El último argumento de los reyes (97 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Terez y su padre, el Gran Duque Orso, parecían enzarzados en una agria discusión, mantenida en la muy expresiva lengua estiria y aderezada con todo tipo de aspavientos. A Jezal podría haberle aliviado comprobar que no era el único miembro de la familia al que ella parecía despreciar, si no fuera porque se temía que él era el motivo de la discusión. Oyó como una especie de chirrido a su espalda y se llevó el disgusto de toparse con la cara contrahecha de su nuevo Archilector.

—Majestad —Glokta habló en voz baja, como si se dispusiera a tratar un tema que debía mantenerse en secreto, mientras miraba con gesto ceñudo a Terez y a su padre—. ¿Puedo preguntaros... si tenéis algún problema con vuestra esposa? —bajó aún más la voz—. Tengo entendido que rara vez dormís juntos en la misma habitación.

Jezal estaba a punto de cruzarle la cara por su insolencia, cuando de pronto vio por el rabillo del ojo que Terez le estaba observando con esa mirada de profundo desprecio que era el trato habitual que recibía como esposo. Al instante, se le desplomaron los hombros.

—Apenas soporta estar en el mismo país que yo, así que malamente iba compartir mi lecho. ¡Esa mujer es una maldita bruja! —gruñó, y acto seguido agachó la cabeza y se quedó mirando al suelo—. ¿Qué puedo hacer?

Glokta giró el cuello a un lado, y luego al otro, y Jezal tuvo que reprimir un escalofrío al oír un sonoro chasquido.

—Permitidme que hablé con la reina, Majestad. Puedo ser bastante persuasivo cuando me pongo a ello. Entiendo vuestros problemas. Yo mismo acabo de casarme.

Jezal no quería ni pensar en la clase de monstruo que podía haber aceptado a ese otro monstruo como marido.

—No me diga —soltó con fingido interés—. ¿Y quién es la dama?

—Según creo, la conocéis vagamente, Majestad. Se llama Ardee. Ardee dan Glokta —y los labios del tullido se retrajeron para dejar al descubierto un horripilante agujero en su dentadura.

—Pero no puede...

—Sí, es la hermana de mi viejo amigo Collem West —Jezal le miraba fijamente sin poder pronunciar palabra. Glokta hizo una rígida inclinación de cabeza—. Acepto encantado vuestras felicitaciones —y acto seguido se dio la vuelta, se acercó al borde del estrado y comenzó a bajar trabajosamente los escalones, apoyándose con fuerza en su bastón.

Jezal apenas podía reprimir su gélida conmoción, su mayúscula decepción, su absoluto horror. No conseguía imaginarse qué tipo de chantaje le habría hecho ese desecho humano para atraparla. O tal vez fuera simplemente que se quedó desesperada cuando él la dejó. O quizá que al enfermar su hermano no encontró a nadie más a quien acudir. La otra mañana, cuando la vio en el hospital, había sentido que se reavivaba algo en su interior. De hecho, últimamente había estado pensando que, quizá con el tiempo, un día...

Pero ahora incluso esas fantasías placenteras se habían desmoronado. Ardee estaba casada, y encima con un hombre al que él despreciaba. Un hombre que tenía un asiento en su Consejo Cerrado. Y lo que era aún peor, un hombre al que, en un acceso de locura, acababa de confesar la infelicidad de su matrimonio. Se había mostrado débil, vulnerable, absurdo. Lleno de amargura, se maldijo para sus adentros.

Ahora le parecía que había amado a Ardee con una ardiente pasión. Que habían compartido algo que él jamás volvería a encontrar. ¿Cómo es que no se dio cuenta a su debido tiempo? ¿Cómo pudo permitir que su relación se fuera a pique de esa manera? La triste realidad, supuso, era que el amor por sí solo no era suficiente.

Logen abrió la puerta, se llevó una profunda decepción y luego la cerró hecho una furia. La habitación estaba vacía, limpia y ordenada. Ferro se había ido.

Nada había salido como él hubiera querido. Claro que a esas alturas debería habérselo esperado. A fin de cuentas, siempre había sido así. Pero, a pesar de todo, ahí seguía él, meando contra el viento. Era como un hombre cuya puerta es demasiado baja, pero que en lugar de aprender a agacharse se pasa todos los días de su miserable vida estampándose la cabeza contra el dintel. Quería sentir pena de sí mismo, pero sabía que tampoco se merecía otra cosa. Un hombre que había hecho las cosas que él había hecho no podía esperar un final feliz.

Salió al pasillo andando a grandes zancadas y atravesó el vestíbulo con la mandíbula apretada. La siguiente puerta la abrió empujando con el hombro, sin molestarse en llamar. Los altos ventanales estaban abiertos y la luz del sol entraba a chorros en la ventilada habitación, acompañada de una suave brisa que mecía los tapices que decoraban los muros. Bayaz estaba sentado en una silla de madera tallada delante de uno de ellos, con una taza de té en la mano. Un sirviente rastrero, vestido con una chaquetilla de terciopelo, le estaba sirviendo con una tetera de plata mientras sostenía con la punta de los dedos de la otra mano una bandeja con unas tazas.

—¡Ah, el Rey de los Hombres del Norte! —exclamó Bayaz—. ¿Qué tal...?

—¿Dónde está Ferro?

—Se ha ido. Dejándolo todo hecho un desbarajuste, por cierto. Pero ya me he ocupado yo de arreglar las cosas, como suele...

—¿Adónde?

El Mago se encogió de hombros.

—Al Sur, me imagino. En busca de venganza, o cosa parecida, si quiere que juegue a las adivinanzas. Siempre estaba hablando de venganza. Una mujer con muy mal carácter, desde luego.

—Ya no es la de antes.

—Hemos vivido grandes acontecimientos, amigo mío. Ninguno de nosotros somos como éramos antes. ¿Le apetece una taza de té?

El sirviente se acercó rápidamente a él, contoneándose y haciendo equilibrios con la bandeja de plata. Logen lo agarró de la chaquetilla de terciopelo y lo lanzó al otro extremo de la habitación. El tipo se estrelló contra la pared, soltando un chillido, y cayó hecho un guiñapo sobre la alfombra, rodeado de tazas.

Bayaz alzó una ceja.

—Un simple «no» hubiera bastado.

—No me venga con esas mierdas, maldito cabrón.

El Primero de los Magos torció el gesto.

—Caramba, maese Nuevededos, está usted de un humor de perros esta mañana. Ahora es usted un rey, y no está bien que se deje gobernar por sus bajas pasiones de esa manera. Los reyes de ese tipo no suelen durar mucho. Aún le quedan enemigos en el Norte. Seguro que Calder y Scale andarán por las montañas creando problemas. Si a uno se le trata con buenos modales, ha de responder de la misma manera. Yo, al menos, es lo que siempre he pensado. Me ha sido usted útil, y yo también le puedo ser útil a usted a cambio.

—¿Como hizo con Bethod?

—Exacto.

—No parece que a él le fuera muy bien.

—Cuando contó con mi ayuda, prosperó. Pero luego se volvió orgulloso e indisciplinado y empezó a venirme con todo tipo de exigencias. Sin mi ayuda... bueno, ya conoce el resto de la historia.

—No meta las narices en mis asuntos, hechicero —Logen dejó caer una mano sobre la empuñadura de la espada del Creador. Si las espadas tenían voz, como le había dicho en cierta ocasión el Mago, acababa de hacer que aquella profiriera una clara amenaza.

Pero el semblante de Bayaz apenas si dejó traslucir otra cosa que un leve fastidio.

—Un hombre menos grande tal vez se sentiría contrariado. ¿No fui yo quien compró su vida a Bethod? ¿No fui yo quien dio un sentido a su vida cuando usted ya no tenía ninguno? ¿No fui yo quien le condujo a los confines del Mundo y le enseñó unas maravillas que muy pocos hombres han visto? Sus modales dejan mucho que desear. ¡Pero si hasta la espada con la que me está amenazando fue un regalo mío! Tenía la esperanza de que pudiéramos llegar a un...

—No.

—Ya. Ni siquiera...

—Hemos terminado. Parece que nunca seré un hombre mejor, pero puedo intentar no serlo peor. Eso, al menos, sí puedo intentarlo.

Bayaz entornó los ojos.

—Bien, maese Nuevededos, está visto que va usted a seguir sorprendiéndome hasta el último momento. Pensé que era un hombre valiente, pero capaz de contenerse, un hombre calculador, pero también compasivo. Pensé que, por encima de todo, era usted un hombre realista. Pero los norteños siempre han tenido cierta propensión a la irascibilidad. Ahora advierto en usted esa vena de obstinación, ese carácter destructivo. Por fin veo al Sanguinario.

—Me alegro de defraudarle. Al parecer, nos hemos equivocado por completo el uno con el otro. Yo le había tomado por un gran hombre. Pero ahora me doy cuenta de mi error —Logen sacudió lentamente la cabeza—. ¿Ha visto lo que ha hecho aquí?

—¿Lo que he hecho? —Bayaz dejó escapar una carcajada de incredulidad—. ¡He combinado tres disciplinas puras de la magia y he forjado con ellas una nueva! No parece que comprenda el alcance de mi logro, pero le disculpo. Soy consciente de que el saber libresco nunca ha sido su fuerte. Una cosa así no se veía desde antes de los Viejos Tiempos, cuando Euz repartió sus dones entre sus hijos —Bayaz suspiró—. Da la impresión de que nadie va a valorar el más grande de mis logros. Nadie excepto tal vez Khalul, y es bastante poco probable que vaya a felicitarme por ello. ¡Pero si una liberación de energía como ésta no se había visto en el Círculo del Mundo desde... desde...!

—¿Desde que Glustrod se destruyó a sí mismo y a toda Aulcus de paso?

El Mago alzó las cejas.

—Ya que usted lo menciona...

—Y los resultados, me parece, han sido prácticamente los mismos, si exceptuamos el hecho de que esta carnicería que ha provocado usted tan alegremente ha sido un poco menor que la otra y sólo ha dejado en ruinas una parte menor de una ciudad menor perteneciente a una época menor. Quitando eso, ¿qué diferencia hay entre usted y él?

—Pensé que era algo absolutamente obvio —Bayaz alzó la taza y le miró con afabilidad por encima del borde—. Glustrod perdió.

Logen se quedó quieto un rato, pensando en lo que acababa de oír. Luego, se dio la vuelta y se dirigió hecho una furia hacia la puerta, obligando al acogotado sirviente a apartarse a toda prisa. Salió al pasillo y sus pisadas retumbaron en las doradas techumbres mientras el cascabeleo de la cadena de Bethod resonaba en sus oídos como una risa burlona.

Probablemente debería haber intentado que ese viejo cabrón despiadado siguiera estando de su parte. Considerando lo que podía encontrarse en el Norte cuando regresara, no le habría venido nada mal poder contar con su ayuda. Probablemente debería haberse bebido esa especie de pis hediondo que él llamaba té como si fuera pura ambrosía, haberse reído con ganas y haber llamado a Bayaz «viejo amigo» para así poder arrastrarse hasta la Gran Biblioteca del Norte si las cosas se ponían feas. Eso hubiera sido lo más sensato. Eso hubiera sido lo más realista. Pero como solía decirle su padre...

Logen nunca había sido demasiado realista.

Detrás del trono

Tan pronto como oyó que se abría la puerta, Jezal supo quién era la persona que venía a verle. Ni siquiera tuvo que levantar la vista. ¿Qué otra persona tendría la temeridad de entrar sin llamar en los aposentos privados de un rey? Profirió una maldición, silenciosa, pero henchida de amargura.

Sólo podía ser Bayaz. Su carcelero. Su principal torturador. Su sombra inseparable. El hombre que había destruido medio Agriont y había dejado en ruinas la bellísima Adua, y que ahora sonreía y gozaba del aplauso general como si fuera el salvador de la patria. Era algo tan nauseabundo que sólo de pensar en ello le entraban ganas de vomitar. Jezal apretó los dientes y se puso a mirar las ruinas que se veían desde la ventana. Se negaba a darse la vuelta.

Más exigencias. Más concesiones. Más charlas sobre cómo había que hacer las cosas. La función de Jefe de Estado, al menos teniendo siempre al Primero de los Magos asomándose por encima de su hombro, resultaba una experiencia inmensamente frustrante y empobrecedora. Conseguir salirse con la suya, aun en el más insignificante de los asuntos, constituía un empeño casi imposible. Mirara donde mirara siempre se encontraba con el ceño reprobatorio del Mago. Tenía la sensación de no ser más que un simple mascarón de proa. Un magnífico trozo de madera dorado, pero completamente inútil. La única diferencia era que al menos los mascarones de proa iban al frente del barco.

—Majestad —como siempre, la voz del anciano estaba teñida de un leve barniz de respeto que apenas ocultaba el desprecio que había debajo.

—¿Qué pasa ahora? —Jezal por fin se volvió hacia él. Le sorprendió ver que el Mago se había quitado las vestiduras de su cargo y había vuelto a ponerse el viejo chaquetón manchado y las gruesas botas que había llevado al malhadado viaje al desolado occidente—. ¿Va a alguna parte? —inquirió Jezal casi sin osar hacerse ilusiones.

—Dejo Adua. Hoy mismo.

—¿Hoy? —Jezal no sabía qué hacer para refrenar el deseo de ponerse a pegar saltos y a lanzar gritos de júbilo. Se sentía como un preso recién salido de una mazmorra hedionda que volviera a sentir la luz de la libertad. Ahora podría reconstruir el Agriont como él quisiera. Ahora podría recomponer el Consejo Cerrado y elegir a sus propios consejeros. Puede que incluso pudiera librarse de esa bruja de esposa que le había encasquetado Bayaz. Tendría la libertad de hacer lo correcto, fuera lo que fuera. Al menos, tendría la libertad de averiguar qué era lo correcto. ¿Acaso no era el Gran Rey de la Unión? ¿Quién se atrevería a contradecirle?—. Lamentaremos mucho su ausencia, por supuesto.

—Ya me lo imagino. No obstante, hay unas cuantas cosas que quisiera dejar arregladas.

—Desde luego —lo que fuera con tal de librarse de ese maldito viejo.

—He hablado con Glokta, vuestro nuevo Archilector.

La sola mención de ese nombre le provocó tal asco que se estremeció.

—¿No me diga?

—Un hombre muy agudo. Me ha impresionado muy gratamente. Le he pedido que me sustituya en el Consejo Cerrado durante mi ausencia.

—¿De veras? —preguntó Jezal mientras trataba de decidir si le daba la patada al tullido en cuanto el Mago traspasara las puertas de la ciudad o si le dejaba ocupar un día más el cargo.

—Os recomiendo —dijo Bayaz con un tono más propio de una orden— que escuchéis atentamente sus opiniones.

—Oh, claro que sí. Que tengáis un buen viaje de vuelta a...

—De hecho, quiero que hagáis todo cuanto os diga.

Un gélido nudo de ansiedad se formó en la garganta de Jezal.

—¿Queréis que... le obedezca?

Bayaz le estaba mirando fijamente a los ojos.

—Así es, en efecto.

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