El último argumento de los reyes (103 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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El cuchillo se apartó lentamente de su garganta. El hombre que en tiempo fuera Salem Rews se alzaba sobre él, mirándole con el ceño fruncido.
¿Quién es capaz de prever las vueltas que da la vida?

—Arriba.

—Eso es más fácil de decir que de hacer —Glokta tomó aire un par de veces, soltó un gruñido, y haciendo un inmenso y doloroso esfuerzo, logró ponerse a cuatro patas.
Toda una proeza
. Con mucho cuidado, probó a mover un poco todos sus miembros, haciendo una mueca de dolor cada vez que una de sus articulaciones soltaba un chasquido.
No hay nada roto. O al menos no más roto de lo que ya estaba
. Alargó un brazo, agarró con dos dedos el puño del bastón caído y se lo acercó a través de los papeles que había desperdigados por el suelo. De pronto, sintió la punta del puñal en la espalda.

—No me tomes por un idiota, Glokta. Como intentes algo...

Glokta se agarró al borde de la mesa y se levantó.

—Me rebanarás el hígado y todo eso. No te preocupes. Estoy demasiado lisiado como para intentar algo más que cagarme encima. Pero hay algo que quiero que veas. Algo que estoy seguro que valorarás en su justa medida. Si me equivoco, bueno..., dentro de un rato me rebanas el pescuezo y asunto arreglado.

Glokta atravesó las gruesas puertas de su despacho con paso tambaleante. Pegado a él, como si fuera su sombra, iba Pike, ocultando su cuchillo.

—Quédense aquí —espetó Glokta a los dos Practicantes de la antesala mientras pasaba renqueando por delante del enorme escritorio de su secretario, que le miró frunciendo el ceño. Cuando salió al amplio pasillo que atravesaba el corazón del Pabellón de los Interrogatorios, avivó un poco el paso y el golpeteo de su bastón contra las baldosas se aceleró. Aunque le dolía, andaba con la cabeza erguida y un rictus gélido en la boca. Por el rabillo del ojo veía a Secretarios, Practicantes e Inquisidores hacerle reverencias, retroceder o apartarse para dejarle vía libre.
Cuánto me temen. Más que a un ningún otro hombre en Adua, y por muy buenas razones. Qué distintas son las cosas. Y, a la vez, qué iguales
. Su pierna, su cuello, sus encías. Todo eso seguía igual que siempre.
Y así seguirá. A no ser que me vuelvan a torturar otra vez, claro
.

—Tienes buen aspecto —soltó Glokta sin volver la vista—. Si dejamos a un lado las horrendas quemaduras de tu cara, claro está. Has perdido peso.

—Suele ocurrir cuando se pasa hambre.

—Claro, claro. Yo también perdí mucho peso en Gurkhul. Y no sólo por los trozos de mi cuerpo que me amputaron. Por aquí.

Doblaron por una gruesa puerta, flanqueada por dos ceñudos Practicantes, pasaron una reja de hierro y accedieron a un largo pasillo sin ventanas que descendía en suave pendiente iluminado por muy pocas antorchas y poblado de lentas sombras. Las paredes estaban revocadas y encaladas, aunque ni una cosa ni otra había sido realizada en fecha reciente. El lugar respiraba sordidez y el aire estaba impregnado de humedad.

—Matarme no te servirá de reparación por tus sufrimientos.

—Ya veremos.

—No lo creo. Difícilmente puede considerárseme responsable de tu pequeño viaje al Norte. Puede que yo hiciera el trabajo sucio, pero fueron
otros
quienes dieron las órdenes.

—Esos no eran amigos míos.

Glokta resopló con desdén.

—Por favor. Los amigos no son más que unas personas a las que fingimos apreciar para que la vida nos resulte más soportable. Los hombres como nosotros podemos pasarnos sin ese tipo de cosas. La verdadera medida del valor de una persona se la dan sus enemigos.
Y ahí vienen los míos
.

Dieciséis escalones le plantaban cara.
El famoso tramo de siempre
. Labrados en piedra lisa, y un poco desgastados por el centro.

—Malditos escalones. Si me ofrecieran la posibilidad de torturar al hombre que yo quisiera, ¿sabes a quién elegiría? —el rostro de Pike no era más que una inmensa cicatriz inexpresiva—. Bah, dejémoslo —Glokta consiguió llegar hasta abajo sin sufrir ningún percance, recorrió dolorosamente un par de zancadas más y se detuvo ante una gruesa puerta de madera con remaches de hierro.

—Aquí es —se sacó un manojo de llaves del bolsillo de su toga blanca, las fue pasando una a una y, cuando dio con la que buscaba, la metió en la cerradura, abrió la puerta y pasó adentro.

El Archilector Sult no parecía el mismo.
Bueno, en realidad, ninguno lo parecemos
. Su magnífica cabellera blanca se pegaba apelmazada a su cráneo descarnado y en uno de sus lados lucía un emplasto de sangre seca de un marrón amarillento. Sus penetrantes ojos azules, hundidos en sus cuencas y orlados de un intenso color rojo, habían perdido el brillo dominante que tanto los caracterizaba. Le habían despojado de sus ropas y su nervudo cuerpo de anciano, con algo de vello en los hombros, estaba manchado con la mugre de las celdas. De hecho, a lo que más se parecía era a un viejo mendigo loco.
¿Es posible que este despojo humano fuera en tiempos uno de los hombres más poderosos del Círculo del Mundo? Nadie lo creería. En fin, una muy provechosa lección para todos. Cuanto más alto llegues, más dura será la caída
.

—¡Glokta!—gruñó forcejeando inútilmente con las cadenas que le tenían sujeto a la silla—. ¡Maldito traidor contrahecho!

Glokta alzó una de sus manos enguantadas de blanco y la piedra carmesí de su anillo refulgió a la cruda luz de las antorchas.

—Me parece que
Eminencia
es el tratamiento adecuado.

—¿Usted? —Sult escupió una carcajada seca—. ¿Archilector? ¿Una lamentable piltrafa humana como usted? ¡Es repugnante!

—No me venga con esas —Glokta se acomodó trabajosamente en la otra silla—. La repugnancia es un sentimiento que sólo pueden albergar los inocentes.

Sult lanzó una mirada iracunda a Pike, que se alzaba amenazador sobre la mesa proyectando una sombra sobre la pulida caja que contenía el instrumental de Glokta.

—¿Qué clase de bicho es ese?

—Vera, maese Sult, se trata de un viejo amigo nuestro que acaba de regresar de las guerras del Norte y busca que le den una oportunidad.

—¡Le felicito! ¡Jamás pensé que consiguiera encontrar un ayudante que fuera más horrendo que usted!

—Es usted muy desconsiderado, pero por fortuna no somos de los que nos ofendemos fácilmente. Digamos que es igual de horrendo que yo.
E igual de implacable, confío
.

—¿Cuándo tendrá lugar mi juicio?

—¿Su juicio? ¿Para qué iba a querer yo semejante cosa? Se le da por muerto y yo no me he tomado la molestia de desmentirlo.

—¡Reivindico mi derecho a defenderme ante el Consejo Abierto! —volvió a forcejear inútilmente con las cadenas—. ¡Exijo... maldito sea! ¡Exijo que se me juzgue!

Glokta resopló.

—Exija cuanto quiera, pero haga el favor de mirar a su alrededor. Nadie está interesado en oírle, ni siquiera yo. Todos estamos muy ocupados. El Consejo Abierto ha cesado en sus actividades de forma indefinida. La composición del Consejo Cerrado ha cambiado por completo y ya nadie se acuerda de usted. Soy yo quien manda ahora. Y en una medida en que usted jamás habría podido soñar.

—¡Atado en corto por ese demonio de Bayaz!

—Cierto. Puede que con el tiempo consiga aflojar un poco el bozal, igual que hice con el suyo. Lo bastante para poder hacer las cosas a mi manera. ¡Quién sabe!

—¡Jamás lo conseguirá! ¡Jamás se librará de él!

—Ya veremos —Glokta se encogió de hombros—. En todo caso, hay destinos mucho peores que ser el primero entre los esclavos. He tenido ocasión de verlos.
De vivirlos.

—¡Maldito idiota! ¡Podíamos haber sido libres!

—No. No podíamos. Y, además, la libertad está bastante sobrevalorada. Todos tenemos nuestras responsabilidades. Todos le debemos algo a alguien. Sólo los perfectos inútiles son perfectamente libres. Los inútiles y los muertos.

—¿Qué importa ya todo eso? —Sult miró la mesa con una mueca de asco—. ¿Qué más da todo? Empiece con sus preguntas.

—Oh, no hemos venido aquí para eso. Esta vez no. No hemos venido a hacer preguntas, ni a buscar la verdad, ni a obtener una confesión. Ya tengo todas las respuestas.
Entonces, ¿por qué lo hago? ¿Por qué?
—Glokta se inclinó lentamente sobre la mesa—. Esta vez hemos venido a divertirnos.

Sult le miró fijamente durante un instante y luego soltó una chirriante carcajada.

—¿A divertirse? ¡Nunca recuperará sus dientes! ¡Nunca recuperará su pierna! ¡Nunca recuperará su vida!

—Claro que no, pero puedo quitarle a usted la suya —con rígida y dolorosa lentitud, Glokta se dio la vuelta y sus labios dibujaron una sonrisa desdentada—. Practicante Pike, ¿quiere hacer el favor de mostrarle los instrumentos al prisionero?

Pike miró con gesto ceñudo a Glokta y luego a Sult. Durante unos instantes permaneció donde estaba sin moverse un ápice.

Por fin, dio un paso adelante y abrió la tapa de la caja.

¿SABE EL DEMONIO QUE ES UN DEMONIO?

Elizabeth Madox Roberts

Principio

Las laderas del valle estaban cubiertas de blanca nieve. El negro camino que lo surcaba era como una alargada cicatriz que bajaba hasta el puente, cruzaba el río y moría en las puertas de Carleon. Negros retoños de juncia, matojos de hierba negra y negras piedras asomaban entre el inmaculado manto blanco. Sobre la parte de arriba de cada una de las negras ramas de los árboles se destacaba una fina línea blanca. La ciudad era un amontonamiento de tejados blancos y muros negros apiñados en las faldas de la colina, que se apretaba contra la negra hoz del río bajo un cielo de plomo.

Logen se preguntó si no sería así como veía el mundo Ferro Maljinn. Blanco, negro y nada más. Sin colores. Se preguntó dónde estaría ahora y qué estaría haciendo. También si pensaría alguna vez en él.

Seguramente no.

—De vuelta otra vez.

—Sí —dijo Escalofríos—. De vuelta —apenas había abierto la boca durante la larga cabalgada que habían hecho desde que partieron de Uffrith. Se habían salvado mutuamente la vida, pero de ahí a conversar había un largo trecho. Logen se imaginaba que seguía sin ser uno de los tipos favoritos de Escalofríos. Y dudaba mucho que llegara a serlo alguna vez.

Cabalgaban en silencio: una larga fila de curtidos jinetes marchando junto a un arroyo negro que apenas era más que un hilo de agua medio congelada. Hombres y caballos arrojaban nubes de vaho y el tintineo de los arneses resonaba en el aire cortante. Los cascos de los caballos retumbaron sobre la madera hueca cuando cruzaron el puente para acceder a la puerta en donde Logen había hablado con Bethod. La puerta desde la que le había arrojado al vacío. La hierba había vuelto a crecer en el círculo en donde había matado al Temible. Luego había caído la nieve y la había cubierto. Así quedan al final todos los actos de los hombres. Cubiertos y olvidados.

No había salido nadie a vitorearlos, pero eso no representaba una sorpresa para Logen. No había ningún motivo para celebrar el regreso del Sanguinario, y menos aún en un lugar como Carleon. Nadie había salido muy bien parado de su primera visita. Ni de las que vinieron después. La gente, sin duda, estaba encerrada en sus casas por miedo a ser los primeros en ser quemados vivos.

Echó pie a tierra y dejó que Sombrero Rojo y los demás se buscaran la vida por su cuenta. Marchó a grandes zancadas por el empedrado de la calle, ascendiendo la empinada cuesta que conducía a las puertas de la muralla interior, con Escalofríos caminando a su lado. Una pareja de Caris le vio venir. Dos de los muchachos de Dow, un par de cabrones de aspecto rudo. Uno de ellos le sonrió mostrándole una boca a la que le faltaban la mitad de los dientes.

—¡El Rey! —gritó ondeando la espada.

—¡El Rey! —gritó el otro, aporreando su escudo—. ¡El Rey de los Hombres del Norte!

Atravesó el silencioso patio, en cuyas esquinas se apilaban grandes montones de nieve, y se dirigió a las elevadas puertas del gran salón de Bethod. Las empujó con ambas manos y las puertas se abrieron con un crujido. A pesar de la nieve, no hacía mucho más calor dentro que fuera. Los ventanales del fondo estaban abiertos y dejaban pasar el rumor del gélido río que discurría al fondo del precipicio. En el estrado, donde moría un corto tramo de escalones, se encontraba la Silla de Skarling, cuya alargada sombra se proyectaba sobre los toscos tablones del suelo hasta el lugar en donde estaba Logen.

Una vez que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, advirtió que había alguien sentado en ella. Dow el Negro. Apoyadas en un lado de la silla, con sus filos reluciendo en medio de la penumbra, estaban su hacha y su espada. Muy propio de él. Dow nunca se separaba de sus armas.

Logen le sonrió.

—¿Estás cómodo, Dow?

—Para serte sincero, la encuentro un poco dura para el culo, pero siempre es mejor que sentarse en el suelo.

—¿Encontraste a Calder y a Scale?

—Sí, los encontré.

—O sea que están muertos, ¿no?

—Aún no. Esta vez he querido probar algo distinto. Hemos estado hablando.

—¿Hablando con esos dos cabrones?

—Los conozco peores. ¿Dónde está el Sabueso?

—Se ha quedado para intercambiar unas palabras con la Unión y ver si podemos llegar a un acuerdo.

—¿Y Hosco?

Logen sacudió la cabeza.

—Ha vuelto al barro.

—Hummm. Bueno, qué se le va a hacer. En cualquier caso, eso simplifica las cosas —Dow echó una mirada de reojo.

—¿Simplifica el qué? —Logen miró alrededor. Escalofríos estaba pegado a su hombro y, a juzgar por su expresión, tenía en mente matar a alguien. Ni hacía falta preguntar a quién. Entre las sombras, a su costado, brillaba un acero. Un cuchillo listo para ser usado. Había tenido todo el tiempo del mundo para clavárselo por la espalda. Pero no lo había hecho, y seguía sin hacerlo. Durante un rato pareció como si todos se hubieran quedado tan congelados como el valle helado que había al otro lado de las ventanas.

—Estoy harto de toda esta mierda —Escalofríos arrojó el cuchillo, que salió dando tumbos por el suelo—. Soy mejor que tú, Sanguinario. Soy mejor que vosotros dos. Es tu trabajo Dow, hazlo tú solo. Yo he acabado con esto —y acto seguido se dio la vuelta y salió apartando a los dos Caris de la puerta, que venían en dirección contraria. Uno de ellos alzó el escudo mientras miraba con gesto ceñudo a Logen. El otro cerró las puertas y dejó caer la tranca, que se encajó con un ominoso estrépito.

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