El valle del Terror. Sherlock Holmes (9 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

Tags: #Policíaca

BOOK: El valle del Terror. Sherlock Holmes
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—Bueno, es posible, sin duda —repliqué, con algo de reserva.

—Debemos recordar, Watson, que lo que sea que ocurrió fue algo innegablemente muy extraordinario. Bien, ahora, para continuar con nuestro caso hipotético, la pareja, no necesariamente la pareja culpable, se dio cuenta después de que el homicida se halla marchado, que se habían puesto en una situación en la que podía ser difícil probar que ellos mismos no cometieron el acto o fueron cómplices de él. Rápidamente y un poco ingenuamente fabricaron un hecho. La huella fue puesta por la pantufla de Barker ensangrentada en el umbral de la ventana para sugerir que por allí el fugitivo había escapado. Obviamente eran los dos que habían oído el arma; por lo que dieron la alarma exactamente como debió haber sido, pero una buena media hora después del evento.

—¿Y cómo se propone probar esto?

—Bueno, si hubiera un extraño, podría ser rastreado y capturado. Ésa sería la más efectiva de todas las pruebas. Pero si no, bueno, los recursos de la ciencia están lejos de extinguirse. Creo que una tarde solo en el estudio me ayudaría mucho.

—¡Una tarde solo!

—Me dispongo a ir allá personalmente. Lo he arreglado todo con el estimable Ames, quien por ningún motivo confía en este Barker. Me deberé sentar en ese aposento y ver si su atmósfera me trae inspiración. Creo que el genio depende del sitio. Sonríe, amigo Watson. Bueno, ya veremos. De paso, tiene usted un gran paraguas, ¿no es así?

—Está aquí.

—Bien. Lo pediré prestado si me lo permite.

—¡Ciertamente, pero qué malísima arma! Si hay peligro...

—Nada serio, mi querido Watson, o de otro modo pediría de seguro su asistencia. Pero tomaré el paraguas. Al presente solo estoy aguardando el regreso de nuestros colegas de Tunbridge Wells, donde deben estar ocupados en buscar un probable dueño de la bicicleta.

Era ya caída la tarde antes que el inspector MacDonald y White Mason retornaran de su expedición, y arribaron exultantes, reportando un gran avance en nuestra investigación.

—Hombre, admito que tenía mis dudas de que si alguna vez hubo un forastero —profirió MacDonald—; pero eso está todo pasado ahora. Tenemos nuestra bicicleta identificada, y una descripción de nuestro hombre; por lo que eso es un gran paso en nuestra ruta.

—Me suena como el comienzo del fin —manifestó Holmes—. Estén seguros que los felicito con todo mi corazón.

—Bueno, yo empecé desde el hecho que Mr. Douglas había estado perturbado desde el día anterior, cuando había estado en Tunbridge Wells. Era en Tunbridge Wells entonces donde se volvió consciente del peligro. Era claro, por consiguiente, que si un hombre había ido con una bicicleta era desde Tunbridge Wells donde se podía esperar que hubiera venido. Tomamos la bicicleta con nosotros y la mostramos en los hoteles. Fue identificada inmediatamente por el gerente de “The Eagle Commercial” como perteneciente a un hombre llamado Hargrave, quien había tomado un cuarto dos días atrás. Esta bicicleta y una pequeña maleta eran sus únicas pertenencias. Había registrado su nombre como proveniente de Londres, pero no dio dirección. Esa valija fue hecha en Londres, y los contenidos eran británicos; pero el hombre era indudablemente un americano.

—¡Bien, bien —expresó Holmes alegremente—, han realizado verdaderamente un sólido trabajo mientras yo he estado sentado revolviendo teorías con mi amigo! Es una lección para ser práctico, Mr. Mac.

—Hey, no es demasiado, Mr. Holmes —señaló el inspector con satisfacción.

—Pero esto puede todo encajar en sus teorías —remarqué.

—Puede ser o puede no ser. Pero cuéntenos el final, Mr. Mac. ¿No había nada para identificar a este hombre?

—Tan poco que era evidente que se había guardado cuidadosamente de toda identificación. No había papeles ni cartas, ni marcas en las ropas. Un mapa cíclico del condado yacía en la mesa de dormitorio. Dejó el hotel ayer en la mañana con su bicicleta, y nada más fue oído sobre él hasta nuestras indagaciones.

—Eso es lo que me desconcierta —declaró White Mason—. Si el tipo no quería destacar y el escándalo se cierne sobre él, uno se imaginaría que regresaría y se quedaría en el hotel como un inofensivo turista. Como van las cosas, debe saber que será reportado a la policía por el gerente del hotel y que su desaparición debe estar conectado al asesinato.

—Uno lo imaginaría así. Aún así, está ajustado a sus conocimientos al día, en todo sentido, pues no ha sido capturado. ¿Pero su descripción, cuál es?

MacDonald dio un vistazo a su libreta de notas.

—Aquí la tenemos hasta donde nos la han podido dar. No parecen haber tenido una muy particular impresión de él; pero el portero, el conserje y la camarera están todos de acuerdo en determinados puntos. Era un hombre de unos cinco pies y nueve de altura, cincuenta o algo así de edad, su cabello ligeramente entrecano, un grisáceo bigote, una nariz curvada, y un rostro que todos describieron como fiero y repulsivo.

—Bueno, salvo la expresión, esa casi podría ser la misma descripción de Douglas —argumentó Holmes—. Tiene más de cincuenta, con pardusco cabello y bigote, y más o menos la misma altura. ¿Obtuvo algo más?

—Estaba vestido en una ropa gris fuerte con un chaquetón, y vestía un corto abrigo amarillo y una suave gorra.

—¿Qué hay sobre la escopeta?

—Tiene menos de dos pies. Fácilmente entraría en su valija. La podría cargar dentro de su saco sin dificultad.

—¿Y qué piensa que todo esto traiga al caso en sí?

—Bueno, Mr. Holmes —insinuó MacDonald— cuando tengamos a nuestro hombre, y puede estar seguro que ya telegrafié con su descripción cinco minutos después de oírla, estaremos aptos para juzgar. Pero, incluso como se sostiene, hemos ya recorrido un largo trecho. Sabemos que un americano que se llama a sí mismo Hargrave fue a Tunbridge Wells hace dos días con una bicicleta y una maleta. En la última había una escopeta aserrada; por lo que vino con el propósito deliberado del crimen. Ayer en la mañana partió para este lugar con su bicicleta, con su arma escondida en su abrigo. Nadie lo vio llegar, hasta donde sabemos; pero no necesitó pasar por la villa para llegar a las puertas de la mansión, y hay muchos ciclistas por la ruta. Presumiblemente ocultó su bicicleta entre los laureles donde después fue hallada, y posiblemente acechó desde allí, con sus ojos a la casa, esperando que Mr. Douglas saliese. La escopeta era una extraña arma para usar dentro de la morada; pero tenía intención de usarla afuera, y ahí tenía grandes ventajas, porque sería imposible fallarle, y el sonido de disparos es tan común en un vecindario deportivo inglés que ninguna aviso sería dado.

—Eso está muy claro —apuntó Holmes.

—Bueno, Mr. Douglas no apareció. ¿Qué hacer por consiguiente? Dejó su bicicleta y se acercó hacia la vivienda en el crepúsculo. Halló el puente abajo y nadie alrededor. Tomó su oportunidad, intentando, sin duda, dar alguna excusa si se interceptaba con alguien. No lo hizo. Se deslizó al primer cuarto que vio y se encubrió detrás de la cortina. Allí vio que el puente levadizo se elevaba y supo que su única escapatoria era a través del foso. Esperó hasta las once y cuarto, cuando Mr. Douglas en su usual ronda nocturna entró al recinto. Le disparó y escapó, como lo dispuso. Estaba seguro que la bicicleta sería descrita por la gente del hotel y usada como una prueba en su contra; así que la dejó allí y abrió su camino por otros medios a Londres o a cualquier otro lugar seguro de escondite que ya haya previsto. ¿Cómo está eso, Mr. Holmes?

—Bien, Mr. Mac, está muy bien y muy claro hasta donde llega. Ése es su final de la historia. Mi final es que el delito fue cometido media hora antes de lo reportado; que Mrs. Douglas y Barker conspiran para tapar algo; que ellos facilitaron el escape del asesino, o por lo menos que llegaron al cuarto antes de que escapase, y que fabricaron evidencias de su fuga por la ventana, y que con toda probabilidad lo dejaron ir al descender el puente. Ésa es mi lectura de la primera mitad.

Los dos detectives sacudieron sus cabezas.

—Bien, Mr. Holmes, si es verdad, solamente caemos de un misterio a otro —gruñó el inspector de Londres.

—Y en cierta forma uno peor —añadió White Mason—. La señora nunca ha estado en América en toda su vida. ¿Qué posible conexión podría ella tener con un asesino americano que causara que lo resguarde?

—Libremente admito las dificultades —contestó Holmes—. Me he propuesto hacer una investigación por mi cuenta esta noche, y es posible que pueda contribuir con algo a esta causa común.

—¿Lo podemos ayudar, Mr. Holmes?

—¡No, no! La oscuridad y el paraguas del Dr. Watson, mis requerimientos son simples. Y Ames, el fiel Ames, sin duda que me brindará ayuda. Todas mis líneas de pensamiento me dirigen invariablemente a una pregunta básica, ¿por qué un hombre atlético debería desarrollar su contextura con un instrumento tan innatural como una sola pesa de gimnasia?

Era ya tarde aquella noche cuando Holmes regresó de su solitaria excursión. Dormíamos en un cuarto con dos camas, que era lo mejor que esa posada del campo nos podía dar. Estaba ya dormido cuando fui despertado en parte por su regreso.

—Bueno, Holmes —murmuré— ¿ha descubierto algo?

Permaneció junto a mí en silencio, con la vela en su mano. Entonces la alta y reclinada figura se volvió hacia mí.

—Digo, Watson —musitó—, ¿estaría asustado de dormir en la misma habitación que un lunático, un hombre con reblandecimiento cerebral, un idiota cuya mente ha perdido su filo?

—No mucho —respondí con aturdimiento.

—¡Ah, qué suerte! —dijo, y ninguna palabra más fue pronunciada aquella noche.

7. La solución

La mañana siguiente, después del desayuno, encontramos al inspector MacDonald y a White Mason sentados en cercana reunión en el pequeño salón del sargento de la policía local. En la mesa frente a ellos había apiladas un montón de cartas y telegramas, que estaban cuidadosamente seleccionando y enlistando. Tres habían sido colocadas a un lado.

—¿Aún en la pista del evasivo ciclista? —Holmes interrogó felizmente—. ¿Cuál es la última noticia de ese rufián?

MacDonald apuntó desanimadamente a su montón de correspondencia.

—Está reportado desde Leicester, Nottingham, Southampton, Derby, East Ham, Richmond, y catorce otros lugares. En tres de esos, East Ham, Leicester y Liverpool, hay una clara acusación en su contra. El país parece estar lleno de fugitivos con abrigos amarillos.

—¡Por Dios! —exclamó Holmes con aire simpatizante—. Ahora, Mr. Mac, y usted, Mr. White Mason, les deseo dar una importante consejo. Cuando me metí en este caso con ustedes yo convine, como sin duda recordarán, que no les presentaría teorías inconcretas, sino que retendría y ejecutaría mis ideas hasta que me haya cerciorado de que sean correctas. Por esta razón no estoy en el presente momento diciéndoles todo lo que está en mi mente. Por otra parte, les dije que haría el juego de igual a igual con ustedes, y no creo que sea una partida justa permitirles ir por innecesarios momentos desperdiciando sus energías en una tarea sin beneficio alguno. Por lo tanto estoy aquí para sugerirles algo, y esa sugerencia está resumida en tres palabras, abandonen el caso.

MacDonald y White Mason miraron con asombro a su celebrado colega.

—¡Lo considera irresoluble!

—Considero su situación como sin esperanza. No considero que sea imposible llegar a la verdad.

—Pero este ciclista. No es una invención. Tenemos su descripción, su valija, su bicicleta. El tipo debe estar en algún lugar. ¿Por qué no lo podríamos coger?

—Sí, sí, sin duda, que está por algún lugar, y sin duda que lo cogerán; pero no haré que gasten sus energías en East Ham o Liverpool. Estoy seguro de que podemos hallar un pequeño atajo para el resultado.

—Está reteniendo algo. Eso no es nada justo, Mr. Holmes —el inspector estaba molesto.

—Conoce mis métodos de trabajo, Mr. Mac. Pero lo contendré por el menor tiempo posible. Sólo deseo verificar mis detalles en un sentido, lo que puede ser prontamente hecho, y luego me despediré y me iré a Londres, dejando mis resultados completamente a su servicio. Les debo demasiado de su actitud; porque en toda mi experiencia no puedo recordar un estudio más singular e interesante.

—Esto está honestamente más allá de mi percepción, Mr. Holmes. Lo vimos cuando retornamos de Tunbridge Wells anoche, y estaba en acuerdo general con nuestros resultados. ¿Qué ha sucedido desde entonces que le ha dado una completamente nueva idea del caso?

—Bueno, ya que me pregunta, pasé, como les dije que lo haría, algunas horas la última noche en Manor House.

—Bien, ¿qué ocurrió?

—Ah, solamente les puedo dar una respuesta muy general por el momento. De paso, he estado leyendo una corta pero interesante reseña de la vieja mansión, comprable por la modesta suma de un penique al tabaquero local.

Holmes sacó un pequeño folleto, adornado por el tosco grabado de la antigua Manor House, de su chaleco.

—Inmensamente añade entusiasmo a la investigación, mi querido Mr. Mac, cuando uno está en consciente armonía con la atmósfera histórica de los alrededores locales. No me mire tan impacientemente; le aseguro que incluso tan escueta referencia como ésta hace rememorar una imagen del pasado en la mente de uno. Permítanme darles un ejemplo. “Erigida en el quinto año de Jacobo I, y hecha encima de un edificio más viejo, Manor House de Birlstone presenta uno de los mejores ejemplos sobrevivientes de las residencias jacobinas rodeadas con foso...”

—¡Nos está tratando como a unos tontos, Mr. Holmes!

—¡Basta, basta, Mr. Mac!, es el primer signo de mal genio que he notado en usted. Bueno, no lo leeré palabra por palabra, ya que se siente tan irritable por el tema. Pero cuando le digo que hay ciertas crónicas respecto al arrendamiento del lugar por un coronel del Parlamento en 1644, del escondite de Carlos por varios días durante el curso de la Guerra Civil, y finalmente de la visita a aquí por el segundo Jorge, admitirá que hay varias asociaciones de interés con esta vieja casona.

—No lo dudo, Mr. Holmes; pero ése no es asunto nuestro.

—¿No lo es? ¿No lo es? Visión ancha, mi querido Mr. Mac, es una de las cualidades esenciales en nuestra profesión. La reciprocidad de ideas y el oblicuo uso del saber son comúnmente de extraordinario interés. Excusará estos reparos de alguien que, aunque es un simple conocedor del crimen, es un poco mayor y tal vez más experimentado que usted.

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