—¿No puede? Bueno, ya lo puede entender ahora. Puede tomar mi palabra de que esta señorita es mía, y usted hallaría una buena tarde para salir a caminar.
—Gracias, no estoy de humor para un paseo.
—¿No lo está? —los salvajes ojos del hombre llameaban de furia—. ¡Quizás está en humor para una pelea, señor inquilino!
—¡Sí que lo estoy! —gritó McMurdo, incorporándose en sus pies—. Nunca dijo una palabra mejor bienvenida.
—¡Por el amor de Dios, Jack! ¡Oh, por el amor de Dios! —clamó la pobre y aturdida Ettie—. ¡Oh, Jack, Jack, te lastimará!
—¿Oh, ahora es Jack, no? —exclamó Baldwin con un juramento Ya han llegado a esto, ¿no?
—¡Oh, Ted, sé razonable, sé amable! ¡Por mi amor, Ted, si alguna vez me has amado, sé magnánimo y clemente!
—Pienso, Ettie, que si nos dejaras solos podríamos arreglar este asunto —mencionó calmadamente McMurdo—. O quizás, Mr. Baldwin, pudiera dar una vuelta por la calle conmigo. Es una apacible tarde, y hay un terreno abierto más allá de la siguiente cuadra.
—Terminaría con usted sin siquiera ensuciarme las manos —afirmó su enemigo—. Deseará no haber puesto un pie en esta casa antes que lo haya acabado.
—No hay mejor tiempo que el presente —increpó McMurdo.
—Yo escogeré mi momento, señor. Puede dejarlo a mí. ¡Vea! —repentinamente subió su manga y mostró en su antebrazo un peculiar signo que parecía haber sido marcado allí. Era un círculo con un triángulo dentro—. ¿Sabe lo que significa?
—No lo sé ni me interesa.
—Bien, lo sabrá, se lo prometo. No será más viejo, también. Tal vez miss Ettie le puede decir algo sobre eso. Y en cuanto a ti, Ettie, regresarás a mí de rodillas, ¿me oyes, niña?, de rodillas, y entonces te diré cuál será tu castigo. ¡Has sembrado, y por el Señor, veré que coseches!
Los miró a ambos con ira. Luego volvió sus talones, y un instante después la puerta exterior se había cerrado con un golpe violento detrás de él.
Por unos momentos McMurdo y la chica se quedaron en silencio. Luego ella tiró sus brazos alrededor de él.
—¡Oh, Jack, qué valiente fuiste! ¡Pero no tiene caso, debemos huir! ¡Esta noche, Jack, esta noche! Es nuestra única esperanza. Él tendrá tu vida. Lo leí en sus horribles ojos. ¿Qué oportunidad tienes contra una docena de ellos, con el jefe McGinty y todo el poder de la logia detrás de ellos?
McMurdo se libró de sus manos, la besó, y amablemente la volvió a poner en una silla.
—¡Aquí, acushla, aquí! No te turbes o temas por mí. Soy un Freeman también. Ya le dije a tu padre eso. Quizás no soy mejor que los demás; así que no me hagas un santo. ¿Posiblemente me odies también, ahora que te he dicho lo suficiente?
—¿Odiarte, Jack? ¡Mientras dure mi vida no podría nunca hacerlo! He oído que no es ningún mal ser un Freeman en cualquier lado excepto aquí; ¿entonces por qué debería pensar lo peor de ti por eso? Pero si eres un Freeman, Jack, por qué no vas y te haces amigo del jefe McGinty. ¡Oh, apúrate, Jack, apúrate! Da tu palabra primero, o los sabuesos estarán bajo tu pista.
—Estaba pensando lo mismo —respondió McMurdo—. Iré inmediatamente y lo arreglaré todo. Puedes decirle a tu padre que dormiré aquí esta noche y que encontraré otras habitaciones en la mañana.
La taberna de McGinty estaba amontonada como era lo usual; pues era el lugar favorito para haraganear para todos los rudos elementos del pueblo. El hombre era popular; porque tenía una tosca y jovial disposición que formaba una máscara, cubriendo una buena porción que yacía tras de ella. Pero aparte de esta popularidad, el miedo que inspiraba por todo el municipio, y de hecho en treinta millas de valle y pasando las montañas a cada lado de él, era suficiente para llenar su cantina; pues nadie podía exponerse a desatender su buena voluntad.
Más allá de esos secretos poderes que universalmente se creía que ejercitaba en formas tan lastimosas, era un oficial público de alto grado, un concejal municipal, y un comisario de carreteras, elegido al oficio por los votos de los rufianes que a cambio esperaban recibir favores de sus manos. Las imposiciones de contribuciones y tasas eran enormes; los trabajos públicos eran notoriamente descuidados, las cuentas estaban ignoradas a favor de contadores sobornados, y el ciudadano decente estaba aterrorizado en pagar chantajes públicos, y en frenar su lengua por miedo a que algo peor le fuera a sobrevenir.
De este modo era, año por año, los prendedores de diamante de McGinty se volvían más vistosos, sus cadenas doradas más ponderosas a través de un más primoroso chaleco, y su taberna se extendía más lejos y más lejos, hasta que amenazó con absorber un lado completo del Market Square.
McMurdo empujó la puerta giratoria del bar e hizo su camino en medio de la multitud que estaba dentro, en una atmósfera empañada con humo de tabaco y pesada con el olor de espíritus. El lugar estaba encendido muy brillantemente, y los enormes y excesivamente dorados espejos en cada pared reflejaban y multiplicaban la ostentosa iluminación. Habían varios cantineros en sus camisas de manga, ocupados en su trabajo de mezclar bebidas para los holgazanes que flecaban el ancho mostrador ataviado con bronce.
Al final, con su cuerpo descansando en una barra y el cigarro hincado en un ángulo agudo en la esquina de su boca, permanecía un alto, fuerte, sumamente desarrollado hombre que no podía ser otro sino el mismo McGinty. Era un gigante de melena negra, con barba hasta los pómulos, y con una greña de pelo negro lustroso que caía sobre su cuello. Su tez era tan trigueña como la de un italiano, y sus ojos eran de un raro azabache muerto, que, combinado con su ligero estrabismo, le daban una apariencia particularmente siniestra.
Todo lo demás en este hombre, sus nobles proporciones, sus finos rasgos, y sus francas maneras, encajaban con esos joviales, sinceros modales que tenía. Aquí, uno diría, hay un fanfarrón y honesto tipo, cuyo corazón sería sano, sin embargo sus palabras groseras parecerían rudas. Solamente ocurría cuando esos inactivos, oscuros ojos, profundos y crueles, se volvían hacia un hombre que haya mermado, sintiendo que estaba cara a cara con una infinita posibilidad de latente maldad, con una fuerza y coraje y sagacidad tras él que lo hacía mil veces más fatal.
Teniendo una buena visión de este hombre, McMurdo abrió su camino a codazos con su usual audacia negligente, y entró a un pequeño grupo de cortesanos que adulaban al poderoso líder, riéndose escandalosamente con la más pequeña de sus bromas. Los osados ojos grises del joven desconocido miraban sin miedo a través de sus lentes a los peligrosos ojos negros que se voltearon ásperamente sobre él.
—Bien, joven hombre, no puedo recordar su cara en mi memoria.
—Soy nuevo aquí, Mr. McGinty.
—Nunca se es tan nuevo como para no darle su apropiado título a un caballero.
—Él es el Concejal McGinty, joven —pronunció una voz del grupo.
—Discúlpeme, Concejal. Desconozco las costumbres de este lugar. Pero fui aconsejado para verlo.
—Bien, me está viendo. Esto es todo lo que queda. ¿Qué piensa de mí?
—Bueno, todavía es demasiado temprano para eso. Pero si su corazón es tan grande como su cuerpo, y su alma tan correcta como su rostro, entonces no pediría nada mejor —dijo McMurdo.
—¡Por Dios! Tiene una lengua irlandesa en su cabeza de cualquier manera —aclamó el tabernero, no muy seguro si para bromear al audaz visitante o para sobrepasar su dignidad.
—¿Así que es usted suficientemente bueno para aprobar mi semblante?
—Seguro.
—¿Y le fue dicho que me viera?
—En efecto.
—¿Y quién se lo dijo?
—El Hermano Scanlan de la Logia 341, Vermissa. Bebo a su salud, Concejal, y por nuestra mejor amistad —elevó un vaso que se había servido en sus labios y elevó su dedo meñique mientras tomaba.
McGinty que lo estaba observando de cerca, frunció sus pobladas cejas negras.
—Oh, ¿con que así es, no? —opinó—. Deberé ver más atentamente esto, Mr...
—McMurdo.
—Más atentamente, Mr. McMurdo; porque no confiamos en los muchachos en estas partes; ni creemos todo lo que nos dicen tampoco. Venga aquí un momento, detrás de la barrera.
Había un pequeño salón ahí, alineado con barriles. McGinty cuidadosamente cerró la puerta, y luego se sentó en uno de ellos, mordiendo pensativamente su cigarro y examinando a su compañía con aquellos ojos inquietos. Por un par de minutos se mantuvo en completo silencio. McMurdo sobrellevó la inspección animosamente, con una mano en su bolsillo del abrigo, y la otra torciendo su pardo bigote. Sorpresivamente McGinty se encorvó y sacó un revólver que parecía ser uno malvado.
—Mire, aquí bromista —exclamó—, si pensara que está jugando con nosotros sería un tiempo muy breve el que le siga.
—Es una insólita bienvenida —McMurdo replicó con algo de dignidad— para el jefe del cuerpo de una logia de Freemen hacia un hermano extraño.
—¡Sí, pero es eso mismo lo que tiene que probar —prorrumpió McGinty— y que Dios le ayude si falla! ¿Dónde fue hecho?
—Logia 29, Chicago.
—¿Cuándo?
—El 24 de junio de 1872.
—¿Quién es el jefe del cuerpo?
—James H. Scott.
—¿Quién era su gobernador distrital?
—Bartholomew Wilson.
—¡Hum! Parece suficientemente suelto en sus respuestas. ¿Qué está haciendo aquí?
—Trabajando, lo mismo que usted, pero un oficio más pobre.
—Tuvo su respuesta bien rápida.
—Sí, siempre fui rápido al hablar.
—¿Es rápido de acción?
—He tenido ese nombre entre quienes me conocían mejor.
—Bien, lo probaremos más pronto de lo que se imagine. ¿Ha oído algo de la logia por estos lares?
—He oído que se necesita ser un hombre para ser un hermano.
—Verdaderamente para usted, McMurdo. ¿Por qué abandonó Chicago?
—¡Estaré condenado si le digo eso!
McGinty abrió sus ojos. No estaba acostumbrado a ser respondido de esa forma, y le divirtió.
—¿Por qué no me lo va a decir?
—Porque ningún hermano debe decirle a otro una mentira.
—¿Entonces la verdad es demasiado mala para decirla?
—Lo puede poner de esa forma si gusta.
—Vea, señor, no puede esperar que yo, como jefe del cuerpo, vaya a pasar a la logia a alguien que no puede responder por su pasado.
McMurdo se vio perplejo. Después tomó un recorte de periódico gastado de su bolsillo interior.
—¿Nunca delataría a un compañero? —manifestó.
—¡Atravesaré mi mano por su cara si me dice tales palabras! —chilló McGinty ardientemente.
—Tiene razón, Concejal —pronunció McMurdo dócilmente—. Debo pedir disculpas. Hablé sin pensarlo. Bien, sé que estoy seguro en sus manos. Mire este recorte.
McGinty colocó sus ojos sobre la reseña de un disparo a un tal Jonas Pinto, en Lake Saloon, Market Street, Chicago, en la semana de año nuevo de 1874.
—¿Su trabajo? —formuló mientras devolvía el periódico.
McMurdo asintió.
—¿Por qué le disparó?
—Estaba ayudándole al Tío Sam a hacer dólares. Tal vez el mío no era tan fino oro como el suyo, pero se veían bien y eran más baratos para hacer. Este hombre Pinto me ayudó a impulsar los falsos...
—¿Hacer qué?
—Bueno, significa sacar dólares para su circulación. Después dijo que lo revelaría. Quizás lo hizo. No esperé a verlo. Solamente lo maté y puse pies en polvorosa para los campos de carbón.
—¿Por qué los campos de carbón?
—Porque había leído en los periódicos que no eran muy minuciosos en esas partes.
McGinty se rió.
—Fue primero un acuñador y luego un asesino, y vino a estas zonas porque pensó que sería bienvenido.
—Algo así —contestó McMurdo.
—Bueno, creo que llegará muy lejos. Dígame, ¿puede hacer esos dólares aún?
McMurdo sacó media docena de su bolsillo.
—Éstos nunca pasaron la casa de moneda de Filadelfia —indicó.
—¡No me diga! —McGinty los sostuvo contra la luz con su enorme mano, que era tan peluda como la de un gorila—. No puedo ver ninguna diferencia. ¡Dios! ¡Será un hermano poderosamente útil, estoy pensándolo! Podemos hacerlo con un bandido o dos entre nosotros, amigo McMurdo: pues hay tiempo en los que debemos tomar nuestro propio partido. Estaríamos pronto contra la pared si no hacemos retroceder a aquellos que nos estaban empujando.
—Bien, me imagino que haré mi parte en empujar con el resto de los chicos.
—Parece tener un buen ánimo. No se retorció cuando le apunté con esta arma.
—No era yo quien estaba en peligro.
—¿Quién entonces?
—Era usted, Concejal —McMurdo extrajo una pistola percutida de su bolsillo lateral de su chaquetón de marinero—. Lo he estado cubriendo todo este tiempo. Creo que mi disparo hubiera sido tan rápido como el suyo.
—¡Por Dios! —McGinty se abochornó en un rojo furioso y luego estalló en un bramido de risa—. Dígame, no hemos tenido ningún terror más grande que venga a nosotros este año. Reconozco que la logia estará muy orgullosa de usted... Bien, ¿qué diablos quieres? ¿Y no puedo hablar solo con un caballero por cinco minutos sino que debes entrometerte entre nosotros?
El cantinero permaneció avergonzado.
—Discúlpeme, Concejal, pero es Ted Baldwin. Dice que debe verlo este mismo instante.
El mensaje fue innecesario; pues la sólida y cruel cara del hombre por sí mismo estaba mirando por encima del hombro del empleado. Empujo al tabernero y le cerró la puerta.
—Así que —dijo clavando su furiosa vista en McMurdo—, se vino aquí primero, ¿no es así? Tengo una palabra que mencionarle, Concejal, sobre este hombre.
—Entonces dígala aquí y frente a mí —exclamó McMurdo.
—La diré en mi propio tiempo, a mi propio estilo.
—¡Basta! ¡Basta! —berreó McGinty, elevándose de su barril—. Esto nunca funcionará. Tenemos un nuevo hermano aquí, Baldwin, y no nos corresponde saludarlo de esa forma. ¡Saque su mano, hombre, y levántela!
—¡Nunca! —gritó Baldwin en cólera.
—Le he ofrecido pelear con él si cree que le he perjudicado —señaló McMurdo—. Lucharé con mis puños, o, si eso no lo satisface, lucharé de la manera que el escoja. Ahora, se lo dejo a usted, Concejal, juzgar entre nosotros como un jefe del cuerpo debe hacer.
—¿Qué ocurre, entonces?
—Una joven señorita. Es libre de elegir por sí misma.
—¿Lo es? —gritó Baldwin.