El último argumento de los reyes (95 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—Hay muchas cosas que puedo ofrecerle. Seguridad. Protección. Respeto. Tendrá lo mejor de todo. Una elevada posición social, con todo lo que eso supone. A nadie se le pasara por la cabeza ponerle la mano encima. Nadie se atreverá a hacerla de menos. La gente susurrara a sus espaldas, desde luego. Pero será para alabar su belleza, su ingenio, su insuperable virtud —Glokta entornó los ojos—. Ya me ocuparé yo de que sea así.

Ardee alzó la vista para mirarle y tragó saliva.
Y aquí viene el rechazo. Muchas gracias, pero ni muerta
.

—Quiero ser sincera con usted. Cuando era más joven... hice algunas tonterías —sus labios se contrajeron—. Esta no es la primera vez que me quedo embarazada. Mi padre me tiró por las escaleras y perdí al niño. Casi me mata. No pensé que podría volver a ocurrirme.

—Todos hemos hecho cosas de las que no podemos sentirnos demasiado orgullosos.
Debería oír mis confesiones en alguna ocasión. O quizá sea mejor que nadie las oiga nunca
. Eso no cambia nada. Prometí que me ocuparía de su bienestar. No veo otra solución.

—En tal caso, la respuesta es sí —Ardee le cogió sin mayores ceremonias el anillo y se lo metió en el dedo—. No hay más vueltas que darle, ¿no cree?
Poco que ver con la aceptación efusiva, el consentimiento lacrimógeno y la gozosa entrega que suelen verse en los libros. Una simple transacción aceptada a regañadientes. Una oportunidad de reflexionar con tristeza sobre todo lo que podía haber sido y no fue
.

—¿Quién iba a decirme —murmuró mientras contemplaba la joya que lucía en el dedo—, cuando le veía hacer prácticas de esgrima con mi hermano hace tantos años, que un día llevaría su anillo? ¿Sabe una cosa? Siempre fue el hombre de mis sueños.

Y ahora de sus pesadillas.

—La vida da muchas vueltas. Las circunstancias casi nunca coinciden con lo que uno había previsto.
Y hete aquí que he salvado dos vidas. ¿Compensa esto en algo todo el mal que he hecho? En fin, al menos esto es algo que queda del lado bueno de la balanza. Todo hombre necesita tener alguna cosa del lado bueno de la balanza
.

Los ojos negros de Ardee se alzaron hacia él.

—¿No podía permitirse comprar una piedra más grande?

—Sólo si saqueaba las arcas del Estado —graznó.
Ahora lo tradicional sería un beso, pero dadas las circunstancias...

Ardee dio un paso hacia él levantando un brazo. Glokta trastabilló hacia atrás e hizo una mueca de dolor al sentir una punzada en la cadera.

—Perdón. Me parece que... me falta práctica.

—Ya que tengo que hacerlo, pienso hacerlo bien.

—Querrá decir, hacer lo que pueda.

—Hacer algo al menos —se acercó un poco más. Glokta tuvo que obligarse a sí mismo a quedarse quieto donde estaba. Ella le miró a los ojos, extendió una mano y le tocó la mejilla, produciéndole de inmediato una palpitación en el ojo.
¿Estoy tonto? ¿Cuántas mujeres me han tocado en la vida? Pero aquella era otra vida. Otra...

Ardee le rodeó la cara con una mano y le apretó la mandíbula con los dedos. El cuello de Glokta soltó un chasquido al acercarle ella un poco más. Sintió la calidez de su aliento en la cara y luego los labios de Ardee recorrieron suavemente los suyos de un lado a otro mientras emitía un leve ruido gutural que hizo que a Glokta se le cortara la respiración.
Puro fingimiento, por supuesto. ¿Qué mujer iba a querer tocar esta ruina de cuerpo? ¿Besar esta ruina de cara? A mí mismo me repugna sólo de pensarlo. Fingimiento, sí, pero se merece un aplauso por hacer el esfuerzo
.

La pierna izquierda le temblaba y tuvo que aferrarse con fuerza a su bastón. Respiraba aceleradamente, soltando una especie de pitido por la nariz. Ardee ladeó la cara, la acercó a la suya y sus labios su fundieron en un beso húmedo. Glokta sintió cómo le metía la punta de la lengua entre sus encías desnudas.
Fingimiento, por supuesto. ¿Qué otra cosa iba a ser? Pero hay que ver qué bien lo hace, qué bien...

La Primera Ley

Ferro estaba sentada mirándose la mano. La mano con la que había sostenido la Semilla. Le parecía igual que siempre, y sin embargo, la notaba diferente. Fría, inmóvil. Muy fría. La había envuelto en mantas. Se la había lavado con agua caliente. La había acercado al fuego, tanto, que casi se quema.

No había forma.

—Ferro... —un susurro tan leve que bien podría no haber sido otra cosa que el ruido del viento al rozar el marco de la ventana.

Se puso de pie de un salto, aferrando el cuchillo. Miró en todos los rincones. Nada. Se agachó para mirar debajo de la cama y debajo el aparador. Arrancó las cortinas con la mano que tenía libre. Nadie. Ya sabía ella que no habría nadie.

Y, sin embargo, seguía oyéndolo.

Sonó un golpe en la puerta y se giró como una centella resoplando entre dientes. ¿Otro sueño? ¿Otro fantasma? Volvieron a sonar los golpes.

—¡Adelante! —gruñó.

La puerta se abrió. Bayaz. Al ver el cuchillo que tenía Ferro, alzó una ceja.

—Eres demasiado aficionada a las armas blancas. Aquí no tienes enemigos.

Lanzó una mirada iracunda al Mago entrecerrando los ojos. Ella no lo tenía tan claro.

—¿Qué ha pasado con el viento?

—¿Que qué ha pasado? —Bayaz se encogió de hombros—. Que hemos vencido.

—¿Qué eran esas formas? Las sombras esas.

—Lo único que yo vi fue a Mamun y a las Cien Palabras recibiendo el castigo que se merecían.

—¿No oyó voces?

—¿En medio del clamor de nuestra victoria? No oí nada.

—Pues yo sí —Ferro bajó el cuchillo y se lo metió en el cinto. Luego movió los dedos de la mano: la misma de siempre, y sin embargo, distinta—. Todavía las oigo.

—¿Y qué te dicen, Ferro?

—Hablan de candados, de verjas y puertas, y dicen que hay que abrirlas. Siempre están diciendo que hay que abrirlas. También preguntan por la Semilla. ¿Dónde está?

—En un lugar seguro —Bayaz la dirigió una mirada inexpresiva—. Si es verdad que oyes a los seres del Otro Lado, recuerda que son todo mentiras.

—Pues no son los únicos. Me piden que quebrante la Primera Ley. Lo mismo que hizo usted.

—Eso está abierto a interpretación —un rictus de orgullo se dibujó en las comisuras de la boca de Bayaz. Como si hubiera alcanzado un logro fabuloso—. Atemperé las disciplinas de Glustrod con las técnicas del Maestro Creador y usé la Semilla como el motor de mi Arte. Los resultados fueron... —hinchó el pecho con satisfacción—. Bueno, tú estabas allí y lo viste. Ante todo fue un triunfo de la voluntad.

—Hurgó en los sellos. Puso el Mundo en peligro. Los Desveladores de Secretos...

—La Primera Ley es una paradoja. Siempre que se lleva a cabo una transformación se toma prestado del Mundo Inferior, y eso siempre conlleva riesgos. Puede que haya traspasado la raya, pero lo que importa es la medida en que se haya hecho. El Mundo está a salvo, ¿o no? No voy a pedir disculpas por lo ambicioso de mi visión.

—Están enterrando a hombres, mujeres y niños de cien en cien en hoyos. Lo mismo que hicieron en Aulcus. Esta enfermedad... la ha provocado lo que hicimos. ¿Cómo se mide su ambición? ¿Por el tamaño de las tumbas?

Bayaz sacudió la cabeza, como quitando importancia al asunto.

—Un efecto secundario imprevisto. El precio que hay que pagar por la victoria, me temo, sigue siendo hoy tan alto como lo era en los Viejos Tiempos, y como sin duda lo será siempre —clavó los ojos en ella y en su mirada relució un destello de amenaza, de desafío—. ¿Y si he quebrantado la Primera Ley, qué? ¿En qué tribunal harás que me juzguen? ¿Cuál será el jurado? ¿Sacarás a Tolomei de las sombras para que preste declaración? ¿Buscarás a Zacharus para que lea los cargos? ¿Traerás a Cawneil a rastras desde los confines del Mundo para que pronuncie sentencia? ¿Harás venir a Juvens desde la tierra de los muertos para que imponga la pena? Me parece que no. Soy el Primero de los Magos. Soy la autoridad suprema y afirmo... que soy justo.

—¿Usted? Narices.

—Sí, Ferro. El poder es la única fuente de la justicia. Esa es mi primera y mi última ley. Esa es la única ley que reconozco.

—Zacharus me previno —murmuró Ferro recordando la interminable llanura y al hombre de ojos desorbitados con sus pájaros que daban vueltas en el aire—. Me dijo que me pusiera a correr y no parara. Tenía que haberle hecho caso.

—¿A esa especie de vejiga hinchada de falsa superioridad moral? —Bayaz resopló con desdén—. Sí, a lo mejor deberías haberle hecho caso, pero ese barco ya pasó. Y tú lo despediste alegremente desde la costa y elegiste seguir alimentando tu furia. La seguiste alimentando con mucho gusto. No pretendas hacerme creer que te engañé. Ya sabías que íbamos a caminar por sendas oscuras.

—Yo no esperaba... —formó con sus dedos helados un puño tembloroso... esto.

—¿Y qué esperabas entonces? Debo confesar que pensaba que estabas hecha de una pasta un poco más dura. Dejemos las filosofías a aquellos que tengan más tiempo que nosotros y menos cuentas que saldar. ¿Culpa, arrepentimiento, falso sentido de la justicia? Parece que estuviera hablando con el gran Rey Jezal. ¿Y quién tiene paciencia para eso? —se volvió hacia la puerta—. No deberías de alejarte mucho de mí. Quizá, con el tiempo, Khalul mande nuevos agentes. Y entonces volveré a necesitar de tus talentos.

Ferro soltó un resoplido.

—¿Y entretanto qué quiere que haga? ¿Quedarme aquí sentada con las sombras por toda compañía?

—Entretanto, Ferro, sonríe, si es que aún recuerdas cómo se hace —Bayaz le lanzó una sonrisa radiante—. Ya has obtenido la venganza que buscabas.

El viento soplaba a su alrededor, raudo, furioso, poblado de sombras. Se arrodilló en el extremo de un túnel de aullidos que llegaba hasta el mismísimo cielo. El Mundo era tan fino y tan quebradizo como una lamina de cristal, lista para quebrarse. Más allá sólo había un vacío lleno de voces.

—Déjanos entrar...

—¡No! —se liberó dando sacudidas, se levantó como pudo y se quedó de pie al lado de su cama jadeando y con todos los músculos en tensión. Pero no había nadie con quien luchar. Otro sueño, nada más.

Era culpa suya, por haberse quedado dormida.

Un alargado haz de luz lunar se extendía por las baldosas hasta ella. La ventana estaba entreabierta y dejaba pasar una brisa nocturna que enfriaba su piel sudorosa. Se acercó a ella con el ceño fruncido, la cerró de un empujón y echó el pestillo. Luego se dio la vuelta.

En las densas sombras que había junto a la puerta se alzaba una figura. Una figura andrajosa con un solo brazo. Los pocos trozos de armadura que aún le quedaban estaban rajados y agujereados. Su rostro era como una ruina polvorienta y la piel le colgaba hecha jirones de los huesos. Pero aun así, Ferro le reconoció.

Mamun.

—Volvemos a encontrarnos, mujer con sangre de demonio —su voz seca crujía como un papel arrugado.

—Estoy soñando —siseó Ferro.

—Desearás que fuera así —un instante después se encontraba en el otro extremo de la habitación apretando el cuello de Ferro con su única mano—. Haber tenido que salir de esas ruinas excavando la tierra con una sola mano ha hecho que me entre hambre —el aliento reseco del Devorador le producía un hormigueo en la cara—. Me haré un brazo nuevo con tu carne y con él abatiré a Bayaz y vengaré al gran Juvens. Es la visión del Profeta y yo la haré realidad —la alzó sin ningún esfuerzo, la aplastó contra la pared y los talones de Ferro patearon los paneles.

La mano apretó con más fuerza. Ferro hinchaba el pecho, pero no le entraba aire por la garganta. Trató de soltar los dedos arañándolos con las uñas, pero parecían hechos de hierro y de piedra y estaban tan apretados como el cuello de un ahorcado. Forcejeó, se retorció. Pero él no se movió ni un milímetro. Palpó la cara destrozada de Manum, consiguió que sus dedos llegaran a su mejilla rajada y le desgarró la carne por dentro. Pero él ni siquiera parpadeó. El frío se iba extendiendo por la habitación.

—Reza tus oraciones, criatura —susurró Manum haciendo rechinar sus dientes quebrados—, y confía en que Dios sea misericordioso.

Ferro se sentía ya muy débil. Los pulmones estaban a punto de reventarle. Seguía tratando de desgarrarle la cara, pero cada vez con menos fuerza. Débil, cada vez más débil. Dejó caer los brazos, las piernas colgaron inertes y sintió una gran pesadez en los párpados. El frío era atroz.

—Ahora —susurró él echando una nube de vaho. Bajó a Ferro, abrió la boca y sus labios partidos se retrajeron dejando al descubierto dos hileras de dientes astillados—. Ahora.

De pronto, Ferro le clavó un dedo en el cuello, que le atravesó la piel y se hundió en su carne reseca hasta los nudillos, haciéndole apartar la cabeza. Su otra mano reptó por encima de la de Manum, se la quitó del cuello y luego le dobló los dedos hacia atrás. Mientras Ferro caía al suelo sintió cómo los huesos de los dedos del Devorador crujían, se quebraban, se astillaban. La escarcha se extendía por los cristales oscuros de la ventana que tenía junto a ella y crujía bajo sus pies desnudos mientras retorcía el cuerpo de Manum y luego lo estrellaba contra la pared, haciendo trizas los paneles de madera y arrancando varios trozos de escayola. La fuerza del impacto fue tan grande que una nube de polvo cayó del techo.

Hundió más el dedo en la garganta: hacia arriba, hacia dentro. Era fácil. Su fuerza no conocía límites. Venía del Otro Lado de la línea divisoria. La Semilla la había transformado, igual que había hecho con Tolomei, y ya no había vuelta atrás.

Ferro sonrió.

—¿Así que ibas a coger mi carne, eh? Éste es tú último almuerzo, Manum.

Introdujo la punta de su índice entre los dientes, la cerró sobre el dedo pulgar y el Devorador quedó sujeto por una especie de anzuelo. Le arrancó la mandíbula de la cabeza de un tirón y la arrojó al aire. La lengua de su enemigo colgaba fláccida entre un amasijo de carne polvorienta.

—Reza tus oraciones, Devorador —bufó—, y confía en que Dios sea misericordioso —acto seguido le apretó las palmas de ambas manos sobre las sienes. De la nariz de Manum comenzó a salir un prolongado aullido. Trató inútilmente de alcanzar a Ferro lanzándola zarpazos con su mano destrozada y, de pronto, el cráneo se dobló, luego se aplanó y finalmente reventó lanzando esquirlas de hueso por todas partes. Ferro dejó que el cuerpo se desplomara, y una nube de polvo se deslizó por el suelo y se le enroscó alrededor de los pies.

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