—Bien, bien… —interrumpió Nerón con un tono de voz que dejaba traslucir su incomodidad—. No nos perdamos en prolegómenos y vayamos al grano. Por lo que veo ese Juan era otro de esos… maestros en que tan pródigos sois los judíos. Seguramente tendrá su interés pero desearía que respondieras a mi pregunta: ¿cuándo comenzó a actuar ese tal Jesús?
El intérprete tradujo las palabras del césar, pero Petrós no pareció sentirse ni incomodado ni nervioso por la interrupción. Con un rostro tranquilamente impasible reanudó el relato.
—En los días a los que estaba haciendo referencia, Jesús vino de Nazaret de Galilea, y fue sumergido por Juan en el Jordán.
Miré de reojo al césar. Aquellas palabras dichas con un tono medianamente altivo hubieran ocasionado la desdicha del reo. Sin embargo, la manera en que las había formulado excluía de manera automática cualquier posibilidad de ironía o sarcasmo. En realidad, parecía que se había limitado a continuar su relato justo en el punto donde se había visto obligado a interrumpirlo.
—…Y en el momento en que salía del agua, vio que se abrían los cielos, y que el Espíritu, en forma de paloma, descendía sobre él. Y entonces se escuchó una voz procedente de los cielos que decía: Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco.
Volví a mirar de reojo a Nerón. Esta vez se había controlado algo mejor al escuchar la referencia a Jesús como Hijo de Dios, pero no me cabía duda de que le había molestado profundamente.
—Y a continuación —prosiguió Petrós— el Espíritu empujó a Jesús para que marchara al desierto y permaneció allí, en el desierto, cuarenta días, y fue tentado por Satanás, y estaba con las fieras; y los ángeles le servían.
—¿Satanás? —interrumpió Nerón—. ¿Quién es Satanás?
—Es el nombre que los judíos damos al príncipe de los demonios respondió el intérprete—. La palabra significa en hebreo el adversario y es justo que así sea porque constituye nuestro principal enemigo para impedir que escuchemos a Dios y le obedezcamos.
—Príncipe de los demonios… —comentó Nerón mientras se acariciaba la recortada barbita con un gesto meditativo—. ¿Quieres decir que se trata de un dios… malvado?
—No —respondió el intérprete—. Sólo existe un Dios. Satanás es únicamente el caudillo de los ángeles que se rebelaron contra ese Dios y que fueron arrojados del cielo por su desobediencia. Nerón guardó silencio por un instante pero luego se inclinó hacia mí y dijo:
—Por lo que cuenta debe de tratarse de una especie de jefe de los titanes… No estaba yo en absoluto seguro de que así fuera pero no se me ocurrió expresarle mis dudas al césar.
Se suponía que mi deber era asesorarlo y no aumentar el creciente desconcierto que le estaba provocando aquel relato por demás extraño.
—Bien —dijo mirando fijamente al reo—, Jesús es sumergido en el agua de acuerdo con ese rito que realizaba Juan, es llevado al desierto… ¿qué sucedió después?
Tras un nuevo intercambio de palabras, Petrós comenzó a hablar y el intérprete a traducirlo.
—Juan no tardó en ser encarcelado y entonces Jesús vino a Galilea predicando la Buena noticia acerca del reino de Dios y decía: El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se acerca; cambiad vuestra mente y creed en la Buena noticia. Una tarde estaba paseando junto al mar de Galilea, cuando nos vio a mi hermano Andrés y a mí cuando estábamos echando la red en el mar porque éramos pescadores. Jesús nos dijo entonces: Seguidme y os convertiré en pescadores de hombres. Entonces dejamos las redes y le seguimos.
Pescador… Sí, aquel sujeto tenía aspecto de haber sido pescador. Otra diferencia más con los sacerdotes egipcios. No sólo no vestía de blanco, es que además aceptaba el pescado como alimento.
—Apenas habíamos comenzado a seguirlo cuando a pocos pasos nos encontramos con Jacobo, el hijo de Zebedeo, y con Juan su hermano, que se encontraban en una barca, remendando redes porque también ellos eran pescadores como nosotros. Los llamó inmediatamente y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron como habíamos hecho nosotros. Así nos reunimos los primeros cuatro seguidores de Jesús el
Jristós
.
—El que venció las tentaciones del príncipe de los demonios… —musitó en tono burlón el césar.
Las palabras que acababa de pronunciar habían sido más susurradas que dichas, pero Petrós calló al instante y estoy seguro de que sus imperfectos conocimientos de nuestra lengua latina le bastaron para comprenderlas. No pareció, sin embargo, molesto aunque sí me atrevería a decir que una nube de tristeza cruzó fugazmente su mirada. Luego volvió a abrir los labios y reanudó su relato.
—Por aquella época vivíamos en Cafarnaum y los sábados que es como llamamos los judíos a los días de descanso, Jesús tenía la costumbre de acudir a la sinagoga y enseñaba. Cuando lo hacía, la gente se admiraba de su doctrina porque la transmitía como quien tiene autoridad, y no como los letrados. Un día, cuando estábamos en la sinagoga, nos encontramos con un hombre poseído por un espíritu inmundo, que comenzó a dar voces, diciendo: ¡Ah! ¿Por qué vienes hasta aquí, Jesús? ¿Acaso has venido para destruirnos? Sé quién eres. Tú eres el consagrado por Dios. Sin embargo, Jesús le reprendió diciéndole: ¡Cállate y sal de él! Al escuchar aquellas palabras, aquel espíritu inmundo sacudió al hombre con violencia, y tras lanzar un gran alarido, salió de él. Entonces todos se asombraron y comenzaron a discutir entre ellos diciendo: Pero ¿esto qué es? ¿Qué nueva doctrina es ésta, para que con autoridad mande incluso a los espíritus inmundos y le obedezcan? Y de esta manera muy pronto se difundió la fama de Jesús por toda la provincia alrededor de Galilea. Discretamente, dirigí la mirada hacia el rostro de Nerón. Me pareció obvio que se sentía incómodo tras escuchar aquel relato. La verdad es que a nadie le puede gustar la referencia a seres demoníacos y más si causan en los hombres enfermedades o trastornos, pero el hecho de que ese Jesús pudiera mandar sobre ellos… Bueno, cuando menos resultaba inquietante. Por un momento me pareció que iba a ordenar callar a Petrós, pero se contuvo y el judío siguió hablando con su mismo tono tranquilo y monocorde.
—Aquel mismo día, al salir de la sinagoga, Jesús vino a mi casa, la casa que compartía con mi hermano Andrés. Nos acompañaban también Jacobo y Juan. En circunstancias normales, hubieran sido bien atendidos. Sin embargo, mi esposa sólo podía ocuparse en esos momentos de mi suegra, que estaba acostada con fiebre. Nada más vernos entrar, mi mujer se refirió a ella y entonces Jesús se acercó, la tomó de la mano y la levantó. En aquel mismo instante, la fiebre abandonó a mi suegra y comenzó a servirnos. Su caso no fue el único. Cuando llegó la noche, una vez que se puso el sol, la gente del lugar le trajo a todos los que tenían enfermedades, y a los endemoniados. De hecho, toda la ciudad se agolpó a la puerta y Jesús curó a muchos que estaban enfermos de diversas enfermedades, y expulsó muchos demonios sin dejarlos hablar porque le conocían. Así pasó buena parte de la noche y Jesús sólo pudo acostarse muy tarde. Pero de madrugada, cuando aún era muy oscuro, salió de mi casa y se fue a un lugar desierto, y allí estuvo orando. Sólo cuando nos levantamos, pudimos percatarnos de que no estaba con nosotros y tanto yo como Andrés, Jacobo y Juan comenzamos a buscarlo. No tardamos en dar con él y entonces le dijimos que todos lo buscaban, pero él nos respondió que debíamos encaminarnos hacia otros lugares porque había venido precisamente para predicar a todos. Así fue como empezamos a recorrer las sinagogas que había en toda Galilea y todos pudieron ver con sus propios ojos cómo expulsaba a los demonios.
—¡Basta! —exclamó Nerón al escuchar la nueva referencia a los demonios. ¡Basta!
Que no le agradaba lo que estaba escuchando lo sabíamos todos los presentes pero aquella reacción nos sobresaltó. El mismo Nerón, como si estuviera sorprendido de la manera en que había interrumpido el relato de Petrós, respiró hondo y dijo:
—Este tribunal se tomará un descanso.
—¿Qué te parece lo que ha contado hasta ahora ese hombre? —me dijo el césar tras regalarse con un generoso trago de vino.
Reflexioné un instante antes de responder. De haber atendido tan sólo a mi criterio, hubiera respondido que se trataba de un judío alucinado que relataba extrañas fábulas con la insolente pretensión de haber sido un testigo ocular de las mismas. Lo más sensato seria acabar ya con aquella instrucción y ponerle en libertad una vez determinado que no alimentaba ninguna animadversión hacia el césar. Sin embargo… sin embargo, no estaba nada seguro de que eso fuera lo que deseaba escuchar Nerón. A fin de cuentas, la idea de llevar personalmente aquel procedimiento había partido de él y si de manera tan pronta quedaba de manifiesto su equivocación, podía optar por descargar terribles represalias con quien se lo indicara. Sabido es que no son raros los príncipes que matan al mensajero cuyas nuevas les desagradan y yo no tenía la menor intención de convertirme en esa clase de víctima.
—Creo,
domine
—comencé a responder—, que aún es pronto para hacernos una idea cabal sobre ese individuo. Quiero decir que lleva un buen rato hablando, pero salvo sus referencias a los poderes de ese Jesús sobre los demonios no hemos sacado mucho en limpio. Deberíamos intentar saber cómo se unieron al
Jristós
los demás seguidores y, sobre todo, conocer el meollo de su enseñanza.
Hice una pausa y pude observar que Nerón me escuchaba con interés. Bueno, quizá iba mejor encaminado de lo que yo pensaba.
—La instrucción de una causa así requiere un tiempo y una perspicacia especiales para llegar al fondo del asunto. Sobre tu tiempo, notablemente valioso, no puedo opinar sin caer en la insolencia pero sobre tu perspicacia, oh césar, sólo puedo preguntarme si acaso existe alguien que la posea en mayor medida que tú.
Por un instante, Nerón frunció el ceño pero luego su rostro se distendió en una amplia sonrisa. ¿Habría dado con la respuesta oportuna?
—Creo que tienes razón, Vitalis. ¡Vaya si la tienes! Y ahora ¿te apetecería un pichón relleno? Acepté el ofrecimiento de Nerón y durante unos momentos el césar me permitió disfrutar de una cocina que ciertamente resultaba excepcional. Llevaba así un buen rato cuando, mientras se lavaba las manos en una jofaina de plata, dijo:
—Vitalis, estoy un tanto cansado. ¿Me concederías el favor de ser tú el que conduzca el interrogatorio después de la comida?
—
Domine, yo…
—intenté eludir la responsabilidad.
—Te lo ruego, Vitalis —me interrumpió—, me parecieron muy adecuadas las palabras que me dijiste sobre el origen del grupo y la enseñanza de su maestro.
Por supuesto, yo permaneceré a tu lado e intervendré ocasionalmente, pero te agradecería tanto que fueras el que formulara esas pesadas preguntas…
Sofocó un bostezo mientras pronunciaba las últimas frases y yo me resigné a aceptar aquella comisión erizada de riesgos que hubiera preferido eludir. Por otro lado, ¿qué alternativa me quedaba?
—Bien, Petrós —dije apenas unos instantes después cuando tomé asiento en el tribunal—. Nos quedamos en el momento en que ese tal Jesús anunció que iba a recorrer Galilea enseñando ese mensaje que has llamado Buena noticia. ¿Qué sucedió después?
Petrós esperó a que su intérprete le tradujera mis palabras e inmediatamente comenzó a hablar:
—En aquellos mismos días —comenzó a decir el pescador— acudió a Jesús un leproso y, tras arrodillarse ante él, le dijo: Si quieres, puedes limpiarme…
—No, no… —le interrumpí—. Creo que ya hemos escuchado suficientes historias maravillosas. Este tribunal no tiene especial interés en ellas pero sí desea saber la manera en que ese
Jristós
reunió a sus lugartenientes. Vamos a ver… hasta ahora hemos hablado de ti, Petrós, de tu hermano… sí, aquí está, Andrés y de otra pareja de hermanos de nombre Jacobo y Juan…
¿Quién vino después? Y sáltate esa historia del leproso. Percibí que el intérprete se sentía incómodo mientras transmitía mis palabras al pescador. Incluso abrigué la sospecha de que le pedía disculpas por aquella inesperada circunstancia. Bueno, quizá además de sus funciones de traductor formaba también parte del grupo de los nazarenos. Teniendo en cuenta sus ocupaciones habituales, no era una mala recluta. En cualquier caso, Petrós no daba la sensación de estar inquieto. Por el contrario, me pareció que dirigía una mirada especial a su intérprete destinada a evitar la zozobra que se había apoderado momentáneamente de él. Bien, me parecía estupendo si se apreciaban pero no estaba dispuesto a que hicieran perder su tiempo a un tribunal romano.
—Intérprete, ¿hay algún problema? —inquirí ¿Acaso no he hablado con la suficiente claridad?
El traductor se puso lívido al escuchar mis palabras e incluso entreabrió los labios para contestarme, pero no llegó a hacerlo. El pescador comenzó a hablar y le obligó a centrarse en sus palabras.
—Después de anunciarnos su propósito de llevar su enseñanza a toda Galilea —comenzó a decir Petrós Jesús curó a un leproso y a un paralítico y con ellos a muchos otros enfermos. Una tarde, se encontraba a la orilla del mar porque era donde la gente acudía y él aprovechaba para enseñarles. Entonces, mientras caminaba vio a Leví, el hijo de Alfeo, que estaba sentado al banco de los tributos porque era un publicano…
¿Un publicano? ¿Un funcionario encargado de recaudar los tributos debidos a Roma? Sin poderlo evitar me eché hacia delante dispuesto a captar hasta la última palabra de lo que ese
Jristós
hubiera podido decir a uno de nuestros hombres. Quizá estábamos llegando a algo más sustancioso de lo que habíamos escuchado hasta ese momento.
—Entonces le dijo: Sígueme y aquel hombre se levantó de la mesa a la que estaba sentado y, dejándolo todo, fue en pos de él.
¿Que había hecho qué?, me pregunté sorprendido. No… no podía ser cierto lo que acababa de escuchar. Durante mis años de servicio en Asia Menor, en Judea y en Egipto había conocido a los suficientes publicanos como para poder dar fe de que eran la especie más corrompida del orbe. Sin duda, nos resultaban prácticamente indispensables para cobrar impuestos y nos ahorraban multitud de sinsabores como el de tener que tratar con las poblaciones locales para obtener de ellas los recursos necesarios. A pesar de eso, de no haberme visto obligado a emplearlos los habría hecho crucificar a todos sin el más mínimo pesar. ¡Y ese Jesús había logrado convencer a uno para que lo siguiera! Tenía que haber sido porque había olido algún beneficio.