El vuelo de las cigüeñas (26 page)

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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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Decidí dar un paseo nocturno.

Las largas avenidas de Bangui estaban vacías y los escasos edificios, burdos y manchados de barro, parecían todavía más desnudos que en pleno día. Me dirigí hacia el río. Las orillas del Ubangui estaban silenciosas. Los ministerios y las embajadas dormían su sueño de piedra. Unos soldados descalzos montaban guardia. Cerca del agua, en la oscuridad, vi las copas enmarañadas de los árboles que poblaban la ribera. A veces, y hacia la parte baja del río, se oía un chapoteo. Imaginé algún enorme animal, mitad fiera mitad pez, que avanzaba entre las hierbas húmedas, atraído por los olores y los ruidos de la ciudad.

Seguí caminando un poco. Desde mi llegada a Bangui, una idea me obsesionaba. Esta tierra salvaje había sido «mi» país en mis primeros años de vida. Un trozo de jungla en el que había crecido, jugado, aprendido a leer y a escribir. ¿Por qué mis padres habían venido a enterrarse a la región más perdida África? ¿Por qué lo habían sacrificado todo, fortuna, comodidades, equilibrio, por este rincón de la selva?

Nunca recordaba mi pasado, ni mis desaparecidos padres, ni esas zonas oscuras de mi existencia. Mi familia no me interesaba, ni la vocación de mi padre, ni la devoción de mi madre, que lo había dejado todo para seguir a su esposo, ni siquiera mi hermano, dos años mayor que yo, que había muerto abrasado vivo. Sin duda, esta indiferencia era un refugio. Y solía compararla con la insensibilidad de mis manos. A lo largo de los brazos, mi epidermis reaccionaba perfectamente. Más allá, no percibía ninguna sensación precisa. Como si una tabla de madera invisible separase mis manos del mundo sensible. En mi memoria se producía un fenómeno idéntico. Podía remontar su curso hasta la edad de seis años. A partir de ahí, todo era vacío, ausencia, muerte. Mis manos estaban quemadas; mi alma, también. Y mi carne y mi alma habían cicatrizado de la misma manera, basando su curación en el olvido y la insensibilidad.

De repente me detuve. Había dejado atrás las riberas del río. Andaba ahora a lo largo de una gran avenida mal iluminada. Levanté la vista y miré el cartel colgado de una verja, que indicaba el nombre de la avenida. Un temblor me sacudió de pies a cabeza. Avenue de France. Sin darme cuenta, irresistiblemente, mis pasos me habían llevado al lugar mismo de la tragedia, allí donde una banda de chiflados sanguinarios había asesinado a mis padres, una noche de San Silvestre de 1965.

32

A la mañana siguiente, mientras desayunaba a la sombra de una sombrilla, una voz me llamó:

—¿Señor Louis Antioche?

Levanté la vista. Delante de mí vi a un hombre de unos cincuenta años. Era de baja estatura, robusto, y llevaba una camisa y un pantalón color caqui. De él se desprendía un aire de autoridad indiscutible. Me acordé de Max Böhm, de su complexión, de su forma de vestir. Los dos se parecían. Salvo que mi interlocutor era más negro que un carbón.

—El mismo. ¿Quién es usted?

—Joseph M'Konta. El padre de Gabriel, de la Sicamine.

Me levanté en seguida y le acerqué una silla.

—Sí, claro. ¿Quiere usted sentarse?

Joseph M'Konta se sentó, luego juntó las manos sobre el vientre. Echaba ojeadas de curiosidad a su alrededor, ladeando la cabeza sobre los hombros. Tenía la cara aplastada, la nariz con amplias ventanas, los ojos húmedos, como velados por una cierta ternura. Pero sus labios estaban crispados, en un gesto de desagrado.

—¿Quiere beber algo? ¿Café? ¿Té?

—Café, gracias.

M'Konta me examinaba, él también, con el rabillo del ojo. El café llegó. Después de las banalidades de costumbre sobre el país, el calor y mi viaje, Joseph empezó a hablar de forma precipitada:

—¿Busca información sobre Max Böhm?

—Exactamente.

—¿Por qué le interesa a usted?

—Max era un amigo. Lo conocí en Suiza, antes de su muerte.

—¿Max Böhm ha muerto?

—Hace un mes, de una crisis cardíaca.

La noticia no pareció extrañarle.

—Así que el relojito se rompió.

Se calló, y luego dijo:

—¿Qué quiere usted saber?

—Todo. Sus actividades en la República Centroafricana, su vida cotidiana, los motivos de su marcha.

—¿Está haciendo una investigación sobre él?

—Sí y no. Busco conocerlo mejor, a título póstumo. Eso es todo.

M'Konta me preguntó, con gesto suspicaz:

—¿Es usted poli?

—En absoluto. Todo lo que me diga quedará entre nosotros. Usted tiene la palabra.

—¿Está dispuesto a compensarme de alguna manera?

Le pregunté con la mirada. M'Konta hizo un gesto explicativo:

—Algunos billetes, quiero decir…

—Todo depende de lo que me pueda decir —le contesté.

—Yo conocí muy a bien al viejo Max…

Después de algunos minutos de negociación, convinimos en que sería un «precio de amigo». Desde ese momento, el hombre me tuteó. Su forma de hablar era muy rápida. Las palabras le brotaban y rodaban como canicas por el suelo.

—Patrón, Max Böhm era un tipo raro… Aquí, nadie le llamaba Böhm… era Ngakola… sacerdote de la magia blanca…

—¿Por qué se le llamaba así?

—Böhm tenía poderes… ocultos bajo sus cabellos… sus cabellos eran totalmente blancos… crecían de punta hacia el cielo… como un bosque de cocoteros, ¿comprendes?… gracias a ellos era tan fuerte… leía dentro de cada hombre… descubría a los ladrones de diamantes… siempre… nadie podía resistírsele… nadie… era un hombre fuerte… muy fuerte… pertenecía a la noche.

—¿Qué quieres decir?

—Vivía en las tinieblas… su alma… su alma vivía siempre en las tinieblas.

M'Konta bebió un sorbo de café.

—¿Cómo conoció a Max Böhm?

—En 1973… antes de la estación seca… Max Böhm llegó a mi aldea, a Bagandú, en el linde de la selva… lo había enviado Bokassa… venía a vigilar las plantaciones de café… en esa época, los ladrones asolaban los cultivos… en pocas semanas, Böhm los disuadió.

—¿Cómo lo hizo?

—Sorprendió a un ladrón, lo molió a golpes y luego lo arrastró por la plaza de la aldea… allí, cogió uno de los punzones con los que se planta el grano y le perforó los dos tímpanos…

—¿Y entonces? —balbuceé.

—Desde entonces… nadie ha robado granos de café en Bagandú.

—¿Estaba acompañado?

—No… estaba solo… Max Böhm no temía a nadie.

Torturar a un m'baka, en solitario, en la plaza de una aldea de la selva… Böhm no se andaba con chiquitas. Joseph continuó:

—Al año siguiente, Böhm volvió… esta vez venía con los inspectores de las minas de diamantes… siempre por encargo de Bokassa… Los filones estaban más allá de la SCAD, una gran serrería en el borde de la selva… ¿Conoces la selva densa, patrón? ¿No? Créeme, es verdaderamente densa… —Joseph imitó el techo de la selva con sus largas manos; sus erres rodaban como una carga de caballería—. Pero Böhm no tenía miedo… Böhm no tuvo nunca miedo… quería ir al sur y buscaba un guía… yo conocía bien la selva y a los pigmeos… incluso hablo la lengua aka… Böhm me eligió.

—¿Había blancos en las explotaciones?

—Uno solo… Clément… Un tipo completamente loco, que se había casado con una aka… No tenía ninguna autoridad… aquello era la anarquía completa.

—¿Había, pues, buenas piedras en los filones?

—Los más hermosos diamantes del mundo, patrón… no había más que ir a uno de los brazos del río… Por eso Bokassa envió a Böhm… —M'Konta emitió una risita aguda—. Bokassa tenía pasión por las piedras preciosas.

Joseph le dio un nuevo tragó al café, luego miró mis cruasanes. Le tendí el plato. Me dijo con la boca llena:

—Aquel año, Böhm se quedó cuatro meses… al principio se dedicó a la caza del negro ladrón… Luego, reorganizó la explotación, cambió las técnicas… Y lo hizo bien, puedes creerme. Cuando llegó la estación de las lluvias, se volvió a Bangui. Después, cada año, volvía por la misma época. «Visita de inspección», como solía decir…

—¿Fue entonces cuando empezó a usar las tenazas?

—¿Conoces la historia, patrón…? En realidad, se exageró un poco. Yo no sé las vi usar más que una sola vez, en el campamento de la Sicamine… Y no fue para castigar a un furtivo, sino a un violador… Un cabrón que había abusado de una niña y la había dejado por muerta en la jungla.

—¿Qué pasó?

El gesto de desagrado de M'Konta aumentó. Tomó otro cruasán.

—Fue horrible, absolutamente horrible. Dos hombres sujetaban al criminal tumbado bocabajo, y este pataleaba… nos miraba con ojos de animal caído en la trampa… soltaba unas risitas nerviosas, como si no se creyese nada de aquello… Entonces Ngakola llegó con unas tenazas grandes… abrió y cerró las pinzas con un golpe seco sobre el talón del ladrón… ¡clac!… el tipo chilló… un golpe más y se acabó… los tendones estaban cortados… vi sus pies, patrón… no podía creerlo… colgaban de los tobillos… y los huesos se le salían fuera… había sangre por todas partes… oleadas de moscas… y un silencio total en la aldea… Max Böhm estaba de pie… no decía nada… tenía la camisa llena de sangre… su cara estaba pálida, bañada en sudor… Verdaderamente, patrón, no olvidaré aquello jamás… entonces, sin decir una palabra, le pegó una patada al hombre y le dio la vuelta, después abrió las tenazas y las cerró en la entrepierna del violador…

Noté que se me hinchaba una vena en el cuello.

—¿Böhm era tan cruel?

—Era duro, sí… Aunque a su manera, hacía justicia… Nunca actuaba movido por el sadismo o por el racismo.

—¿Max Böhm no era racista? ¿No odiaba a los negros?

—En absoluto. Böhm era un cabrón, pero no un racista. Ngakola vivía con nosotros y nos respetaba. Hablaba sango y amaba la selva. Por no hablar de otras cosas.

—¿De qué?

—Böhm adoraba a las mujeres negras —Joseph agitaba la mano, como si esta idea le quemase los dedos. Yo proseguí:

—¿Max Böhm robaba diamantes?

—¿Robar? ¿Böhm? Jamás en la vida… Ya te lo he dicho: Max era justo…

—Pero él supervisaba el contrabando que hacía Bokassa, ¿no?

—Él no veía las cosas de esa manera… su obsesión era el orden, la disciplina… quería que los campamentos funcionasen sin un fallo… después de esto, adonde iban los diamantes, quién se llevaba el dinero, le importaba un pito… no le interesaba. Para él eso eran nimiedades.

¿Max Böhm habría ocultado tan bien su juego y habría comenzado el contrabando más tarde?

—Joseph, ¿sabías que Max Böhm era un apasionado de la ornitología?

—¿Los pájaros, quieres decir? Sí, patrón. —Joseph soltó una carcajada, como un cuchillo blanco sobre su cara negra—. Iba con él a observar a las cigüeñas.

—¿Adonde iban?

—A Bayanga, más allá de la Sicamine, al oeste. Allí las cigüeñas llegaban a millares. Se hinchaban de saltamontes, de bichillos —Joseph volvió a soltar otra carcajada—. ¡Pero los habitantes de Bayanga, ellos sí que se hinchaban a su vez de cigüeñas! Böhm no podía soportar esto. Consiguió de Bokassa que aquel territorio se convirtiese en parque nacional. De una vez por todas, miles de hectáreas de selva y de sabana fueron declaradas intocables. Yo nunca comprendí esos manejos. ¡La selva es de todo el mundo! Pero bueno, en Bayanga, los elefantes, los gorilas, los bongos, las gacelas quedaron protegidos. Y las cigüeñas también.

Así era como el suizo protegía a sus pájaros. ¿Preveía ya utilizarlos para el contrabando? Al menos, el reparto estaba claro: los diamantes para Bokassa, los pájaros para Max Böhm.

—¿Conocías a la familia de Max Böhm?

—Sí y no… A su mujer no la veía jamás… estaba siempre enferma… —Joseph rió, enseñando todos sus dientes—. ¡La típica mujer blanca!… El hijo de Böhm era diferente… venía muchas veces con nosotros… no hablaba apenas… era tímido… paseaba por la selva. Ngakola se esforzaba en educarlo… le hacía conducir el 4 x 4… le obligaba a cazar, a vigilar a los mineros… quería hacer de él un hombre… pero el joven blanco estaba siempre distraído, medroso… era un inútil… Lo que sí llamaba la atención era el parecido físico entre Philippe Böhm y su padre… eran idénticos, patrón, no lo creería… la misma complexión, el mismo corte de pelo a cepillo, la misma cara ancha de sandía… Pero Böhm detestaba a su hijo…

—¿Por qué?

—Porque el chico era miedoso. Y Böhm no podía soportar su miedo.

Joseph vaciló, luego se aproximó y me dijo en voz baja:

—Su hijo era como un espejo para él, ¿comprendes? El espejo de su propio miedo.

—Acabas de decirme que Böhm no temía a nadie.

—A nadie, salvo a sí mismo.

Miré fijamente los ojos húmedos de M'Konta.

—Su corazón, patrón. Tenía miedo de su corazón. —Joseph se puso la mano en el pecho—. Temía que algo por dentro no le funcionase… se tomaba constantemente el pulso… En Bangui estaba siempre metido en la clínica…

—¿Había una clínica en Bangui?

—Un hospital reservado a los blancos. La Clínica de Francia.

—¿Existe todavía?

—Más o menos. Hoy en día está abierta a los negros y está atendida por médicos centroafricanos.

Pasé a la pregunta crucial:

—¿Participaste en la última expedición de Böhm?

—No. Acababa de instalarme en Bagandú. Ya no iba a la selva.

—¿Pero no sabes nada de esa expedición?

—Solamente lo que se ha dicho. En Mbaïki, este viaje llegó a convertirse en una leyenda. Aún se recuerda el nombre y número del código de la expedición: PR 154. Era el nombre de la parcela que los prospectores iban a estudiar.

—¿Adonde fueron?

—Mucho más allá de Zoko… Al otro lado de la frontera con el Congo…

—¿Y qué pasó?

—En el camino, Ngakola recibió un telegrama que le llevó un pigmeo… Su mujer acababa de morir… Böhm lo tomó muy mal… Su corazón no pudo resistirlo… y se desplomó.

—Continúa…

Un gesto de disgusto apareció en la cara de Joseph y sus labios se contrajeron. Le repetí:

—Continúa, Joseph.

Vaciló un momento y luego prosiguió:

—Gracias a sus acuerdos secretos con la selva, Ngakola resucitó… Gracias a la magia, gracias a la Pantera que roba nuestros hijos…

Recordé las declaraciones de Guillard, que Dumaz me había relatado. Las palabras de M'Konta coincidían con la versión del ingeniero. No era de extrañar que la gente estuviera aterrorizada. Un viaje al corazón de las tinieblas, un misterio terrible, bajo lluvias torrenciales, y el héroe diabólico, el hombre de cabellos blancos, que vuelve de entre los muertos.

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