El último argumento de los reyes (5 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Con las manos apoyadas en el vientre, Burr contemplaba con gesto ceñudo el enorme mapa de la región fronteriza. El Torrente Blanco era una serpenteante línea azul que la cruzaba por en medio. Dunbrec, un hexágono negro señalado con una inscripción de caligrafía curva. A la izquierda, la Unión. A la derecha, el Norte.

—Bien —graznó, y acto seguido soltó una tos y se aclaró la garganta—. La fortaleza vuelve a estar en nuestras manos.

El general Kroy hizo un rígido gesto de asentimiento.

—En efecto.

—Ya era hora —señaló Poulder hablando entre dientes. Aparentemente, los dos generales seguían considerando a Bethod y a sus norteños un asunto menor que les distraía de la verdadera contienda: su mutuo enfrentamiento.

Kroy se erizó y los miembros de su Estado Mayor se pusieron a murmurar como una bandada de cuervos furiosos.

—¡Dunbrec fue diseñada por los más destacados arquitectos militares de la Unión y no se reparó en gastos en su construcción! ¡Tomarla no ha sido en absoluto una tarea sencilla!

—Desde luego, desde luego —gruñó Burr, esforzándose por montar una maniobra de distracción—. Una plaza condenadamente difícil de tomar. ¿Tenemos alguna idea de cómo lo consiguieron los norteños?

—Nadie ha sobrevivido para decirnos qué estratagema emplearon, señor. Todos sin excepción lucharon hasta la muerte. Los últimos que quedaban se atrincheraron en los establos y luego prendieron fuego al edificio.

Burr dirigió una mirada a West y sacudió lentamente la cabeza.

—¿Cómo entender a un enemigo así? ¿Cuál es el estado actual de la fortaleza?

—El foso está desecado, la barbacana se encuentra parcialmente destruida y la muralla interior ha sufrido considerables desperfectos. Los defensores derribaron unos cuantos edificios para obtener madera que les sirviera de combustible y piedras para arrojárnoslas y dejaron todo lo demás en... —Kroy retorció los labios como si se estuviera esforzando por dar con la expresión exacta—... en un estado bastante lamentable. Las reparaciones llevarán varias semanas.

—Hummm —Burr se frotó el estómago con gesto contrariado—. El Consejo Cerrado arde en deseos de que crucemos el Torrente Blanco para entrar en el Norte y llevar lo antes posible la lucha a campo enemigo. La población está inquieta y hay que darla buenas noticias, ya saben.

—La toma de Uffrith nos ha dejado en una posición mucho más fuerte —saltó Poulder, con una sonrisa de inconmensurable suficiencia—. De un solo golpe nos hemos hecho con uno de los mejores puertos del Norte, cuya situación es perfecta para aprovisionar a nuestras tropas mientras nos abrimos paso en territorio enemigo. Antes había que atravesar todo Angland en carros por malos caminos y con un tiempo peor aún ¡Ahora podemos traer pertrechos y refuerzos por barco y llevarlos casi directamente al frente! ¡Y todo ello se ha conseguido sin que se produzca ni una sola baja!

West no estaba dispuesto a permitir que se atribuyera el mérito de aquello.

—Muy cierto —dijo con voz monocorde—. Una vez más ha vuelto a quedar demostrado el inestimable valor de nuestros aliados norteños.

Las filas de casacas rojas que componían el Estado Mayor de Poulder torcieron el gesto y se pusieron a refunfuñar.

—Tuvieron su parte —se vio obligado a admitir el general.

—Fue su jefe, el Sabueso, quien vino a nosotros con el plan, quien lo ejecutó usando sus propios hombres y quien le entregó a usted la ciudad con las puertas abiertas y la conformidad de su población. Eso es lo que tengo entendido.

Poulder lanzó una mirada iracunda a Kroy, que se había permitido esbozar una minúscula sonrisa.

—¡Mis hombres tienen el control de la ciudad y ya están haciendo acopio de una gran cantidad de provisiones! ¡Hemos flanqueado al enemigo obligándole a replegarse hacia Carleon! ¡Aquí lo que cuenta es eso, coronel West, no quién ha hecho esto o aquello!

—¡Por supuesto! —le atajó Burr agitando una de sus manazas—. Los dos han prestado un gran servicio a su país. Pero ahora debemos mirar hacia delante. General Kroy, se ocupará de dejar organizadas cuadrillas de trabajo para que lleven a buen término las reparaciones en Dunbrec, así como un regimiento de levas para guarnecer las defensas. Y ponga al frente a un comandante que sepa lo que se hace, se lo ruego. Resultaría un tanto embarazoso, por no decir otra cosa, que perdiéramos la fortaleza por segunda vez.

—No habrá errores —gruñó Kroy lanzando una mirada a Poulder—, puede contar con ello.

—El resto del ejército cruzará el Torrente Blanco y formará en la otra ribera. Luego empezaremos a abrirnos paso hacia el este y el norte, en dirección a Carleon, utilizando el puerto de Uffrith como base de aprovisionamiento. Hemos expulsado al enemigo de Angland. Ahora debemos seguir adelante y forzar a Bethod a doblar la rodilla —y el mariscal retorció uno de sus gruesos puños contra la palma de su mano a modo de demostración.

—¡Mi división estará al otro lado del río mañana por la noche —bufó Poulder dirigiéndose a Kroy—, y en perfecto orden!

Burr torció el gesto.

—Debemos avanzar con precaución, me da igual lo que diga el Consejo Cerrado. La Unión no ha vuelto a cruzar el Torrente Blanco desde que el Rey Casamir invadió el Norte. Y no hace falta que les recuerde que se vio forzado a retirarse de forma un tanto desorganizada. Bethod ya nos ha cogido por sorpresa antes, y a medida que se vaya replegando hacia su territorio se irá haciendo cada vez más fuerte. Tenemos que actuar de manera coordinada. Esto no es una competición, caballeros.

Los dos generales se pusieron de inmediato a competir el uno con el otro para ver quien mostraba su asentimiento con mayor vehemencia. West exhalo un hondo suspiro y se frotó el caballete de la nariz.

El hombre nuevo

—Bueno, ya estamos de vuelta.

Bayaz miró con gesto ceñudo la ciudad, una media luna blanca y brillante que se extendía alrededor de la resplandeciente bahía. Se acercaba de forma lenta pero efectiva, alargando sus brazos para envolver a Jezal en un abrazo de bienvenida. Sus distintos elementos se distinguían cada vez con mayor nitidez: verdes parques que asomaban entre las casas, chapiteles blancos que se alzaban vertiginosos sobre la aglomeración de edificios. Distinguía las imponentes murallas del Agriont, sobre las que se erguían bruñidas cúpulas que relucían al sol. La Casa del Creador descollaba por encima de todo, pero en ese momento incluso aquella adusta mole parecía transmitir una cierta sensación de calidez y seguridad.

Había vuelto a casa. Había sobrevivido. Le parecía que habían pasado cientos de años desde que estuvo en la popa de un barco no muy distinto a aquel, contemplando con una sensación de abatimiento y desamparo cómo Adua iba perdiéndose en la distancia. Por encima del oleaje, de los chasquidos de las velas, de los reclamos de las aves marinas, comenzó a distinguir el lejano rumor de la ciudad. Le parecía la música más hermosa que había oído en su vida. Cerró los ojos y aspiró con fuerza por la nariz. El ácido sabor a sal podrida de la bahía le sabía a miel en la lengua.

—Entiendo que ha disfrutado usted del viaje, ¿eh, capitán? —preguntó Bayaz con marcada ironía.

Jezal no pudo hacer otra cosa que sonreír.

—Estoy disfrutando de su conclusión.

—No hay que desanimarse —terció Pielargo—. En ocasiones un viaje azaroso no rinde todos sus beneficios hasta mucho tiempo después de que uno haya regresado. Las tribulaciones son de corta duración, pero la sabiduría que se ha obtenido dura toda la vida.

—Ja —el Primero de los Magos frunció los labios—. Los viajes sólo traen sabiduría a los que ya son sabios. Al ignorante lo vuelven aún más ignorante de lo que ya era. ¡Maese Nuevededos! ¿Está decidido a regresar al Norte?

Logen dejó por un instante de mirar las aguas con gesto torcido.

—Nada me retiene aquí —miró de soslayo a Ferro, que le respondió con una mirada iracunda.

—¿A mí por qué me miras?

Logen sacudió la cabeza.

—¿Sabes qué? No tengo ni idea —si había existido entre ellos algo remotamente parecido a un idilio, al parecer se había desmoronado de forma irremediable para dar paso a una amarga antipatía.

—En fin —dijo Bayaz alzando las cejas—, si ya lo tiene decidido... —tendió una mano al norteño, y Jezal vio como éste se la estrechaba—. Dele una patada a Bethod de mi parte cuando lo tenga bajo su bota.

—Lo haré, a menos que sea él quien me tenga bajo la suya.

—Nunca resulta fácil dar una patada de abajo arriba, ¿verdad? Bueno, gracias por su ayuda y por sus buenos modales. Quizá algún día vuelva a tenerle de invitado en mi biblioteca. Contemplaremos el lago y nos echaremos unas risas recordando nuestras grandes aventuras en el occidente del Mundo.

—Eso espero —pero Logen no parecía andar sobrado de risas, ni tampoco de esperanzas. Su aspecto era el de un hombre al que se le habían agotado todas las opciones.

En silencio, Jezal observó cómo lanzaban los cabos al muelle y luego los amarraban. A continuación, con un agudo chirrido, la larga pasarela se extendió hacia la orilla hasta raspar las losas del atracadero. Bayaz llamó a su aprendiz.

—Maese Quai. Hora de desembarcar —y el pálido joven descendió siguiendo a su maestro sin volver ni una sola vez la vista atrás. El Hermano Pielargo bajó detrás de ellos.

—En fin, buena suerte —dijo Jezal tendiéndole la mano a Logen.

—Lo mismo digo —el norteño sonrió, hizo caso omiso de la mano que le había tendido y le estrechó contra su pecho con un abrazo apretado y maloliente. Permanecieron así un rato, entre conmovedor y embarazoso, y luego Logen le palmeó la espalda y le soltó.

—Tal vez nos volvamos a ver allá en el Norte —a pesar de todos sus esfuerzos, la voz de Jezal sonaba un poco quebrada—. Si me destinan...

—Pudiera ser, pero... La verdad, espero que no sea así. Como ya le dije, yo que usted me buscaba una buena esposa y dejaba la tarea de ir por ahí matando a la gente a personas con menos seso.

—¿Como usted?

—En efecto. Como yo —lanzó una mirada a Ferro—. Bueno, esto se ha acabado, ¿eh Ferro?

—Ajá —encogió sus escuálidos hombros y comenzó a bajar por la pasarela a grandes zancadas.

Una leve palpitación sacudió la cara de Logen.

—Bien —masculló mirando la espalda de la mujer—. Ha sido un placer conocerla —luego se volvió hacia Jezal y movió el muñón del dedo que le faltaba—. Dígase una cosa de Logen Nuevededos: tiene un atractivo irresistible para las mujeres.

—Hummm.

—Ya.

—En fin —a Jezal le estaba resultando extraordinariamente difícil acabar de despedirse. Durante los últimos seis meses habían sido compañeros inseparables. Al principio sólo había sentido desprecio por aquel hombre, pero ahora tenía la misma sensación que si fuera a separarse de un hermano mayor por el que sintiera el máximo respeto. De hecho, era mucho peor, porque Jezal nunca había tenido muy buen concepto de sus verdaderos hermanos. Permanecía en cubierta, sin decidirse a bajar, y Logen le sonrió como si hubiera adivinado lo que estaba pensando.

—No se preocupe. Trataré de salir adelante sin su ayuda.

Jezal alcanzó a esbozar una sonrisa.

—Sólo le pido una cosa: intente recordar lo que le dije si vuelve a verse metido en alguna pelea.

—Mucho me temo que eso es poco menos que una certeza.

Luego a Jezal no le quedó otro remedio que darse la vuelta y bajar a tierra por la traqueteante pasarela, haciendo como si se le hubiera metido algo en el ojo por el camino. El recorrido por los ajetreados muelles hasta llegar al lugar donde se encontraban Bayaz, Quai, Pielargo y Ferro se le hizo eterno.

—Juraría que maese Nuevededos sabe cuidar de sí mismo —dijo el Primero de los Magos.

—¡Vaya si sabe, en eso no hay quien le iguale! —soltó Pielargo con una risilla.

Cuando emprendieron la marcha en dirección a la ciudad, Jezal volvió la vista atrás por última vez. Logen soltó una mano del riel del barco y le saludó; luego, la esquina de un almacén se interpuso entre ambos y le perdió de vista. Ferro se quedó titubeando durante unos instantes, volviendo la vista al mar con los puños apretados y los músculos de sus sienes palpitando. Al darse la vuelta, vio que Jezal la estaba mirando.

—¿Qué mira? —le apartó con brusquedad y se internó detrás de los otros en las atestadas calles de Adua.

La ciudad estaba tal y como Jezal la recordaba, y sin embargo, todo parecía cambiado. Los edificios daban la impresión de haber encogido y su apiñamiento le resultaba extremadamente desagradable. Incluso una avenida tan amplia como la Vía Media, la principal arteria de la ciudad, le producía una horrible sensación de angostura después de los vastos espacios abiertos del Viejo Imperio y de las sobrecogedoras vistas de las ruinas de Aulcus. Allá en las grandes planicies, hasta el cielo parecía más alto. Aquí todo parecía reducido y, por si fuera poco, flotaba en el aire un desagradable olor que nunca antes había advertido. Caminaba con la nariz arrugada, esquivando malhumorado el embate del flujo constante de transeúntes.

Lo que le causaba más extrañeza de todo era la gente. Hacía muchos meses que Jezal no veía a más de diez personas al mismo tiempo. Ahora, de pronto, tenía miles rodeándole y apretándose contra él, todas ellas furiosamente enfrascadas en sus propios quehaceres. Gentes de aspecto blando y refregado, engalanadas con prendas de colores chillones, que ahora le resultaban tan estrafalarias como artistas circenses. La moda había cambiado mientras él estuvo ausente enfrentándose a la muerte en las tierras yermas del occidente del Mundo. Los sombreros se llevaban inclinados en un ángulo distinto, las mangas tenían un corte más ancho que las abullonaba, los cuellos de las camisas habían menguado hasta adquirir unas dimensiones que hubieran parecido ridículamente cortas hace tan sólo un año. Jezal bufó con desdén para sus adentros. Le parecía asombroso que en tiempos se hubiera interesado por semejantes sandeces, y al ver a un grupo de perfumados petimetres que pasaban contoneándose a su lado les dirigió una mirada llena de desprecio.

Su propio grupo se había ido reduciendo a medida que avanzaban por la ciudad. El primero en separarse fue Pielargo, que se despidió de forma muy efusiva, con gran profusión de apretones de manos, abundante palabrería sobre honores y privilegios, y haciendo votos por un reencuentro futuro que Jezal sospechaba, o más bien esperaba, que no fueran sinceros. Al llegar a la gran plaza del mercado de las Cuatro Esquinas, Quai fue despachado para realizar algún tipo de encargo, y partió con su hosco silencio de costumbre. Eso le dejó con la única compañía del Primero de los Magos, al que seguía Ferro, que caminaba encorvada unos pasos por detrás con aspecto enfurruñado.

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