El último argumento de los reyes (3 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—Muy cierto —dijo el anciano mirando al tazón con una sonrisa—. Lo que hay que hacer se hace y punto.

—Así es. Aunque a veces sea una pena. Parecéis buena gente —y acto seguido el Sabueso se llevó una mano a la espalda como si fuera a rascarse el trasero.

—¿Una pena? —el chico parecía desconcertado—. ¿Por qué dice que es una...?

Fue en ese momento cuando Dow apareció a su espalda y le rebanó el pescuezo. Y casi también el mismo momento en que la sucia mano de Hosco se cerró sobre la boca del manco y la punta ensangrentada de una daga se deslizó por la abertura de su manto. El Sabueso pegó un salto hacia delante y asestó al viejo tres rápidas puñaladas en las costillas. El hombre soltó un grito ahogado, desorbitó los ojos y se tambaleó con el tazón colgando aún de la mano y la boca babeando saliva mezclada con ponche. Luego se desplomó.

El muchacho se había arrastrado un trecho por el suelo. Se apretaba el cuello con una mano para tratar de impedir que saliera la sangre mientras estiraba la otra hacia el poste del que colgaba la campana. Había que tener redaños para preocuparse por la campana teniendo el cuello rajado, pensó el Sabueso, pero de todos modos sólo pudo arrastrarse una zancada más, porque de inmediato Dow le plantó un pie en la base del cuello y se lo aplastó contra el suelo.

El Sabueso contrajo la cara al oír el crujido de los huesos del muchacho. Con toda probabilidad, no se merecía morir de esa manera. Pero en eso consisten las guerras. Montones de gente que mueren sin merecérselo. Había que hacer un trabajo: ellos lo habían hecho y los tres seguían con vida. Difícilmente habría podido esperarse un resultado mejor para un trabajo como ese, pero eso no impedía que le quedara un regusto amargo en la boca. Nunca le había resultado fácil, pero ahora que era jefe le costaba aún más. Es extraño, pero resulta mucho más fácil cargarse a la gente cuando tienes a alguien que te lo manda hacer. Duro asunto ese de matar a un hombre. Mucho más duro de lo que suele pensarse.

A no ser, claro está, que uno se llame Dow el Negro. El muy cabrón era capaz de matar a un hombre con la misma naturalidad con la que meaba. Por eso era tan condenadamente bueno. El Sabueso vio cómo Dow se agachaba, despojaba del manto al cuerpo inerte del manco, se lo echaba sobre los hombros y acto seguido propinaba una patada al cadáver, arrojándolo al mar con la misma despreocupación que si se tratara de un montón de desperdicios.

—Tienes dos brazos —dijo Hosco, que ya se había puesto el manto del viejo.

Dow se miró.

—¿Qué pretendes, pedazo de idiota, que me corte un brazo para que me quede mejor el disfraz?

—Lo que pretendo es que lo mantengas oculto —el Sabueso vio que Dow había metido un dedo mugriento en uno de los tazones y lo estaba limpiando. Luego se sirvió un trago y se lo echó al gaznate—. ¿Cómo puedes beber en un momento como éste? —inquirió mientras arrancaba al cadáver del muchacho su manto ensangrentado.

Dow se encogió de hombros y se sirvió otro trago.

—Da pena desperdiciarlo. Y, como tú mismo has dicho, hace una noche muy fría —su semblante se rasgó con una sonrisa maliciosa—. Maldita sea, Sabueso, tienes un pico de oro. Me llamó Cregg —y avanzó cojeando un par de pasos—. ¡Me dieron una puñalada en el culo en Dunbrec! ¿De dónde te has sacado todo ese discurso? —y dio a Hosco una palmada en el hombro con el dorso de la mano—. ¿Verdad que lo ha hecho muy bien, eh? Hay una palabra para eso, ¿no? ¿Cuál es la palabra, eh?

—Verosímil —dijo Hosco.

Los ojos de Dow lanzaron un destello.

—Verosímil. Eso es lo que eres, Sabueso. Un cabrón muy verosímil. Apuesto a que si les hubieras dicho que eras el mismísimo Skarling el Desencapuchado te habrían creído. ¡No entiendo cómo consigues hacerlo sin partirte de risa!

El Sabueso no estaba de humor para risas. No le hacía gracia tener que ver a aquellos dos cadáveres que había tirados entre las piedras. No conseguía quitarse de la cabeza la idea de que el muchacho iba a coger frío sin su manto. Una idea verdaderamente estúpida, considerando que el chico estaba tendido sobre un charco de su propia sangre de una zancada de ancho.

—Dejemos eso ahora —gruñó—. Tirad a esos dos y luego cruzad las puertas. No sabemos cuándo vendrá el relevo.

—Tienes razón, jefe, tienes mucha razón, sea lo que sea lo que digas —Dow los alzó a los dos y los lanzó al agua. Luego desenganchó el badajo de la campana y lo arrojó también al mar por si las moscas.

—Lástima —dijo Hosco.

—¿El qué?

—Lástima de campana.

Dow le miró parpadeando.

—¿Lástima de campana? ¡Por todos los demonios, parece que de pronto tienes mucho que decir! ¿Y sabes una cosa? Creo que me gustabas más antes. ¿Lástima de campana? ¿Es que has perdido la cabeza, muchacho?

Hosco se encogió de hombros.

—Puede que no les viniera mal a los sureños cuando lleguen.

—¡Si tanta falta les hace, que se zambullan en el agua y se pongan a buscar! —acto seguido Dow levantó de un tirón la lanza del manco y se dirigió hacia la puerta abierta con una mano oculta en el manto, mascullando—: Lástima de campana... ¡Por todos los muertos...!

El Sabueso se puso de puntillas y desenganchó el farol. Luego lo alzó frente al mar, lo cubrió con un lado del manto y después lo retiró. Volvió a cubrirlo y de nuevo lo tapó. Realizó la misma operación una vez más y luego volvió a dejar colgada en el poste la vacilante llama. Parecía una llama demasiado minúscula para caldear con ella todas sus esperanzas. Una llama minúscula para que pudiera ser vista allá a lo lejos en el agua; pero era lo único que tenían.

En cualquier momento esperaba que todo el asunto se fuera al traste, que surgiera un clamor en la ciudad, que cinco docenas de Caris cayeran sobre ellos por aquellas puertas abiertas y les dieran a los tres la muerte que sin duda se habían ganado. Cada vez que pensaba en ello, le entraban unas ganas enormes de orinar. Pero nadie venía. No se oía otro ruido que el crujir de la campana vacía que colgaba del poste y el suave chapoteo de las olas que lamían las piedras y los maderos del muelle. Justo como lo habían planeado.

El primer bote apareció deslizándose en medio de la oscuridad con un Escalofríos sonriente en la proa. Apretujados detrás de él, manejando con sumo cuidado los remos, había una veintena de Caris, con sus pálidos rostros tensos y los dientes rechinando debido al esfuerzo que hacían por no meter ruido. Aun así, el más mínimo roce metálico o el crujir de un madero bastaba para que los nervios del Sabueso se pusieran de punta.

Fieles a los planes que habían trazado la semana anterior, en cuanto el bote se acercó a la orilla, Escalofríos y sus muchachos colgaron al costado unos sacos de paja para impedir que la madera raspara las piedras. Lanzaron unos cabos, y el Sabueso y Hosco los atraparon al vuelo. Luego arrimaron el bote y lo amarraron a tierra. El Sabueso miró a Dow, que estaba apoyado tranquilamente en el muro de la puerta, y éste hizo un leve gesto con la cabeza para indicarle que todo seguía en calma en la ciudad. Un instante después, deslizándose en silencio y cobijándose en las sombras, Escalofríos subía los escalones.

—Buen trabajo, jefe —susurró con una sonrisa de oreja a oreja—. Bueno y limpio.

—Ya habrá tiempo luego de darnos palmaditas en la espalda. Ocúpate de vayan amarrando los demás botes.

—Bien dicho.

Ya se acercaban más botes, más Caris, más sacos de paja. Los muchachos de Escalofríos tiraron de ellos y ayudaron a subir al muelle a los hombres. Hombres de todas las clases que se habían ido uniendo a ellos a lo largo de las últimas semanas. Hombres a los que no les gustaba la nueva forma de hacer las cosas que tenía Bethod. Pronto hubo una auténtica multitud junto a las aguas. Eran tantos que el Sabueso no se explicaba cómo era posible que no los hubieran visto.

Según lo habían planeado, formaron varios grupos, cada uno al mando de un jefe y con una misión específica. Entre los hombres había un par que conocían Uffrith y unos días antes, como solía hacer Tresárboles, habían trazado en el suelo un plano del lugar. El Sabueso había hecho que todos se lo aprendieran de memoria. Sonrió al recordar lo mucho que se había quejado de ello Dow el Negro, pero ahora estaba claro que el esfuerzo había valido la pena. Se puso en cuclillas junto a la puerta y los grupos, silenciosos y en la oscuridad, fueron pasando uno por uno.

Tul fue el primero, seguido de una docena de Caris.

—Bien, Cabeza de Trueno —dijo el Sabueso—. A ti te toca la puerta principal.

—Sí —asintió Tul.

—Es la misión más aparatosa de todas, así que procura hacerla en silencio.

—En silencio se hará.

—Suerte, pues, Tul.

—No la voy a necesitar —y el gigante se alejó corriendo por las calles, seguido de su grupo.

—Sombrero Rojo, a ti te toca la torre que hay junto al pozo y el lienzo de la muralla que hay a su lado.

—Hecho.

—Escalofríos, tú y tus muchachos mantendréis vigilada la plaza mayor de la ciudad.

—Vigilaremos como búhos.

Y así fueron pasando sucesivamente por la puerta para perderse luego por las calles oscuras, sin hacer más ruido que el viento que soplaba desde el mar y las olas que lamían los muelles. El Sabueso encomendó a cada grupo una misión y los fue despidiendo dando a cada hombre una palmada en la espalda. El último en pasar fue Dow el Negro, al que seguía un grupo de hombres de aspecto feroz.

—Dow, a ti te toca el gran salón del jefe. Apila a su alrededor un buen montón de madera, como acordamos, pero no lo prendas fuego, ¿entendido? No mates a nadie a menos que sea absolutamente necesario. Aún no.

—Si es «aún no», me parece bien.

—Y otra cosa —Dow se dio la vuelta—. Deja en paz a las mujeres.

—¿Por quién me has tomado? —preguntó mostrando una hilera de dientes que brillaban en la oscuridad—. ¿Por una especie de animal?

Y con eso ya estuvieron todos. Sólo quedaban Hosco y él, además de unos pocos hombres que se quedarían para vigilar las aguas.

—Hummm —dijo Hosco asintiendo lentamente con la cabeza. Viniendo de él, aquello era toda una alabanza.

El Sabueso señaló un poste con el dedo.

—Bájame esa campana, ¿quieres? —dijo—. Al final puede que nos sirva de algo.

Por los muertos, cómo sonaba aquello. El Sabueso, con todo el brazo temblándole, tuvo que entrecerrar los ojos mientras aporreaba la campana con el mango de su cuchillo. No se sentía demasiado cómodo rodeado de tantos edificios, apretujado por muros y verjas. Nunca había pasado mucho tiempo en una ciudad, y el tiempo que había pasado no le había resultado nada grato. O bien había estado incendiándolo todo y causando el mayor daño posible tras un asedio, o bien había estado tirado en las prisiones de Bethod esperando a que lo mataran.

Sus ojos parpadeaban mientras recorría con la vista el revoltijo de tejados de pizarra y muros de piedra gris, madera oscura y revoco sucio, a los que la llovizna confería un aspecto grasiento. Extraña manera de vivir esa. Dormir metido en una caja, despertar todos los días en el mismo sitio. Sólo de pensarlo se ponía nervioso, y bastante nervioso le había puesto ya la dichosa campana. Carraspeó y depositó la campana en el adoquinado del suelo. Luego permaneció a la espera, con una mano posada en la empuñadura de la espada: una postura que confiaba transmitiera la idea de que la cosa iba en serio.

Desde una de las calles llegó el ruido de unas pisadas aceleradas y de pronto una niña entró corriendo en la plaza. Al verlos allí se quedó boquiabierta: una docena de hombres barbudos y armados hasta los dientes, en cuyo centro se destacaba la figura de Tul Duru. Lo más seguro es que nunca hubiera visto a un hombre ni la mitad de alto. Al girarse en redondo para salir corriendo en dirección contraria, resbaló y estuvo a punto de caerse sobre los adoquines. Luego vio detrás de ella a Dow, que estaba tranquilamente sentado en una pila de maderos, apoyado en un muro con la espada sobre las rodillas, y se quedó petrificada.

—Estate tranquila, chiquilla —gruñó Dow—. Pero ni se te ocurra moverte de ahí.

Empezaban a llegar otros. Entraban apresuradamente en la plaza desde todos los rincones, y al encontrarse al Sabueso y a sus muchachos esperándolos, en los rostros de todos ellos se dibujaba la misma expresión de espanto. Mujeres y niños en su mayoría, también algunos ancianos. Arrancados de sus lechos por la campana y adormilados aún. Los ojos enrojecidos, las caras abotargadas y las ropas revueltas. Armados con lo primero que habían encontrado. Un muchacho llevaba un cuchillo de carnicero. Un anciano se encorvaba bajo el peso de una espada que le hacía parecer más viejo aún de lo que era. Al frente había una niña de cabellos oscuros alborotados que sujetaba una horca y tenía una expresión que trajo a la memoria del Sabueso el recuerdo de Cathi. Tenía el mismo gesto duro y pensativo con el que ella solía mirarle antes de que empezaran a acostarse. El Sabueso bajó la vista y contempló con gesto ceñudo los pies descalzos de la muchacha. Confiaba en no tener que matarla.

Meterles el miedo en el cuerpo sería la mejor forma de solucionar el asunto de forma rápida y sencilla. Así que el Sabueso procuró hablar como lo haría una persona a la que se ha de temer y no como alguien que está cagado de miedo. Procuró hablar como lo habría hecho Logen. Aunque a lo mejor tampoco hacía falta meter tanto miedo. Bueno, entonces, como Tresárboles. Duro pero ecuánime, buscando la mejor solución para todas las partes.

—¿Quién de vosotros es el jefe?— gruñó.

—Soy yo —graznó el anciano de la espada, cuyo rostro desencajado dejaba traslucir la conmoción que le había producido encontrarse con un nutrido grupo de hombres armados en medio de la plaza mayor de su ciudad—. Brass es mi nombre. ¿Quién demonios sois vosotros?

—Yo soy el Sabueso, este de aquí es Hosco Harding y el grandullón ese es Tul Duru, Cabeza de Trueno —unos cuantos abrieron los ojos como platos y algunos otros intercambiaron murmullos. Al parecer, no era la primera vez que oían esos nombres—. Estamos aquí con quinientos Caris y durante la noche os hemos arrebatado la ciudad —esta vez se produjeron varios gritos ahogados y algún que otro chillido. Debían de ser más bien unos doscientos, pero no tenía ningún sentido decírselo. Podría hacerles pensar que tal vez no fuera mala idea plantar batalla y no tenía ningún deseo de acabar apuñalando a una mujer, y menos aún que una mujer acabara apuñalándolo a él—. Hay muchos más de los nuestros por todas partes, y vuestros guardias, aquellos a los que no hemos tenido que matar, están bien amarrados. Algunos de mis muchachos, y conviene que sepáis que os hablo de Dow el Negro...

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