Un hombre fornido, anciano vino ajetreándose por el camino. En pocas palabras McMurdo le explicó su negocio. Un hombre con el nombre de Murphy le había dado su dirección en Chicago. Él también la había tenido por alguien más. El viejo Shafter estaba listo. El desconocido no se hizo problemas con los términos, aceptó rápidamente todas las condiciones, y estaba aparentemente bien provisto de dinero. Por siete dólares por semana pagó por adelantado pues iba a tener comida y morada.
Así era este McMurdo, el autoconfesado fugitivo de la justicia, tomó su habitación bajo el techo de los Shafter, el primer paso que lo llevó a una larga y oscura sucesión de eventos, terminando en una tierra muy distante.
McMurdo era un hombre que dejaba su huella rápidamente. En cualquier lugar en el que estaba la gente alrededor prontamente lo reconocía. En una semana se volvió infinitamente la más importante persona en la vivienda de Shafter. Habían diez o una docena de huéspedes allí; pero eran honestos capataces o vulgares dependientes de las tiendas, de un muy distinto calibre del joven irlandés. En la tarde en que se juntaban su chiste era siempre el más ameno, su conversación la más brillante, y su canción la mejor. Era un genial compañero por naturaleza, con un magnetismo que atraía el buen humor a su alrededor.
Y aún así mostraba una y otra vez, como lo había enseñado en el vagón del tren, una capacidad para una repentina, fiera ira, que forzaban el respeto e incluso el miedo de aquellos que se reunían con él. Para la ley, también, y todos los que estaban conectados con ella, exhibía un amargo desprecio que deslumbraba a unos y alarmaba a otros de sus compañeros pensionistas.
Desde el comienzo hizo evidente, por su abierta admiración, que la hija de la casa había ganado su corazón el instante en que había puesto sus ojos en su belleza y gracia. No era un lerdo pretendiente. En el segundo día le dijo que la amaba, y de ahí en adelante repitió la misma historia con un absoluto caso omiso de lo que ella pudiera decir para desanimarlo. “¿Alguien más?” gritaría. “¡Bueno, la peor suerte para ese alguien más! ¡Déjenlo que se cuide a sí mismo! ¿Estaré dispuesto a perder mi oportunidad de la vida y todos los deseos de mi corazón por alguien más? Puedes seguir diciendo no, Ettie: el día vendrá en que dirás sí, y soy lo suficientemente joven para esperarlo.”
Era un peligroso pretendiente, con su lengua suelta irlandesa, y sus modales regulares, engatusadores. Había en él también ése hechizo de experiencia y de misterio que atrae el interés de una mujer, y finalmente su amor. Él podría hablar de los dulces valles de County Monagham de donde provenía, de la agradable, distante isla, las colinas bajas y verdes prados los cuales parecían más fastuosos cuando la imaginación los veía desde este lugar de tizne y nieve.
Estaba versado en la vida de las ciudades del Norte, de Detroit, de los campamentos madereros de Michigan, y finalmente de Chicago, donde había trabajado en un taller de acepilladura. Y después vino la insinuación de la aventura, la sensación de que raras cosas le habían ocurrido en esa gran ciudad, tan insólitas y tan íntimas que no podían ser habladas. Mencionaba con anhelo una precipitada partida, un rompimiento de viejos lazos, una evasión a un desconocido mundo, acabando en este monótono valle, y Ettie escuchaba, sus oscuros ojos destellaban con pena y con simpatía, esas dos cualidades que pueden convertirse tan rápida y naturalmente en amor.
McMurdo había obtenido un trabajo provisional como tenedor de libros; porque era un hombre bien instruido. Esto lo mantenía ocupado la mayor parte del día, y no había encontrado ocasión para reportarse al jefe de la logia de la Eminent Order of Freemen. Fue recordado de su omisión, no obstante, por Mike Scanlan, el compañero que había conocido en el tren. Scanlan, el hombre pequeño, de cara puntiaguda, vigoroso, de ojos negros pareció complacido de volver a verlo. Luego de un vaso o dos de whisky introdujo el objeto de su visita.
—Dígame, McMurdo —inquirió—. Recordé su dirección, por lo que me atreví a llamarlo. Estoy sorprendido de que no se haya reportado al jefe del cuerpo. ¿Por qué no ha visto al jefe McGinty hasta ahora?
—Bueno, debía encontrar un empleo. He estado ocupado.
—Debe hallar tiempo para él y no tiene tiempo que perder. ¡Por Dios, hombre! ¡Es usted un tonto al no ir a la Union House y registrar su nombre la primera mañana después de venir aquí! ¡Si va contra eso, bueno, no debe, y eso es todo!
McMurdo mostró una moldeada sorpresa.
—He sido un miembro de la logia por más de dos años, Scanlan, pero nunca oí que los trabajos fueran tan urgentes como parecen.
—Quizá no en Chicago.
—Bien, es la misma sociedad aquí.
—¿Lo es?
Scanlan lo miró por un tiempo fijamente. Había algo siniestro en sus ojos.
—¿No lo es?
—Me lo dirá en el tiempo de un mes. Escuché que tuvo una conversación con los policías después que yo me fuese de tren.
—¿Cómo sabe eso?
—Oh, salió a la luz, las cosas salen a la luz para bien o para mal en este distrito.
—Bien, sí. Les dije a los sabuesos lo que pensaba de ellos.
—¡Por el Señor, usted será un hombre ante el corazón de McGinty!
—¿Qué, el también odia a la policía?
Scanlan estalló de risa.
—Vaya y véalo usted mismo, mi muchacho —dictó mientras hizo su despedida—. ¡No será a la policía sino a usted si no lo hace! ¡Ahora, tome un consejo de amigo y acuda de inmediato!
Para su ventura sucedió que McMurdo tenía la misma tarde otra más apremiante entrevista que lo llevó en la misma dirección. Pudiera haber sido que sus atenciones con Ettie se habían hecho más evidentes que antes, o que gradualmente se habían introducido en la lenta mente de su buen anfitrión alemán; pero, cualquiera que sea la causa, el casero pensionista llamó al joven hombre a su cuarto privado y empezó con su objeto de conversación sin ningún circunloquio.
—Me parrece, señorr —alegó—, que ha puesto sus ojos sobrre mi Ettie. ¿No es así, o estoy equivocado?
—Sí, así es —contestó el joven.
—Bueno, le quierro decirr ahorra mismo que ya no tiene por qué molestarrse. Ya hay un hombrre que se ha escurrido antes de usted.
—Ella me dijo eso.
—Bien, puede estarr segurro que le dijo la verrdad. ¿Perro le dijo quién erra?
—No, le pregunté; pero ella no me lo quiso decir.
—¡No tengo duda de que no, mi pequeña! Quizás no te querría ahuyentarr.
—¡Ahuyentarme! —McMurdo estaba ardiendo en ese momento.
—¡Ah, sí, mi amigo! No debe de averrgonzarrse por asustarrse de él. Es Teddy Baldwin.
—¿Y quién demonios es?
—Es un líderr de los Scowrrerrs.
—¡Scowrers! He oído de ellos antes. ¡Hablan de Scowrers aquí y Scowrers allá, y siempre en un murmullo! ¿A qué le temen? ¿Quiénes son los Scowrers?
El hospedero instintivamente bajó la voz, como hacían todos los que hablaban de esa terrible sociedad.
—¡Los Scowrrerrs —informó— son la Eminent Orrderr of Frreemen!
El joven lo miró atentamente.
—Por qué, yo mismo soy un miembro de esa orden.
—¡Usted! Nunca lo habrría aceptado en mi casa si lo hubierra sabido, incluso si me pagaba cien dólarres a la semana.
—¿Qué hay de malo con la orden? Es por caridad y buen compañerismo. Las reglas dicen eso.
—Tal vez en cierrtos lugarres. ¡No aquí!
—¿Qué es aquí?
—Es una sociedad asesina, eso es lo que es.
McMurdo se rió incrédulamente.
—¿Cómo puede probar eso? —preguntó.
—¡Probarrlo! ¿No hay cincuenta muerrtes que lo demuestrran? ¿Qué hay sobrre Milman y Van Shorst, y la familia Nicholson, y el viejo Mr. Hyam, y el pequeño Billy James, y los demás? ¡Probarrlo! ¿Hay un hombrre o una mujerr en este valle que no lo sepa?
—¡Mire aquí! —enunció McMurdo seriamente—. Quiero que se retracte de lo que ha dicho, o que lo corrija. Uno o lo otro debe hacer antes de que me retire de esta habitación. Póngase en mi lugar. Aquí estoy yo, un extraño en el pueblo. Pertenezco a una sociedad que sé que es una inocente. La encontrará a lo largo y ancho de los Estados Unidos; pero siempre como una inocente. Ahora, cuando estoy pensando en inscribirme en ella aquí, me dice que es la misma que un grupo asesino denominado los Scowrers. Creo que me debe o una disculpa o una explicación, Mr. Shafter.
—Sólo le digo lo que todos saben, señorr. Los líderres de la una son los líderres de la otrra. Si ofende a una, es la otrra la que le castigarrá. Lo hemos prrobado muy comúnmente.
—¡Eso es solo un rumor, quiero pruebas! —exclamó McMurdo.
—Si vive aquí el tiempo suficiente encontrarrá sus prruebas. Pero olvido que es usted uno de ellos. Prronto serrá tan perrverrso como el resto. Pero hallarrá otras logias, señorr. No lo puedo tenerr aquí. ¿No es suficientemente malo que una de esas perrsonas venga a corrtejar a mi Ettie, y que no me atrreva a despedirrlo, sino que ahorra también tenga otrra como inquilino? Sí, de verdad, no dorrmirrá aquí después de esta noche.
McMurdo se encontró bajo palabra de expulsión tanto de sus confortables cuartos y de la chica que amaba. La encontró sola en el gabinete esa misma tarde, y vertió sus problemas en su oído.
—Seguro, tu padre me acaba de advertir —anunció—. ¡Sería poco lo que me importaría si sólo fuera el aposento, pero en cambio, Ettie, aunque hace solamente una semana que te conozco, eres mi propio aliento de vida para mí, y no pudo vivir sin ti!
—¡Oh, cielos, Mr. McMurdo, no hable así! —profirió la muchacha—. ¿Ya le dije, o no, que llegó usted tarde? Hay otro, y si no le he prometido casarme con él de inmediato, por lo menos no me puedo prometer a nadie más.
—Suponiendo que yo hubiera sido primero, Ettie, ¿tendría una oportunidad?
La chica hundió su cabeza entre sus manos.
—Desearía con todo mi corazón que hubieses sido el primero.
McMurdo estaba arrodillado ante ella en un instante.
—¡Por el amor de Dios, Ettie, no nos quedemos así! —prorrumpió—. ¿Arruinarías tu vida y la mía por causa de una promesa? ¡Sigue tu corazón, acushla! Es una guía más segura que cualquier promesa hecha antes de que supieras lo que estabas diciendo.
Había cogido la mano blanca de Ettie entre las suyas fuertes y tostadas.
—¡Di que serás mía, y lo afrontaremos todo juntos!
—¿No aquí?
—Sí aquí.
—¡No, no Jack! —sus brazos la rodeaban a ella ahora—. No puede ser aquí. ¿Me puedes llevar a otra parte?
Una pugna pasó por un momento en el rostro de McMurdo; pero terminó poniéndose como granito.
—No, aquí —dijo—. ¡Te protegeré de todo el mundo, Ettie, aquí donde estamos!
—¿Por qué no podemos huir juntos?
—No, Ettie, no me puedo ir de aquí.
—¿Pero por qué?
—Nunca levantaría mi cabeza de nuevo si sintiera que estoy completamente derrotado. Además, ¿de qué hay que asustarse? ¿No somos personas libres en un país libre? Si me amas, y yo a ti, ¿quien se atreverá a interponerse?
—Tú no sabes, Jack. Has estado aquí muy poco tiempo. No conoces a este Baldwin. No conoces a McGinty y sus Scowrers.
—¡No, no los conozco, y no les temo, y ni siquiera creo en ellos! —pregonó McMurdo—. He vivido entre hombres rudos, mi querida, y en vez de temerlos siempre terminaban temiéndome a mí, siempre, Ettie. ¡Es absurdo si lo ves atentamente! Si estos tipos, como tu padre afirma, han cometido crimen tras crimen en este valle, y si todos los reconocen por sus nombres, ¿cómo entonces ninguno ha sido llevado a la justicia? ¡Respóndeme eso, Ettie!
—Porque ningún testigo se atreve a comparecer en su contra. No vivirían un mes si lo hicieran. También porque tienen sus propios hombres para jurar que el acusador estaba lejos de la escena del crimen. Pero seguramente, Jack, tú debes haber leído todo esto. Tenía entendido que todo periódico en los Estados Unidos estaba escribiendo sobre eso.
—Bueno, he leído algo, es verdad; pero conjeturé que serían cuentos. Quizás estos sujetos tienen alguna razón para lo que hacen. Quizás no tienen razón y no tienen otra forma de ayudarse a sí mismos.
—¡Oh, Jack, no me dejes escuchar que hables así! Así es como habla, el otro.
—Baldwin, el habla así, ¿no es así?
—Y ése es el motivo por que lo detesto. Oh, Jack, ahora puedo contarte la verdad. Lo odio con todo mi corazón; pero le temo también. Temo por mí misma; pero sobre todo le temo por mi padre. Sé que una gran pena vendrá sobre nosotros si me atrevo a decirle lo que realmente siento. Ésa es la causa por la que le aplazo con medias promesas. Ésta es en real verdad nuestra única esperanza. Pero si huyeras conmigo, Jack, podríamos llevar a mi padre con nosotros y vivir por siempre lejos del poder de estos malvados tipos.
Nuevamente hubo un dilema en el rostro de McMurdo, y otra vez se puso como granito.
—Ninguna amenaza vendrá hasta ti, Ettie, ni tampoco a tu padre. Y en cuanto a los malvados tipos, espero que veas que yo soy tan malo como el peor de ellos antes que nos escapemos.
—¡No, no, Jack! Yo confiaré en ti en cualquier parte.
McMurdo se rió amargamente.
—¡Por Dios! ¡Cuán poco sabes de mí! Tu inocente alma, cariño, ni siquiera puede imaginar lo que está pasando por la mía. Pero, hola, ¿quién es el visitante?
La puerta se abrió inesperadamente, y un joven muchacho entró jactándose con el aire de alguien que es el dueño. Era un guapo, brioso joven hombre de más o menos la misma edad y contextura que McMurdo. Bajo su sombrero negro de fieltro con bordes anchos, que no se había tomado la molestia de quitarse, una atractiva faz con fieros y dominantes ojos y una curvada nariz de gavilán miró salvajemente al par que estaba sentado junto a la estufa.
Ettie había saltado llena de confusión y alarma.
—Estoy contenta de verlo, Mr. Baldwin —inició—. Llegó más temprano de lo que pensé. Venga y siéntese.
Baldwin permaneció con sus manos en sus caderas viendo a McMurdo.
—¿Quién es éste? —preguntó secamente.
—Es un amigo mío, Mr. Baldwin, un nuevo pensionista aquí. ¿Mr. McMurdo, me permite presentarle a Mr. Baldwin?
Los jóvenes inclinaron sus cabezas de forma arisca contra cada uno.
—¿Tal vez miss Ettie ya le ha dicho cómo van las cosas entre nosotros? —alegó Baldwin.
—No podía entender que hubiera una relación entre ustedes.