El último argumento de los reyes (4 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—Ese soy yo —Dow lanzó una de sus malignas sonrisas, y varias personas se apartaron de él arrastrando los pies como si acabaran de decirles que ahí sentado tenían al mismísimo demonio.

—...como os iba diciendo, algunos de mis muchachos eran partidarios de prender fuego a vuestras casas y hacer una pequeña carnicería. En otras palabras, eran partidarios de seguir haciendo las cosas como solíamos cuando el Sanguinario estaba al mando, ¿me entendéis? —Una criatura que había en medio de la multitud empezó a lloriquear con una especie de gimoteo entrecortado. El muchacho miró alrededor con el cuchillo temblándole en la mano; la niña de cabellos oscuros pestañeó y agarró con más fuerza todavía la horca. Estaba claro que habían captado la esencia del mensaje—. Pero, en vista de que la ciudad está llena de mujeres y niños, he pensado daros la oportunidad de rendiros. Es con Bethod con quien tengo una cuenta pendiente, no con vosotros. La Unión quiere emplear este lugar como puerto, para traer hombres, pertrechos o lo que sea. En menos de una hora estarán aquí con sus barcos. Muchos barcos. Va a ser así tanto si os parece bien como si no. Lo que quiero decir es que podemos resolver este asunto de manera sangrienta, si así lo queréis. Y por los muertos que en eso tenemos mucha práctica. O podéis entregar las armas, si es que las tenéis, y resolver las cosas de una forma pacífica y... ¿cómo se dice?

—Civilizada —le apuntó Hosco.

—Eso es, civilizada. ¿Qué me decís?

El anciano palpó la espada, como si hubiera preferido estar apoyado en ella en lugar de blandiría. Luego alzó la vista hacia las murallas, desde la que le miraban unos cuantos Caris, y los hombros se le vinieron abajo.

—Bien, parece que nos habéis pillado por sorpresa. ¿El Sabueso, eh? Ya había oído decir que eras un bastardo la mar de astuto. Aquí, en realidad, no queda nadie que pueda enfrentarse a vosotros. Bethod se ha llevado a todos los hombres capaces de sujetar a la vez un escudo y una lanza —echó un vistazo a la lastimosa muchedumbre que tenía alrededor—. ¿Dejaréis en paz a las mujeres?

—Las dejaremos en paz.

—A las que quieran que las dejemos en paz —terció Dow dirigiendo una sonrisa lasciva a la muchacha de la horca.

—Las dejaremos en paz a todas —intervino el Sabueso fulminándolo con la mirada—. Yo mismo me encargaré de que sea así.

—De acuerdo, pues —resolló el anciano, y acto seguido se le acercó con paso vacilante. Torció la cara con un gesto de dolor al arrodillarse y depositó su roñosa espada a los pies del Sabueso—. En lo que a mí respecta, eres mejor persona que Bethod. Supongo que tendré que darte las gracias por tu clemencia, si cumples tu palabra.

—Hummm —el Sabueso no se sentía demasiado clemente. Dudaba mucho que el viejo al que había matado en los muelles fuera a darle las gracias, o el manco al que habían apuñalado por la espalda, o el chaval al que habían arrebatado la vida degollándolo.

Uno por uno fueron acercándose todos los demás y una por una dejaron caer las armas, por así llamarlas, hasta formar con ellas una gran pila de herramientas herrumbrosas y chatarra. El muchacho fue el último en acercarse, y tras dejar en el montón el cuchillo, que resbaló hacia abajo con un estrépito metálico, miró a Dow con cara de susto y luego regresó apresuradamente junto a los demás y se aferró a la mano de la muchacha de cabello oscuro.

Mientras permanecían apiñados con los ojos muy abiertos, el Sabueso casi podía oler su miedo. Esperaban que Dow y sus Caris los despedazaran allí mismo. Esperaban que los metieran en una casa, como si fueran ganado, los encerraran y luego prendieran fuego al lugar. Cosas todas ellas que el Sabueso había visto con anterioridad. Por eso entendía perfectamente que se acurrucaran como hacen las ovejas en los prados durante el invierno. Él hubiera hecho lo mismo.

—Bien —ladró—. ¡Asunto solucionado! Meteos en vuestras casas o en donde sea. Las tropas de la Unión estarán aquí antes del mediodía y será mejor que las calles estén despejadas.

Miraron parpadeando al Sabueso, a Tul, a Dow el Negro, y luego se miraron los unos a los otros. Tragaron saliva, se estremecieron y expresaron con murmullos su agradecimiento a los muertos. Comenzaron a disolverse, lentamente, y cada uno tiró por su camino. Vivos, para gran alivio de todos.

—Bien hecho, jefe —le dijo Tul al Sabueso al oído—. Ni siquiera Tresárboles lo habría hecho mejor.

Dow se les acercó furtivamente desde el otro lado.

—Ahora bien, lo de las mujeres, si te interesa saber mi opinión...

—No me interesa —le cortó el Sabueso.

—¿Habéis visto a mi hijo? —era una mujer, y no parecía tener intención de irse a su casa. Se aproximaba interrogando a los hombres con los que se cruzaba con los ojos llorosos y la cara desencajada. El Sabueso agachó la cabeza y miró hacia otro lado—. ¡Mi hijo estaba de guardia junto al mar! ¿Le ha visto? —preguntó con voz quebrada y sollozante tirando al Sabueso de la zamarra —Por favor, ¿dónde está mi hijo?

—¿Es que se ha creído que yo sé dónde está todo el mundo? —le espetó a su cara llorosa. Luego se alejó a grandes zancadas, como si tuviera cosas muy importantes que hacer, mientras se repetía una y otra vez: «Sabueso, eres un maldito cobarde. Qué gran heroicidad tender una trampa a un montón de mujeres, ancianos y niños».

No es fácil ser jefe.

Ese noble oficio

El gran foso había sido drenado en los primeros momentos del asedio y en su lugar había quedado una amplia zanja repleta de un fango negro. Al otro lado del puente, cuatro soldados trabajaban junto a un carro, arrastrando cadáveres hasta el talud para luego arrojarlos rodando al fondo. Los cadáveres de los últimos defensores: quemados, cubiertos de tajos, salpicados de sangre y mugre. Barbudos salvajes de cabellos enmarañados llegados de las lejanas tierras que se extendían al este del río Crinna. Sus cuerpos inertes estaban lastimosamente consumidos tras haber pasado tres meses encerrados detrás de las murallas de Dunbrec, lastimosamente famélicos. Apenas si parecían humanos. A West no le resultaba fácil alegrarse de haber obtenido una victoria sobre unos seres tan lamentables como aquellos.

—Es una pena que tras haber luchado con tanta valentía hayan acabado así —masculló Jalenhorm.

West observó cómo otro cuerpo maltrecho resbalaba por el talud y caía en el enmarañado amasijo de miembros embarrados.

—Así suelen acabar la mayoría de las veces los asedios. Sobre todo para los valientes. Quedarán enterrados en ese lodazal y luego se volverá a inundar el foso. Las aguas del Torrente Blanco se abalanzaran sobre ellos y su valentía, o su falta de ella, no habrá servido para nada.

Mientras cruzaban el puente, la fortaleza de Dunbrec, con las oscuras siluetas de sus murallas y torres semejando agujeros negros abiertos en el cielo plomizo, se alzaba imponente sobre los dos oficiales. Unas aves desgreñadas trazaban círculos en las alturas. Otras dos lanzaban graznidos desde las almenas cuarteadas.

Los hombres del general Kroy habían tardado un mes entero en recorrer ese mismo trayecto. Tras haber sido repelidos de forma sangrienta en innumerables ocasiones, finalmente habían conseguido abrir brecha en las gruesas puertas bajo una lluvia incesante de flechas, piedras y agua hirviendo. A eso había seguido una claustrofóbica semana de matanzas hasta que consiguieron abrirse paso a lo largo de las doce zancadas del túnel que había al otro lado, reventar la segunda puerta con hachas y antorchas y hacerse al fin con el control de las murallas exteriores. Los defensores lo habían tenido todo a su favor. El lugar había sido diseñado con todo cuidado para asegurarse de que fuera así.

Y cuando por fin lograron franquear la torre de la barbacana, descubrieron que sus problemas no habían hecho más que empezar. La muralla interior era el doble de alta y de gruesa que la exterior y dominaba su adarve en toda su extensión. No había lugar donde refugiarse de los proyectiles que les lanzaban desde las seis descomunales torres.

Para tomar esa segunda muralla, los hombres de Kroy habían recurrido a todas las estratagemas contenidas en los manuales de asedio. La habían acometido con picos y palancas, pero la estructura tenía cinco zancadas de grosor en su base. Habían probado con minas, pero el terreno situado junto a la muralla estaba impregnado de agua y por debajo estaba formado por sólida roca de Angland. Habían bombardeado el lugar con catapultas, pero apenas habían conseguido hacer unos cuantos rasguños a los poderosos bastiones. La habían atacado con escalas una y otra vez, a oleadas y en pequeños grupos, de noche, por sorpresa, o de día, abiertamente, y tanto a plena luz como en la oscuridad, las desordenadas filas de los heridos de la Unión habían regresado con paso renqueante de cada uno de sus fallidos intentos, arrastrando solemnemente tras de sí a los caídos. Finalmente habían intentado negociar con los feroces defensores por medio de un intérprete norteño y el desdichado hombre había sido bombardeado con excrementos sacados de las letrinas.

Que al final lo consiguieran fue pura cuestión de suerte. Tras estudiar los movimientos de los guardias, un sargento dotado de mucha iniciativa había probado suerte con un rezón al amparo de la noche. Había escalado la muralla y otros doce valientes le habían seguido. Cogieron a los defensores por sorpresa, mataron a varios de ellos y se apoderaron de la torre de la barbacana. La operación en total llevó diez minutos y sólo se cobró la vida de un soldado de la Unión. Resultaba bastante irónico, al parecer de West, que tras haber probado todos los métodos indirectos posibles, y haber sido repelidos en medio de un baño de sangre en todas las ocasiones, el ejército de la Unión hubiera acabado entrando tranquilamente por la puerta principal.

Cerca del arco de acceso, West vio a un soldado doblado por la mitad que vomitaba ruidosamente sobre el mugriento enlosado. No sin cierta aprensión, pasó a su lado, y el repiqueteo de los tacones de sus botas resonó por el largo túnel hasta que salió al amplio patio de armas que se abría en el centro de la fortaleza. Al igual que las murallas interiores y exteriores, tenía la forma de un hexágono regular, una prueba más de la perfecta simetría del diseño. West, no obstante, tenía serias dudas de que a los arquitectos les hubiera parecido bien el estado en el que los Hombres del Norte habían dejado el lugar.

Un alargado edificio de madera que había a un lado del patio, unos establos quizá, se había incendiado durante el ataque y había quedado reducido a un amasijo de vigas carbonizadas y de ascuas aún candentes. Los encargados de despejar el desbarajuste tenían demasiado trabajo extramuros, así que el terreno seguía sembrado de armas y cadáveres retorcidos. A los muertos de la Unión los habían tendido en hileras cerca de una de las esquinas y los habían cubierto con mantas. Los norteños yacían en todas las posturas imaginables, boca arriba y boca abajo, arrebujados o estirados, en los lugares donde habían caído. Bajo los cuerpos, las losas estaban surcadas de rayas, y no sólo a consecuencia de los daños aleatorios de un asedio de tres meses. Cincelado en la roca había un gran círculo, con varios otros en su interior, todos ellos repletos de extrañas marcas y símbolos que formaban un intrincado diseño. A West no le hacía ninguna gracia el aspecto que tenía aquello. Peor aún, empezaba a percibir el repulsivo hedor que desprendía el lugar, más acre aún que el penetrante olor a madera quemada.

—¿Qué olor es ese? —masculló Jalenhorm llevándose una mano a la boca.

Un sargento que había junto a él oyó lo que decía.

—Al parecer, nuestros amigos norteños decidieron decorar un poco el lugar —señaló por encima de sus cabezas y West siguió con la vista la dirección que indicaba el dedo del guantelete del sargento.

Estaban tan descompuestos que tardó un rato en comprender que lo que estaba viendo eran restos humanos. Los habían clavado, con los brazos y las piernas extendidos, a los muros interiores de cada una de las torres, muy por encima de los edificios que se adosaban alrededor del patio. Visceras podridas plagadas de moscas colgaban de sus vientres. La Cruz de Sangre, como solían decir los norteños. Aún se distinguían vagamente algunos jirones de los coloridos uniformes de la Unión, que aleteaban impulsados por la brisa en medio de la masa de carne putrefacta.

Era evidente que llevaban bastante tiempo ahí colgados. Desde antes de que comenzara el asedio, sin duda. Quizá desde que la fortaleza cayó por primera vez en manos de los Hombres del Norte. Cadáveres de los defensores originarios que habían permanecido allí clavados pudriéndose durante todos aquellos meses. A tres de ellos les faltaba la cabeza. Tal vez fueran aquellos tres regalos que había recibido el mariscal Burr mucho tiempo atrás. West se descubrió a sí mismo preguntándose inútilmente si alguno de ellos estaba aún vivo cuando los clavaron allí arriba. De golpe, la boca se le llenó de saliva y tuvo la sensación de que el zumbido de las moscas adquiría de pronto un volumen atronador.

Jalenhorm se había puesto tan pálido como un fantasma. No dijo nada. No había ninguna necesidad de hablar.

—¿Qué pasó aquí? —masculló West entre dientes, hablando consigo mismo.

—Verá, señor, creemos que esperaban obtener algún tipo de auxilio —el sargento, que sin duda tenía mucho estómago, le respondió con una sonrisa—. El auxilio de dioses hostiles a nosotros, suponemos. Aunque no parece que allá abajo hubiera ninguno escuchándolos, ¿eh?

West contempló con gesto ceñudo las marcas irregulares que cubrían el suelo.

—¡Elimínenlas! Si es necesario arranquen las losas y pongan otras nuevas —sus ojos vagaron hacia los cadáveres putrefactos de las torres, y el estómago le dio un vuelco—. Y que se ofrezcan diez marcos de recompensa al hombre que tenga los redaños suficientes para trepar ahí arriba y descolgar esos cadáveres.

—¿Diez marcos ha dicho, señor? ¡A ver, que alguien me acerque una escalera!

West se dio la vuelta y atravesó a grandes zancadas las puertas abiertas de la fortaleza de Dunbrec, conteniendo el aliento y deseando fervientemente no tener que volver a visitar aquel lugar nunca más. Pero sabía que volvería. Aunque sólo fuera en sueños.

Un despacho con Poulder y Kroy era más que suficiente para poner enfermo al hombre más sano del mundo, y el Lord Mariscal Burr estaba muy lejos de hallarse dentro de esa categoría. El comandante en jefe del ejército de Su Majestad en Angland se hallaba en un estado de consunción tan lamentable como el de los defensores de Dunbrec: su sencillo uniforme le colgaba del cuerpo y su pálida piel parecía demasiado tensa sobre sus huesos. En no más de doce semanas había envejecido idéntico número de años. Las manos y los labios le temblaban, no podía permanecer mucho tiempo de pie y le resultaba imposible montar a caballo. De vez en cuando su rostro se contraía y se estremecía como aquejado de unos dolores invisibles. West apenas alcanzaba a comprender cómo era posible que siguiera adelante, pero el caso es que lo hacía; catorce horas al día e incluso más. Atendía a todas sus obligaciones con la misma diligencia de siempre. Sólo que ahora parecían estar devorándolo trozo a trozo.

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