—¿Sabes en qué va a terminar todo, Vitalis?
Me encogí de hombros mientras volvía a llevarme la copa a los labios para comprobar con desagrado que estaba vacía de nuevo.
—Pues yo te lo voy a decir —comentó Roscio—. Nerón seguirá apretando a ese hombre para que siga contando la historia de Jesús. Puede que continúe mostrando la misma agudeza que ahora pero, más tarde o más temprano, tendrá que contar algo sobre su crucifixión que —no lo olvides— fue dictada por Poncio Pilato. Llegados a ese punto, al césar no le costará encontrar vínculos más que sospechosos entre Petrós y su difunto mentor, especialmente en lo que a su condena se refiere, y ahí terminará todo. Lo más probable es que acabe también crucificado, aunque será más afortunado que muchos reos. Es viejo y no aguantará mucho en el patíbulo. La mención de la crucifixión hizo que sintiera sobre la boca del estómago un peso desagradable, similar al de una bola metálica. No es porque no estuviera acostumbrado a esa forma de ejecución. Yo mismo la había ordenado docenas de veces en que así lo exigían los intereses de Roma pero ahora… ahora la simple perspectiva de que Petrós pudiera terminar colgando de un madero me ponía enfermo.
—Esto no es una guerra servil… —comenté mientras me echaba más vino.
—No, claro que no —concedió Roscio—. No da la sensación de que los nazarenos vayan a alzarse en armas como Espartaco y sus gladiadores. No lo han hecho en más de treinta años y no existe grupo violento que soporte tanto tiempo sin degollar a alguien. Sin embargo, creo que esa circunstancia no los exime de peligrosidad. Para ser sinceros, no sé qué me produce más sobresalto, si un grupo de esclavos que desea rebanarme el cuello o un movimiento de bárbaros que no tiene el menor reparo en considerar que merece la pena salvar cualquier vida humana sea de la condición que sea.
Roscio hizo una pausa y me miró. También lo estaba pasando mal. Ni siquiera el ser humano más endurecido disfruta con la perspectiva de privar de la vida a un semejante. Para llegar a ese extremo debe previamente reducirlo en su corazón a la condición de bestia, de parásito, de alimaña. Es relativamente fácil matar cuando se cree que el otro es un animal salvaje dispuesto a privarnos de lo nuestro o se le considera tan despreciable que su muerte puede resultar tan beneficiosa como aplastar una mosca incansable o machacar una pulga sedienta de nuestra sangre. Pero de ahí a enfrentarse con otro hombre y ver que se parece tanto a nosotros y arrancarle la vida…
—Mira —prosiguió Roscio—. Nuestro imperio es grande y poderoso porque aplica la justicia, porque construye calzadas que facilitan el comercio y el transporte de tropas, porque sabe cómo llevar el agua de un lugar a otro. Ni siquiera Alejandro pudo soñar con civilizar de esta manera a asiáticos, a africanos, a europeos. Sólo nosotros lo hemos conseguido y eso al cabo de ochocientos años de combate encarnizado, primero, para sobrevivir frente a los ataques de unos vecinos voraces y despiadados y luego para asegurar nuestras fronteras. Sin embargo, esa fuerza que nos permite beber el vino de Oriente y adornar nuestras casas con estatuas de Grecia y vestirnos con el lino de Egipto nos obliga a no perder de vista algunas cuestiones. Los débiles no pueden recibir el mismo trato que los fuertes. Es por eso por lo que abandonamos a muchos niños al nacer, por lo que procuramos que el número de mujeres no constituya una carga excesiva para ninguna familia, por lo que los médicos son los primeros en dejar la ciudad y ponerse a salvo cuando se produce una epidemia. Debemos comportarnos así para continuar siendo fuertes. La mayoría de los bárbaros lo saben y nos imitan salvo los especialmente degenerados como los judíos o esos nazarenos que, a fin de cuentas, han nacido de su seno.
Los argumentos de Roscio me parecieron tan sólidos que no se me ocurrió discutirlos. De ellos, los hubiéramos razonado mucho o no, estábamos convencidos todos los ciudadanos del imperio. Lo sensato no podía ser sino aferrarnos a ese comportamiento que nos había convertido en el pueblo más próspero y poderoso que el mundo había conocido.
—No vamos a discutir por algo en lo que estamos de acuerdo —dije y recogí un silencioso asentimiento de Roscio—. Además necesito encomendarte una misión adicional.
—Tú dirás, Vitalis.
—Nerón parece… no, no parece, está muy picado con la cuestión de la filiación divina del
Jristós
.
—Ya me lo puedo imaginar —comentó Roscio ahogando una risita divertida.
—Creo que en el fondo le saca de quicio ver a ese Petrós afirmando totalmente convencido que Jesús era el hijo del único dios cuando no pasaba de ser un artesano, mientras que no son pocos los romanos que no están nada dispuestos a aceptar que él es la encarnación de una divinidad egipcia.
El vientre de Roscio tembló antes de que su complacido dueño soltara una carcajada.
—Vamos, sé prudente —le reprendí—. Hay delatores detrás de cada muro y si alguien informara de que te tomas a risa estas cuestiones… Roscio alzó las manos en ademán de pedir disculpas y por un instante pareció que iba a controlarse. Impresión equivocada. Antes de que yo hubiera podido contar hasta tres, estaba nuevamente lanzando una risotada tras otra. Muy pronto, por sus mejillas comenzaron a caer unos gruesos lagrimones que no supe ya si identificar con la diversión o con el pesar. Sí, había existido una época en que ninguno de los gobernantes de Roma hubiera pretendido jamás ser otra cosa que un hombre o incluso un hombre lleno de virtudes. César sólo había sido aceptado como dios después de morir y eso en provincias; Augusto era ya dios en vida pero no en Roma… luego había venido Calígula empeñado en ser Apolo y ahora Nerón había trasladado su locura hasta las orillas del Nilo. No era de extrañar que Roscio riera y llorara a la vez.
—No hace falta que te diga que no espero que encuentres nada, pero ¿podrías rastrear en los archivos de nuestros astrónomos para saber si cuando nació ese Jesús se produjo algún tipo de acontecimiento especial en los cielos?
—¿Quieres decir si se vieron jinetes peleando entre ellos o llovió sangre o los pájaros caían a puñados sobre las calles? —preguntó Roscio. Asentí con la cabeza. Eso era justo en lo que estaba pensando.
—Bueno, creo que podré hacer algo pero necesitaría que me dieras alguna pista. ¿Tienes por lo menos alguna idea del año en que vino al mundo ese Jesús?
—Imagino que puedo averiguarlo —dije.
—Es indispensable que lo hagas.
—También el que tú disipes cualquier duda al respecto —dije—. Si lo consigues, Nerón se sentirá muy contento al comprobar que no tuvo lugar ninguna señal que anunciara el nacimiento del
Jristós
y, sin duda alguna, recuperará toda la alegría que ha empañado este ataque indirecto contra su clara superioridad sobre cualquier rey que en el mundo haya sido.
—Sí, claro, claro… —dijo Roscio antes de emitir la carcajada más grande de aquella noche.
Aquella mañana adelanté mi hora de llegada al tribunal. Sabía que, dado que Nerón destacaba por su puntualidad, el reo era conducido siempre con bastante antelación precisamente para evitar que el césar tuviera que esperar. El margen de tiempo existente entre la llegada de ambos pensaba yo aprovecharlo para realizar algunas averiguaciones. No me equivoqué. Cuando entré en la sala, ya se encontraban en ella los funcionarios, los líctores y, por supuesto, Petrós, correctamente encadenado, y su intérprete. No había tiempo que perder. Apreté el paso y me coloqué al lado del traductor.
—Deseo hablar contigo —le dije en un tono que no admitía excusa alguna y a continuación me aparté unos pasos.
La sorpresa se pintó en el rostro del intérprete, que no vaciló en seguirme.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunté con el rigor propio de un juez instructor.
—Mar… Marcos… —balbució.
—Marcos… —repetí—. Bien… ¿llevas mucho tiempo sirviendo de intérprete a Petrós?
—Más de veinte años —respondió sin que la inquietud se borrara de su voz.
—¿Y le habrás escuchado contar la historia de su maestro muchas veces, verdad?
—Así es —reconoció Marcos.
—Magnífico —dije—, entonces es posible que puedas ayudarme.
—Lo haré si está en mi mano —se apresuró a decir Marcos.
—No me cabe duda —concedí—. Vamos a ver… ¿conoces el año en que nació Jesús?
Marcos sonrió. Creo que se sintió aliviado al comprobar que mi pregunta no era complicada sino que entraba dentro de sus posibilidades.
—En Judea reinaba todavía Herodes el grande… —dijo.
—Herodes el grande —repetí yo un tanto decepcionado porque no creía que esa referencia bárbara pudiera ser de mucha utilidad a Roscio.
—En aquel entonces era césar Augusto…
Augusto… Eso no me aclaraba mucho. Octavio Augusto había gobernado a lo largo de más de cincuenta años. Teniendo en cuenta la edad aproximada de Petrós, Jesús debía de haber nacido en la última parte de su principado pero ¿cuándo?
—¿Estás seguro de que no posees algún dato más? —pregunté desilusionado.
Marcos se acarició la barba y por un instante pareció sumirse en profundos pensamientos. De repente, su rostro se iluminó y dijo:
—En Siria era gobernador Quirino.
¡Vaya, vaya, Quirino! Aquello reducía considerablemente el tiempo. Los gobernadores en Siria, como yo sabía, no duraban en el ejercicio de su cargo un número excesivo de años. Tres, cuatro, cinco como mucho… Roscio bien podía tomarse la molestia de investigarlos.
—Está bien —dije y me dispuse a sentarme en el tribunal.
—Hay otro dato importante —exclamó Marcos—. A los pocos meses de nacer Jesús, Herodes llevó a cabo una matanza de niños de menos de dos años para asegurarse de que el
Jristós
no sobreviviría… Que Herodes había hecho ¿qué? Abrí la boca para pedirle una aclaración pero en ese momento pude escuchar que se anunciaba la llegada del césar. Me bastó contemplarle para captar en su rostro una extraña satisfacción. Tenía el aspecto del niño que va a perpetrar una travesura y ya se divierte por adelantado con el resultado. Si yo hubiera sido Petrós no me hubiera sentido tranquilo.
—Bien —comenzó diciendo Nerón—, ayer tuvimos un día lleno de revelaciones acerca de ese Jesús y de las enseñanzas que daba a sus seguidores…
Apenas acababa de decir la frase cuando comenzó a revolver algunos documentos que un esclavo había depositado sobre su mesa.
—Veamos… —dijo con gesto de concentración—. Sí, sí, aquí está… en el año decimoctavo del césar Tiberio, en la época de la Pascua judía, Jesús entró en Jerusalén…
Levantó la mirada del texto, apoyó las palmas de las manos sobre la mesa, se inclinó hacia delante y entornando los ojos con dureza felina preguntó a Petrós.
—Es así, ¿verdad?
El pescador respondió afirmativamente.
—Lo sabía —dijo Nerón mientras paseaba su mirada por la sala igual que si fuera un actor que se considera acreedor a un aplauso. Sin embargo, ninguno de los presentes teníamos la menor idea del lugar al que pensaba dirigirse y tan sólo dio con rostros teñidos por los interrogantes o incluso el estupor.
El césar carraspeó como si pretendiera dotar de una mayor solemnidad a lo que estaba sucediendo y a continuación dijo:
—Escúchame bien, Petrós. Este tribunal desea que le hagas un relato detallado de lo que pasó en ese viaje de Jesús a Jerusalén. No te es lícito bajo ningún concepto omitir ningún dato y te lo advierto, dispone de documentos suficientes para corroborar todos y cada uno de los extremos que puedas señalar. Bajo 'ningún concepto contemplará con benevolencia que calles o falsees nada considerado relevante para esta causa. ¿Me has entendido?
Petrós volvió a responder afirmativamente.
—Así lo espero —dijo Nerón con acento severo— y no dudes de que este tribunal se esforzará por comprobarlo. Ahora está dispuesto a escuchar cómo fue la llegada a Jerusalén en la fecha antedicha. Marcos tradujo de una manera que me pareció aún más cuidadosa de lo habitual las frases de Nerón. Desde luego, a juzgar por la apariencia externa nada parecía indicar que Petrós se sintiera intimidado por las palabras que le acababan de dirigir. Terminó de escuchar la traducción y, por un instante, guardó silencio. Incluso entornó los ojos como si pretendiera concentrarse mejor. Dirigí la mirada a Nerón y me percaté de que aquella pausa le estaba ocasionando un leve desconcierto, como si hubiera esperado que el pescador actuara igual que un esclavo azuzado por el látigo y ahora comprobara que el efecto podía ser exactamente el contrario. Porque si Petrós sentía algo en su interior en aquel momento —y su rostro, su mirada, su manera de mantener quietas las encadenadas manos así me lo decían— desde luego no era miedo.
—Llevábamos ya varias semanas descendiendo hacia Jerusalén —comenzó a decir Petrós— cuando, estando ya muy cerca, junto a Betfagé y a Betania, frente al monte de los Olivos, Jesús nos llamó a dos de nosotros y nos dijo: Id a esa aldea que está enfrente y cuando entréis en ella os encontraréis con un pollino atado, que no ha montado antes nadie. Desatadlo y traedlo y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, respondedle que el Señor lo necesita y que lo devolverá más tarde. Nos pusimos en camino y efectivamente encontramos el pollino atado afuera a la puerta, en el recodo del camino, y lo desatamos, y algunos de los que estaban allí nos preguntaron qué hacíamos, pero cuando les respondimos lo que Jesús nos había mandado, nos dejaron. Así que trajimos el burrito hasta el lugar donde se encontraba Jesús y colocamos sobre el animal nuestros mantos para que se sentara. Entonces muchos comenzaron a tender sus mantos por el camino, y otros a cortar ramas de los árboles, y a disponerlas también a su paso y los que iban por delante y también los que nos seguían daban voces, diciendo:
¡Sálvanos! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino de nuestro padre David que viene! ¡Dios nuestro, sálvanos! Así fue como entró Jesús en Jerusalén, y en el templo. Entonces miró en torno suyo todo lo que había por allí y, como ya anochecía, regresó con nosotros a Betania. Petrós hizo una pausa y por un instante me pareció que se encontraba cansado, que a pesar de que sólo estaba comenzando su relato una fatiga muy especial se había apoderado de él oprimiéndole el pecho y la garganta. Miré entonces a Nerón. Tenía la boca torcida en un gesto de contrariedad y en cuanto reparó en que Petrós se detenía comenzó a tamborilear en la mesa con las yemas de la diestra. Estaba a punto de decir algo cuando el pescador reanudó su declaración.