Por muchas vueltas que quisiera darle, lo que se desprendía de aquella documentación —ciertamente minuciosa y abundante— era que los seguidores del
Jristós
no pasaban de constituir una de esas peculiares supersticiones en que tan pródiga resulta Asia. Nada más. Para ocuparse de ellos bastaba y sobraba con un magistrado medianamente decidido y cuatro legionarios experimentados. Ahora bien, si ésa era la situación —y de ello no me cabía la menor duda—, ¿a qué venía entonces el interés del césar Nerón por ellos? ¿Qué le atraía de aquel grupo bárbaro e insignificante?
Todavía más. ¿Por qué deseaba ocuparse personalmente de la instrucción de la causa contra uno de los cabecillas del movimiento? No tenía respuesta para ninguna de aquellas preguntas y mientras llegaba a esa conclusión decidí que la mejor manera de esperar a que fueran contestadas era recrearme en el plácido consumo del vino itálico.
Dormí muy mal aquella noche. En los abundantes momentos de vigilia me preguntaba cómo se tomaría el césar Nerón los datos que había logrado reunir acerca de los seguidores del
Jristós
. Desde luego, leídos y releídos, no parecían justificar el enorme interés que habían despertado en él. El desasosegante temor a que esas obligadas conclusiones le irritaran y yo me convirtiera en la víctima de su pésimo humor —acerca del cual había recibido confidencias ciertamente inquietantes— no contribuía a ayudarme a conciliar el sueño. No obstante, la mezcla creciente de vino y de cansancio acabó operando en mí una modorra invencible. Mejor me hubiera resultado seguir insomne porque mi corazón se vio poblado de oníricas imágenes de repulsivos cadáveres que abandonaban las tumbas más diversas para, descarnados y purulentos, caminar en dirección a un lugar común cuya ubicación exacta no me era dado saber. Aunque no recuerdo haber percibido un solo sonido en medio de aquella pesadilla angustiosa y repugnante, sí estoy seguro de que en el curso de la misma sabía que todos aquellos despojos vueltos a la vida se dirigían hacia un enclave concreto obedeciendo a una voz que yo podía no escuchar pero que, desde luego, tampoco me veía en condiciones de negar.
Ahogados verdosos y cubiertos de algas, quemados negruzcos, degollados con las rasgadas vestimentas teñidas de sangre, cuerpos famélicos atacados por una consunción inimaginable iban llegando en oleadas sucesivas, con la mirada fija en algún lugar perdido. Intentaba yo hablarles y formularles alguna pregunta que aliviara siquiera en parte la insoportable angustia que se había apoderado de mí, pero ni me escuchaban ni se detenían en su inexorable caminar. Entonces, de repente, uno de ellos, con las cuencas totalmente vacías, me agarró del brazo con fuerza irresistible como si pretendiera arrastrarme por en medio de aquel horripilante ejército de muertos redivivos. Un asco indescriptible me poseyó e intenté desasirme inmediatamente de aquella descarnada garra, pero, para sorpresa mía, aquel difunto regresado de una tumba ignota demostró tener una fuerza que en absoluto se correspondía con su aspecto. Quise gritar entonces pidiendo ayuda pero mi garganta, como si hubiera sido seccionada, no pudo emitir el menor sonido. Fue entonces cuando la angustia y el asco dejaron lugar a un pánico cerval ya que ni lograba liberarme ni tampoco reclamar auxilio.
Desperté de mi sueño empapado de sudor mientras uno de mis esclavos me preguntaba asustado acerca de lo que me ocurría. Presa de una insoportable ansiedad, lo aparté de mi lado de un manotazo mientras me decía que las odiosas enseñanzas de los nazarenos eran las causantes directas de aquella espantosa pesadilla de la que acababa de emerger. Mi estómago totalmente invadido por agrias bascas, mi cabeza que parecía salida de un torno de metal y mis, miembros doloridos no se hallaban, desde luego, en la mejor disposición para colaborar en la instrucción del proceso de uno de sus cabecillas.
Poco después, mientras uno de mis esclavos pasaba su afilada navaja de barbero por mi rostro cuidando de causarme la menor molestia, me repetí que aquella investigación carecía de sentido salvo que existiera una razón oculta en la mente del césar. Si se trataba de un extranjero, era el pretor peregrino y no Nerón quien debía ocuparse de aquel caso y, por añadidura, contaba para hacerlo con una forma de procedimiento especialmente expeditiva y rápida. ¡Qué miserable manera de perder el tiempo era ocuparnos de aquel patán sustentador de inmundas supersticiones!
Cuando, concluido el afeitado, me contemplé el rostro en un espejo no pude reprimir otra oleada de cólera. Estaba pálido y ojeroso precisamente como si hubiera pasado la noche sumido en una francachela inapropiada. Me constaba que el césar no era precisamente un hombre que destacara por tener la virtud de Catón el censor, pero aun así la idea de comparecer ante él con ese aspecto me desagradaba profundamente. Seguí, por lo tanto, maldiciéndome mientras me vestía, salía a la calle y era conducido por mis esclavos en una silla gestatoria al encuentro de Nerón. Lo encontré de un humor tan bueno que resultaba incluso ofensivo. Desde luego, si había pasado la noche bebiendo justo era reconocer que su aguante frente al vino era de manera considerable superior al mío.
—¡Ah, Vitalis, qué alegría verte! —dijo mientras se dirigía a mi encuentro dando grandes zancadas—. ¿Encontraste lo que te ordené?
—Naturalmente, césar —respondí forzando una sonrisa—. No existe mayor satisfacción para mí que el obedecer tus deseos.
Escuchó mis palabras y fue él ahora el que sonrió.
—Bien, muy bien —exclamó satisfecho—. Ahora debemos comenzar con la instrucción pero luego tendremos tiempo de comentar lo que has averiguado. Ven conmigo.
Pronunció las últimas palabras mientras me tomaba de la mano y me arrastraba en pos de sí. Reconozco que aquel contacto me resultó sumamente desagradable. Su piel era blanda y fofa como la de una matrona no muy esforzada en cumplir con sus funciones y desprendía una humedad semejante a la de una persona que, tras lavarse, no ha terminado de secarse bien. Me limité empero a desear que la distancia no fuera muy larga. La verdad es que apenas nos hallábamos a unos pasos de la estancia a la que nos dirigíamos, pero el tránsito se me hizo eterno.
Entramos al mismo tiempo que un funcionario avisado nos anunciaba y que dos líctores portadores de las fasces, símbolo de su autoridad, realizaban el saludo reglamentario. Los presentes seguramente no llegábamos a la docena, pero ante ellos no pude evitar que me invadiera una sensación de profundo orgullo. En aquella habitación, se concentraba Roma de una manera casi mágica: el poder del césar, la autoridad impuesta por las varas de los líctores y, sobre todo, la reciedumbre de su derecho que se administraba en todo el orbe otorgando a los bárbaros la posibilidad de civilizarse. Pensando en ello, no me cabía la menor duda de que existían pueblos que habían recibido una misión especial de los dioses y de que en el caso de Roma se trataba fundamentalmente de imponer la ley, el orden y la paz.
Me había sumergido placenteramente en esas reflexiones cuando reparé en dos figuras que se hallaban en el extremo de la sala, justo frente a la mesa que debía servir de tribunal del césar. Su torpe aliño y, sobre todo, la manera en que llevaban dispuestos los cabellos y los pliegues de la ropa los señalaban como provincianos. No obstante, no parecían pertenecer a ninguno de los territorios de la antigua Hélade, ni por el color de su piel los hubiera yo imaginado originarios del África. No, seguramente eran judíos como cabría esperar —y además no acomodados. El más joven, que debía de rondar los cincuenta años, era delgado y algo más alto de lo normal. Parecía limpio y correcto aunque cubierto con una especie de grisura que, por un instante, me recordó a alguno de nuestros funcionarios. Quizá fuera un abogado de origen oriental que había estado dispuesto a desplazarse hasta Roma para ocuparse de la defensa del mayor. Éste, que se hallaba encadenado a dos soldados, podía haber alcanzado holgadamente la condición de septuagenario. Era de estatura algo inferior a la media y de una notable delgadez, pero su complexión hacía pensar que en aquel cuerpo no debía albergarse una sola onza de grasa. El tamaño de sus manos, la configuración de sus brazos y un ligero encorvamiento parecían apuntar a alguien que había desempeñado durante buena parte de su vida algún oficio manual, nada extraño por otra parte en un nazareno. De modo que aquél iba a ser el cabecilla de la extraña superstición… Bueno, tampoco era para sorprenderse. Lo extraño hubiera sido que se tratara de un ser excepcional. Por un instante, me detuve en sus vestimentas. Naturalmente, no podía saber si aquellas ropas —a un punto de convertirse en harapos— poseían algún significado religioso, pero de ser así no tenían punto de comparación con las vestiduras albas de nuestros sacerdotes o de los egipcios. Aunque, bien pensado, a aquel palurdo no le hubiera sentado nada bien un atuendo blanco confeccionado con telas delicadas… y pensar que con él teníamos que perder el tiempo.
—Que se identifique el acusado —dijo el césar y yo me percaté de que aún permanecía en pie sin haber ocupado el lugar que me correspondía.
—
Domine
—indicó un funcionario—, existe una cierta confusión con su nombre…
Nerón reprimió un gesto de malestar. Bien empezábamos si de entrada surgían problemas de identificación. Me dirigió de reojo una mirada preñada de fastidio y le respondí con un cómplice arqueamiento de cejas. Nervioso, tamborileó en la mesa con las yemas de los dedos y dijo:
—¿De qué se trata?
—Domine —respondió el funcionario—, según nuestros datos, este hombre se llama Petrós, un nombre griego, pero ha afirmado repetidamente que su nombre es Kefas…
—Esa confusión —intervino inesperadamente el cuarentón que acompañaba al detenido— puede explicarse con facilidad. Tanto el césar como yo nos volvimos sorprendidos en dirección a aquel personaje que se permitía tomar la palabra sin que se le hubiera autorizado previamente.
—¿Eres su abogado? —preguntó Nerón.
—No, no… tan sólo su intérprete —respondió el hombre en un latín correcto pero marcado por un acento fuerte—. Petrós habla correctamente el griego y también su lengua natal, pero su conocimiento del latín es muy rudimentario y tampoco lo entiende del todo bien.
—Puedes servirle de intérprete —dijo el césar con acento magnánimo—, Roma no desea que nadie, ni siquiera un bárbaro, se vea privado del derecho procesal de defensa, y ahora que ha quedado establecido ese término ¿podrías explicar la confusión de nombres?
—Sí —respondió con una sonrisa tímida el intérprete—. En realidad, su nombre es Simón, un nombre judío muy común, pero desde hace años se le conoce por el apodo de Kefas, que significa piedra, exactamente igual que Petrós en griego… Es común entre nosotros tener un nombre judío y un nombre griego…
Nerón me dirigió la mirada como si buscara confirmación de aquellas palabras. Carraspeé levemente y dije:
—Ese extremo es cierto, césar. Los judíos suelen tener un nombre propio de su pueblo, pero a la vez utilizan otro de carácter helénico. Lo cierto es que en general todos ellos hablan con mayor o menor fluidez el griego aunque no suelan ser duchos en el dominio de nuestra lengua latina.
—Bien, escribe —dijo Nerón dirigiéndose al secretario del tribunal—. Ante nos, césar, sumo pontífice y etcétera, etcétera, etcétera, comparece el judío que en su lengua natal dice llamarse Simón apodado Kefas y en griego es conocido como Petrós…
—Tengo entendido que eres seguidor de un tal
Jristós
… —comenzó a decir Nerón mientras un suave murmullo indicaba que el intérprete traducía sus palabras a Petrós y a continuación escuchaba la respuesta.
—Sí —respondió—. Se reconoce como siervo de Jesús
Jristós
, el Hijo de Dios.
No me resultó preciso mirar para percibir el inesperado respingo que había dado Nerón al escuchar las últimas palabras. Había sido tan acusado que se había transmitido a través de la superficie de la mesa hasta llegar al lugar en el que me encontraba.
—Hijo de Dios… —masculló por lo bajo aunque sin formular ninguna pregunta.
Guardé silencio pero no se me escapaba lo espinoso de aquella situación. Desagradable resultaba que el fundador de aquella extraña superstición hubiera sido ajusticiado por un gobernador romano; repugnante me parecía el conjunto de las doctrinas que había llegado a conocer, pero que ahora salieran con que su jefe, un delincuente común, era el —y no sólo un— Hijo de Dios… Bueno, aquello era a todas luces excesivo.
—Bien —comentó Nerón sonriendo—, creo que podemos ahorrarnos los detalles de la vida de ese
Jristós
que estará en el cielo en compañía de su padre…
La risa de todos los romanos que estábamos presentes coreó la humorada del césar. Sin embargo, Petrós miró al intérprete como indagando sobre las razones de nuestra diversión aunque sin obtener respuesta.
—Centrémonos en los hechos —cortó el césar—. ¿Qué sabe acerca del origen de la… enseñanza de ese
Jristós
?
El intérprete transmitió la pregunta a Petrós y éste comenzó a responder. Lo hizo utilizando un tono cadencioso y sereno, casi monótono, como si no sintiera ni premura ni temor por el resultado de sus palabras. Aún no había terminado de contestar cuando el traductor empezó a hablar de nuevo.
Asistí así a un fenómeno que nunca había contemplado antes. De manera simultánea, el hombre iba vertiendo al latín las palabras de Petrós sin necesidad de esperar a que concluyera. Pensé que debía tener un dominio excepcional de ambas lenguas y que, especialmente, contaba con un enorme práctica en este tipo de tareas. ¡Una traducción simultánea! Jamás había visto cosa igual y, sin embargo, no me hubiera atrevido a decir que perdiera una frase o tan sólo una palabra de lo que escuchaba.
—Tal y como está escrito en Isaías, el profeta de Israel, se cumplieron las palabras que desde hacía siglos anunciaban:
Envío a mi mensajero delante de tu rostro y preparará tu camino delante de mí. Será una voz clamando en el desierto: Preparad el camino del Señor; haced rectas sus sendas
. Antes de que Jesús el
Jristós
se manifestara al pueblo, sumergía Juan a la gente en el agua del río Jordán, y les predicaba que este acto era una señal de que se habían arrepentido de sus faltas para obtener el perdón de Dios. Salían a su encuentro gentes de toda la provincia de Judea, y de la misma ciudad de Jerusalén; y eran sumergidos por él en las aguas del río Jordán tras haber reconocido sus pecados. Juan estaba vestido de pelo de camello, y llevaba un cinto de cuero y comía langostas y miel silvestre. Y predicaba: detrás de mí viene uno que es más poderoso que yo, a quien no soy digno de desatar la correa del calzado. Yo a la verdad os he sumergido en el agua; pero él os sumergirá en el Espíritu Santo.