos centroafricanos para poder financiar mi expedición a la selva. Me condujeron a una habitación, situada en la planta baja, que daba a un gran patio interior en donde había una piscina en medio de un jardín exótico. Me encogí de hombros. En aquella estación de lluvias, el rectángulo de agua turquesa me parecía el estanque de Gribouille.

Mi habitación era agradable, espaciosa y clara. La decoración era anodina, pero los colores —marrón, ocre y blanco— me parecían, no sabía por qué, característicos de África. El aire acondicionado ronroneaba. Me di una ducha y me cambié. Decidí empezar mi investigación. Busqué en los cajones de una mesa y encontré una guía telefónica de la RCA, un fascículo de unas treinta páginas. Marqué el número de la sede de la Sicamine.

Hablé con un tal Jean-Claude Bonafé, director ejecutivo. Le expliqué que era periodista y que pensaba hacer un reportaje sobre los pigmeos. Sabía que algunas de sus explotaciones se encontraban en el territorio de los pigmeos akas. ¿Podía ayudarme para ir allí? En África, la solidaridad entre blancos es un valor seguro. Bonafé me dijo que me prestaría un coche que me llevaría hasta la linde de la selva y me proporcionaría un guía de su confianza. Pero también me advirtió de que era necesario rodear las instalaciones de la Sicamine y no acercarse a ellas. Su director general, Otto Kiefer, vivía allí y era un tipo «de bastante mal genio…». Para concluir me dijo en tono confidencial: «De hecho, si Kiefer sabe que le he ayudado, tendré verdaderos problemas…».

Bonafé me invitó después a pasar por su despacho por la mañana, para poner a punto los preparativos. Acepté y colgué. Hice otras llamadas telefónicas a otros miembros de la comunidad francesa de Bangui. Era sábado, pero todo el mundo parecía trabajar ese día. Hablé con los directivos de la mina, con los responsables del aserradero, con el personal de la embajada de Francia. Todos estos franceses desarraigados, gastados y vaciados por los trópicos, parecían encantados de hablar conmigo. Orientando mis preguntas, pude hacerme una idea precisa de la situación y obtener un retrato completo de Otto Kiefer.

El checo dirigía cuatro minas, diseminadas por el extremo sur de la RCA, allí donde comienza el «gran verde", la inmensa selva ecuatorial que se extiende por el Congo, Zaire
[1]
y Gabón. Trabajaba ahora para el Estado centroafricano. Desgraciadamente, según se decía, los filones estaban agotados. La RCA no producía diamantes de gran calidad, pero continuaban excavando por puro trámite. Personalmente, yo tenía, por supuesto, otra explicación sobre la ausencia de piedras de valor.

Todos mis interlocutores, sin excepción, me confirmaron la violencia y la crueldad de Kiefer. Ahora era viejo, ya andaba por los sesenta, pero era más peligroso que nunca. Se había instalado en el corazón de la selva para vigilar mejor a sus hombres. Nadie sospechaba que Kiefer era el número uno de los traficantes. Si vivía en aquellas tinieblas vegetales, era para maniobrar a sus anchas, desviar las piedras brutas y enviarlas a su camarada Böhm mediante las cigüeñas.

Decidí sorprender a Kiefer en lo más hondo de la selva, enfrentarme a él o seguirlo, según las circunstancias, hasta que saliese en busca de las cigüeñas. Aunque Böhm hubiese muerto, estaba seguro de que el checo no abandonaría su sistema de correos. Las cigüeñas no habían llegado todavía a la República Centroafricana. Disponía, pues, de unos ocho días para llegar hasta Kiefer en el corazón de la selva. Eran las once. Me puse la sahariana y salí al encuentro de Bonafé.

30

La sede social de la Sicamine estaba situada al sur de la ciudad. El trayecto en taxi duró alrededor de quince minutos, a lo largo de avenidas rojizas bordeadas de árboles gigantes. En Bangui, en plena calle, se pueden encontrar verdaderos trozos de selva, con huellas de rodadas inmensas y profundas, o edificios en ruina, devorados por la vegetación como pisoteados por una manada de elefantes.

Las oficinas estaban instaladas en una especie de rancho de madera, delante del cual había varios todoterreno salpicados de laterita, la arcilla roja africana. Me presenté en recepción. Una mujer gruesa se decidió a escoltarme a lo largo de un pasillo de suelo irregular. La seguí por él al ritmo ágil de sus caderas contoneantes.

Jean-Claude Bonafé era un blanco pequeño entrado en carnes, ya en la cincuentena. Llevaba una camisa azul celeste y un pantalón de tela beis.
A priori
, nada lo distinguía de un ejecutivo de cualquier empresa francesa. Nada, salvo una chispa de locura que se adivinaba en su mirada. El hombre parecía destrozado por dentro, devorado por una tormenta interior, llena de carcajadas y de ideas tortuosas. Sus ojos brillaban como vidrios, y sus dientes, largos y aguzados, se abrían sobre el labio inferior, en una sonrisa perpetua. El hombre no tiraba la toalla frente al trópico. Luchaba contra la delicuescencia tropical a base de pequeños detalles, de pinceladitas y de perfumes parisinos.

—Estoy verdaderamente encantado de conocerlo —me dijo en seguida—. Ya me he puesto manos a la obra con su proyecto. Le he buscado un guía de confianza: el primo de uno de mis empleados, originario de Lobaye.

Se sentó detrás de la mesa de su despacho, un bloque de madera sin pulir en la que solo tenía algunas tallas africanas. Luego extendió la mano, con perfecta manicura, hacia un mapa de la República Centroafricana colgado de la pared, a su espalda.

—La parte más conocida de la RCA es el sur. Porque aquí está Bangui, la capital. Porque aquí es donde comienza la selva densa, la fuente de todas las riquezas. Y también es el territorio de los m'bakas, los verdaderos dueños de la República Centroafricana; Bokassa pertenecía a esta etnia. La región que le interesa está todavía más abajo, en el extremo sur, más allá de Mbaïki.

Bonafé me mostró sobre el mapa una inmensa zona pintada de verde. No había señal alguna de carreteras, de pistas o de aldeas. Nada, solo vegetación. La selva era infinita.

—Aquí —me dijo— es justo donde se encuentra nuestra mina. Justo debajo del Congo. En el territorio de los pigmeos Akas. Los «Grandes Negros» no van ahí jamás. Se mueren de miedo.

Una imagen se perfiló en mi mente. Kiefer, el Gran Amo de las Tinieblas, estaba allí mejor protegido que por todo un ejército. Los árboles, los animales, las leyendas eran sus centinelas. Me quité la chaqueta. Hacía un calor sofocante. El aire acondicionado no funcionaba. Le eché una ojeada a Bonafé. Su camisa estaba empapada en sudor. Él prosiguió.

—Adoro a los pigmeos. Es un pueblo excepcional, lleno de alegría, de misterio. Pero la selva es todavía más extraordinaria —sus ojos traducían su arrobamiento, sus dientes, como trozos afilados de vidrio, se abrían en su boca, en una sonrisa de felicidad total—. ¿Sabe usted cómo funciona este mundo, señor Antioche? El Gran Verde vive de la luz. Una luz que le llega a cuentagotas a través del dosel de la selva —Bonafé formó con sus gordezuelos dedos una especie de techo, luego bajó la voz, como si me confesase un secreto—. Basta que un árbol caiga, y ¡zas! El sol entra por ese agujero. La vegetación capta los rayos, crece rápidamente y llena el agujero. Es fantástico. Abajo, el árbol caído abona el suelo, para dar lugar al nacimiento de una nueva generación. La selva es inaudita, señor Antioche. Es un mundo intenso, en continua ebullición, devorador. Un universo en sí mismo, con su ritmo, sus reglas y sus habitantes. ¡Millares de especies vegetales diferentes, de invertebrados y de vertebrados existen allí!

Miré a Bonafé. Su rostro grotesco y seboso, plantado sobre unos hombros caídos. Por más que luchase, aquel hombre se desplomaba, se hundía en el sopor de los trópicos.

—¿La selva es… peligrosa?

Bonafé soltó una risita.

—Pues la verdad es que… sí —respondió—. Bastante peligrosa. Sobre todo los insectos. La mayoría de ellos son portadores de enfermedades. Hay mosquitos que transmiten paludismos endémicos muy rebeldes a la quinina; o el dengue, que da unas fiebres que te parten los huesos. Están los mosquitos
furrux
, cuya picadura produce atroces escozores; las hormigas, que destruyen todo a su paso; las filarias, unos parásitos que te inyectan filamentos en las arterias, hasta obstruirlas por completo. Hay otros animalejos verdaderamente molestos, como las niguas, que te carcomen los tobillos, o los mosquitos vampiro, que te chupan la sangre. Hay, además, un tipo de gusanos que nacen debajo de la piel. Yo he tenido varios en la cabeza. Los sentía agujerear, rascar y avanzar bajo el cuero cabelludo. Y es frecuente sorprenderlos, a simple vista, abriéndose camino por debajo de los párpados de la persona con la que uno está hablando —Bonafé se rió. Parecía extrañado por sus propias conclusiones—. Es cierto, la selva es bastante peligrosa. Pero todo esto no son más que accidentes, excepciones. No se preocupe. La selva también es maravillosa, señor Antioche. Maravillosa…

Bonafé descolgó el teléfono y se puso a hablar en sango. Luego me preguntó:

—¿Cuándo piensa salir?

—Lo antes posible.

—¿Tiene la autorización?

—¿Qué autorización?

Bonafé abrió unos ojos como platos. Luego se echó a reír. Repitió, dando palmas: «¿Qué autorización?». La cara le brillaba por el sudor. Sacó un pañuelo de seda y siguió con sus risitas burlonas. Bonafé me dijo:

—No puede andar por aquí sin una autorización ministerial. Todas las carreteras y las aldeas están vigiladas por barreras policiales. ¡Qué quiere usted! Estamos en África y bajo un régimen militar. Además, ha habido recientemente algunos disturbios y huelgas. Debe solicitar una autorización en el Ministerio de Información y Comunicaciones.

—¿Cuántos días tardará?

—Por lo menos, tres o cuatro, me temo. Y debe esperar hasta el lunes para poder tramitar la petición. Yo puedo hacerle alguna recomendación al ministro. Es un mulato, un amigo —Bonafé dijo esto como si los hechos estuviesen relacionados—. Intentaremos acelerar el procedimiento. Pero necesito fotografías suyas y su pasaporte —le di a mi pesar lo que me pedía. Tuve que arrancar dos fotos de un visado ya inútil para Sudán—. Cuando haya obtenido la autorización…

Llamaron a la puerta. Entró un negro muy robusto. Su cara era redonda, su nariz chata y los ojos saltones. Su piel recordaba al cuero. Tendría unos treinta años e iba vestido con una chilaba azul.

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