Si había pensado en asustarlo, ciertamente lo consiguió; pero a cambio de ser asustada ella misma. Con un salto de tigre se volteó hacia ella, y su mano derecha fue puesta en su garganta. En el mismo instante con la otra mano arrugó la hoja de papel que yacía ante él. Por un instante permaneció observándola. Luego la estupefacción y alegría tomaron el lugar de la ferocidad que había convulsionado sus facciones, una ferocidad que la había sumergido en horror como algo que nunca se había introducido en su mansa vida.
—¡Eres tú! —dijo, arrugando su frente—. ¡Y pensar que venías por mí, corazón de mi corazón, y yo no hallaría nada mejor que hacer que estrangularte! Ven, querida —y retiró sus manos—, déjame arreglarte.
Pero ella no se había recobrado de aquél precipitado vistazo de miedo culpable que había leído en la cara del hombre. Todos sus instintos de mujer le indicaron que no era el simple susto de un hombre que es espantado. Culpabilidad, eso era, culpabilidad y miedo.
—¿Qué es lo que te pasa, Jack? —exclamó—. ¿Por qué estabas espantado de mí? ¡Oh, Jack, si tu conciencia estuviera en reposo, no me hubieras mirado así!
—Seguro, estaba pensando en otras cosas, y cuando viniste a hurtadillas en esos pies de hadas tuyos...
—No, no, fue más que eso, Jack —entonces una repentina sospecha la acometió—. Déjame ver lo que estabas escribiendo.
—Ah, Ettie, no puedo hacer eso.
Sus sospechas se transformaron en certezas.
—Es para otra mujer —gritó—. ¡Lo sé! ¿Por qué otra razón la apartarías de mí? ¿Le estabas escribiendo a tu esposa? ¿Cómo sé que no eres un hombre casado, tú, un extraño, que nadie conoce?
—No soy casado, Ettie. ¡Mira, lo juro! Eres la única mujer en la tierra para mí. ¡Por la cruz de Cristo lo juro!
Estaba tan blanco con seriedad apasionada que ella no pudo hacer más que creerle.
—Bueno, entonces —alegó— ¿por qué no me enseñas la carta?
—Te lo diré, acushla —manifestó—. Estoy bajo promesa de no mostrarla, y así como yo no rompería mis palabras contigo debo mantener la promesa que hice a estas personas. Es el negocio de la logia, y aun para ti es secreto. ¿Y si fui asustado cuando una mano cayó sobre mí, no lo puedes entender cuando bien pudo haber sido la mano de un detective?
Ella sintió que le decía la verdad. Se echó sobre sus brazos y desvaneció sus miedos y dudas.
—Siéntate aquí, junto a mí. Es un raro trono para una reina como ésta; pero es lo mejor que tu pobre enamorado pudo encontrar. Lo hará mejor para ti uno de estos días, lo estoy pensando. Ahora tu mente está sosegada nuevamente, ¿no es así?
—¿Cómo puede estar sosegada, Jack, cuando sé que eres un criminal entre criminales, cuando nunca sabré el día en que pueda oír que estás en la corte por asesinato? “McMurdo, el Scowrer”, así fue como uno de nuestros huéspedes te llamó ayer. Atravesó mi corazón como un cuchillo.
—Seguro, palabras duras no quiebran los huesos.
—Pero eran ciertas.
—Bueno, querida, no es tan malo como piensas. Sólo somos hombres pobres que trazamos nuestra propia ruta para ganar nuestros derechos.
Ettie estiró sus brazos alrededor del cuello de su amado.
—¡Déjalo, Jack! ¡Por mí, por la gracia de Dios, déjalo! Fue para pedírtelo que vine aquí hoy día. ¡Oh, Jack, mira, te lo imploro de rodillas! ¡Arrodillándome ante ti te ruego que lo dejes!
Él la elevó y alivió con su cabeza contra su pecho.
—De veras, mi querida, no sabes qué es lo que me pides. ¿Cómo podría renunciar cuando sería romper mi juramento y desertar de mis camaradas? Si pudieras ver cómo están las cosas conmigo no me pedirías eso. Además, si quisiera, ¿cómo podría hacerlo? ¿No supondrás que la logia dejará libre a un hombre con todos sus secretos?
—He pensado en eso, Jack. Lo he planeado todo. Mi padre ha guardado un poco de dinero. Está harto de este lugar donde el miedo a esta gente oscurece nuestras vidas. Está listo para irse. Podríamos huir juntos a Filadelfia o Nueva York, donde estaremos a salvo de ellos.
McMurdo se carcajeó.
—La logia tiene un largo brazo. ¿Piensas que no se podría extender desde aquí hasta Filadelfia o Nueva York?
—¡Bueno, entonces, al Oeste, o a Inglaterra o Alemania, de donde viene mi padre, cualquier sitio para salir de este Valle del Terror!
McMurdo pensó en el viejo Hermano Morris.
—Verdaderamente es la segunda vez que he oído ser llamado así al valle —afirmó—. La sombra parece estar cayendo pesadamente en varios de ustedes.
—Eclipsa cada momento de nuestras vidas. ¿Crees que Ted Baldwin nos ha perdonado? Si no fuera porque te teme, ¿cuáles supones que serían nuestras oportunidades? ¡Si vieras la mirada en esos oscuros ojos hambrientos cuando caen sobre mí!
—¡Por Dios! ¡Le enseñaría mejores modales si lo encuentro así! Pero mira esto, pequeñita. No me puedo ir de aquí. No puedo, entiéndeme eso de una vez por todas. Pero si me dejas encontrar mi propio camino, trataré de hallar uno para salir honorablemente de esto.
—No hay honor en tal asunto.
—Bueno, bueno, es simplemente cómo lo ves. Pero si me dieras seis meses, trabajaría lo suficiente para irme sin estar avergonzado de mirar a otros en la cara.
La chica se rió con gozo.
—¡Seis meses! —gritó— ¿Es una promesa?
—Bueno, pueden ser siete u ocho. Pero en un año como máximo dejaremos el valle tras nosotros.
Era todo lo que Ettie podía conseguir, y aún así era algo. Estaba esta luz distante para iluminar la tenebrosidad del futuro inmediato. Regresó a la morada de su padre lo más aliviada que había estado desde que Jack McMurdo llegó a su vida.
Puede ser imaginado que como miembro, todas las actividades de la sociedad le serían explicadas; pero estaba pronto a descubrir que la organización era aún más amplia y más compleja que la simple logia. Incluso el jefe McGinty ignoraba algunas cosas; pues había un oficial denominado el delegado del condado, que vivía en Hobson’s Patch más allá en la línea ferroviaria, que tenía el poder sobre varias diferentes logias que manejaba de forma precipitada y arbitraria. Sólo una vez McMurdo lo divisó, un hombre-rata astuto y de pelo cano, con un andar escurridizo y una mirada lateral que estaba cargada con malicia. Evans Pott era su nombre, e incluso el gran jefe de Vermissa sentía hacia él algo de la repulsión y el miedo que el enorme Danton pudo haber sentido por el pequeño pero peligroso Robespierre.
Un día Scanlan, que era el compañero de vivienda de McMurdo, recibió una nota de McGinty adjuntada a una de Evans Pott, que le informaba que él estaba enviando dos hombre diestros, Lawler y Andrews, quienes tenían instrucciones de actuar en el vecindario; aunque era mejor para su tarea que ningún comentario sobre su objeto de venida fuera dado. ¿Podría el jefe del cuerpo ver que los arreglos apropiados fueran hechos para su hospedaje y comodidad hasta que llegase el tiempo de acción? McGinty añadía que era imposible para alguien permanecer en secreto en la Union House, y, por lo tanto, estaría agradecido si McMurdo y Scanlan acogieran a los desconocidos por unos pocos días en su pensión.
La misma tarde los dos hombres arribaron, cada uno portando su maleta. Lawler era un hombre mayor, sutil, silencioso y retraído, vestido en una vieja levita negra, que con su suave sombrero de fieltro y andrajosa y pardusca barba le daba un parecido general a un predicador itinerante. Su compañero Andrews era un poco más que un chiquillo, de faz sencilla y alegre, con los vivos modales de alguien que ha salido de vacaciones y está dispuesto a disfrutar cada minuto de ellas. Ambos hombres eran abstemios totales, y se comportaban en todo sentido como miembros ejemplares de la sociedad, con la única simple excepción de que eran asesinos que se habían probado a sí mismos ser capaces instrumentos para esta asociación de muerte. Lawler había llevado catorce comisiones de este tipo, y Andrews tres.
Estaban, como McMurdo se dio cuenta, dispuestos a explicar sobre sus hechos en el pasado, los cuales recontaban con el orgullo medio tímido de hombres que han realizado un buen y desinteresado servicio para la comunidad. Eran reticentes, no obstante, al trabajo inmediato que tenían en mano.
—Nos escogieron porque ni yo ni el chico bebemos —declaró Lawler—. Pueden contar con que nosotros no diremos más de lo que deberíamos. No deben tomarnos mal, pero son las órdenes del delegado del condado las que obedecemos.
—Seguro, estamos todos en ello —mencionó Scanlan, el amigo de McMurdo a la par que se sentaban los cuatro a cenar.
—Eso es cierto, y hablaremos hasta que las vacas regresen a sus hogares del homicidio de Charlie Williams o de Simon Bird, o cualquier otro trabajo en el pasado. Pero hasta que la labor no esté cumplida no diremos nada.
—Hay media docena a los que me gustaría darles su merecido —refirió McMurdo, con un juramento—. Supongo que no es Jack Knox de Ironhill tras el cual ustedes van. Iría algún día para darle lo que debe recibir por sus méritos.
—No, no es él aún.
—¿O Herman Strauss?
—No, tampoco él.
—Bien, si no nos lo dicen no los podemos obligar; pero estaría contento de saberlo.
Lawler sonrió y sacudió su cabeza. Él no iba a ser desentrañado. En vista de la mesura de sus invitados, Scanlan y McMurdo estaban determinados a asistir a lo que ellos llamaban “la diversión”. Cuando, por consiguiente, a tempranas horas una mañana McMurdo los oyó caminando lentamente por las escaleras despertó a Scanlan, y los dos se apresuraron en ponerse sus ropas. Cuando estuvieron vestidos se habían marchado, dejando la puerta abierta a sus espaldas. Aún no era la alborada, y por la luz de las lámparas podían ver a dos hombres distantes en la calle. Los siguieron cautelosamente, pisoteando sin hacer ruido la profunda nieve. La casa de huéspedes estaba cerca de los límites del pueblo, y pronto estuvieron en las encrucijadas que están más allá de sus confines. Allí tres hombres estaban esperando, con los cuales Lawler y Andrews sostuvieron una corta y ansiosa conversación. Entonces todos se movieron juntos. Era claramente algún trabajo notable que necesitaba un buen número. En este punto había varios senderos que llevaban a distintas minas. Los extraños tomaron el que se dirigía a Crow Hill, un enorme negocio que estaba en fuertes manos que habían sido capaces, gracias a su enérgico y temerario gerente de Nueva Inglaterra, Josiah H. Dunn, de mantener algo de orden y disciplina durante el largo reinado del terror.
El día estaba irrumpiendo ahora, y una fila de obreros estaban lentamente haciendo su camino, individualmente y en grupos, entre la ruta ennegrecida.
McMurdo y Scanlan vagaron con los demás, manteniendo a la vista a los hombres que seguían. Una espesa niebla descendió sobre ellos, y desde el corazón de ella vino el inesperado chillido de un silbato de vapor. Era la señal de diez minutos antes de que los camarines bajen y la labor del día comience.
Cuando alcanzaron el espacio abierto alrededor del respiradero de la mina había cientos de mineros esperando, estampando sus pies y soplando sus dedos; pues el día era amargamente frío. Los extraños se quedaron en un pequeño grupo bajo la sombra de la sala de máquinas. Scanlan y McMurdo treparon un montón de basura desde donde se podía ver la escena completa ante ellos. Vieron al ingeniero de la mina, un gran escocés barbudo llamado Menzies, salir de la sala de máquinas y sonar el silbato para que los camarines fueran deslizados.
En el preciso instante un alto joven de holgada silueta con un rostro afeitado y serio avanzó acuciosamente hacia el pozo. Mientras avanzaba sus ojos se colocaron sobre el grupo, silencioso e inmóvil, bajo la sala de máquinas. Los hombres se habían quitado sus sombreros y elevado los cuellos de sus ropas para ocultar sus caras. Por un momento el presentimiento de la Muerte puso su fría mano sobre el corazón del gerente. Al siguiente se había zafado de él y vio únicamente su trabajo con respecto a desconocidos intrusos.
—¿Quiénes son ustedes? —formuló mientras continuaba—. ¿Qué están haraganeando por ahí?
No hubo respuesta; sino que el muchacho Andrews dio un paso hacia él y le disparó en el estómago. El centenar de mineros esperando permanecieron inmóviles y sin poder ayudar como si estuviesen paralizados. El gerente se llevó sus dos manos a la herida y se dobló en dos. Luego se bamboleó hacia atrás; pero otro de los asesinos dio un tiro, y cayó de lado, pataleando y arañando entre el hato de desmonte. Menzies, el escocés, lanzó un rugido de ira ante esa visión y se apresuró con una llave de hierro hacia los asesinos; pero fue recibido con dos balas en el rostro que lo dejaron muerto a sus propios pies.
Hubo una agitación entre los mineros, y un inarticulado grito de lástima y cólera; pero un par de los desconocidos vaciaron sus barriles de seis disparos sobre las cabezas de la multitud, y rompieron filas y se esparcieron, algunos de ellos corriendo salvajemente de vuelta a sus hogares en Vermissa.
Cuando pocos de los más valientes se reagruparon, y hubo un retorno a la mina, la banda asesina se había desvanecido en la neblina de la mañana, sin ni un solo testigo capaz de jurar la identidad de estos hombres que frente a un centenar de espectadores habían cometido un doble crimen.
Scanlan y McMurdo ya habían regresado; Scanlan algo chocado, pues era el primer trabajo de asesinato que había visto con sus propios ojos, y le pareció menos divertido que lo que le habían hecho creer. Los horribles gritos de la esposa del gerente muerto los persiguieron mientras se apremiaban hacia el pueblo. McMurdo estaba absorbido en sus pensamientos y mudo; pero no mostró simpatía alguna por la debilidad de su compañero.
—Seguro, es como la guerra —repitió—. Qué es sino una guerra entre nosotros y ellos, contraatacamos donde mejor podemos.
Hubo un gran festejo en la Union House esa noche, no solamente por el homicidio del gerente y el ingeniero de la mina Crow Hill, lo que llevaría a esta organización a la ley junto a las otras compañías chantajistas y aterrorizadoras del distrito, sino también por un triunfo distante que había sido hecho por las manos de la propia logia.
Parecía que cuando el delegado del condado hubo enviado cinco hombres expertos a hacer un golpe en Vermissa, había demandado por su parte que en retorno tres hombres de Vermissa fueran secretamente selectos y despachados para matar a William Hales de Stake Royal, uno de los más conocidos y más populares propietarios mineros en el distrito de Gilmerton, un hombre del que se creía que no tenía enemigos en el mundo; pues era de todas formas un empleador modelo. Había insistido, no obstante, en la eficiencia del trabajo, y había, por lo tanto, despedido a ciertos borrachos y ociosos empleados que eran miembros de la sociedad todopoderosa. Anuncios de ataúdes que pendían de su puerta no habían ablandado su resolución, y así en un libre y civilizado país se vio a sí mismo condenado a muerte.