Se inclinó nuevamente.
—Las noches oscuras son desagradables —bramó la voz.
—Sí, para que viajen los extraños —contestó.
—Las nubes son pesadas.
—Sí, una tormenta se está aproximando.
—¿Está la hermandad satisfecha? —preguntó el jefe del cuerpo.
Hubo un murmullo general de asentimiento.
—Sabemos, hermano, por su seña y contraseña que es verdaderamente de los nuestros —dijo McGinty—. Le haremos percatarse, sin embargo, que en este condado y en otros condados de estos lares poseemos ciertos ritos, y también ciertas tareas de nosotros que llaman a los buenos hombres. ¿Está listo para ser probado?
—Lo estoy.
—¿Es usted de corazón sólido?
—Lo soy.
—Dé un largo paso hacia delante para comprobarlo.
A la par que las palabras eran dichas sintió dos puntos duros en sus ojos, presionando sobre ellos de tal forma que parecía que no los podría mover adelante sin peligro de perderlos. Sin embargo, se armó de valor para salir resolutamente, y mientras lo hizo la presión se desvaneció. Hubo un bajo cuchicheo de aplausos.
—Es de corazón sólido —pronunció la voz—. ¿Puede aguantar el dolor?
—Tan bien como el anterior —replicó.
—¡Pruébenlo!
Todo lo que pudo hacer fue resistirse a gritar, pues un agonizante dolor invadió su antebrazo. Casi se desmayó por la repentina impresión de él; pero se mordió su labio y apretó las manos para esconder su penuria.
—Puedo resistir más que eso —expresó.
Esta vez hubo un fuerte aplauso. Nunca había sido hecha en la logia una mejor primera apariencia. Manos lo palmotearon en la espalda y la capucha fue arrancada de su cabeza. Permaneció parpadeando y sonriendo entre las felicitaciones de los hermanos.
—Una última palabra, Hermano McMurdo —manifestó McGinty—. Ya ha jurado el voto de secreto y fidelidad, y está al tanto de que el castigo por cualquier violación es la instantánea e inevitable muerte.
—Lo sé —profirió McMurdo.
—¿Y acepta el mandato del jefe de cuerpo de ahora bajo todas las circunstancias?
—Lo acepto.
—Entonces en el nombre de la Logia 341, Vermissa, le doy la bienvenida a sus privilegios y debates. Ponga el licor en la mesa, Hermano Scanlan, y brindaremos por nuestro digno hermano.
El abrigo de McMurdo le había sido regresado; pero antes de ponérselo inspeccionó su brazo derecho, que aún dolía fuertemente. Ahí en la carne del antebrazo había un círculo con un triángulo dentro de él, profundo y rojo, como el hierro que lo marcó lo había dejado. Uno o dos de sus vecinos se arremangaron y mostraron sus propias señales de la logia.
—Todos la hemos llevado —exclamó uno—, pero no tan valientemente como lo sobrellevó usted.
—¡Tonterías! No fue nada —prorrumpió; pero quemaba y dolía aún.
Cuando las bebidas que siguieron a la ceremonia de iniciación ya habían sido acabadas, procedieron al negocio de la logia. McMurdo, acostumbrado sólo a las triviales acciones de Chicago, escuchó con oídos atentos y más sorpresa que la que se aventuraba a mostrar a lo que se dijo a continuación.
—El primer negocio de la agenda —aseveró McGinty—, es leer la siguiente carta del maestro de división Windle del condado de Merton, Logia 249. Dice:
“Estimado señor:
Hay un trabajo para ser hecho con Andrew Rae de Rae & Sturmash, propietarios de carbón cerca de este lugar. Usted recordará que su logia nos debe algo en correspondencia, dado el servicio de dos de nuestros hermanos en el asunto de las patrullas del otoño pasado. Enviará dos buenos hombres, estarán a cargo del tesorero Higgins de esta logia, cuya dirección conoce. Él les dirá cuándo actuar y dónde.
“Suyo en libertad,”
“J. W. WINDLE, D. M. A. O. F”
—Windle nunca se ha rehusado a nosotros cuando hemos tenido la ocasión de solicitar por la prestación de un hombre o dos, y nosotros no debemos rechazarle —McGinty se detuvo y vio alrededor de la habitación con sus opacos y malevolentes ojos—. ¿Quién será voluntario para este asunto?
Varios jóvenes alzaron sus manos. El jefe del cuerpo los observó con una sonrisa aprobatoria.
—Tú lo harás, Tigre Cormac. Si lo manejas tan bien como la última vez, no estarás mal. Y tú, Wilson.
—No tengo pistola —afirmó el voluntario, un simple chiquillo en sus años de adolescente.
—Es tu primera vez, ¿no es así? Bien, debes ser sangriento alguna vez. Será un gran comienzo para ti. En cuanto a la pistola, la encontrarás esperando por ti, o me equivoco. Si se reportan el lunes, habrá tiempo suficiente. Tendrán una gran bienvenida cuando regresen.
—¿Alguna recompensa esta vez? —preguntó Cormac, un joven grueso, de cara oscura y parecer brutal, cuya ferocidad le había merecido el título de “Tigre”.
—No piensen en la recompensa. Solamente háganlo por el honor del acto. Tal vez cuando terminen haya unos pocos sobrantes dólares al fondo de la caja.
—¿Qué ha hecho ese hombre? —formuló Wilson.
—Seguramente, no está en los gustos de uno que le pregunten qué ha hecho el hombre. Ya ha sido juzgado allá. No es nuestro problema. Todo lo que debemos hacer es llevarlo a cabo por ellos, de la misma manera que lo harían por nosotros. Hablando de eso, dos hermanos de la logia de Merton vendrán con nosotros la próxima semana a hacer algún negocio en esta comarca.
—¿Quiénes son? —interrogó alguien.
—Tengan fe, es más sabio no consultar. Si uno no sabe nada, no puede testificar nada, y ningún problema puede venir de eso. Pero son hombres que harán una limpia labor cuando estén en ello.
—¡Y tiempo, también! —gritó Ted Baldwin—. Los muchachos están volviéndose desertores por estos lares. Solamente la semana pasada tres de nuestros hombres fueron desviados por el capataz Blaker. Se lo hemos estado debiendo por un largo tiempo, y lo tendrá de lleno y apropiadamente.
—¿Tendrá qué? —McMurdo musitó a su vecino.
—¡El negocio termina con un cartucho de perdigones! —aclamó el hombre con una fuerte risa—. ¿Qué piensa de nuestros métodos, hermano?
El alma criminal de McMurdo parecía haber ya absorbido el espíritu de la vil asociación de la que era ahora miembro.
—Me gusta —refirió—. Es un lugar propicio para un mozalbete con brío.
Varios de los que se sentaban a su alrededor oyeron sus palabras y las aplaudieron.
—¿Qué es esto? —abucheó el jefe del cuerpo de la negra melena desde el final de la mesa.
—Aquí nuestro nuevo hermano, señor, que encuentra nuestros métodos a su gusto.
McMurdo se incorporó en sus pies por un instante.
—Podría decir, eminente jefe del cuerpo, que si un hombre pudiera ser requerido tomaría como un honor el ser elegido para ayudar a la logia.
Hubo un gran aplauso con esto. Se sintió que un nuevo sol estaba empujando su imagen sobre el horizonte. Para algunos de los mayores les pareció que el progreso era demasiado rápido.
—Yo pienso —insinuó el secretario, Harraway, un viejo con cara de buitre y barba gris que se sentó junto al presidente de la junta—, que el Hermano McMurdo debería esperar hasta que sea la voluntad de la logia la que le dé un empleo.
—Seguro, eso era lo que quería decir; estoy en sus manos —dijo McMurdo.
—Su tiempo llegará, hermano —afirmó el presidente—. Lo hemos marcado como un hombre dispuesto, y creemos que hará un buen trabajo en estas partes. Hay un pequeño asunto esta noche en el que podría tomar mano si gusta.
—Esperaré por algo que valga la pena mientras.
—Puede venir esta noche, de todas formas, y le ayudará a entender lo que exigimos en esta comunidad. Haré el anuncio después. Mientras tanto —observó su agenda—, tengo uno o dos puntos que traer antes de la sesión. Primero, pediré a nuestro tesorero nuestro balance bancario. Está la pensión a la viuda de Jim Carnaway. Fue muerto haciendo la misión de la logia y está en nosotros ver que no salga ella perdiendo.
—Jim fue disparado el mes pasado cuando intentaron asesinar a Chester Wilcox de Marley Creek —le informó el vecino de McMurdo a él.
—Los fondos son buenos por el momento —anunció el tesorero, con el libro bancario frente a él. Las firmas han sido generosas últimamente. Max Linder & Co. pagó quinientos para ser dejado en paz. Los hermanos Walker enviaron un ciento; pero yo mismo los regresaré y pediré cinco. Si no los escucho hasta el miércoles, su máquina de extracción se podría malograr. Debimos quemar su quebrantadora el año pasado para que se volviesen más razonables. También la West Section Coaling Company ya liquidó su contribución anual. Tenemos suficiente en las manos para hacer cualquier obligación.
—¿Qué hay acerca de Archie Swindon? —cuestionó un hermano.
—Ya ha vendido todo lo que tiene y abandonado el distrito. El viejo diablo dejó una nota para decir que preferiría ser un barrendero de carreteras en Nueva York que un propietario de una gran mina bajo el poder de un grupo de chantajistas. ¡Por Dios! Fue bueno que huyera antes de que la nota llegase a nosotros. Me imagino que no mostrará su rostro por este valle de nuevo.
Un hombre mayor, bien afeitado con una afable fisonomía y unas grandes cejas se levantó desde el final de la mesa que estaba frente al presidente.
—¿Señor tesorero —interpeló— puedo preguntar quién compró las propiedades de este hombre que ha salido del distrito?
—Sí, Hermano Morris. Ha sido comprado por la State & Merton County Railroad Company.
—¿Y quién adquirió las minas de Todman y de Lee que entraron al mercado del mismo modo este año?
—La misma compañía, Hermano Morris.
—¿Y quién abonó por las fundiciones de hierro de Manson y de Shuman, y de Van Deher y de Atwood, que han sido resignadas últimamente.
—Fueron todas ganadas por la West Gilmerton General Mining Company.
—No veo, Hermano Morris —pronunció el presidente—, que nos interese quién las compró, pues no las pueden sacar del distrito.
—Con todo el respeto que se merece, eminente jefe del cuerpo, pienso que nos debería interesar mucho. Este proceso ha estado en actividad por diez largos años. Estamos gradualmente retirando a los pequeños hombres fuera del comercio. ¿Cuál es el resultado? Hallamos en sus lugares a grandes compañías como la Railroad o la General Iron, que tienen sus directores en Nueva York o Filadelfia, y no les interesan nuestras amenazas. Los podemos obtener de sus jefes locales; pero eso sólo significa que otros serán enviados a sus puestos. Y lo hacemos peligroso para nosotros mismos. Los pequeños hombres no nos podían dañar. No tenían ni el dinero ni el poder para hacerlo. Mientras no los exprimiéramos demasiado, quedarían bajo nuestro dominio. Pero si esas grandes compañías se dan cuenta que estamos entre ellos y sus ganancias, no escatimarán esfuerzos en cazarnos y llevarnos a la corte.
Hubo un silencio ante estas palabras ominosas, y todos los semblantes oscurecidos tenebrosamente fueron permutados. Tan omnipotentes e indesafiables habían sido que el pensamiento de una posible respuesta desde el fondo se había desvanecido de sus mentes. Y aún así la idea les dio un estremecimiento a los más descuidados de ellos.
—Es mi consejo —el hablante continuó— que obremos con más cuidado con los hombres pequeños. El día que sean quitados de en medio el poder de esta sociedad se resquebrajará.
Verdades no bienvenidas no eran populares. Hubo gritos molestos a la par que el parlante regresaba a su sitio. McGinty se irguió con oscuridad en su frente.
—Hermano Morris —articuló—, usted siempre fue siempre un refunfuñador. Mientras los miembros de esta logia permanezcan juntos no hay poder alguno en los Estados Unidos que los toque. Seguro, ¿no lo hemos probado tan seguidamente en las cortes? Yo especulo que las grandes compañías hallarán más fácil pagar que luchar, lo mismo que las pequeñas compañías. Y ahora, hermanos —McGinty se sacó su gorro negro de terciopelo y su estola mientras discurseaba—, esta logia ha finalizado su negocio por esta tarde, salvo por un pequeño asunto que podrá ser mencionado cuando ya partamos. El tiempo ha llegado para el refrigerio fraternal y la armonía.
Extraña verdaderamente es la naturaleza humana. Aquí estaban estos hombres, para los que el asesinato era familiar, que una y otra vez habían acabado con el padre de una familia, algún hombre con el que no tenían sentimientos personales, sin ningún pensamiento de remordimiento o de compasión por su esposa que llora y sus niños que se quedan desamparados, y aún así lo tierno o conmovedor en la música los llevaba a las lágrimas. McMurdo tenía una fina voz de tenor, y si hubiera fallado en ganar la buena voluntad de la logia antes, no hubiera sido retenido por más tiempo después de haberlos emocionado con “I’m Sitting on the Stile, Mary” y “On the Banks of Allan Water”.
En su primera noche el nuevo recluta se había hecho uno de los hermanos más populares, ya anunciado para un ascenso y un alto oficio. Había otras cualidades necesitadas, no obstante, más allá del buen compañerismo, para hacer a un valioso Freeman, y le fue dado un ejemplo de éstas antes de acabar la tarde. La botella de whisky había dado vuelta muchas veces, y los hombres estaban abochornados y listos para hacer maldades cuando su jefe del cuerpo se levantó una vez más para dirigirles la palabra.
—Muchachos —declaró— hay un hombre en este pueblo que quiere ser hermoseado y está en ustedes el ver que lo haga. Estoy hablando de James Stanger del
Herald
. ¿Ya han visto cómo ha abierto su boca contra nosotros de nuevo?
Hubo un murmullo de asentimiento, con muchos que rezongaron juramentos. McGinty extrajo un pedazo de periódico de su bolsillo del chaleco.
“¡LEY Y ORDEN!”
Así fue como lo leyó.
“REINO DE TERROR EN EL DISTRITO DEL CARBÓN Y EL HIERRO”
“Doce años han ya pasado desde los primeros asesinatos que demostraron la existencia de una organización criminal en nuestro medio. Desde ese día las injusticias nunca han cesado, ahora han llegado al grado de inclinación que nos hace el oprobio del mundo civilizado. ¿Es para estos resultados que nuestro gran país recibe en su seno al extranjero que huye de los despotismos de Europa? ¿Es que deben convertirse a sí mismo en tiranos de los mismos hombres que les dan protección, y que un estado de terrorismo y omisión de la ley deba ser establecido bajo la misma sombra de los sacros pergaminos de la estrellada Bandera de la Libertad lo que atraería horror a nuestras mentes si leemos de ella como existente bajo la más infructuosa monarquía del Este? Los hombres son conocidos. La organización es patente y pública. ¿Cuánto tiempo la dejaremos seguir? ¿Podemos por siempre vivir...”