Roger Casement trabajó con el profesor MacNeill y Patrick Pearse en la redacción del manifiesto fundador de los Voluntarios y vibró entre la masa de asistentes el 25 de noviembre de 1913, en la Rotunda de Dublín, en el primer acto público de la organización. Desde un principio, tal como MacNeill y Roger lo propusieron, los Voluntarios fue un movimiento militar, dedicado a reclutar, entrenar y armar a sus miembros, divididos en escuadras, compañías y regimientos a lo largo y ancho de Irlanda, por si es tallaban las acciones armadas, algo que, dada la intemperancia de la situación política, parecía inminente.
Roger se entregó en cuerpo y alma a trabajar por los Voluntarios. De este modo llegó a relacionarse y a entablar estrecha amistad con sus principales dirigentes, entre los que abundaban los poetas y escritores, como Thomas MacDonagh, que escribía teatro y enseñaba en la universidad, y el joven Joseph Plunkett, enfermo del pulmón y lisiado, que, a pesar de sus limitaciones físicas, exhibía una energía extraordinaria: era tan católico como Pearse, lector de los místicos, y había sido uno de los fundadores del Abbey Theatre. Las actividades de Roger en favor de los Voluntarios ocuparon sus días y sus noches entre noviembre de 1913 y julio de 1914. Habló a diario en sus mítines, en las gran des ciudades, como Dublín, Belfast, Cork, Londonderry, Galway y Limerick, o en pueblecitos minúsculos y aldeas, ante centenares o apenas puñados de personas. Sus discursos comenzaban serenos («Soy un protestante del Ulster que defiende la soberanía y la liberación de Irlanda del yugo colonial inglés») pero, a medida que avanzaba, se iba exaltando y solía terminar en arrebatos épicos. Arrancaba casi siempre atronadores aplausos en el auditorio.
Al mismo tiempo colaboraba en los planes estratégicos de los Voluntarios. Era uno de los dirigentes más empeñados en dotar al movimiento de un armamento capaz de apoyar de manera efectiva la lucha por la soberanía, que, estaba convencido, pasaría fatalmente del plano político a la acción bélica. Para armarse hacía falta dinero y era indispensable persuadir a los irlandeses amantes de la libertad que fueran generosos con los Voluntarios.
Así nació la idea de enviar a Roger Casement a los Estados Unidos. Allí las comunidades irlandesas tenían re cursos económicos y podían aumentar su ayuda mediante una campaña de opinión pública. ¿Quién mejor para promoverla que el irlandés más conocido en el mundo? Los Voluntarios decidieron consultar este proyecto a
John
Devoy, el líder en Estados Unidos del poderoso Clan na Gael, que aglutinaba a la numerosa comunidad irlandesa nacionalista en América del Norte. Devoy, nacido en Kill, Co. Kildare, había sido activista clandestino desde joven y fue condenado, bajo la acusación de terrorismo, a quince años de prisión. Pero sólo sirvió cinco. Estuvo en la Legión Extranjera, en Argelia. En Estados Unidos fundó un periódico,
The Gaelic American
, en 1903, y estableció vínculos estrechos con estadounidenses del
establishment
, gracias a lo cual el Clan na Gael contaba con influencia política.
Mientras
John
Devoy estudiaba la propuesta, Roger seguía dedicado a promover a los Irish Volunteers y su militarización. Se hizo buen amigo del coronel Maurice Moore, inspector general de los Voluntarios, a quien acompañó en sus giras por la isla para ver cómo se efectuaban los entrenamientos y si eran seguros los escondites de armas. A instancias del coronel Moore, fue incorporado al Estado Mayor de la organización.
Varias veces fue enviado a Londres. Funcionaba allí un comité clandestino, presidido por Alice Stopford Green, que, además de recolectar dinero, gestionaba en Inglaterra y varios países europeos la compra secreta de fusiles, revólveres, granadas, ametralladoras y municiones, que introducía clandestinamente en Irlanda. En estas reuniones londinenses con Alice y sus amigos Roger advirtió que una guerra en Europa había dejado de ser una mera posibilidad para convertirse en una realidad en marcha: todos los políticos e intelectuales que frecuentaban las tertulias de la historiadora en su casa de Grosvenor Road creían que Alemania lo había ya decidido y no se preguntaban si habría guerra sino cuándo estallaría.
Roger se había mudado a Malahide, en la costa norte de Dublín, aunque, debido a sus viajes políticos, pasaba pocas noches en su domicilio. Apoco de instalarse allí, los Voluntarios le advirtieron que la Royal Irish Constabulary le había abierto un expediente y era seguido por la policía secreta. Una razón de más para que partiera a Estados Unidos: allá sería más útil al movimiento nacionalista que si se quedaba en Irlanda y lo ponían entre rejas.
John
Devoy hizo saber que los dirigentes del Clan na Gael aplaudían su venida. Todos creían que su presencia aceleraría la recaudación de donativos.
Aceptó, pero demoró la partida por un proyecto que lo ilusionaba: una gran celebración el 23 de abril de 1914 de los novecientos años de la batalla de Clontarf, en la que los irlandeses al mando de Brian Boru derrotaron a los ingleses. MacNeill y Pearse lo apoyaban, pero los demás dirigentes veían en aquella iniciativa una pérdida de tiempo: ¿para qué derrochar energías en una operación de arqueología histórica cuando lo importante era la actualidad? No había tiempo para distracciones. El proyecto no llegó a concretarse ni tampoco otra iniciativa de Roger, una campaña de firmas pidiendo que Irlanda participara en los Juegos Olímpicos con un equipo propio de atletas.
Mientras preparaba el viaje, siguió hablando en los mítines, casi siempre junto a MacNeill y Pearse, y, a veces, Thomas MacDonagh. Lo hizo en Cork, Galway, Kilkenny. El día de San Patricio subió a la tribuna en Limerick, la manifestación más grande que le tocó ver en su vida. La situación empeoraba día a día. Los unionistas del Ulster, armados hasta los dientes, hacían desfiles y maniobras militares sin disimulo, al extremo de que el Gobierno británico debió hacer un gesto, enviando más soldados y marinos al Norte de Irlanda. Entonces, ocurrió el Motín de Curragh, un episodio que tendría gran efecto en las ideas políticas de Roger. En plena movilización de los soldados y marinos británicos para frenar una posible acción arma da de los ultras del Ulster, el general sir Arthur Paget, comandante en jefe de Irlanda, hizo saber al Gobierno inglés que un buen número de oficiales británicos de las Fuerzas Militares de Curragh le habían hecho saber que si les ordenaba atacar a los Ulster Volunteers de Edward Carson pedirían su baja. El Gobierno inglés cedió al chantaje y ninguno de aquellos oficiales fue sancionado.
Este suceso apuntaló el convencimiento de Roger: el Home Rule nunca sería realidad porque, pese a todas sus promesas, el Gobierno inglés, fuera de conservadores o de liberales, nunca lo aceptaría.
John
Redmond y los irlandeses que creían en la Autonomía se verían frustrados una y otra vez. Esta no era la solución para Irlanda. Lo era la independencia, pura y simplemente, y ella no sería jamás concedida por las buenas. Debería ser arrancada mediante una acción política y militar, a costa de grandes sacrificios y heroísmos, como querían Pearse y Plunkett. Así habían conseguido su emancipación todos los pueblos libres de la Tierra.
En abril de 1914, llegó a Irlanda el periodista alemán Oskar Schweriner. Quería escribir unas crónicas sobre los pobres de Connemara. Como Roger había estado tan activo ayudando a los poblados cuando la epidemia de tifus, lo buscó. Viajaron juntos al lugar, recorrieron las aldeas de pescadores, las escuelas y dispensarios que comenzaban a funcionar. Roger tradujo luego los artículos de Schweriner para
The Irish Independent
. En las conversaciones con el periodista alemán, favorable a las tesis nacionalistas, Roger reafirmó la idea que había tenido en su viaje a Berlín de vincular la lucha por la emancipación de Irlanda a Alemania si estallaba un conflicto bélico entre este país y Gran Bretaña. Con este poderoso aliado, habría más posibilidades de obtener de Inglaterra lo que Irlanda con sus escasos medios —un pigmeo contra un gigante— no alcanzaría nunca. Entre los Voluntarios la idea fue bien recibida. No era inédita, pero la inminencia de una guerra le daba nueva vigencia.
En estas circunstancias se supo que los Ulster Volunteers de Edward Carson habían conseguido introducir a ocultas en el Ulster, por el puerto de Larne, 216 toneladas de armas. Sumadas a las que tenían, esta remesa daba a las milicias unionistas una fuerza muy superior a la de los Voluntarios nacionalistas. Roger tuvo que apresurar su partida a los Estados Unidos.
Lo hizo, pero antes debió acompañar a Eoin MacNeill a Londres, a entrevistarse con
John
Redmond, el líder del Irish Parliamentary Party. Pese a todos los reveses, seguía convencido de que la Autonomía terminaría por aprobarse. Ante ellos defendió la buena fe del Gobierno liberal británico. Era un hombre grueso y dinámico, que hablaba muy rápido, ametrallando las palabras. La absoluta seguridad en sí mismo que mostraba, contribuyó a aumentar la antipatía que ya inspiraba a Roger Casement. ¿Por qué era tan popular en Irlanda? Su tesis de que la Autonomía se debía obtener en la colaboración y la amistad con Inglaterra gozaba de apoyo mayoritario entre los irlandeses. Pero Roger estaba seguro de que esta confianza popular en el líder del Irish Parliamentary Party se iría eclipsando a medida que la opinión pública viera que el Home Rule era un espejismo del que se valía el Gobierno imperial para tener engañados a los irlandeses, desmovilizándolos y dividiéndolos.
Lo que más irritó a Roger en la entrevista fue la afirmación de Redmond de que si estallaba la guerra con Alemania, los irlandeses debían combatir junto a Inglaterra, por una cuestión de principio y de estrategia: de este modo se ganarían la confianza del Gobierno inglés y de la opinión pública, lo que garantizaría la futura Autonomía. Redmond exigió que en el Comité Ejecutivo de los Voluntarios hubiera veinticinco representantes de su partido, algo que los Volunteers se resignaron a aceptar a fin de preservar la unidad. Pero ni por esta concesión cambió Redmond de opinión sobre Roger Casement, al que acusaba de tanto en tanto de ser «un revolucionario radical». Pese a ello, en sus últimas semanas en Irlanda, Roger escribió a Redmond dos cartas amables, exhortándolo a obrar de modo que los irlandeses se mantuvieran unidos pese a sus eventuales discrepancias. Le aseguraba que si el Home Rule llegaba a ser realidad, sería el primero en apoyarlo. Pero si el Gobierno inglés, por su debilidad frente a los extremistas del Ulster, no alcanzaba a imponer la Autonomía, los nacionalistas debían tener una estrategia alternativa.
Roger estaba hablando en un mitin de los Voluntarios en Cushendun el 28 de junio de 1914 cuando llegó la noticia de que, en Sarajevo, un terrorista serbio había asesinado al archiduque Franz Ferdinand de Austria. En ese momento nadie dio allí mucha importancia a este episodio que, pocas semanas más tarde, iba a ser el pretexto que desencadenaría la Primera Guerra Mundial. El último discurso de Roger en Irlanda lo pronunció en Carn el 30 de junio. Estaba ya ronco de tanto hablar.
Siete días más tarde salió, de manera clandestina, del puerto de Glasgow, en el barco Casandra —el nombre era un símbolo de lo que guardaba el futuro para él— rumbo a Montreal. Viajó en segunda, con nombre supuesto. Además, alteró su atuendo, generalmente atildado y ahora modestísimo, y su cara, cambiando de peinado y cortándose la barba. Pasó unos días tranquilos navegando, después de mucho tiempo. En la travesía se dijo, sorprendido, que la agitación de estos últimos meses había tenido la virtud de apaciguar sus dolores artríticos. Casi no los había vuelto a padecer y cuando le volvían eran más soportables que los de antaño. En el tren de Montreal a New York, pre paró el informe que haría a
John
Devoy y demás dirigen tes del Clan na Gael sobre el estado de cosas en Irlanda y la necesidad de ayuda económica que tenían los Voluntarios para comprar armas, pues, tal como evolucionaba la situación política, la violencia estallaría en cualquier momento. De otro lado, la guerra abriría una oportunidad excepcional para los independentistas irlandeses.
Al llegar a New York, el 18 de julio, se alojó en el Belmont Hotel, modesto y frecuentado por irlandeses. Ese mismo día, paseando por una calle de Manhattan, en el calor ardiente del verano neoyorquino, ocurrió su encuentro con el noruego Eivind Adler Christensen. ¿Un encuentro casual? Así lo creyó entonces. Ni un solo instante se le pasó por la cabeza la sospecha de que hubiera podido ser planeado por esos servicios de espionaje británicos que, desde hacía ya meses, venían siguiéndole los pasos. Estaba seguro de que sus precauciones para salir clandestinamente de Glasgow habían sido suficientes. Tampoco sospechó en esos días el cataclismo que causaría en su vida ese joven de veinticuatro años cuyo físico no era para nada el del desamparado vagabundo medio muerto de hambre que le dijo ser. Pese a sus ropas gastadas, a Roger le pareció el hombre más bello y atractivo que había visto en su vida. Mientras lo observaba comer el sándwich y tomar a sorbitos la bebida que le invitó se sintió confuso, avergonzado, porque su corazón se había puesto a latir muy fuerte y sentía una efervescencia en la sangre que no experimentaba hacía tiempo. El, siempre tan cuidadoso en sus gestos, tan rígido observante de las buenas maneras, esa tarde y esa noche estuvo a punto varias veces de transgredir las formas, de seguir las incitaciones que lo asaltaban de acariciar esos brazos musculosos de un vello dorado o de coger la estrecha cintura de Eivind.
Al saber que el joven no tenía dónde dormir, lo invitó a su hotel. Le tomó un cuartito, en el mismo piso que el suyo. Pese al cansancio acumulado por el largo viaje, aquella noche Roger no pegó los ojos. Gozaba y sufría imaginando el cuerpo atlético de su flamante amigo in movilizado por el sueño, los rubios cabellos revueltos y esa cara delicada, de ojos azules clarísimos, apoyada en su brazo, durmiendo acaso con los labios abiertos, mostrando sus dientes tan blancos y parejos.
Haber conocido a Eivind Adler Christensen fue una experiencia tan fuerte que, al día siguiente, en su primera cita con
John
Devoy, con quien tenía importantes asuntos que tratar, aquel semblante y aquella figura volvían a su memoria, apartándolo por momentos del pequeño despacho donde, agobiados por el calor, conversaban.
A Roger le causó una fuerte impresión el viejo y experimentado revolucionario cuya vida parecía una no vela de aventuras. Llevaba sus setenta y dos años con vigor y transmitía una energía contagiosa en sus gestos, movimientos y manera de hablar. Tomando notas en una libretita con un lápiz cuya punta se mojaba en la boca de tanto en tanto, escuchó el informe de Roger sobre los Voluntarios sin interrumpirlo. Cuando calló, le hizo innumerables preguntas, pidiéndole precisiones. A Roger lo maravilló que
John
Devoy estuviera tan prolijamente informado de lo que ocurría en Irlanda, incluso de asuntos que se suponía se guardaban en el mayor secreto.