El último argumento de los reyes (9 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Ardee le miró furiosa por encima del borde de su copa.

—En la Guardia Real hay tantos oficiales que apenas los distingo.

—¿Ah, no? Creo que éste ganó el Certamen el año pasado.

—Apenas si recuerdo quién llegó a la final. Cada año es igual que el anterior, ¿no le parece?

—Cierto. Desde que yo dejé de concursar ha ido cuesta abajo. Pero pensé que se acordaría de ese hombre en concreto. Parecía como si alguien le hubiera dado un golpe en la cara desde la última vez que nos vimos. Y con bastante violencia, diría yo.
Ni la mitad de la que yo hubiera deseado
.

—Usted está enfadado conmigo —dijo ella, aunque sin la menor señal de que eso le preocupara.

—Yo diría que decepcionado. ¿Pero qué otra cosa cabía esperar? Creí que era usted más inteligente —La inteligencia no garantiza un comportamiento sensato. Mi padre me lo decía todo el rato —se terminó el vino de un trago—. No se preocupe. Sé cuidar de mí misma.

—No, no sabe. Ha dejado eso perfectamente claro. ¿Sabe lo que pasará si la gente lo descubre? Todo el mundo le hará el vacío.

—¿Bueno, y qué? —se burló ella—. Quizá le sorprenda saber que ahora me invitan pocas veces a palacio. Apenas si doy la talla como un simple incordio. Nadie me dirige la palabra.
Aparte de mí, claro, pero yo no soy precisamente el acompañante que sueña toda mujer
—A nadie le importa un carajo lo que yo haga. Si lo descubren, se dirán que no cabía esperar otra cosa de una perdida como yo. Ya sabe, esos malditos plebeyos, se controlan menos que los animales. A fin de cuentas, ¿no fue usted quien me dijo que follara con quien me diera la gana?

—También le dije que cuanto menos follara, mejor.

—Supongo que eso es lo que le decía a todas sus conquistas, ¿no?

Los labios de Glokta dibujaron una especie de mueca.
No exactamente. Yo suplicaba y lloraba y amenazaba. Tu belleza me ha hecho daño. Me ha partido el corazón. Soy un desgraciado, moriré si no eres mía. ¿No tienes compasión? ¿No me amas? Yo hacía lo que fuera, salvo tal vez enseñarles mi instrumental. Luego, cuando obtenía lo que quería, me las sacaba de encima y me iba alegremente en busca de otra sin volver ni una sola vez la vista atrás
.

—¡Ja! —exclamó Ardee como si adivinara sus pensamientos—. ¿Sand dan Glokta soltando una charla sobre los beneficios de la castidad? ¡Por favor! ¿A cuántas mujeres destrozó antes de que los gurkos le destrozaran a usted? ¡Su reputación era nefasta!

Un músculo tembló en el cuello de Glokta, que movió un hombro en círculo hasta que se calmó.
Tiene razón. Quizá unas palabras con el caballero en cuestión sea lo mejor. Unas palabras suaves o una noche con el Practicante Frost
.

—Su cama es asunto suyo, como dicen en Estiria. Y por cierto, ¿qué hace el gran capitán Luthar entre la población civil? ¿No tiene norteños a quienes derrotar? ¿Quién salvará Angland mientras él esté aquí?

—No estaba en Angland.

—¿No?
Su padre le encontró un bonito lugar para que se quitara de en medio, ¿no es eso?

—Ha estado en el Viejo Imperio, o algo así. Al otro lado del mar, hacia el Este, muy lejos —suspiró como si hubiera oído hablar mucho del tema y estuviera harta de ello.

—¿En el Viejo Imperio? ¿Qué demonios ha estado haciendo allí?

—¿Por qué no se lo pregunta a él? Ha debido de ser todo un señor viaje. Me habló mucho de un norteño. Nuevededos, o algo por el estilo.

La cabeza de Glokta se enderezó de golpe.

—¿Nuevededos?

—Ajá. De él y de un viejo calvo.

Una sucesión de estremecimientos cruzó por la cara de Glokta.

—Bayaz.

Ardee se encogió de hombros y volvió a beber de su copa, con cierta pesadez de borracha.
Bayaz. Lo último que nos falta, ahora que estamos a un paso de las elecciones, es que ese viejo embustero venga a meter aquí su cabeza pelona
.

—¿Está aquí, en la ciudad?

—¡Y yo qué sé! —gruñó Ardee—. A mí nadie me dice nada.

Tenemos tanto en común...

Ferro paseaba furiosa por la habitación, volcando su desprecio sobre la atmósfera perfumada, las susurrantes cortinas que encuadraban los grandes ventanales y la terraza que se veía al otro lado. Se mofó de los oscuros retratos que representaban a unos reyes gordos y feos y del refulgente mobiliario distribuido por el suelo de la estancia. Detestaba aquel lugar, con sus camas blandas y sus blandos habitantes. Prefería infinitamente más el polvo y la sed de las estepas de Kanta. Allí la vida era dura, y calurosa, y breve.

Pero al menos era sincera.

La Unión, y más concretamente la ciudad de Adua, y sobre todo la fortaleza del Agriont, rebosaban falsedad. Lo sentía en la piel, como una mancha aceitosa que no conseguía borrar. Y allí, en el centro, estaba hundido Bayaz. La había engañado para que le siguiera al otro extremo del mundo para nada. No habían encontrado ningún arma antigua que usar contra los gurkos. Y ahora él sonreía y se carcajeaba y secreteaba con otros viejos. Unos hombres que entraban sudando por el calor que hacía fuera y salían sudando todavía más.

Nunca se lo hubiera confesado a nadie. Se avergonzaba de confesárselo a sí misma. Echaba de menos a Nuevededos. Aunque nunca se lo había podido demostrar, había sido un alivio tener alguien en quien poder confiar a medias.

Ahora tenía que guardarse las espaldas ella sola.

Por única compañía tenía al aprendiz. Y tenerle a él era peor que no tener a nadie. Estaba ahí sentado, mirándola en silencio, sin hacer ningún caso del libro que tenía sobre la mesa. Mirándola y sonriendo sin alegría, como si supiera algo que ella hubiera debido adivinar. Como si la considerase una idiota por no verlo. Y eso sólo servía para que aumentara aún más su rabia. Por eso andaba dando vueltas por la habitación lanzando miradas iracundas a diestro y siniestro, con los puños cerrados y la mandíbula apretada.

—Deberías volver al Sur, Ferro.

Se detuvo y miró a Quai enfurecida. Por supuesto, tenía razón. Nada deseaba más que abandonar para siempre a esos pálidos impíos y luchar contra los gurkos con un arma que pudiera entender. Vengarse de ellos con los dientes, si no hubiera más remedio. El aprendiz tenía razón, pero eso no cambiaba las cosas. Ferro nunca había sido de las que aceptan consejos.

—¿Qué sabes tú de lo que yo debería hacer, maldito pálido canijo?

—Más de lo que tú te crees —dijo sin quitarle en ningún momento la vista de encima—. Tú y yo somos muy parecidos. Puede que tú no lo veas, pero lo somos. Tenemos tanto en común...

Ferro frunció el ceño. No sabía que quería decir con eso aquel idiota enfermizo, pero no le gustaba cómo sonaba.

—Bayaz no te dará nada de lo que necesitas. No es de fiar. Yo lo descubrí demasiado tarde, pero tú aún estás a tiempo. Deberías buscarte otro dueño.

—Yo no tengo dueño —le espetó—. Yo soy libre.

Los pálidos labios de Quai se curvaron hacia arriba.

—Ninguno de los dos seremos libres nunca. Vete. Aquí no hay nada para ti.

—¿Entonces por qué te quedas tú?

—Para vengarme.

El ceño de Ferro se hizo más profundo.

—¿Para vengarte de qué?

El aprendiz se inclinó hacia delante, con sus ojos brillantes fijos en los de ella. Se oyó un crujido y la puerta se abrió. Nada más oírlo, cerró la boca, se reclinó hacia atrás y se puso a mirar por la ventana. Como si nunca hubiera tenido intención de hablar.

Maldito aprendiz con sus malditos enigmas. La mirada ceñuda de Ferro se desvío hacia la puerta.

Bayaz entró lentamente en la habitación, poniendo mucho cuidado de que no se le derramara la taza de té que llevaba en la mano. Ni siquiera miró en dirección a Ferro cuando pasó a su lado y se dirigió a la puerta abierta de la terraza. Maldito Mago. Le siguió, entrecerrando los ojos para protegerse del sol. Estaban a mucha altura y el Agriont se extendía ante ellos igual que cuando Nuevededos y ella habían trepado por los tejados, hacía ya tanto tiempo. Abajo, a lo lejos, varios grupos de pálidos ociosos holgazaneaban sobre la brillante hierba, tal como les había visto hacer antes de partir para el Viejo Imperio. Y sin embargo, no todo era igual que entonces.

En toda la ciudad se respiraba una especie de miedo. Lo leía en todas aquellas caras suaves y blancas. En sus palabras y en sus gestos. Parecían estar esperando algo con la respiración contenida, como el aire antes de que estalle la tormenta. Como un campo de hierba seca, listo para estallar en llamas a la primera chispa que se produjera. No sabía lo que estaban esperando ni le importaba.

Pero había oído hablar mucho de votos.

El Primero de los Magos, con media calva reluciendo bajo el intenso brillo del sol, la observó cuando cruzó la puerta.

—¿Un té, Ferro?

Ferro detestaba el té y Bayaz lo sabía. Era lo que bebían los gurkos cuando proyectaban una traición. Recordó a los soldados bebiéndolo mientras ella se revolvía en el polvo. Recordó a los traficantes de esclavos bebiéndolo mientras hablaban de precios. Recordó a Uthman bebiéndolo mientras se reía a carcajadas de su furia y su indefensión. Ahora Bayaz lo bebía sujetando delicadamente la tacita entre el dedo índice y el pulgar. Y sonreía.

Ferro apretó los dientes.

—Me voy de aquí, pálido. Me prometió venganza y no me ha dado nada. Me vuelvo al Sur.

—¿Ah, sí? Sentiríamos mucho perderte. Pero Gurkhul y la Unión están en guerra. De momento no sale ningún barco para Kanta. Y puede que no salga en mucho tiempo.

—¿Entonces cómo puedo ir?

—Has dejado meridianamente claro que yo no soy responsable de ti. He puesto un techo sobre tu cabeza y muestras poca gratitud. Si te quieres ir, arréglatelas por tu cuenta. Pronto regresará mi hermano Yulwei. Puede que a él no le importe ocuparse de ti.

—No me sirve —Bayaz la miró furioso. Amenazante tal vez. Pero ella no era Pielargo, ni Luthar, ni Quai. Ella no tenía dueño y jamás volvería a tenerlo—. ¡He dicho que no me sirve!

—¿Por qué insistes en poner a prueba los límites de mi paciencia? No es ilimitada, ¿sabes?

—Ni la mía tampoco.

Bayaz resopló con desdén. —Siempre.

—Entonces seguro que tus aptitudes todavía nos pueden ser útiles. En algo que no requiera sentido del humor, desde luego. Mis planes en lo relativo a los gurkos no han cambiado. La lucha debe continuar, sólo que con otras armas —y, dicho aquello, miró de soslayo la gran torre que se cernía sobre la fortaleza.

Ferro ni entendía de belleza ni le importaba, pero ese edificio le parecía bellísimo. No había debilidad ni indulgencia en esa montaña de piedra desnuda. Su forma era de una honradez brutal. Sus ángulos, negros y afilados, eran de una precisión inmisericorde. Había algo en él que la fascinaba.

—¿Qué lugar es ese? —preguntó.

Bayaz la miró entornando los ojos.

—La Casa del Creador.

—¿Qué hay dentro?

—Eso a ti no te importa.

Ferro estuvo a punto de escupir de rabia.

—Usted vivió allí. Sirvió a Kanedias. Ayudó al Creador en sus obras. Lo contó cuando estábamos en la gran llanura. Así que dígame, ¿qué hay dentro?

—Tienes buena memoria, Ferro, pero olvidas una cosa. Que no encontramos la Semilla. Ya no te necesito. Ya no tengo por qué contestar a tus eternas preguntas.

Dio un nuevo sorbo al té, enarcando las cejas, y miró a los perezosos pálidos que había tumbados en el parque.

Ferro se obligó a sonreír. O a mostrar algo que se acercara a una sonrisa. Al menos, enseñó los dientes. Se acordaba muy bien de lo que había dicho aquella vieja amargada de Cawneil y de lo mucho que a él le había molestado. Ella haría lo mismo.

—El Creador. Usted intentó robarle sus secretos. Intentó robarle a su hija. Se llamaba Tolomei. Su padre la tiró del tejado. Como castigo a su traición por haberle abierto a usted la puerta. ¿Me equivoco?

Bayaz tiró por la terraza los últimos restos de té que le quedaban. Ferro los contempló mientras caían brillando al sol.

—Así es, Ferro, el Creador tiró a su hija desde el tejado. Por lo visto, los dos somos desdichados en amores. Mala suerte para nosotros. Y peor suerte aún para nuestros amantes. ¿Quién iba a imaginar que tuviéramos tanto en común?

Ferro contempló la posibilidad de tirar al maldito pálido por la terraza para que fuera a hacer compañía a su té. Pero Bayaz seguía estando en deuda con ella. Y pensaba cobrársela. Así que se limitó a fruncir el ceño y volvió adentro.

Había un recién llegado en la habitación. Un hombre con el pelo rizado y una amplia sonrisa. Llevaba un largo bastón en la mano y una bolsa vieja de cuero al hombro. Sus ojos tenían algo extraño. Uno era claro y el otro oscuro. Ferro advirtió en la mirada inquisitiva del hombre algo que la hizo desconfiar. Incluso más de lo acostumbrado.

—¡Hombre, la famosa Ferro Maljinn! Perdone mi curiosidad, pero no todos los días se encuentra uno con una persona de su... excepcional ascendencia.

A Ferro no le gustó nada que conociera su nombre, ni su ascendencia, ni nada acerca de ella.

—¿Quién es usted?

—Perdón, qué mala educación. Soy Yoru Sulfur, de la Orden de los Magos —le tendió la mano. Ella no le devolvió el gesto, pero el tipo se limitó a sonreír.

—No uno de los Doce originales, claro que no. Yo soy, como quien dice, un añadido posterior. Una incorporación tardía. Durante un tiempo fui aprendiz del gran Bayaz.

Ferro resopló. Eso no le cualificaba en absoluto como alguien digno de confianza.

—¿Qué pasó?

—Que me gradué.

Bayaz tiró la taza a una mesa que había junto a la ventana.

—Yoru —dijo, y el recién llegado bajó humildemente la cabeza—. Gracias por lo que has hecho hasta ahora. Preciso y al grano, como siempre.

La sonrisa de Sulfur se hizo más amplia.

—No soy más que una pequeña pieza de una gran máquina, Maestro Bayaz, pero procuro ser una pieza sólida.

—Nunca me has decepcionado. Y yo eso no lo olvido. ¿Cómo va tu próximo jueguecito?

—Listo para empezar cuando usted mande.

—Pues empecemos ya. Con retrasarlo no ganamos nada.

—Lo dispondré todo. También he traído esto, como me pidió usted —se quitó la bolsa del hombro, metió la mano dentro y sacó lentamente un libro. Un libro grande y negro con las cubiertas ralladas y quemadas—. El libro de Glustrod —dijo en voz baja, como si le diera miedo pronunciar esas palabras.

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