El sueño del celta (55 page)

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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

BOOK: El sueño del celta
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Lloró muchas veces, como no recordaba haber llorado nunca, ya sin tratar de aguantarse las lágrimas, porque con ellas se desahogaba de tensiones y amarguras y le parecía que no sólo su ánimo, también su cuerpo se volvía más ligero. El padre Carey lo dejaba hablar, silencioso e inmóvil. A veces, le hacía una pregunta, una observación, un breve comentario tranquilizador. Luego de señalarle la penitencia y darle la absolución, lo abrazó: «Bienvenido de nuevo a la que fue siempre su casa, Roger».

Muy poco después se abrió otra vez la puerta de la celda y volvió a entrar el padre MacCarroll seguido del
sheriff
. Mr. Stacey tenía en sus brazos su traje oscuro y su camisa blanca de cuello, su corbata y su chaleco y el padre MacCarroll los botines y las medias. Era la ropa que Roger había llevado el día que el Tribunal de Oíd Bailey lo condenó a morir ahorcado. Sus prendas de vestir estaban inmaculadamente limpias y planchadas y sus zapatos acababan de ser embetunados y lustrados.

—Le agradezco mucho su amabilidad,
sheriff
.

Mr. Stacey asintió. Tenía la cara mofletuda y tris te de costumbre. Pero ahora evitaba mirarlo a los ojos.

—¿Podré darme un baño antes de ponerme esta ropa,
sheriff
? Sería una lástima ensuciarla con este cuerpo asqueroso que tengo.

Mr. Stacey asintió, esta vez con media sonrisita cómplice. Luego, salió de la habitación.

Apretándose, los tres se las arreglaron para sentarse en el camastro. Así estuvieron, a ratos callados, a ratos rezando, a ratos conversando. Roger les habló de su infancia, de sus primeros años en Dublín, en Jersey, de las vacaciones que pasaba con sus hermanos donde los tíos maternos, en Escocia. El padre MacCarroll se alegró de oírle decir que las vacaciones escocesas habían sido para Roger niño la experiencia del Paraíso, es decir, de la pureza y la dicha. A media voz, les canturreó algunas de las canciones infantiles que le hicieron aprender su madre y sus tíos, y, también, recordó cómo lo hacían soñar las proezas de los dragones ligeros en la India que les relataba a él y a sus hermanos el capitán Roger Casement cuando estaba de buen humor.

Luego, les cedió la palabra, pidiéndoles que le con taran cómo fue que se hicieron sacerdotes. ¿Habían entra do al seminario llevados por una vocación o empujados por las circunstancias, el hambre, la pobreza, la voluntad de alcanzar una educación, como ocurría con tantos religiosos irlandeses? El padre MacCarroll había quedado huérfano antes de tener uso de razón. Fue acogido por unos parientes ancianos que lo matricularon en una escuelita parroquial donde el párroco, que le tenía cariño, lo convenció de que su vocación era la Iglesia.

—¿Qué otra cosa podía hacer sino creerle? —re flexionó el padre MacCarroll—. En verdad, entré al seminario sin mucha convicción. El llamado de Dios vino después, durante mis años superiores de estudio. Me interesó mucho la teología. Me hubiera gustado dedicarme al estudio y a la enseñanza. Pero, ya lo sabemos, el hombre pro pone y Dios dispone.

El caso del padre Carey había sido muy distinto. Su familia, comerciantes acomodados de Limerick, eran católicos de palabra más que de obra, de modo que él no creció en un ambiente religioso. Pese a ello había sentido muy joven el llamado y hasta podía señalar un hecho que, tal vez, había sido decisivo. Un Congreso Eucarístico, cuando tenía trece o catorce años, en que escuchó a un padre misionero, el padre Aloyssus, contar el trabajo que realizaban en las selvas de México y Guatemala los religiosos y religiosas con los que había pasado veinte años de su vida.

—Era tan buen orador que me deslumbró —dijo el padre Carey—. Por su culpa estoy en esto todavía. Nunca más lo vi ni volví a saber de él. Pero recuerdo siempre su voz, su fervor, su retórica, sus larguísimas barbas. Y su nombre:
father
Aloyssus.

Cuando abrieron la puerta de la celda, trayéndole la frugal cena de costumbre —caldo, ensalada y pan—, Roger se dio cuenta de que llevaban varias horas conversan do. Moría el atardecer y comenzaba la noche, aunque algo de sol brillaba aún en los barrotes de la pequeña ventana. Rechazó la cena y se quedó sólo con la botellita de agua.

Y entonces recordó que, en una de sus primeras expediciones por el África, el primer año de su estancia en el continente negro, había pernoctado unos días en una pequeña aldea, de una tribu cuyo nombre había olvidado (¿los bangui, tal vez?). Con ayuda de un intérprete con versó con varios lugareños. Así descubrió que los ancianos de la comunidad, cuando sentían que iban a morir, hacían un pequeño atado con sus escasas pertenencias y, discretamente, sin despedirse de nadie, tratando de pasar desapercibidos, se internaban en la selva. Buscaban un lugar tranquilo, una playita a orillas de un lago o un río, la sombra de un gran árbol, un altozano con rocas. Allí se tumbaban a esperar la muerte sin molestar a nadie. Una manera sabia y elegante de partir.

Los padres Carey y MacCarroll quisieron pasar la noche con él, pero Roger no lo consintió. Les aseguró que se encontraba bien, más tranquilo que en los últimos tres meses. Prefería quedarse solo y descansar. Era verdad. Los religiosos, al ver la serenidad que mostraba, accedieron a partir.

Cuando salieron, Roger estuvo largo rato contemplando las prendas de vestir que le había dejado el
sheriff
. Por una extraña razón, estaba seguro de que le traería aquellas ropas con las que fue capturado en esa desolada madrugada del 21 de abril en ese fuerte circular de los celtas llamado McKenna's Fort, de piedras carcomidas, recubiertas por la hojarasca, los helechos y la humedad y rodeadas de árboles donde cantaban los pájaros. Tres meses apenas y le parecían siglos. ¡Qué sería de esas ropas! ¿Las habrían archivado también, junto con su expediente? El traje que le planchó Mr. Stacey y con el que moriría dentro de unas horas se lo había comprado el abogado Gavan Duffy para que apareciese presentable ante el Tribunal que lo juzgó. Para no arrugarlo, lo estiró bajo la pequeña colchoneta del camastro. Y se echó, pensando que le esperaba una larga noche de desvelo.

Asombrosamente, al poco rato se durmió. Y debió dormir muchas horas porque, cuando abrió los ojos con un pequeño sobresalto, aunque la celda estaba en sombras advirtió por el cuadradito enrejado de la ventana que comenzaba a amanecer. Recordaba haber soñado con su madre. Ella tenía una cara afligida y él, niño, la consolaba diciéndole: «No estés triste, pronto nos volveremos a ver». Se sentía tranquilo, sin miedo, deseoso de que terminara aquello de una vez.

No mucho después, o acaso sí, pero él no se había dado cuenta de cuánto tiempo había pasado, se abrió la puerta y, desde el vano, el
sheriff
—la cara cansada y los ojos inyectados como si no hubiera pegado los ojos— le dijo:

—Si quiere bañarse, debe ser ahora.

Roger asintió. Cuando avanzaban hacia los baños por el largo pasillo de ladrillos ennegrecidos, Mr. Stacey le preguntó si había podido descansar algo. Cuando Roger le dijo que había dormido unas horas, aquél murmuró: «Me alegro por usted». Luego, cuando Roger anticipaba la sensación grata que sería recibir en su cuerpo el chorro de agua fresca, Mr. Stacey le contó que, en la puerta de la prisión, habían pasado toda la noche, rezando, con crucifijos y carteles contra la pena de muerte, muchas personas, algunos sacerdotes y pastores entre ellas. Roger se sentía raro, como si no fuera ya él, como si otro lo estuviera reemplazando. Estuvo un buen rato bajo el agua fría. Se jabonó cuidadosamente y se enjuagó, frotándose el cuerpo con ambas manos. Cuando regresó a la celda, allí estaban ya, de nuevo, el padre Carey y el padre MacCarroll. Le dijeron que el número de gente agolpada en las puertas de Pentonville Prison, rezando y blandiendo pancartas, había crecido mucho desde la noche anterior. Muchos eran parroquianos traídos por el padre Edward Murnaue de la iglesita de Holy Trinity, donde acudían las familias irlandesas del barrio. Pero también había un grupo que vitoreaba la ejecución del «traidor». A Roger, estas noticias lo dejaron indiferente. Los religiosos esperaron afuera de la celda que se vistiera. Se quedó impresionado de lo que había enflaquecido. Las ropas y los zapatos le bailaban.

Escoltado por los dos curas y seguido por el
sheriff
y un centinela armado, fue a la capilla de Pentonville Prison. No la conocía. Era pequeña y oscura, pero había algo acogedor y apacible en el recinto de techo ovalado. El padre Carey ofició la misa y el padre MacCarroll hizo de monaguillo. Roger siguió la ceremonia conmovido, aun que no sabía si era por las circunstancias o por el hecho de que iba a comulgar por primera y última vez. «Será mi primera comunión y mi viático», pensó. Luego de comulgar, intentó decir algo a los padres Carey y MacCarroll pero no halló las palabras y permaneció silencioso, tratan do de orar.

Al volver a la celda habían dejado junto a su cama el desayuno, pero no quiso comer nada. Preguntó la hora, y esta vez sí se la dijeron: las ocho y cuarenta de la maña na. «Me quedan veinte minutos», pensó. Casi al instante, llegaron el gobernador de la prisión, junto con el
sheriff
y tres hombres vestidos de civil, uno de ellos sin duda el médico que constataría su muerte, algún funcionario de la Corona, y el verdugo con su joven ayudante. Mr. Ellis, hombre más bien bajo y fortachón, vestía también de os curo, como los otros, pero llevaba las mangas de la chaqueta remangadas para trabajar con más comodidad. Traía una cuerda enrollada en el brazo. En su voz educada y carrasposa le pidió que pusiera sus manos a la espalda por que debía atárselas. Mientras se las amarraba, Mr. Ellis le hizo una pregunta que le pareció absurda: «¿Le hago daño?». Negó con la cabeza.

Father
Carey y
father
MacCarroll se habían puesto a rezar letanías en voz alta. Siguieron rezándolas mientras lo acompañaban, cada uno a su lado, en el largo recorrido por sectores de la prisión que él desconocía: escaleras, pasillos, un pequeño patio, todo desierto. Roger apenas advertía los lugares que iban dejando atrás. Rezaba y respondía a las letanías y se sentía contento de que sus pasos fueran firmes y de que no se le escapara un sollozo ni una lágrima. A ratos cerraba los ojos y pedía clemencia a Dios, pero quien aparecía en su mente era el rostro de Anne Jephson.

Por fin salieron a un descampado inundado de sol. Los esperaba un pelotón de guardias armados. Rodeaban una armazón cuadrada de madera, con una pequeña escalerilla de ocho o diez peldaños. El gobernador leyó unas frases, sin duda la sentencia, a lo que Roger no prestó atención. Luego le preguntó si quería decir algo. El negó con la cabeza, pero, entre dientes, murmuró: «Irlanda». Se volvió a los sacerdotes y ambos lo abrazaron. El padre Carey le dio la bendición.

Entonces, Mr. Ellis se acercó y le pidió que se agachara para poder vendarle los ojos, pues Roger era demasiado alto para él. Se inclinó y mientras el verdugo le ponía la venda que lo sumió en la oscuridad le pareció que los dedos de Mr. Ellis eran ahora menos firmes, menos dueños de sí mismos, que cuando le ataron las manos. Cogiéndolo del brazo, el verdugo le hizo subir los peldaños hacia la plataforma, despacio para que no fuera a tropezar.

Escuchó unos movimientos, rezos de los sacerdotes y, por fin, otra vez, un susurro de Mr. Ellis pidiéndole que bajara la cabeza y se inclinara algo,
please, sir
. Lo hizo, y, entonces, sintió que le había puesto la soga alrededor del cuello. Todavía alcanzó a oír por última vez un susurro de Mr. Ellis: «Si contiene la respiración, será más rápido, sir». Le obedeció.

Epílogo

I say that Roger Casement

Did what he had to do.

He died upon the gallows,

But that is nothing new.

W. B. YEATS

La historia de Roger Casement se proyecta, se apaga y renace después de su muerte como esos fuegos de artificio que, luego de remontarse y estallar en la noche en una lluvia de estrellas y truenos, se apagan, callan y, momentos después, resucitan en una trompetería que llena el cielo de incendios.

Según el médico que asistió a la ejecución, el doctor Percy Mander, ésta se llevó a cabo «sin el menor obstáculo» y la muerte del reo fue instantánea. Antes de autorizar su entierro, el facultativo, cumpliendo órdenes de las autoridades británicas que querían alguna seguridad científica respecto a las «tendencias perversas» del ejecuta do, procedió, enfundándose para ello unos guantes de plástico, a explorarle el ano y el comienzo del intestino. Comprobó que, «a simple vista», el ano mostraba una clara dilatación, lo mismo que «la parte inferior del intestino, hasta donde alcanzaban los dedos de mi mano». El médico concluyó que esta exploración confirmaba «las prácticas a las que al parecer el ejecutado era afecto».

Después de ser sometidos a esta manipulación, los restos de Roger Casement fueron enterrados sin lápida, ni cruz, ni iniciales, junto a la tumba también anónima del doctor Crippen, un célebre asesino ajusticiado hacía ya algún tiempo. El montón de tierra informe que fue su sepultura era contiguo al Román Way, la trocha por la cual al comenzar el primer milenio de nuestra era entraron las legiones romanas a civilizar ese perdido rincón de Europa que sería más tarde Inglaterra.

Luego, la historia de Roger Casement pareció eclipsarse. Las gestiones ante las autoridades británicas emprendidas por el abogado George Gavan Duffy en nombre de los hermanos de Roger para que sus restos se entregaran a sus familiares a fin de darles sepultura cristiana en Ir landa, fueron denegadas, en ese momento y en todos los otros a lo largo de medio siglo, cada vez que sus parientes hicieron tentativas semejantes. Durante mucho tiempo, salvo un número restringido de personas —entre ellas el verdugo, Mr.
John
Ellis, quien, en el libro de memorias que escribió poco antes de suicidarse, dejó dicho que «de todas las personas que debí ejecutar, la que murió con más coraje fue Roger Casement»—, nadie habló de él. Desapareció de la atención pública, en Inglaterra); en Irlanda.

Tardó buen tiempo en ser admitido en el panteón de los héroes de la independencia de Irlanda. La sinuosa campaña lanzada por la inteligencia británica para desprestigiarlo, utilizando fragmentos de sus diarios secretos, tuvo éxito. Ni siquiera ahora se disipa del todo: una aureola sombría de homosexualismo y pedofilia acompañó su imagen a lo largo de todo el siglo XX. Su figura incomodaba en su país porque Irlanda, hasta no hace muchos años, mantenía oficialmente una severísima moral en la que la sola sospecha de «pervertido sexual» hundía en la ignominia a una persona y la expulsaba de la consideración pública. En buena parte del siglo XX el nombre y las hazañas y penurias de Roger Casement quedaron confinados en ensayos políticos, artículos periodísticos y biografías de historiadores, muchos de ellos ingleses.

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